Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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EL PRÍNCIPE QUE MURIÓ POR AMAR DEMASIADO

Los hijos de los Reyes Católicos padecieron existencias tormentosas, y la mayoría destinos fatales. La política fue cruel con los últimos Trastámara y los condujo a la extinción. A la mayor, Isabel, le alcanzó la muerte con solo veintisiete años cuando su matrimonio con el rey de Portugal dibujaba la posibilidad de una unión dinástica entre las casas reales de ambos países. El único hijo varón, Juan, murió por amar demasiado. O al menos eso creyeron sus contemporáneos. De Juana, su apodo lo dice todo. Con su longeva pero triste vida en Tordesillas languideció la dinastía de «los fratricidas». La siguiente en la línea de sucesión, María, se limitó a engendrar heredero tras heredero para Portugal, sin posibilidad de ayudar a sus hermanas. Y la pequeña, Catalina, vivió en primera persona el acontecimiento más significativo de la historia de Inglaterra: la ruptura con la Iglesia católica. Pagó aquel protagonismo derramando litros de lágrimas por los desprecios de su marido.

Que las coronas hispánicas cayeran en manos de la atormentada Juana y su marido extranjero resultó una carambola. No era el plan A, ni el B, ni siquiera el C. Por no ser, no era ni deseable. Si los Trastámara querían sobrevivir necesitaban a un heredero varón que perpetuara la dinastía que estaba al frente, por primera vez, de los dos grandes reinos de la península. Tras perseguirlo durante años, el ansiado varón nació el 30 de junio de 1478 en el Alcázar de Sevilla, donde los Reyes Católicos habían instalado su corte en el contexto de la Guerra de Sucesión Castellana. Al heredero se le dio el nombre de Juan, al igual que los padres de Isabel y Fernando. Aunque el matrimonio ya contaba con una hija, el sexo del joven fue motivo de grandes celebraciones en la ciudad, entre ellas una justa en la que compitió el propio Fernando. Durante ocho noches hubo cantos, danzas y fuegos artificiales. Consta también la lidia de ocho toros pagados por el cabildo de la catedral hispalense. Así y todo, el cronista Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas, reparó en un mal augurio: «Entre la solemnidad del bateo y la de la misa de purificación se interpuso un eclipse de sol».

Juan de Aragón y Castilla tuvo relevancia política incluso antes de aprender a caminar. Con dos años fue investido con el título de príncipe de Asturias. A los cuatro juró como heredero de la Corona de Aragón. Y en 1490 fue armado caballero en los campos de Granada, en plena guerra contra los musulmanes. Sus cualidades le hacían el príncipe prometido. El niño se reveló pronto como un hermoso hijo de Isabel, es decir, rubio, con el rostro ovalado y un cuerpo grácil. De Fernando heredó la boca y brochazos de su carácter, pero el joven desarrolló unas espaldas anchas y unas facultades atléticas nada presentes en el aragonés. Todo en el «ángel» (como lo llamaba Isabel) brotaba con facilidad. Pero también enfermaba con facilidad. Viruelas, resfriados y unas extrañas fiebres, tal vez tuberculosis, acompañaron la corta vida del joven. Los reyes buscaron el remedio a su mala salud alimentándole con caldos de tortugas capturadas en las Islas Baleares, quizá pretendiendo que se le endureciera el caparazón.

Los Reyes Católicos no escatimaron recursos para educar a tan alto príncipe, y le sumergieron en el humanismo. El resultado final atrajo la admiración de las grandes cortes europeas, hasta el punto de que Carlos V se fijaría en la educación de Juan para vertebrar medio siglo después la del futuro Felipe II. La sede del príncipe quedó fijada de forma permanente en el palacio de los Mendoza de Almazán, a cuyo calor cultural acudieron de inmediato los hijos de los grandes nobles de Castilla. El aprendizaje del heredero fue orquestado por fray Diego de Deza, un maestro en Teología en la Universidad de Salamanca. El fraile ejerció la figura medieval del sabio y piadoso consejero que tutelaba al príncipe en los asuntos morales, mientras que otros maestros se encargaban de adiestrarle en el uso de las armas y la política más inmediata.

