Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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FELIPE EL HERMOSO, EL CADÁVER QUE REINÓ UNOS MESES

El primero de los reyes extranjeros que reinaron en Castilla en el siglo XVI asustaba por ambicioso. Lo que para la resabiada y depredadora nobleza local era mucho decir. Porque no se trataba de un cualquiera. Quien había aterrizado en Castilla era el hijo primogénito del emperador del Sacro Imperio Germánico. En Felipe I de Castilla, como más tarde ocurriría con su hijo Carlos V, confluían dos de las casas más importantes de Europa.

La casa de su padre era la de los Habsburgo (los Austrias), que aportaba el poder y el prestigio. Esta familia encontraba su origen en el antiguo Ducado de Suabia, una región germanófona de lo que hoy es Suiza, y su nombre procedía del pequeño castillo conocido como el «castillo del Azor» (Halcón) que albergaba un importante foco de cetrería. A través de este territorio, los Austrias extendieron en silencio su patrimonio y su poder hasta asumir la corona imperial, ya en tiempos modernos. España supuso su cima, hasta que esta rama familiar se destruyó por el abuso de los matrimonios entre parientes.

La riqueza y la temeridad las aportaba la casa materna. Felipe era borgoñón por parte de madre. Y lo que resultaba más importante, era descendiente de Carlos el Temerario, el intrépido duque de Borgoña que había puesto contra las cuerdas a Francia. Este noble, cuyo lema personal era Je lay emprins («me atrevo»), se atrevió a desafiar a Europa desde su pequeño territorio y, al final de su vida, pagó las consecuencias de tanta ambición al ver su imperio deshilacharse. El programa político orientado a convertir Borgoña en un poderoso reino se vino abajo cuando uno de sus más estrechos aliados traicionó al noble en Nancy, dándole muerte y abandonando su cadáver a merced de las bestias.

Tres días después de la batalla se encontró el cadáver, desnudo y medio devorado por los lobos, al borde de un estanque helado. Las viejas cicatrices de guerra permitieron a su médico de confianza reconocer a Carlos; si bien, no faltaron quienes creyeron durante años que el legendario duque seguía con vida, a la espera de descubrirse en un brillante golpe teatral. Pero aquello no ocurrió. Le sucedió su hija María de Borgoña, a la que las cortes europeas ofrecieron sus más apuestos príncipes. Cuando todavía era una niña de cinco años, recibió su primera proposición para desposarse, precisamente, con Fernando de Aragón. Su oferta fue desechada, no así la del hijo del emperador Federico III.

A pesar del poder de su padre, el futuro Maximiliano I pasaba por ser un soberano con escasos recursos. Un príncipe pobre y poderoso que cortejaba a una soberana rica pero intrascendente. Cuando María y sus consejeros se decidieron por Maximiliano, financiaron su viaje a Gante y le dieron dinero para equiparse y presentarse con pompa y esplendor. Y así fue el joven príncipe en busca de aquella princesa atrapada en una torre custodiada por un dragón. Caballero y galante, Maximiliano besó a su novia por primera vez delante del obispo de Tréveris. Era costumbre en los enlaces reales entre extranjeros que la joven escondiera una flor en su pecho, para que la buscara el pretendiente y así exhibiera su astucia. Después de pasar varios minutos buscando en vano, con la consiguiente incomodidad, el obispo accedió al fin a que la princesa facilitara la tarea al emperador: se aflojó el corpiño, mostrando el camino a las manos invasivas de Maximiliano, que a la mañana siguiente se casó con aquella dulce mujer temeraria.

De los tres matrimonios de Maximiliano solo en este logró tener descendencia, sus hijos Felipe y Margarita. De hecho fue lo único positivo que obtuvo de Borgoña. A la muerte de María a causa de un accidente de caballo, cuando Felipe tenía cuatro años, Maximiliano buscó hacerse con el control de las provincias flamencas en contra del testamento de su esposa. La guerra entre el padre y los consejeros de su hijo se escenificó con la encarcelación de Maximiliano en la Plaza Mayor de Gante hacia 1488. La intervención del emperador Federico III permitió la liberación de su hijo y, tras una década de tensión entre el Imperio y Borgoña, los territorios de Carlos el Temerario pasaron a estar bajo el vasallaje del emperador. Felipe vivió con incomodidad el enfrentamiento entre la familia de su madre y la de su padre, pero en realidad no tenía razones para luchar con su padre o con su abuelo. Al fin y al cabo, él era el heredero de ambos territorios.

