Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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CARLOS V, EL EMPERADOR QUE NACIÓ EN UN RETRETE

CASTILLA CONTRA EL REY QUE NO HABLABA ESPAÑOL NI ALEMÁN

Sin literatura alguna, sin remilgos. Así fue la entrada a este mundo del hombre que dominó la Europa de su tiempo. Porque no hay poesía en nacer en un retrete y morir de paludismo, una enfermedad estimada hoy como propia del Tercer Mundo y ligada a condiciones higiénicas deficientes. Lo hizo cuando Carlos de Gante ya se había resignado a ser Carlos de Yuste a consecuencia de un fuerte proceso depresivo.

El segundo hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso nació el 24 de febrero de 1500 en el castillo de Gante, la sede de la dinastía borgoñona, cuando la madre, sintiéndose indispuesta, abandonó una fiesta y se retiró a su cámara. No alcanzó a llegar allí. El parto fue un abrir y cerrar de ojos, depositándose el bebé en lo que se llamaba un pequeño retrete, que igual podían ser unas letrinas que un gabinetillo. El médico psiquiatra Francisco Alonso-Fernández sugiere de este modo que las extravagantes circunstancias del parto pudieron causar lesiones cerebrales en el neonato. En caso de registrar crisis epilépticas en su infancia, debió de ser solo en los primeros años de aprendizaje, pues ni siquiera el abuso de alcohol a lo largo de su vida sacó a flote las epilepsias de nuevo. De lo que no cabe duda, en cambio, es del nocivo impacto que tuvo el criarse con una madre psicótica y un padre ausente.

Juana delegó su papel de madre en los miembros de la dinastía de Borgoña. Carlos era borgoñón por parte de padre, austriaco por la dinastía de su abuelo, español por su madre y alemán por las circunstancias. Era imposible, pues, que una educación estrictamente flamenca le preparara para gobernar en el maremágnum de reinos y títulos que, por distintas casualidades, iban a recaer sobre sus hombros. Felipe el Hermoso insistió en que sus hijos nacieran y se criaran en los Países Bajos, pero, ante la incapacidad de Juana y los constantes viajes del matrimonio a España, los niños quedaron confiados a la viuda del príncipe Juan de Trastámara, Margarita de Austria, que les hablaba únicamente en francés en su pequeña corte de Malinas. El joven de Gante fue instruido con la vista puesta en el único título que tenía asegurado, el Condado de Flandes, lo que explica su falta de conocimientos de la historia y las tradiciones españolas. No en vano, consciente de que Carlos podría ocupar algún día su trono, Fernando el Católico envió al humanista Luis Cabeza de Vaca a Flandes con la misión de que enseñara castellano y las costumbres españolas a Carlos, Leonor, Isabel y María, los cuatro hijos de Juana que se criaron juntos. Otros dos españoles, Archieta, y sobre todo Juan de Vera, el obispo de León, aunaron esfuerzos para hispanizar al joven. Sin éxito.

El pequeño grupo de españoles perdió el partido por goleada. Resultaba prácticamente imposible competir con el resplandor de la corte borgoñona, famosa en toda Europa por su complicado protocolo palatino, su peculiar aire caballeresco y por ser la patria de notabilísimos pintores, entre ellos, los hermanos Van Eyck. Carlos creció en este ambiente de fertilidad humanística y, con solo seis años, recibió el título de conde de Flandes a consecuencia de la muerte de su padre. Aunque el gobierno de los Países Bajos estaba de facto en manos de Margarita de Austria, Carlos debió hacer frente a una serie de responsabilidades desde muy joven. Fue la prematura advertencia de que no iba a gozar de treguas a lo largo de su vida. Quizás por ello se acostumbró a reventar anímicamente cada cierto tiempo.

Con once años, al conde de Flandes le fue asignado como preceptor un clérigo de origen humilde con fama de santidad, Adriano de Utrecht, cuya carrera había empezado como párroco de una iglesia rural y habría de acabar como la cabeza de Roma. Adriano se encargó de que el joven conde gozara de una plena formación humanista, aunque por alguna razón desconocida no logró que en Carlos calara del todo el latín, que se antojaba imprescindible para alcanzar un nivel aceptable de cultura. Lo mismo que con el latín y el español le sucedía con el alemán y el inglés, que supuestamente aprendió de forma parcial. Una cosa es la teoría y otra la práctica. Las carencias que mostró con los años hacen intuir que el hijo de Juana no fue un estudiante brillante, sino más bien un alumno adormilado apasionado por la caza, las chicas y las justas. Las matemáticas tampoco le gustaban un pelo.