A los diecisiete años, los Reyes Católicos le incluyeron en el doble tratado matrimonial acordado con el emperador Maximiliano. Isabel había sopesado la posibilidad de casar a su hijo con Juana la Beltraneja, a modo de reconciliación con su sobrina, pero el rechazo de esta dio vía libre al desembarco austriaco. La misma flota que transportó a Juana a Flandes trajo en su regreso a Margarita. Después de la boda entre Juana y Felipe, la flota del almirante Enríquez salvó una tempestad que a punto estuvo de acabar con la vida de Margarita, que, según la leyenda, bromeó sobre su posible epitafio, acordándose de que esta era su segunda boda: «Yace aquí Margarita, ¡infeliz ella! Pues dos veces casada, murió doncella».

Arribó a finales de 1497 a Santander, donde tuvo lugar un aparatoso recibimiento. Educada en la tradición germano-borgoñona, Margarita poseía una belleza delicada, una cabellera rubia y unos ojos levemente rasgados. «Si la vierais, creeríais contemplar a la mismísima Venus», concluyó Anglería. A su llegada a España, la doncella apenas podía disimular la alegría de verse liberada del todo de su anterior matrimonio.

LA VIDA DE MARGARITA, O CÓMO SACAR PROVECHO DEL INFORTUNIO

En su ciega ambición, Maximiliano había concedido que su hija, apenas un bebé, se casara con el heredero francés como parte de un tratado entre Francia y el Imperio para trocear los Países Bajos. Pero el matrimonio nació muerto. El futuro Carlos VIII, de trece años de edad, recibió con alegría a una Margarita de solo tres años y se casó con ella al asomar la pubertad. Sin embargo, la voracidad territorial de Francia llevó al rey a anular el matrimonio, no consumado, para casarse con la duquesa Ana de Bretaña, con quien Carlos sí podía compartir lecho. Margarita vivió con humillación el nuevo matrimonio y quedó en la corte francesa como una apestada. Los privilegios se evaporaron y sus criados se redujeron al mínimo. De marginada evolucionó a rehén de los franceses debido a las circunstancias políticas. A su feliz regreso a los Países Bajos le fue comunicado un nuevo acuerdo matrimonial: Juan aparecía en su horizonte.

El tiempo demostró que Margarita se había librado de unos cuantos disgustos. Los cronistas franceses pusieron a Carlos VIII el apodo de el Afable o incluso de el Victorioso, mientras que los españoles le motejaron Charles el de la Cabeza Gruesa o directamente el Cabezudo, en tono burlesco. Hacían referencia a su enorme cráneo, su corta altura y su cuerpo giboso. Un apodo que se demostraría irónicamente letal. Saliendo de la habitación de la reina, El Cabezudo sufrió un golpe en la cabeza con el dintel de la puerta de una galería todavía en construcción. Logró recuperarse y presenció el juego de la pelota en el castillo de Amboise, pero mientras miraba el espectáculo perdió el habla súbitamente y cayó desplomado después de emitir palabras confusas. Solo nueve horas más tarde el rey falleció debido a una fractura de cráneo. Lo hizo sin dejar descendencia viva, dado que ninguno de los cuatro hijos que engendró con Ana de Bretaña sobrevivió a la infancia. El matrimonio se desgració debido al empeño de Carlos por suprimir el ducado de su esposa.

Cuando Margarita desembarcó en España sabía que Juan se asemejaba al sueño de toda princesa. El médico alemán Jerónimo Münzer le había descrito al joven como un excelente retórico y gramático que «causa maravilla». Su falta de temperamento —anotaba— podía corregirse con los años y la experiencia de gobierno. El primer encuentro y la boda en Burgos en 1497 confirmaron las buenas referencias que manejaba Margarita. Al fin dejaría de ser doncella. Los jóvenes quedaron «flechados» uno por el otro como si fueran víctimas de un encantamiento.