Solo en 1496 se produjo la ruptura entre padre e hijo por lo que se definiría en la actualidad como desavenencias políticas. El joven se negaba a convertirse en un mero lugarteniente del emperador en los Países Bajos, y prefería abstenerse de guerrear contra Francia junto a Maximiliano. Lo que desconocía era que aquella juventud pasada entre puñales familiares iba a prepararle a la perfección para lo que le esperaba en España.

En un curioso giro del equilibrio de poderes en Europa, los dos vástagos de Maximiliano habían sido prometidos con los hijos de los Reyes Católicos. Curioso, porque hasta entonces los reinos de la Península Ibérica, a excepción de Portugal, habían vivido mirando hacia sí mismos y apenas hacia el exterior. No obstante, el ascenso al trono de Castilla de Felipe I demostró que la apuesta de Maximiliano era acertada y pondría a disposición de su hijo los recursos con los que él siempre había soñado. Con todo, el camino hacia el trono de Felipe no estuvo exento de obstáculos, empezando porque debió deformar a su antojo varios puntos del testamento de Isabel la Católica.

La testaruda reina castellana buscaba con su testamento evitar que Fernando accediera a la línea de sucesión de su reino («tanto monta, monta tanto», pero cada uno en su reino); que el yerno extranjero mantuviera sus zarpas lejos de España, y que, bajo ninguna circunstancia, recayera la tarea de reinar en Juana. Podía portar la corona si quería, pero gobernaría Fernando hasta que el futuro Carlos I alcanzara la mayoría de edad. Fue en este terreno de incertidumbre donde emergió Felipe sin que nadie le hubiera enviado invitación. El joven se valió de la hostilidad de la nobleza hacia Fernando para reclamar los derechos de su esposa sobre la corona y el gobierno.

UN EXTRANJERO EXPULSA AL «VIEJO CATALANOTE» DE CASTILLA

Felipe halló su principal apoyo en un noble llamado don Juan Manuel, antiguo embajador de los Reyes Católicos en la corte imperial, que trabajó entre las sombras para allanar la llegada del marido de Juana. Algunos de los pesos pesados de la nobleza castellana, véase el marqués de Villena o el duque de Nájera, se convencieron pronto de que había llegado la hora de que «el viejo catalanote» regresara a sus tierras. Pesaba en su ánimo el resquemor que buena parte de la aristocracia había ido acumulando contra los Reyes Católicos, los monarcas que habían puesto cerco a los felices y revoltosos años de Enrique el Impotente. Así miraban Flandes como un lugar donde la nobleza podía moverse con mayor libertad y acumular más patrimonio. Los escasos aliados que el aragonés aún conservaba en Castilla poco pudieron defenderle, frente al aluvión de regalos y prebendas con las que los hombres de Felipe conquistaron los oídos y los ojos de la nobleza. Por algo le llamaban el Hermoso.

Otros tantos apoyaban a Felipe simplemente porque pensaban que su mujer sí estaba en condiciones de reinar. En un intento desesperado por neutralizar la influencia que Felipe ejercía sobre su esposa, Fernando envió a Lope de Conchillos como secretario de la princesa Juana. Quería que firmara un documento que aprobara su nombramiento como gobernador, pero el secretario fue descubierto con la carta y encarcelado. Después de este incidente, Felipe expulsó de su corte a la mayoría de españoles del servicio de la reina y prohibió la visita de los embajadores a su esposa, casi como si fuera su prisionera. La Concordia de Salamanca, que luego sería papel mojado, pareció sosegar en noviembre de 1505 los ánimos entre ambos monarcas a través de un acuerdo que les permitía gobernar a la vez. Nada más lejos de la realidad: a los dos les convenía ganar tiempo: uno porque estaba demasiado lejos y al otro porque estaba demasiado solo.