El intrincado protocolo borgoñón abrió la puerta al otro hombre que acompañó a Carlos en sus primeros pasos políticos. Guillermo de Croy, señor de Chièvres, ejerció el puesto de primer chambelán por herencia familiar y se ganó la confianza del adolescente a base de fiestas de pijamas. Guillermo de Croy hizo llevar su cama junto al lecho del niño Carlos para que siempre tuviera a alguien con quien conversar si se despertaba a media noche. La extraña decisión de aquel hombre de cincuenta y un años dio sus frutos. Ningún otro consejero ejercería tanta influencia sobre Carlos en toda su vida. El señor de Chièvres, en tanto, fue el responsable de completar la formación política de su discípulo, instándole a implicarse en los asuntos de Estado y a leer previamente los despachos que estaban sobre su mesa.

EL HOSTIL RECIBIMIENTO DEL «BOCINA FEA»

En el horizonte del joven conde de Flandes y sus consejeros flamencos irrumpió España el 23 de enero de 1516, el día que murió Fernando el Católico. El viejo rey dejó escrito que su nieto debía heredar los reinos hispánicos ante la incapacidad de su hija Juana y que, de forma temporal, el cardenal Cisneros ejercería como regente. Pese a nacer hijo de unos hidalgos pobres, Francisco Jiménez de Cisneros ya había presidido el Consejo de Regencia de Castilla tras la muerte del rey Felipe I y en los años finales del gobierno de Fernando. Su valía como gobernante y su fidelidad a Isabel, Fernando y Carlos quedaba fuera de toda duda. Salvo para Guillermo de Croy, quien jamás apreció los esfuerzos de Cisneros, y ni siquiera le concedió la satisfacción de conocer en persona al joven rey por el que tanto había batallado. Con la reina Juana encerrada en su locura y la revoltosa nobleza castellana tramando maldades, Cisneros apremió a Carlos a viajar cuanto antes a Madrid. No lo hizo hasta pasado un año del fallecimiento de Fernando, rey de Aragón y gobernador de Castilla. ¿Cuánto tiempo más podría el cardenal sujetar a las fieras?

Dos cuestiones se interponían entre Carlos y España. Por un lado era necesario reunir los recursos financieros y logísticos para viajar hasta el sur de Europa, lo cual se solucionaba con una buena dosis de paciencia, que es de lo que más carecen los adolescentes. La otra cuestión problemática no dependía de él. Debía asegurarse de que el nuevo e impetuoso rey de Francia, Francisco I, no se lanzara a la yugular de los Países Bajos en su ausencia. Al igual que Felipe el Hermoso, el señor de Chièvres era partidario de una relación amistosa con Francia, sobre todo a la vista de sus éxitos militares en el norte de Italia. Chièvres avaló el humillante Tratado de Noyon el 13 de agosto de 1516.

Era un tratado humillante al menos para los castellanos y los aragoneses, que, frente a las victorias de Fernando e Isabel en las últimas décadas en Italia, consideraron que los términos firmados suponían retroceder un siglo. Carlos reconocía los derechos franceses sobre el Reino de Nápoles (ese mismo que el Gran Capitán había afianzado por la vía de las armas), aunque Francisco se avenía a cederlo como dote en el matrimonio entre su hija Luisa de Francia y Carlos. Hasta que se celebrara el matrimonio Carlos debía pagar 100 000 ducados en rentas anuales por un reino que ya le pertenecía, y 50 000 hasta que tuvieran sucesión. En cuando a Navarra, conquistada por Fernando el Católico para Castilla, Carlos se comprometía a reconsiderar la licitud de su dominio y las reclamaciones de los anteriores reyes, la casa de Albret. En suma, el tratado no representaba el verdadero pulso político del periodo y resultaba denigrante a nivel simbólico. Si bien Carlos nunca se llegó a casar con la hija de Francisco, dada su prematura muerte, sí tuvo que reconocerse expresamente vasallo del rey de Francia por sus señoríos de Flandes y Artois.

Una vez asegurada su posición como soberano de los reinos hispánicos gracias al reconocimiento del papa León X, Carlos partió el 8 de septiembre de 1517 con su escuadra rumbo a Santander. En esta flota, formada por cuarenta naos, iban embarcados los principales cortesanos flamencos de Carlos, encabezados por Chièvres; la hermana mayor del rey, Leonor; y un puñado de consejeros españoles, entre los cuales se destacaría el obispo Mota por su protagonismo en las Cortes de Castilla. La travesía se complicó a causa de una fuerte tormenta. Un barco se incendió, con ciento sesenta pasajeros, en su mayoría servidores de la corte, y con unas cuantas mujeres de la vida. Su presencia dio lugar al cruel comentario del cronista Laurent Vital: «Y aunque fuese una gran desgracia, no pudo haberse prendido el fuego para perder menos gente de bien, que allí donde se prendió».