La boda constituyó el evento más lustroso en la Castilla de aquellos años, incluyendo entre los invitados a Cristóbal Colón, protegido de la reina. Sumando todas las joyas regaladas, se alcanzó la cifra de 1339 perlas medianas, 50 «perlas del tamaño de avellanas mondadas» y otras 48 «harto mayores». Los festejos casi acabaron en desgracia cuando la hacanea que montaba Juan hizo un quiebro extraño y tiró al jinete a una acequia. No era buen augurio que el príncipe cayera así delante de su esposa, de los reyes y de toda la corte. Los recién casados y su séquito se trasladaron a continuación a Medina del Campo para dar satisfacción a sus cuerpos. Él quería reivindicar su virilidad. En esta ciudad el príncipe Juan enfermó de viruela y tuvo que guardar reposo hasta septiembre. El estado del joven entró en una fase declinante. El sexo fue señalado como el origen de sus males. ¿Acaso la flamenca venía con ganas de resarcirse de los años de desprecio de su primer marido? Pedro Mártir de Anglería anota:

Preso del amor de la doncella, nuestro joven príncipe vuelve a estar demasiado pálido. Tanto los médicos como el rey aconsejan a la reina que, de cuando en cuando, aparte a Margarita del lado del príncipe, que los separe y les conceda treguas, pretextando el peligro que la cópula tan frecuente constituye para el príncipe.

Aprovechando una ligera mejoría en la salud del príncipe, la pareja se trasladó a Salamanca. El príncipe sufrió allí un ataque acompañado de violentas fiebres, que le llevó a la tumba el 8 de octubre de 1497. En plenos festejos por la boda de su hija mayor, Fernando decidió ocultar a su esposa la gravedad del estado del príncipe, si bien decidió ir a su lado en cuanto tuviera ocasión. Juan reconoció a su padre que sentía cercana la muerte, y le rogó varonilmente que acatase los designios de Dios… El aragonés se complació en escuchar en su hijo palabras propias de un anciano y, no sin llorar como un niño, se resignó a verle morir. Falleció en brazos de su padre solo seis meses después de su boda con Margarita, a la que destinó sus últimas palabras: «A partir de ahora, mi alma habita dentro de ti».

La historia novelada culpó a la joven de desatar en Juan un desenfreno sexual que su salud no pudo aguantar. Nada más lejos de la realidad. El exceso de amor o de pasión no mató a Juan de Trastámara, como creyeron sus contemporáneos. La mala salud había sido una constante en su vida; y el sexo, si acaso, únicamente restó energías al príncipe cuando más las necesitaba para recuperarse de sus achaques. Eso como mucho. La verdadera causa de su muerte fue con toda probabilidad la tuberculosis.

Las cópulas de Juan y Margarita no cayeron en saco roto, si es que vale la metáfora para algo tan profano. Margarita quedó embarazada de una niña y Castilla, incluidos los abuelos de la criatura, se limpió las lágrimas del luto para volcarse en los preparativos del parto. Desde el principio, los Reyes Católicos habían tratado con extrema calidez a la joven, sobre todo si se tiene en cuenta que venía de una familia que la había mandado a Francia siendo un bebé. El testamento de Juan reclamaba a sus padres que nada les faltara a su esposa y al hijo que pudiera dar a luz, puesto que el niño debía heredar en el futuro los reinos hispánicos. No obstante, aguardando con ansiedad el parto, la corte acogió la peor de las noticias: «Margarita ha tenido un aborto en vez de la deseada prole. El parto esperado con ansias tan vivas no nos deparó sino una masa informe».

En este punto a Margarita solo le quedaban dos posibilidades: retirarse a un convento o volver a casarse, en cuyo caso eran los de su sangre quienes debían decidir al candidato. Maximiliano I pidió la palabra. Reclamó que su hija regresara inmediatamente a Flandes y, en tanto, fue preparando la lanzadera diplomática para arrojar a su hija hacia otro matrimonio infortunado. De España se marchó con pesar por haber perdido al amor de su vida y por haber fracasado en la tarea póstuma que Juan le asignó. Su divisa personal sintetiza aquel sentimiento: Fortune infortune fort une («en la fortuna y en el infortunio»). Una vez en Flandes, Margarita fue casada con el duque de Saboya, cuyo porte atlético enamoró de nuevo a la viuda. Varonil, bebedor y cazador —casi como un Gastón buscando a su Bella—, de lo que no andaba muy sobrado era de salud. Como no hay dos sin tres, el matrimonio también terminó precipitadamente, con la muerte del saboyano en 1504 a causa de una fiebre palúdica.