En paralelo a estas maquinaciones, Felipe y Juana marcharon al fin a España el 8 de enero de 1506. La castellana había abandonado en la península a uno de sus hijos, recién nacido, durante su anterior viaje, y para no faltar a la costumbre, esta vez se dejó a cuatro en Flandes, como el que deja la tierra en barbecho. Ella iría donde estuviera el amor de su vida, en caso de querer más hijos ya le pediría otros por el camino. O eso debía de pensar su trastornada mente. La nueva reina de Castilla se negó a viajar hacia España si iban en la expedición otras mujeres. Y ante los lamentos de su esposa, Felipe se vio obligado a embarcar a las damas de la corte a escondidas. Cabría pensar si no le hubiera resultado más fácil dejarlas en tierra, y no es que pretendiera acompañarse de un harén itinerante, insistió porque si aparecía en España con una Juana rodeada solo de hombres se interpretaría como que era su prisionera. Sabía, al fin y al cabo, que debía andar con pies de plomo entre una nobleza muy excitable.

Tras la tormenta que dispersó a la flotilla, que bien parecía soplada por la mismísima Isabel la Católica desde el Olimpo, la carraca principal se refugió en la costa inglesa. Para Enrique VII de Inglaterra aquella visita sorpresa resultó muy lucrativa. Su relación con el soberano de los Países Bajos era cordial, pero, a la vista de la estancia de tres meses en su corte, debía ser amistad pegajosa o no ser. El monarca inglés aprovechó la visita de Felipe para sacarle hasta los higadillos, en lo que a acuerdos comerciales se refería. Y tampoco Juana desaprovechó la ocasión de dejar su impronta chiflada en Inglaterra. Ante la oportunidad de reencontrarse con su hermana Catalina —viuda en ese momento del primer hijo de Enrique VII—, Juana mostró cierto desinterés y prefirió recluirse en sus aposentos. Se escondió los tres meses en su cámara, con la mirada perdida y el cuerpo rígido.

Los más románticos tal vez pudieron pensar que apuntaba con su mirada perdida a España, pero una vez que la pareja desembarcó en La Coruña, el 26 de abril de 1506, la actitud de Juana se mantuvo igual de errática. Comenzaba aquí la primera de las ceremonias que harían reyes de pleno derecho a Felipe y Juana. Debían jurar en la iglesia los privilegios del antiguo Reino de Galicia y después el pueblo les prestaría juramento de fidelidad. Embarazada de nuevo, Juana evitó asistir a estos actos con vagas excusas. En realidad creía que España no debía ser regida por un flamenco y la mujer de un flamenco. Advertido de aquellas peligrosas palabras, Felipe tanteó entre la aristocracia la posibilidad de encerrar a su esposa.

Su comportamiento estaba dando pie a no pocos comentarios entre los nobles. Incluso entre sus defensores más férreos se empezó a sospechar que algo olía a podrido en la cabeza de la reina. Después de una audiencia con ella, el cortesano Pedro López de Padilla reconoció entre lágrimas que su cordura solo duraba las primeras frases. A partir de ese punto se perdía. Por su parte, el almirante de Castilla definió como muy rara su forma de proceder, pero no se convenció de que eso fuera perturbación mental.

A principios del verano, Felipe I y Fernando el Católico se vieron frente a frente en Remesal, una localidad de Zamora. El nuevo rey de Castilla acudió al frente de un ejército de miles de soldados castellanos y flamencos, tal vez creyendo que el viejo aragonés se preparaba para la guerra. «Es como si me quisiera prender y hacerme prisionero», anotó el aragonés al ver aquel despliegue. Con tantos años de experiencia, Fernando sabía distinguir una guerra que se puede ganar de una ya perdida de antemano. Se acercó a su yerno desarmado y únicamente acompañado de unos pocos nobles de confianza. Durante la entrevista los dos soberanos, suegro y yerno, pactaron en un ambiente íntimo la Concordia de Villafáfila, que entregaba el gobierno a Felipe a cambio de un puñado de concesiones para Fernando, entre ellas varias relacionadas con los territorios de América.

A pesar de reconocer el triunfo de su yerno, el aragonés ocultaba una escritura firmada ese mismo día donde se mostraba en contra del acuerdo y aseguraba que solo lo había firmado por las presiones de su yerno. Por si faltó cinismo en esa jornada, los grandes nobles besaron la mano de su anterior soberano antes de verle partir. Más tarde tuvo lugar un segundo encuentro entre ambos soberanos en Renedo, cerca de Tudela del Duero, donde Felipe hizo oídos sordos a los consejos básicos que Fernando le dio sobre la mejor forma de conducir el gobierno.