No está claro que compartiera esta opinión Carlos, cuya fama de mujeriego ya empezaba a resonar. ¿Prefería perder un barco atestado de aduladores y leguleyos con caras de sapo o a uno con hermosas mujeres de la vida? La respuesta es sencilla de intuir: si Chièvres iba a bordo prefería sin duda salvar a los sapos. La influencia del flamenco sobre el joven le iba a ocasionar varios tropiezos a su llegada a España. Ni siquiera el recibimiento fue remotamente el esperado. La tormenta forzó que la escuadra desembarcara en el pequeño puerto de Tazones, en Asturias, lejos del recibimiento oficial que estaba preparado en Laredo. Para más ridículo, los asturianos confundieron la expedición con un ataque turco o francés y se dispusieron a combatir a aquella invasión extranjera con sus rudimentarias armas.

Asturias había sido la cuna de la Reconquista y seguía muy vinculada a la política de Castilla, pero a nivel socioeconómico se trataba de una tierra remota y aislada. Se antojaba el peor lugar desde donde tomar contacto con el país. Tras repeler el ataque de aquel ejército de pescadores y campesinos, Carlos avanzó en dirección a Valladolid lastrado por el mal tiempo otoñal y maldiciendo cada monte. El monarca enfermó a causa de un aguacero cerca de Santander y ni siquiera sus amados bufones lograron arrancarle una leve sonrisa. Los médicos trataron el catarro con raspaduras de unicornio, el animal fabuloso a cuya cornamenta se atribuían poderes curativos (en Extremadura existía una versión de la leyenda llamada el escornao, una mezcla de jabalí, toro y caballo, con un gran cuerno en la frente).

Con energías renovadas por el unicornio, Carlos se entretuvo en Tordesillas visitando a su madre, que, tras sorprenderse en su honda locura de que sus hijos no siguieran siendo niños, autorizó formalmente a su primogénito para titularse rey. Todo ello retrasó todavía más su marcha hacia Valladolid, lo que en el entorno de Cisneros se interpretó como una maniobra de Chièvres para que Carlos jamás se reuniera con el anciano cardenal. Cisneros había partido con entusiasmo a su encuentro nada más saber de la llegada al fin del hijo de Juana. Pero a principios de noviembre, en Roa, apenas a 60 kilómetros de Valladolid, el anciano de ochenta y un años falleció, aburrido y desesperado por el retraso de la comitiva real.

La ingratitud desplegada por Chièvres fue mucho más allá de dejar morir al anciano sin cumplir su deseo más ansiado. El cardenal recibió una carta en la que Carlos daba por buenos sus servicios, instándole a retirarse a descansar a su Arzobispado de Toledo. El cronista Juan Ginés de Sepúlveda recoge el sentir castellano al ver un final en esos términos para el honrado regente:

La muerte de un varón así resultó más penosa y preocupante a los castellanos, porque se le consideraba la única persona que con su autoridad y discreción podría guiar las acciones y decisiones de un rey muy joven aún, nacido y criado fuera de España y no educado en las costumbres de los españoles.

El monarca consintió las muestras de desprecio sin sospechar lo mucho que iba a echar en falta a un aliado de la altura política de Cisneros. Solo él podía cuidarle de los tejemanejes de la nobleza castellana. El hijo de Juana tenía diecisiete años, mientras que ellos contaban con siglos de entrenamiento en el arte de complicar la vida a los reyes. Como le ocurriría a Felipe II cuando viajó a los Países Bajos a principios de su reinado sin saber apenas francés, Carlos fue recibido con bastante recelo entre la nobleza castellana a causa de su incapacidad para expresarse en su idioma, más allá del saludo protocolario. Tampoco ayudaba la seriedad del joven, que el humanista Pedro Mártir definió como «propia de un anciano», ni la parquedad de sus movimientos. Lo había advertido antes de viajar a España su propio abuelo, Maximiliano I, cuando comparó a su nieto con «un ídolo pagano», al encontrarlo tan parado y escaso de vitalidad. Tal vez para demostrar que no era un busto grotesco, durante cuatro meses se sucedieron fiestas, banquetes, desfiles, corridas de toros y justas en las que el rey se destacó como un excelente atleta.