En los años sucesivos, Margarita se encargaría de educar en Malinas a los hijos de su cuñada, la despegada Juana. La viuda de Juan de Trastámara y de Filiberto de Saboya fallecería en 1530, satisfecha con que al final, en cierto modo sí dio un heredero a España: Carlos de Gante. Ante la ausencia de Juana se convirtió en el referente femenino de su sobrino, así como en la persona que le convenció del valor de las mujeres gobernantes. Bajo su tutela, Carlos creció rodeado de poetas, músicos, escultores y arquitectos. Además, su regencia sobre los Países Bajos consolidó en este territorio, más si cabe, el amor por las artes y la estabilidad económica.

Los Reyes Católicos tenían hijas suficientes sobre las que depositar sus reinos, pero sin un varón no podrían salvar la dinastía Trastámara, a la que ambos pertenecían. La muerte de Juan dejaba una única oportunidad para «los fratricidas» que Fernando engendrara otro hijo varón, ya fuera con Isabel o con su segunda esposa. No fue así. Con Juana y sus hermanas se perdió en las páginas de la historia la estirpe que había surgido en una trágica noche de 1369 en Montiel. Tras casi veinte años de guerra entre hermanos, el bastardo Enrique de Trastámara se enfrentó en una lucha mortal a su hermano el rey Pedro I el Cruel (el Justiciero, según el otro bando). Enrique retó a Pedro a que cruzaran aceros con un grito épico:

—¿Dónde está ese judío hideputa que se nombra rey de Castilla?

—¡El hideputa seréis vos, pues yo soy hijo legítimo del buen rey Alfonso!

Don Pedro era el legítimo rey, estaba en lo cierto, pero tras dos décadas de guerra sucia pocos en Castilla querían que siguiera portando la corona. Acorralado en Montiel, el monarca fue descubierto cuando, amparado en la noche, trataba de escabullirse del castillo de esta localidad. Habiendo desarmado Pedro a Enrique, el caballero francés Bertrand du Guesclin intervino sujetando al rey por la pierna y haciéndolo girar, momento que aprovechó el hermano bastardo para asestarle una estocada mortal. Después de la lucha, el francés se justificó con su cita más conocida: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor». A continuación, la cabeza del monarca fue clavada en una pica y exhibida entre las tropas. Nacía así un nuevo rey y otra dinastía. Llamado por algunos el Fratricida, Enrique instauró en Castilla una dinastía que reinaría durante casi dos siglos y que saltaría a la Corona de Aragón a principios del siglo XV. El enlace entre los Reyes Católicos unificó ambas ramas en 1469.

EL CALVARIO DE LOS ÚLTIMOS TRASTÁMARA

La muerte del príncipe que pudo salvar a la dinastía y el fallido nacimiento de su hijo póstumo abrieron la sucesión a su hermana mayor, Isabel. La primera hija de Fernando e Isabel nació cuando aún vivía Enrique el Impotente, en 1470. Era un tiempo en el que los jóvenes príncipes batallaban contra el rey y había poco espacio para celebrar con pompa el nacimiento de la niña. Además, el valor de Isabel como heredera quedó pronto minimizado con el nacimiento de Juan. Los reyes incluyeron a su hija en el acuerdo de paz con Portugal, el Tratado de Alcáçovas, que finalizaba la Guerra de Sucesión castellana desatada a la muerte del Impotente. Entre una infinidad de puntos, el texto acordaba la boda de la infanta Isabel con Alfonso, el hijo único del rey Juan II de Portugal. El hecho de que, según el tratado, Isabel quedara como rehén en Évora evidenciaba que no era una boda más. Estuvo dos años así hasta que las cortes portuguesas dieron luz verde al matrimonio en 1490. Se casó y se enamoró del heredero portugués, de quince años, al que ella le sacaba cinco. Sin embargo, cuando todavía estaba ocupado en los festejos de la boda, Alfonso perdió la vida en un accidente de caballo. Andaba por la ribera de un río y sucedió que el animal resbaló y el príncipe quedó aplastado por la bestia. Tampoco faltó en esta ocasión quien quiso ver la mano de Fernando en esta muerte, algo tan absurdo como imaginarse a uno de sus asesinos colocando cáscaras de plátano por el campo.