Juana no estuvo en Remesal ni en Renedo, a pesar de que Fernando insistió en ver a su hija. La leyenda ha querido ver en su ausencia una estrategia de Felipe para evitar que Juana se opusiera al acuerdo. Se da por hecho que la reina no habría consentido que su padre abandonara bruscamente Castilla. Sin embargo, demasiadas cosas se dan por hechas en una mujer que había abandonado a sus hijos a diestro y siniestro, que no había derramado ni una lágrima al saber de la muerte de sus hermanos y que había pasado por alto que su madre se estaba muriendo con tal de pisar allí donde pisara su marido.

Banquetes, amoríos, desenfrenos y cacerías… Felipe no tardó en acomodarse al trono y envolvió su corte en Burgos de consejeros flamencos, al tiempo que Fernando se retiraba hacia Aragón maldiciendo a los castellanos y quién sabe si planeando su subterránea venganza. Vestida de negro por un luto imaginario, Juana se empeñó ahora en que debía haber sido su padre quien gobernara Castilla hasta que su hijo Carlos alcanzara la mayoría de edad. Una reacción rabiosa contra su marido, a quien amaba y odiaba a partes iguales. Solo a regañadientes accedió a que las Cortes de Castilla, reunidas en Valladolid, les juraran fidelidad a ella y a su marido.

A Felipe su plan le estaba saliendo a las mil maravillas al fin, hasta el punto de que se interesó por los asuntos de las Indias. Con este fin convocó en Burgos al cartógrafo y navegante florentino Américo Vespucio, que por orden de Fernando había sustituido a Cristóbal Colón en el control de las políticas del otro lado del Atlántico. Lejos de lo que popularmente se cree, Vespucio no puso su nombre al continente, únicamente fue el primero en darse cuenta de que aquellas tierras iban más allá del finis terrae señalado por Tolomeo. Fue el cosmógrafo alemán Martín Waldseemüller el que años después, por sus informes, usó el nombre de Américo para bautizar el nuevo continente.

La salud de Felipe I impidió a Américo llegar a tiempo a la reunión. En menos de lo que dura un verano se cruzó en su vida un vaso de agua demasiado frío. «¡Mi reino por un vaso de agua!». Según apuntan los cronistas, Felipe se encontraba en el palacio burgalés de la Casa del Cordón cuando cayó súbitamente enfermo, el 16 de septiembre de 1506. Al beber un vaso de agua fría tras jugar un partido de pelota con un capitán vizcaíno sintió las primeras fiebres. Al día siguiente salió de caza como si nada, pero su estado fue agravándose hasta presentar un cuadro de neumonía. Uno de sus médicos describe los síntomas de la enfermedad en una carta: «Estábase con la calentura y con sentimiento en el costado, y escupía sangre. Y se le hinchó la campanilla, que decimos úvula, tanto que apenas podía hablar». En menos de diez días falleció el rey, con tan solo veintiocho años. Su muerte sembró la locura definitiva en Juana y un sinfín de rumores en Castilla. ¿Enfermo o envenenado?

EL CADÁVER MÁS VIAJERO

Por lo común, el suegro al que no le cae bien su yerno se limita a escatimarle los langostinos en la cena de Nochebuena o a lanzarle una sonrisa cínica cuando le regala una corbata horrible. Pero entre soberanos es otra cosa: la opción del veneno siempre está sobre la mesa. El máximo beneficiado de la muerte de Felipe fue Fernando el Católico, y también fue el principal sospechoso de provocar su muerte. O al menos de desearla. De hecho, la bipolar nobleza castellana ya estaba desencantada con el rey extranjero que habían entronizado y buscaban una alternativa. No les gustaba ni un pelo la invasión de consejeros flamencos, ni que los cargos locales se los estuvieran repartiendo entre ellos, a excepción de un acaparador don Juan Manuel. En solo dos meses, la mayoría de los nobles ya se habían enfurecido y miraban de reojo los movimientos del soberano aragonés.