La personalidad del rey estaba lejos de causar devoción, aunque su porte físico se consideraba armonioso, atlético y propio de un caballero renacentista. Años después, el embajador veneciano Gaspar Contarini describía a Carlos como «de estatura mediana, mas no muy grande, ni pequeño, blanco, de color más bien pálido que rubicundo; del cuerpo, bien proporcionado, bellísima pierna, buen brazo, la nariz un poco aguileña, pero poco; los ojos ávidos, el aspecto grave, pero no cruel ni severo; ni en él otra parte del cuerpo se puede inculpar». La totalidad de su cuerpo era proporcional, a excepción del famoso mentón, «tan ancho y tan largo, que no parece natural de aquel cuerpo». Esta deformación en su mandíbula, en apariencia «postiza», era producto del prognatismo tradicionalmente vinculado a la familia Habsburgo. En muchas de las monedas y medallas de estos soberanos, donde podrían haber disimulado sus mandíbulas inferiores, parecen aún más prognatas que en los retratos privados. Dios les dio una deformación, y ellos lo convirtieron casi en un símbolo de poder. Un símbolo que estaba también presente tanto en los Trastámara como en los Borgoñones, recibiendo Carlos por partida doble esta incómoda herencia.

La desalineación entre el maxilar y la mandíbula impedía a Carlos el correcto encaje de la boca al cerrarla y le causaba dificultad para articular las palabras y comer de una forma adecuada. Prefería así hacerlo en solitario, sin que nadie pudiera contemplar sus apuros al masticar los alimentos. Con los años se dejó crecer una barba recortada para camuflar ese «postizo», que sirvió en ocasiones a quienes querían ofenderle con improperios. En su primera visita a Calatayud un baturro deslenguado le gritó desde la multitud: «Majestad, cerrad la boca, que las moscas de esta tierra son inconscientes». Por su parte, el biógrafo y aventurero Pierre de Bourdeille cuenta en su famosa obra Bravuconadas de los españoles cómo un soldado español que sirvió con Carlos en Hungría se quejó con amargura de las condiciones del servicio. Afirmó de forma imprudente: «Váyase al diablo, bocina fea, que tan tarde es venido, que todo el día somos muertos de hambre y frío». La referencia a la deformidad de su boca no ofendió esta vez a Carlos, que se lo tomó con humor y no dio orden de castigar al soldado. Al menos según la benigna versión de Bourdeille.

El rey podía ser férreamente rencoroso, pero rara vez castigaba a sus cortesanos y hombres cercanos de forma severa. Era de ánimo templado, melancólico, parco en palabras, y tenía un desarrollado sentido ético de la existencia. En los años finales de su existencia aconsejaría a su hijo sobre la mejor forma de proceder en la vida: «Ser un hombre no consiste en creer que lo somos y desearlo, ni en ser grande de cuerpo, sino tan solo en tener gran discernimiento y juicio para cumplir con los trabajos propios de un ser bueno, inteligente y honrado». Algo que no era incompatible con sus famosas explosiones de cólera. El psiquiatra catalán Jeroni Moragas, en su libro De Carlos I emperador a Carlos II asegura de forma incisiva: «Probablemente estos impulsos coléricos eran, en su edad madura, lo único que le quedaba de aquellos remotos ataques epilépticos de su mocedad».

LA HERENCIA ESPAÑOLA: LA ABUELA OBESA QUE MATABA DE AMOR

El mentón le avergonzaba y le afeaba el rostro, pero eso no reducía, en cambio, el magnetismo que su figura ejercía en las mujeres, incluida su abuelastra. «Vos miraréis por ella y la honraréis y acataréis, para que pueda ser honrada y favorecida por vos y remediada en todas sus necesidades», escribió poco antes de su muerte Fernando el Católico. Le pedía a su nieto que cuidara de su viuda, la francesa Germana de Foix, «pues no le queda, después de Dios, otro remedio sino solo vos». Y Carlos se tomó al pie de la letra las palabras de su abuelo. El primer encuentro entre ambos se produjo en Valladolid, donde se hablaron en la lengua natal de los dos. A sus veintinueve años, Germana seguía siendo una mujer alegre, inteligente y atractiva, a pesar de su cojera, mientras que Carlos no pasaba de ser un adolescente enamoradizo, de diecisiete años, y de escasa experiencia sexual, deslumbrado sin remedio por aquella hembra que mataba de amor. Al menos así lo había hecho con Fernando. Con el fin de dar satisfacción a su esposa y hacer un varón, el viejo rey se atiborró de productos considerados afrodisíacos (mosca española, testículos de toro…) en la fase final de su vida. Rebañó el cóctel de amor cada día hasta que las complicaciones cardíacas lo condujeron a la tumba en Madrigalejo, sin que en el intento obtuviera el ansiado heredero que habría privado a Carlos de la Corona de Aragón. Se puede afirmar que una mosca y unos testículos evitaron que las coronas hispánicas se separaran.