Tras un matrimonio de apenas ocho meses, Isabel regresó a la corte de sus padres para llorar la muerte de Alfonso. Su tristeza contrastaba con el momento de euforia que vivían los Reyes Católicos, a punto de lograr la conquista de Granada. El 25 de noviembre de 1491, los reyes firmaron con el emir de Granada, Boabdil, el acuerdo definitivo para rendir la ciudad. Los monarcas se comprometían a respetar los bienes y las personas que vivían en Granada, a garantizar la libertad de culto y a que se siguiera empleando la ley coránica para dirimir conflictos entre musulmanes. A cambio de estas concesiones, que solo se cumplieron al principio, «el rey chico» consistió la rendición el 2 de enero de 1492, en una ceremonia desprovista de humillaciones, como demuestra el hecho de que Boabdil no besara las manos de los reyes españoles. Tras la rendición, el último emir se trasladó a un territorio asignado por los reyes en Las Alpujarras, pero al cabo de dieciocho meses cruzó el Estrecho para morir en Fez décadas después.

En Roma, el final de la cruzada fue celebrado con campanadas, encierros y corridas de toros. Los conquistadores recibieron la calificación de «atletas de Cristo», y los reyes el título de «Católicos» con el que hoy son conocidos en los libros de Historia. No había así espacio en aquella corte para consolar a la joven viuda, que se cortó la cabellera, se vistió de luto y se entregó a la oración como si fuera una monja. Lo que ella no sabía era que en Portugal había un hombre que seguía recordando su belleza. A la muerte sin descendencia del padre de Alfonso, el suegro de Isabel, le sucedió en el trono su primo Manuel, duque de Viseu. Soltero a sus veinticinco años, Manuel el Afortunado pidió a los Reyes Católicos la mano de Isabel, cuyos encantos le habían marcado durante su estancia en Portugal. La quería, ya no como princesa, sino como reina de Portugal. A pesar de las quejas de la infanta, que estaba convencida de que debía meterse a monja, al final aceptó y se casó el 30 de septiembre de 1497. Mientras Fernando el Católico veía morir a su hijo heredero en Salamanca, la reina asistía al enlace entre Isabel y Manuel.

Como no podía ser de otra forma, la muerte de Juan de Trastámara deslució el casamiento y sustituyó la alegría por luto. Así las cosas, Isabel pasó en cuestión de seis días de tener pie y medio en el convento a ser reina de Portugal y heredera de los reinos hispánicos. En 1498 el portugués y la española fueron jurados como príncipes de Asturias en Toledo. Los obstáculos llegaron de la Corona de Aragón. A pesar de la exhibición de fuerza de castellanos y portugueses, las cortes aragonesas no se amilanaron y mostraron sus reparos para hacer heredera de su trono a una mujer. En toda la historia de su reino solo había existido un caso parecido, el de la reina Petronila, hija de Ramiro II el Monje, y se había resuelto casándola con el conde Ramón Berenguer IV de Cataluña. Esta unión dinástica entre la casa de Barcelona y la de los reyes de Aragón tuvo por condición que Ramiro ejerciera de rey solo hasta tener descendencia. Tal vez se podía recurrir a esta fórmula de nuevo.

En paralelo a este debate con visos medievales, Isabel dio a luz a un niño en el Palacio Arzobispal de Zaragoza ese mismo verano. Al igual que ocurrió con su boda, la alegría se esfumó en cuestión de días. Las complicaciones del parto causaron una hemorragia a Isabel, que falleció con veintiocho años. El nuevo heredero, Miguel, tampoco vivió mucho tiempo. Murió de unas fiebres repentinas antes de cumplir dos años, cuando se hallaba bajo la custodia de sus abuelos en Granada. Con él desapareció la posibilidad de unificar Castilla, Aragón y Portugal bajo un mismo soberano, un sueño que Felipe II sí cumpliría más adelante.

No renunció del todo a esta pretensión Manuel el Afortunado, que estrechó más los lazos entre ambos países casándose con otra hija de los Reyes Católicos, María de Aragón. De este matrimonio nacieron hasta diez hijos (otra prueba de que las mujeres Trastámara eran muy fértiles, al contrario que las Austrias), de los que la mayoría llegaron a la edad adulta. Por lo demás, el protagonismo político de María se limitó a apoyar que el Imperio portugués destruyera las ciudades santas islamitas de La Meca y Medina, y conquistara los lugares santos de la cristiandad, especialmente Jerusalén. En esas estaba cuando murió en las complicaciones de uno de sus partos. Diez hijos en dieciséis años destruyeron su salud. Por cierto que tanto le gustó al portugués el sabor de las infantas españolas que, a la muerte de María, en 1517, contrajo matrimonio con una de las hijas de Juana la Loca.