No ayudaba a liberar de sospechas a Fernando la fama de intrigante que les acompañaba a él y a su padre, Juan II de Aragón, desde la muerte de su hermanastro Carlos de Viana, heredero del trono de Navarra. Este se había enfrentado con Juan por defender la integridad de Navarra, el reino de su madre. Su escudo de armas personal era la mejor alegoría de lo que estaba pasando: dos sabuesos riñendo entre sí por un hueso, clara alusión a la disputa que los reyes de Francia, Aragón y Castilla mantenían por el control del Reino de Navarra. Su lema no era menos irónico: utrimque roditur («por todas partes me roen»). En 1461, la prematura muerte del navarro convirtió a su padre y a su hermanastro en sospechosos de haberlo roído demasiado. Al igual que le ocurrió a Isabel con las inciertas muertes de sus dos hermanos, los beneficios que Fernando obtuvo de la muerte de Carlos le pusieron en la picota. Lo cierto es que la causa real de su muerte fue probablemente la tuberculosis que padecía desde que Juan II ordenó su cautiverio en una celda húmeda, oscura, mal ventilada y sin ropa de abrigo.

La ciencia médica también ha dado una respuesta poco novelesca a la muerte de Felipe el Hermoso, aunque haya quien prefiera no escucharla. La pulmonía o la forma neumónica de la peste explican sus síntomas. Y a decir verdad, la peste estaba sacudiendo Castilla en esos años. La muerte de Isabel la Católica desencadenó una crisis económica y demográfica concentrada en este territorio hispánico, con años de malas cosechas, hambruna y pueblos «sitiados por la peste». Felipe pudo así contagiarse en sus numerosas relaciones extramatrimoniales o en sus visitas a prostíbulos de Burgos, donde era habitual el contacto con personas de higiene descuidada y la aparición de todo tipo de infecciones.

Una vez certificada su muerte, siguiendo instrucciones de Juana, los servidores flamencos del rey le vistieron con sus mejores galas, tras lo cual se instaló su cadáver en un trono para que presidiera simbólicamente los ritos religiosos. A continuación, se procedió a embalsamar el cuerpo. El corazón fue enviado inmediatamente a Bruselas y el cuerpo enterrado en la Cartuja de Miraflores, a pocos kilómetros de la ciudad, debido a la irrupción de la peste en Burgos.

Pero aquí no terminaron las ceremonias, sino todo lo contrario. Juana recordó de repente que el deseo de Felipe era ser enterrado en el Panteón Real de Granada. Ordenó desenterrarlo a la luz de las antorchas, pues decía que «una mujer honesta, después de haber perdido a su marido, que es su sol, debe huir de la luz del día». Cuando el obispo de Burgos recordó que los desenterramientos estaban prohibidos por ley, la reina ignoró sus advertencias y procedió a levantar la tumba. Juana pidió a los presentes, embajadores incluidos, que confirmaran que se trataba del cadáver de su marido, tras lo cual inició un espectáculo fúnebre en forma de gira por los pueblos de Castilla. Lo narra con claridad un testigo de aquellos días, Pedro Mártir de Anglería, también presente en el cortejo que escoltó los restos de Isabel la Católica hasta Granada:

En un carruaje tirado por cuatro caballos traídos de Frisia hacemos su transporte. Damos escolta al féretro, recubierto con regio ornato de seda y oro. Nos detuvimos en Torquemada… En el templo parroquial guardan el cadáver soldados armados, como si los enemigos hubieran de dar el asalto a las murallas. Severísimamente se prohíbe la entrada a toda mujer…

Ni siquiera la muerte de su marido había liberado a Juana de sus celos enfermizos. Repudiaba la presencia femenina, por lo que llenó el cortejo de mujeres viejas y feas. De alguna forma esperaba que Felipe despertara en cualquier momento de aquel hediondo embrujo. Apenas había derramado una lágrima a su muerte, ni tampoco había cambiado su semblante durante la enfermedad; pero estuvo continuamente a su lado, dándole de comer y de beber ella misma, a pesar de estar embarazada. Ni de día ni de noche le abandonó. Ahora no se separaba del féretro y a veces lo destapaba para asegurarse de que seguía allí y dirigirle unas palabras. La «odisea macabra», «el lúgubre cortejo», «la comitiva de la reina loca» —o como quisieran llamarlo los atemorizados castellanos y los historiadores— se detuvo en Torquemada en las Navidades de 1506 para que Juana diera a luz a la última de sus hijas, Catalina. La bautizó así por aquella hermana pequeña que vivía en Inglaterra, también triste y alejada de sus familiares, y a la que paradójicamente no había hecho ni caso cuando visitó las islas.