El amor surgió entre abuela y nieto y adquirió tintes novelescos a través de la carpintería. Para facilitar el acceso del palacio del rey a la casona de la reina viuda en Valladolid, Carlos ordenó alzar un puente de madera, con el fin de «que el monarca y su hermana (Leonor) pudieran ir en seco y más cubiertamente a ver a la dicha reina». La relación tuvo por fruto una niña llamada Isabel, nacida en 1518, cuya paternidad fue tradicionalmente cuestionada por la mayoría de historiadores hasta que la profesora Regina Pinilla Pérez de Tudela se topó hace no muchos años en el Archivo de Simancas con el testamento de Germana. La viuda de Fernando dejaba su joya más preciada, un collar de 133 perlas gruesas, «a la serenísima Doña Isabel, Infanta de Castilla, hija de Su Majestad el emperador, mi señor e hijo». Esa era una prueba contundente: con las joyas no se juega.

Antes de que el romance con su abuelastra derivara en rumores más dañosos, el rey español decidió poner tierra de por medio. Germana de Foix se casó en 1519 con el marqués de Brandemburgo, al que la leyenda le achaca una muerte por exceso de amor en la misma línea de Fernando. Según el cronista Santa Cruz —dado al cotilleo más subterráneo—, el 5 de julio de 1525 el alemán de treinta y tres años llegó corriendo por la posta a ver a su mujer Germana, que estaba en Valencia, «y con el quebranto y cansancio que había llegado no se había abstenido de llegar a la reina con la moderación que convenía, antes se había habido muy destempladamente con el vicio de la carne». Así pues Juan de Brandemburgo murió a consecuencia del ímpetu con el que accedió a su esposa tras un largo y fatigoso viaje. Y eso que, a decir de Pedro de Gante en una carta al marqués de Denia, la reina Germana «estaba gorda». No tendría la mínima importancia este detalle, si no fuera porque iba a terminar sufriendo de obesidad mórbida en sus últimos años.

La segunda viudedad de Germana volvió a prender la llama con Carlos. Durante los festejos derivados de la boda de Francisco I y Leonor, la francesa apareció del brazo del emperador, bailando y celebrando el matrimonio en una posada en Illescas. De nuevo urgía casar a aquella mujer obesa con tendencia a matar a los hombres por exceso de sexo —era la reina de corazones—, siendo tal vez lo primero igual de malo, o de bueno, que lo segundo a la hora de hallar voluntarios. El mismo año que Carlos se casó con Isabel de Portugal, Germana de Foix se comprometió con Fernando de Aragón, duque de Calabria. Este era el mismo duque a quien había hecho prisionero el Gran Capitán en la guerra de Nápoles, hombre ahora de la plena confianza de Carlos tras su leal actuación durante la rebelión de las Germanías. Los rebeldes le habían liberado de su prisión, mas él se mantuvo firme y ganó a cambio una esposa enorme. El embajador polaco, Dantisco, se burló del enlace en estos términos: «Este buen príncipe, que cuenta entre sus antepasados ochenta reyes de la casa de Aragón, forzado por la penuria, ha venido a caer con esta corpulenta vieja, y a dar un escollo tan famoso por sus naufragios».

La tercera boda de la reina de corazones causó una oleada de burlas por Castilla y Aragón. Francesillo de Zúñiga, bufón de Carlos I y autor de la crónica más ácida de su reinado, vincula la creciente obesidad de Germana al terremoto que se produjo en Granada durante la luna de miel de la pareja. Según Francesillo, no se supo si había sido un terremoto o los gritos de la reina Germana, que del susto saltó de la cama y «hundió dos entresuelos y mató un botiller y dos cocineros que debajo dormían». Por cierto que Francesillo no vivió lo bastante para saber a cuántos más cocineros o maridos iba a matar la gordura de Germana. Después de servir seis años a Carlos, don Francés hizo una desafortunada broma sobre la lealtad de algunos nobles cercanos al monarca, lo que le ganó la ira real y la expulsión de palacio. En 1532, ya en otras lindes, el bufón recibió una cuchillada en una oscura calle de Béjar como prueba de que a casi nadie le gustan los chistes gruesos. Con cuchilladas en la cabeza, brazos y manos, y una estocada en el lado izquierdo debajo de las costillas, Francesillo fue llevado a su casa, donde su mujer salió preguntando qué ocurría. El bufón respondió, sin perder su humor en tan grave situación: «No es nada, señora, sino que han muerto a vuestro marido».