Y así fue como la corona castellana y la sucesión aragonesa rebotaron hasta los pies de Felipe I, el hombre que importó los Habsburgo a España, aquí llamados Austrias por su lugar de origen. En caso de haber muerto Felipe, Juana y sus herederos, la corona habría caído en María y Manuel el Afortunado, y solo en caso de devastación bíblica en la más pequeña y maltratada hija de los Reyes Católicos: Catalina de Aragón.

Nacida en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares el 15 de diciembre de 1485, Catalina de Aragón era tal vez la más parecida físicamente a su madre Isabel. Es decir, ojos azules, cara redonda y tez pálida. La niña fue llamada Catalina, como la abuela de Isabel, la inglesa Catalina de Lancaster. Predestinada por su nombre, la joven fue prometida en matrimonio a los cuatro años con el príncipe de Gales, Arturo Tudor, primogénito de Enrique VII de Inglaterra. La decisión de los Reyes Católicos obedecía también en este caso al interés por aislar al Reino de Francia. Por su parte, lo que Enrique VII buscaba era sangre fresca, como los vampiros, salvo que él la quería procedente de alguna casa real para legitimar la dinastía que acababa de iniciar en Inglaterra, los Tudor.

Porque los Tudor no andaban sobrados de buena sangre. Tras desposarse con Arturo en la catedral de San Pablo de Londres, Catalina enviudó en cuestión de un año. El heredero inglés y su esposa se vieron afectados por «el sudor inglés», una misteriosa enfermedad que atacaba sobre todo a varones jóvenes, sanos y fuertes, de buena posición económica. Esta epidemia azotó varias veces a Inglaterra y a otras regiones de Europa a finales de la Edad Media, hasta que desapareció de golpe en 1552. Aún es un misterio para los expertos en epidemias qué tipo de enfermedad fue. Tal vez algún tipo de gripe o un hantavirus que provocara afecciones pulmonares graves.

El Robin Hood de las pandemias mató a Arturo y dejó convaleciente a Catalina. Pero a decir verdad la salud de Arturo, que recibía su nombre del legendario rey británico, nunca valió gran cosa. La viudedad complicó la posición de Catalina en las islas, puesto que ni siquiera tenía quien sustentara su pequeño séquito. Durante siete años su papel consistió en mediar en los asuntos diplomáticos entre su país de adopción y el de nacimiento, una suerte de embajada en tiempos de crisis. La muerte de Isabel la Católica invalidó los acuerdos comerciales entre los dos países y enturbió su alianza. En consecuencia, la corona se negó a cubrir los gastos de Catalina y la echó a un lado. Su padre le escribiría en esos años lamentando su situación e insuflándole ánimos: «Solo Dios sabe la tristeza que invade nuestro corazón cuando pienso en tu desgracia y en tu penosa vida. Os amamos más que ningún padre ha amado a su hija».

Dado que todavía se adeudaba parte de la dote del anterior matrimonio, Enrique VII resolvió al fin casar a la madrileña con su otro hijo, el futuro Enrique VIII. La fecha de la boda se pospuso sucesivamente en lo que se debatía sobre el himen de Catalina.

Sobre si lo tenía o no. Catalina aseguraba que no había consumado su primer matrimonio, lo cual resultaba extraño a menos que fueran ciertos los rumores sobre la homosexualidad de Arturo. La virginidad de la joven se convirtió en una cuestión de primer orden: podía determinar si la dote debía pagarse o no, así como la validez del anterior matrimonio.

CATALINA, LA MADRILEÑA QUE FUE DESPLAZADA POR UNA «MALA PERRA»

Catalina «poseía unas cualidades intelectuales con las que pocas reinas podrían rivalizar», en palabras de los cronistas. Erasmo de Rotterdam y Luis Vives no escatimaron elogios hacia la hija de los Reyes Católicos y su milagro de educación femenina. Enrique se sintió así afortunado de casarse con ella, en 1509, durante una ceremonia privada en la Iglesia de Greenwich. Para entonces él ya era rey de Inglaterra y ella «la reina de todas las reinas y modelo de majestad femenina», según la describiría un siglo después William Shakespeare. En definitiva, una de las soberanas más queridas por el pueblo inglés en la Historia. Él tampoco era mal partido. Su robustez física hacía que Enrique VIII destacara en las justas, la caza y las partidas de royal tennis, antepasado del actual tenis. Fue además un músico completo, escritor y poeta, así como un ávido apostador y jugador de dados. Un amante de la vida al que se le atragantó lo de tener hijos.