Después de recuperarse del parto, la reina de Castilla reanudó el cortejo hasta bien avanzada la primavera. En una ocasión, Juana ordenó parar en un convento para tomarse un descanso. Al saber de la presencia de las religiosas, pues resultó ser un convento de monjas, la viuda de España entró en cólera y pidió que abrieran el féretro de Felipe a campo abierto y en medio de la noche. ¡Que no se atrevieran aquellas monjitas rurales a tocar el cadáver de su hombre! Durmió en una casucha en el campo y su séquito a la intemperie, porque prefería una pulmonía a dormir bajo el mismo techo que otras mujeres.

Como es costumbre en estos casos, los relatos sobre la locura de la reina fueron exagerándose conforme se difundían por Castilla, un territorio donde reinaba la anarquía. Lo curioso es que no hubieran hecho falta exageraciones si todo el reino hubiera visto la estampa, siglos después imaginaba por el pintor Francisco Pradilla y Ortiz. El espectral cortejo solo se movía de noche e iba secundado por el olor a putrefacción que desprendía un cadáver cada vez más descompuesto. Ella, vestida de harapos negros, arrojaba platos y demás utensilios contra los sirvientes cada vez que le invadía la ira. Por no hablar de sus extraños movimientos con la boca, los ojos y las manos.

Aunque el muy cabal y preparado Cisneros se hizo cargo de la regencia, incluso él tenía las manos atadas. Precisaba al menos de la firma de la reina para actuar en su nombre, y ella se negaba a tratar con nadie y a firmar documento alguno sobre el gobierno del Estado. Y no solo eso. También se negó a entregarle el capelo cardenalicio que los Reyes Católicos habían gestionado en su favor. Ya era mala suerte que hubiera cogido manía personal precisamente al único hombre capaz de poner orden en el reino. La inactividad política y las chifladuras del reinado de Juana terminaron en el verano de 1507. Al más puro estilo del Séptimo de Caballería, Fernando el Católico apareció en el horizonte de Castilla y ordenó la reclusión de su hija en Tordesillas. Sin sospechar que allí habría de vivir el resto de su vida, Juana accedió a ir a esta localidad vallisoletana mientras el féretro de su marido también fuera trasladado allí. Así, colocaron el féretro de Felipe en el monasterio de Santa Clara para que la reina pudiera contemplarlo desde una ventana del palacio. Su hija Catalina también le acompañó hasta Tordesillas.

Fernando decretó el internamiento de su hija a través de una resolución en 1509, si bien ella nunca dejó de ser la reina de pleno derecho. Juana permaneció recluida cuarenta y seis años en el castillo-palacio de Tordesillas, sin que ni siquiera la llegada al trono de su hijo Carlos rebajara las condiciones de su cautiverio. Por eso es difícil distinguir cuánto había en Juana de enajenada y cuánto de víctima del poder. Sobre todo del poder y de la ambición de los hombres de su vida, su padre, su marido y su hijo. Del mismo modo es complicado discernir si Fernando ordenó que no recibiera visitas y no se comunicara con el exterior o si aquel aislamiento se lo había impuesto ella misma. En 1508 se negó a recibir al embajador inglés, que llevaba una petición matrimonial de Enrique VII. El anciano rey no había borrado de su mente los encantos de Juana y seguía pensando, como muchos en Europa, que los rumores sobre su locura estaban deformados.

LA RECLUSIÓN DE LA REINA TITULAR Y LA «CENICIENTA ESPAÑOLA»

Durante los primeros siete años se encargó de vigilar a la reina Luis Ferrer, hombre estricto y duro, quien más que un cuidador era un carcelero sin otra misión que evitar una fuga. A la legítima soberana de Castilla solo se le permitía salir del palacio para visitar el féretro de su marido y para asistir a las ceremonias religiosas, si bien con los años perdió interés en ambas actividades. Luis Ferrer vio en la repulsa de la viuda de Felipe a los oficios divinos una prueba de que un demonio habitaba en su interior. Así las cosas, trató de someterla a un exorcismo, pero la oposición violenta de la reina hizo que desistiera. No fue el único que pensó en esta solución a sus problemas. Ya en tiempos de Felipe II se descartó otra propuesta para que unos sacerdotes le despojaran del hechizo. El rey consideró entonces que no merecía la pena martirizar a su abuela.