La unión entre la festiva Germana y otro amante de la buena vida y la cultura, el duque de Calabria, convirtió su residencia en el Reino de Valencia en una pequeña corte a la italiana. Se hacían batallas de ingenio hasta el amanecer, discutiendo las damas y los caballeros sobre la preeminencia de los hombres o las mujeres, leyendo e improvisando poesía y haciendo buena la alegría de vivir renacentista. Pero no todo fue poesía y música. Como virreyes hubieron de hacer frente al bandolerismo, a las luchas internas, a la piratería ejercida desde el norte de África, al endeudamiento de los nobles y a la rebelión de los moriscos, así como a los ecos de la rebelión de las Germanías. Y es que en paralelo a las revueltas que se estaban produciendo en Castilla con los comuneros, en el seno de los artesanos de los reinos de Mallorca y Valencia se produjo una rebelión contra la corona de carácter antiseñorial. Entre tanto, Germana de Foix y su marido llegaron al cargo justo al final del conflicto, a tiempo de encabezar la represión sobre los sublevados. Entre cultura renacentista, poemas picantes, obesidad mórbida y represión falleció la francesa, en 1538, sin dejar más descendencia que la hija ilegítima de Carlos.

Otro familiar que Fernando el Católico legó a su nieto fue su propio hermano, Fernando de Austria, pidiéndole que velara por su futuro. Lo que el viejo rey olvidó mencionar es que él ya tenía quien le protegiera. Carlos se topó a su llegada a España con una numerosa facción palaciega que era favorable a que su hermano, nacido y educado en Castilla, fuera quien recibiera las posesiones hispánicas. Nacido en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares el 10 de marzo de 1503, el hijo de Juana la Loca recibió el nombre de Fernando en honor a su abuelo materno, Fernando el Católico, quien se implicó de forma directa en su educación. Como ya vimos, Juana había dejado al niño a cargo de sus abuelos para regresar, de manera abrupta, a Bruselas junto a su marido y sus tres hijos mayores.

Ya en el testamento de la reina de Castilla, que desheredaba a su hija por su actitud, había quedado patente la predilección de los reyes por su nieto Fernando, concediéndole varias rentas en las mandas testamentarias y otorgándole una casa propia.

Tras un paréntesis en que el niño vivió junto a su padre, Fernando el Católico volvió a hacerse cargo de la tutela de su nieto favorito cuando falleció Felipe. El viejo monarca malogró una intentona de secuestro del joven en su residencia de Simancas, a cargo de dos de los consejeros del futuro Carlos I. El joven era demasiado valioso como para abandonarlo en manos del maquiavélico Fernando.

A falta de hijos varones, el monarca aragonés se implicó aún más en la educación del niño en los siguientes años y trató de transmitirle sus conocimientos sobre el arte de gobernar. Por todas estas razones, el rey escribió un testamento secreto, en 1512, otorgando a Fernando de Austria el gobierno de los reinos y los maestrazgos hispánicos hasta la llegada de Carlos I. Sin embargo, temiendo que estas concesiones pudieran enfrentar a los dos hermanos, el aragonés pactó poco después con Adriano de Utrecht la salida de su nieto favorito de España una vez que él hubiera fallecido. Aquí Carlos tampoco supo apreciar los esfuerzos de Cisneros, que maniobró para contener la influencia de esta facción cortesana durante el tiempo que el joven imberbe tardó en desplazarse a España.

La figura de Fernando, de catorce años, se vislumbraba a ojos de Carlos como un arma arrojadiza que ciertos sectores de la nobleza castellana planeaban usar contra él. No lo veía como un auténtico enemigo, sino solo como un instrumento en malas manos. Por eso advirtió por carta a su hermano pequeño del peligro de «aquellos malos servidores» que «hablaban palabras feas y malas en desacuerdo y perjuicio de mi persona». Cuando estaba a punto de entrar en Valladolid, Carlos se desvió una vez más para, en esta ocasión, reunirse con su hermano en Mojados. El infante hizo acto de presencia con un fuerte contingente de soldados y acompañado de un nutrido grupo de nobles. Pero lo que pareció por un instante un desafío a la autoridad de su hermano, un regreso a los turbulentos tiempos de Pedro el Cruel y Enrique el Fratricida, quedó en nada cuando Fernando descabalgó e hizo reverencias al rey. Carlos replicó al gesto con la misma fraternidad y, días después, le entregó el collar de la Orden del Toisón de Oro como señal de que no iba a escatimar mercedes a su hermano. El rival se había transformado en aliado sin que corriera una gota de sangre.