Pese a la buena sintonía, la sucesión de embarazos fallidos enturbió la convivencia entre el rey y la reina. De los seis embarazos de Catalina solo la futura María I alcanzó la mayoría de edad. ¿Estaba acaso maldita? Algunos estudios modernos han especulado con la posibilidad de que Enrique contagiara la sífilis a su esposa. Esto habría derivado en sus fallidos embarazos y encendido, a su vez, la impaciencia del rey, que en materia política encontró en ella a la mejor socia. En 1513, su marido la nombró regente del reino mientras él viajaba a luchar junto a España y el Sacro Imperio contra Francia. La reina lidió con una incursión escocesa en Inglaterra, que desembocó en la batalla de Flodden Field. Se dice, entre el mito y la realidad, que Catalina acudió embarazada y equipada con armadura a dar una arenga a las tropas antes de la contienda. Lejos de agradecerle sus servicios, Enrique volvió a casa hecho un basilisco y maldiciendo a Fernando el Católico por retirarse de la guerra. El rey, sensible e inteligente para algunas cosas, exhibía un carácter impulsivo y colérico, que fue empeorando con los años. Por esas fechas se planteó por primera vez el divorcio de Catalina.

A partir de 1517, Enrique comenzó un romance con Elizabeth Blount, una de las damas de la reina. Al bastardo resultante de esta aventura, Enrique Fitzray, le reconoció como hijo suyo y le colmó con varios títulos. Ante tal humillación, Catalina reaccionó con la dignidad regia que tan querida le había hecho en Inglaterra. Su personalidad le había granjeado las simpatías de los grandes nobles, clérigos e intelectuales del reino. Pero aquello no le bastó para sobrellevar los desprecios de su marido. Entre las muchas relaciones extramatrimoniales de Enrique, una de ellas marcó un antes y un después, la que mantuvo con Ana Bolena, una seductora y ambiciosa dama de la corte que provocó un cisma, literalmente.

En este sentido, el cine anglosajón ha tendido a retratar a Catalina como la belleza marchita e hispánica (morena y piel oscura) que se vio solapada por la exuberancia sajona de Ana. Nada más lejos de la realidad. Catalina era de facciones rubias y delicadas, hermosa a pesar de que los sucesivos embarazos castigaron su aspecto; mientras que Ana Bolena, educada en Malinas y París, tenía ojos oscuros y cabellos negros. En lo que no va desencaminado el séptimo arte es en el atractivo de Ana, deslumbrante, hasta tal punto que nadie se fijaba de primeras en el defecto físico de su mano izquierda: tenía seis dedos o, para ser más precisos, cinco y un pequeño muñón. Lo ocultaba con mangas largas, puesto que en la Inglaterra de los Tudor aquello podía pasar como un signo de brujería. Cuando Enrique se cansó de su hermana, María Bolena, se enzarzó en un romance con la pequeña Ana. La joven se resistió al principio, pero con sus reparos se aseguró de que Enrique no la usara como un entretenimiento pasajero. El rey se apasionó con aquella mujer que se había atrevido a decirle que no. No solo quiso hacerla su amante, sino también su reina.

Enrique VIII propuso al papa una anulación matrimonial basándose en que se había casado con la mujer de su hermano. El matrimonio era nulo, en tanto que incestuoso. «No descubrirás la desnudez de la mujer de tu hermano» (Levítico), citó el cardenal Wesley para respaldar los argumentos del rey. Catalina se interpuso recordando que ella nunca consumó el matrimonio con Arturo, por lo cual ni siquiera era válido. Haciendo caso a la española, el papa Clemente VII rechazó la anulación, mas sugirió como medida salomónica que Catalina podría retirarse simplemente a un convento, dejando vía libre a un nuevo matrimonio del rey. Así las cosas, el obstinado carácter de la reina, que se negaba a que su hija María fuera declarada bastarda, impidió encontrar una solución que agradara a ambas partes. La intervención del sobrino de Catalina, Carlos V, neutralizó las amenazas de Enrique VIII hacia Roma. Si Clemente VII temía a alguien en Europa era al hombre que había saqueado la ciudad en 1527.