A Ferrer le sucedió en el puesto de vigilancia el caballero Hernán Duque de Estrada. El trato a la cautiva se hizo más amable y Juana pudo pasear a pie y a caballo por los alrededores del palacio. Los rumores sobre un presunto enamoramiento de Juana y Hernán precipitaron su relevo por los marqueses de Denia (y condes de Lerma) a partir de 1518. La forma en la que estos procedieron es una de esas controversias siempre abiertas. Hubo sospechas de que la reina fue maltratada y se le suministraba la comida a cuentagotas, lo cual no parece muy verosímil si se tiene en cuenta que murió con setenta y cinco años, más vieja que ninguno de sus padres o de sus hijos. Precisamente, los marqueses se encargaban de que Juana comiera y bebiera incluso en contra de su voluntad, para que nadie les pudiera responsabilizar de su muerte.

Fernando la visitó al menos tres veces y Carlos V un mínimo de doce. Tal vez una cifra escasa, pero suficiente para constatar que el tratamiento que recibía era lo bastante respetuoso. Otra cosa es qué pasaba de puertas para dentro una vez se apagaban los ecos de aquellas visitas. En su primer viaje a España, Carlos se reencontró con su madre después de más de una década sin verla. Sobre el terreno no decidió cambiar ni un ápice de las condiciones de su régimen de vida, porque estaba contento con la labor de los marqueses, aunque entendió que era cruel que su hermana más pequeña, Catalina, de diez años, estuviera criándose en un ambiente así. La niña era de «aspecto gracioso y dulce, con hermosos cabellos rubios», es decir, con el mismo aire flamenco presente en sus hermanos. Sin embargo, la niña vestía de tal modo que «al ver su porte nadie la tomaría como una de las nietas de los Reyes Católicos». El cronista Laurent Vital la describió con lástima:

No lleva más adorno, encima de su sencillo jubón, que una chaquetilla de cuero, o por mejor decir, una zamarra de España que podía valer dos ducados. Su adorno de cabeza era un pañuelo de tela blanco…

Carlos se prometió alejar a su hermana de aquel pozo de tristeza. Tras organizar un solemne funeral en recuerdo de su padre, cuyos restos mortales seguían custodiados en un convento de Tordesillas, Carlos marchó hacia Valladolid y dispuso que Catalina fuera sacada de su cautiverio en secreto e incorporada a la corte junto a su hermana Leonor, con el tratamiento de infanta de España. Una maniobra realizada sin que Juana se diera cuenta. Según las crónicas, los servidores del rey penetraron de noche en la cámara de la infanta, haciendo un hueco en la pared, y la sacaron de Tordesillas para llevarla a Valladolid. Carlos y Leonor, otra de sus hermanas, recibieron entusiasmados a Catalina y la trataron como a la protagonista de un cuento de princesas.

El problema surgió cuando los lamentos de Juana por la pérdida de la niña se dejaron sentir incluso en Valladolid. «¡Me han robado a mi hija!», clamó al enterarse de que Catalina ya no estaba en Tordesillas. Su enloquecida reacción llevó a Carlos a consentir que la hermana pequeña regresara con su madre, aunque exigió que tuviera su propia cámara y recibiera el servicio y la atención que correspondían a su dignidad. Pero los carceleros de Juana no cumplieron con lo acordado y la convirtieron también en otra protagonista de un cuento, en este caso el de la Cenicienta. El marqués de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas, obligó a Catalina a firmar varias cartas donde aseguraba que estaba bien tratada, en un tiempo en el que era objeto de vejaciones constantes e incluso de malos tratos. Como si aspirara a ser la madrastra malvada, la marquesa se presentaba en público con sus hijas, postergando a la infanta de España a un segundo plano. Casualmente, ellas lucían las joyas y vestidos que Carlos enviaba a Catalina. Sin más compañía que la de su madre, a la infanta no le quedaba otra diversión que mirar desde la ventana a la gente que pasaba hacia la iglesia. A veces echaba monedas allí para que los niños fuesen a jugar bajo su ventana.