Más allá de los gestos, Maximiliano I recomendó sacar del país a Fernando, pues le parecía lo más seguro. En términos cinematográficos, en lugar de tú a Boston y yo a California, los hermanos se dijeron tú a Bruselas y yo a Valladolid. El español al norte; el flamenco al sur. Fernando abandonó el país en 1518, entre una multitud de quejas. «El rey don Carlos era aborrecido de muchos, y el infante su hermano, amado de todos, al cual tenían por príncipe natural y a su hermano por rey extranjero», escribió el cronista Alonso de Santa Cruz como resumen del clima político. En este sentido, su hermano mayor no le guardó ningún rencor y, a la muerte de Maximiliano I, recompensó la lealtad de Fernando cediéndole territorios patrimoniales que comprendían la Alta y Baja Austria, Carintia, Estiria y Carniola (Dieta de Worms, 1521), y posteriormente el Tirol, la Alta Alsacia y el Ducado de Württemberg. Como archiduque de Austria —la posesión más preciada de la familia—, el alcalaíno hizo frente a los ataques otomanos en los Balcanes, que llevaron el terror hasta las puertas de Viena. Los dos hermanos se elevaron como escudos de la Europa Oriental.

Los nobles castellanos observaron con indignación cómo el segundo en la línea sucesoria en ese momento partía a cientos de kilómetros de distancia. Y lo peor es que ni siquiera contaban con la forma de elevar al rey sus protestas. Guillermo de Croy, señor de Chièvres, hacía las veces de interlocutor entre Carlos y la mayoría de nobles castellanos y aragoneses, que, a excepción de unos pocos, como el marqués de Villena o el obispo de Badajoz, integrados en las filas flamencas, fueron apartados de las esferas de poder. Pero más que un interlocutor era un muro. El ministro flamenco, que concebía España como una vasta operación económica, se dedicó a repartir cargos entre los nobles flamencos que le acompañaban. Adriano de Utrecht recibió el Obispado de Tortosa; Ludovico Marliano el de Tuy, y el sobrino de Chièvres, el cardenal Guillaume de Croy, que tenía veinte años, el principal de todos los cargos eclesiásticos: el Arzobispado de Toledo que había dejado vacante Cisneros. «Es mala cosa encolerizar a los curas en Castilla», susurraban algunos con los dientes apretados.

Nada comparado con la ristra de cargos y posesiones que se agenció el propio privado: contador mayor de Castilla, capitán general del mar en la Corona de Aragón y almirante de Nápoles. Esta política fue interpretada como un desprecio absoluto hacia la nobleza, que celebró unas cortes plagadas de desconfianza a principios de 1518. Las Cortes de Castilla juraron fidelidad al rey, recordándole de paso que en «España el poder está en la república, y si el rey gobierna, es por un pacto callado». Es decir, frente a aquellos países de influencia francesa donde el rey tenía un origen divino, aquí el rey servía al reino porque así lo estipulaba un contrato tácito entre el reino y el rey. O como el procurador burgalés Zumel explicó:

En verdad nuestro mercenario es (el rey), y por esta causa asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos y ganancias suyas y le sirven con sus personas todas las veces que son llamados.

La nobleza castellana esperaba del rey que fuera el mejor alcalde y el mejor juez, siendo tan solo un servidor del reino, un mercenario, con el muy humano tratamiento de alteza. Esta idea chocaba de frente con los planes de aquel descendiente de emperadores alemanes y señores flamencos, que pretendía imponer el tratamiento casi divino de majestad. Aparte, los procuradores castellanos le exigieron que aprendiera a hablar castellano en el menor tiempo posible; que el infante Fernando no saliera de España hasta que Carlos tuviera hijos; un trato más respetuoso para su madre Juana, y que cesara de nombrar extranjeros para cargos hispánicos.

El monarca fingió acceder a todas estas condiciones a cambio de recibir un imponente montante de maravedíes a pagar en tres años. Sin embargo, aprender castellano siguió en su lista de tareas pendientes, Fernando salió de España poco después, Juana continuó bajo el mismo régimen hasta su muerte y los puestos políticos y eclesiásticos siguieron copados por extranjeros. Los castellanos comprobaron lo poco que valían las palabras balbuceantes del rey tras su abrupta salida de Castilla con dirección al territorio de la Corona de Aragón, donde permaneció casi un año enzarzado con las cortes catalanas, y luego hacia Alemania a reclamar el trono vacante de su abuelo Maximiliano I en el Sacro Imperio Romano Germánico. La indignación castellana se sustentaba en cifras: «En nuestra tierra obtuvo 600 000 ducados y permaneció solo cuatro meses; en Aragón, 200 000 y estuvo ocho meses; en Cataluña, 100 000, y se queda un año».

Con pie y medio fuera de España, Carlos forzó que las siguientes cortes castellanas fueran celebradas en Santiago de Compostela, dado que planeaba embarcar hacia el norte de Europa cuanto antes, y no en Toledo como reclamaba la aristocracia local. La consecuencia directa de esto fue que los procuradores de Toledo se ausentaron como señal de enojo, y los de Salamanca, en conformidad con los toledanos, se escudaron en un error burocrático para evitar ir a Santiago. Ni el hecho excepcional de que el rey tomara la palabra por primera vez ante esta institución calmó a los obcecados castellanos.