Intuyendo que nada sacaría de Roma, Enrique VIII tomó una resolución radical: rompió con la Iglesia católica y se hizo proclamar «jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra». En 1533, el arzobispo de Canterbury declaró nulo el matrimonio con Catalina y el soberano se casó con Ana Bolena, a la que el pueblo denominaba «la mala perra». La pareja se consolidó definitivamente con la noticia del embarazo de Ana, que los astrólogos y magos anticiparon un niño. Se equivocaban. Nació otra niña, llamada Isabel, condenada también a una infancia traumática.

Enrique privó a Catalina del derecho a cualquier título salvo el de princesa viuda de Gales, en reconocimiento a su condición de esposa de su hermano Arturo, y la desterró al castillo del More en el invierno de 1531. Después fue trasladada al castillo de Kim Bolton, donde tenía prohibido comunicarse por escrito y sus movimientos quedaron todavía más limitados. El 7 de enero de 1536, antes de morir a causa posiblemente de un cáncer, Catalina de Aragón escribió una carta a su sobrino Carlos pidiéndole que protegiera a su hija, la cual sería desposada posteriormente con Felipe II. Además, dirigió otra carta a su esposo donde le perdonaba por sus errores, terminando con estas palabras: «Finalmente, hago este juramento: que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós».

El color negro de su corazón, indicio tal vez de que sufrió algún tipo de cáncer, propagó por Inglaterra el rumor de que la hija pequeña de los Reyes Católicos había sido envenenada por orden del rey. Contribuyó a esta idea el hecho de que, según la tradición, Enrique VIII celebrara una fiesta en palacio y prohibiera guardar luto en la corte en aquellas fechas. Ana Bolena podía al fin cantar victoria, al menos durante unas semanas. Coincidiendo con la muerte de Catalina, Ana sufrió un aborto de un hijo varón. El monarca ni siquiera se tomó la molestia de ir al lecho de la parturienta a consolarla. Solo unos meses después, Ana fue decapitada en la Torre de Londres acusada falsamente de emplear la brujería para seducir a su esposo, de tener relaciones adúlteras con cinco hombres, de incesto con su hermano, de injuriar al rey y de conspirar para asesinarlo.

La cuestión de fondo era que Enrique VIII ya se había prendido de otra joven guapa y delicada, Jane Seymour. El día siguiente al de la ejecución de Ana contrajo matrimonio con ella y engendró a su único hijo varón, el príncipe Eduardo. Doce días después de aquel parto murió Jane por fiebres puerperales. No obstante, el rey contrajo matrimonio otras tres veces. Ni siquiera consumó el siguiente, con Ana de Cleves, a la que llamaba en privado «la yegua de Flandes» por su escaso atractivo. Mostraba el rostro picado por la viruela, la nariz enorme y los dientes saltones. El envejecido y obeso soberano se divorció de nuevo para casarse con Catalina Howard, a la que también decapitó. Fueron aquellos sus años más desquiciados. Como si de un adelantado caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde se tratase, Enrique VIII tornó con los años hacia un carácter violento y tiránico, ya fuera por la sífilis o por los golpes en la cabeza que sufrió a lo largo de su vida.

El 17 de enero de 1536, en una justa, Enrique sufrió un golpe que le dejó inconsciente por más de dos horas y derivó en dolores de cabeza e insomnio. Aquel accidente coincidió con una de las represiones más crudas contra los católicos y la ejecución de Ana Bolena. Ese mismo accidente redujo su movilidad y desató su obesidad a causa de una herida en el muslo mal curada. Falleció en 1547, cuando todavía seguía casado con su sexta esposa, Catalina Parr.

Paradójicamente, la muerte de Eduardo VI de Inglaterra, a los quince años de edad, por una tuberculosis, forzó que la corona pasara sucesivamente a las hijas marginadas del rey. María, hija de Catalina de Aragón, e Isabel, hija de Ana Bolena.

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