El trato a Juana era igualmente denigrante. «Vuestra Majestad provea, por amor de Dios, que si la reina, mi señora, quisiere pasearse al corredor del río o de las esteras, o salir a su sala recrear, que no la estorben», rogó Catalina a su hermano a través de una carta que, en agosto de 1521, logró burlar el marcaje de la marquesa. Se quejaba la infanta de que, para estar más tranquila con su familia e invitados, a la noble le gustaba encerrar a Juana en una cámara sin ventanas y únicamente iluminada con una vela.

Paradójicamente, las condiciones mejoraron cuando el cautiverio real se transformó en secuestro comunero. Al caer Tordesillas en manos del movimiento que se había rebelado contra el poder de Carlos, los comuneros dieron más libertad de movimientos a Juana y la trataron como lo que de hecho era: la legítima heredera de los Reyes Católicos. Catalina, de catorce años, se mostró receptiva a las peticiones comuneras. O al menos de eso le acusaba el marqués de Denia en las cartas que le escribió al rey una vez liberada Tordesillas. «Los de la Junta (comunera) pusieron a la señora infanta en más soltura de la que conviene a la honestidad y recogimiento de quien es», suscribió, haciéndose eco de esas informaciones el cardenal Adriano —regente de Castilla— en una carta dirigida a Carlos. El emperador recriminó a Catalina su actitud, pero ya sabía por sus propias fuentes que su hermana y su madre no estaban recibiendo el trato adecuado para dos miembros de la familia real.

Carlos se vistió de Salomón. Ratificó a los marqueses de Denia como carceleros de su madre y a la vez planeó la forma de sacar a su hermana de allí definitivamente. El 2 de enero de 1525 Catalina marchó a la corte de Lisboa a casarse con el rey Juan III, el príncipe azul que rescataría a la Cenicienta de Tordesillas. Cerca de cumplir los dieciocho años, la infanta viajaba por segunda vez lejos de aquella jaula de oro donde se quedó su madre. En el país vecino se rumoreaba que Juan III había mantenido durante una temporada una aventura amorosa con la viuda de su padre, o lo que es lo mismo, con Leonor, la hermana de Carlos y Catalina. La llegada de la hija menor de Juana la Loca sepultó completamente esta relación, si es que existió en algún momento, y alzó a Catalina como una importante figura de la historia de Portugal hasta su muerte en 1578. Fue, además, una aliada clave de su hermano Carlos y de su sobrino Felipe II en la corte lusa.

Catalina dejó atrás para siempre a su madre, la loca de Tordesillas. Si se pretendía que mejorase su salud mental, las duras condiciones del encierro lo impidieron. Los años la hicieron más violenta aún con el servicio y la sumergieron en un estado de aletargamiento. También empeoraron sus problemas con la comida: mandaba que depositaran los platos en la puerta para que, cuando le viniera el hambre, pudiera comer sentada en el suelo. Después arrojaba la vajilla contra la pared o la escondía en los armarios y detrás de los baúles. Un buen método para no tener que lavar los platos, o para calibrar el alcance de su locura. En la fase final de su vida, la esquizofrenia se movió en el terreno abonado durante años por la melancolía y las paranoias. Las idas y venidas, los dramas familiares, las muertes y las visitas a cuentagotas, habían dejado exhausta su salud mental. Ya no sabía quién estaba muerto y quién vivo. A veces se preguntaba por qué Fernando no había vuelto a visitarla.

En 1552, Felipe II encargó al padre jesuita Francisco de Borja que visitara a Juana y la confesara. No le preocupaba especialmente la salud física de su abuela en ese momento, sino más bien la salud de su alma y las noticias de que había descuidado sus deberes religiosos. El jesuita la halló fuera de sí, obsesionada con que las damas que la atendían eran brujas que ensuciaban el agua bendita y escupían a los símbolos religiosos. En esta misma línea, otro jesuita que la atendió posteriormente la encontró atemorizada por un gato tenebroso que, según la narración de Juana, se había comido a varios familiares, a sus padres incluidos, y ahora la había colocado a ella en su mira. Y si bien el gato devorador de reyes desistió, no lo hizo así el deterioro físico intrínseco a la vejez. Sus piernas se ulceraron y la fiebre y los vómitos aparecieron de forma crónica. La muerte entre gritos de dolor alcanzó a Juana en 1555, el mismo año que el hombre que reinaba en su nombre, su hijo Carlos V, renunció a sus reinos.

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