A Carlos I se le agotaban el tiempo y la paciencia. En previsión de embarcar de forma inminente hacia Alemania, ordenó el traslado de las cortes a La Coruña y ejerció una presión asfixiante, procurador por procurador. Aun así fueron necesarias cinco votaciones para que las cortes dieran su brazo a torcer, e incluso entonces lo hicieron por una débil mayoría. Dado que Toledo y Salamanca ni siquiera estaban representados, la victoria de Carlos en La Coruña únicamente se podía ver como una forma de ganar tiempo antes de la rebelión. Cuando el 20 de mayo de 1520 zarpó de La Coruña, Carlos estuvo hasta el último instante dudando sobre si debía posponer el viaje para dirigirse a Toledo, que ya se había pronunciado en rebeldía, o si era mejor seguir adelante. Su ambición imperial pudo más que las razones de Estado. Troya ardía a su espalda cuando tomó el camino de Flandes.

EL PAPA BÁRBARO QUE REINÓ EN ESPAÑA Y TERMINÓ CON LOS COMUNEROS

El rey dejaba tras de sí una revuelta en curso y una polémica designación que, además de alimentar el fuego, incumplía sus renovadas promesas de no entregar cargos españoles a extranjeros. Adriano de Utrecht, el piadoso monje que le había educado, fue elegido gobernador de Castilla durante su ausencia. Desde ese cargo hubo de hacer frente al alzamiento de las llamadas Comunidades de Castilla. Al levantamiento en Toledo le siguió el de Segovia, cuya población se amotinó contra sus procuradores en cortes por haber votado a favor de lo que pedía Carlos. Dieron muerte a uno de dichos procuradores, Rodrigo de Tordesillas, a pesar de haberse acogido a sagrado en la iglesia de San Miguel. Madrid, Salamanca y Ávila fueron detrás.

Al igual que un virus, el alzamiento se fue extendiendo por otras ciudades castellanas, siguiendo el clamor que los curas lanzaban desde sus púlpitos contra el mal gobierno del rey extranjero. ¡Mala cosa era encolerizar a los curas! La ofensa hacia Cisneros había quedado clavada en la memoria de la Iglesia española. Frente a la movilización de las tropas reales, los representantes de Toledo pusieron a la cabeza de las milicias urbanas a Juan de Padilla, un hombre con el suficiente talento militar como para complicar las cosas a los enviados de Adriano de Utrecht. Eso por no hablar de su esposa, María Pacheco y Mendoza, la Leona de Castilla. Y es que las leonas cazan mientras los leones duermen.

La guerra de las Comunidades de Castilla se alargó durante dos años. Los episodios aislados promovidos por el patriciado urbano evolucionaron hacia una guerra de asedios y batallas en campo abierto, debido tal vez al incipiente sentimiento nacionalista y a la indolencia de la alta nobleza. El incendio y saqueo de Medina del Campo, que se negó a entregar su parque artillero para asediar Segovia, convirtió al regente en el villano de referencia. En el verano de 1520, los comuneros consumaron el peor de los temores de Carlos: se apoderaron del palacio de Tordesillas, donde estaba internada la reina Juana. Afortunadamente para la causa del rey, los comuneros no lograron sacar a la reina madre de su apatía en los sesenta y cinco días que permaneció la villa bajo su control.

Pese a preocuparle también la invasión de consejeros flamencos; pese al mal trato que le dispensaban los marqueses de Denia; pese a las sospechas de que la locura de la reina había sido transitoria; pese a todo ello, Juana se limitó a pedir que «no la revolviese nadie contra su hijo» cuando los comuneros reclamaron su ayuda para destronar a Carlos. Aquella era la mejor de las pruebas de que su locura no era tan honda como a los intereses de Fernando y de Carlos les convenía.

Los comuneros sufrieron la negativa de Juana, pero fue la falta de apoyo de los grandes de Castilla lo que realmente malogró la revuelta. Como queriendo dar una lección al jovencísimo rey, los miembros de la alta nobleza prefirieron mantenerse en un segundo plano hasta que observaron, preocupados y arrepentidos, que la sublevación en algunas ciudades estaba adquiriendo cierto carácter antiseñorial. El rey accedió finalmente a nombrar dos gobernadores adjuntos al cardenal Adriano elegidos entre la alta nobleza: el almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, y el condestable don Íñigo de Velasco. Ese sencillo gesto cambió el signo de la contienda. Sin olvidar el millonario acuerdo matrimonial que Carlos obtuvo derivado de la boda de su hermana Leonor con el rey de Portugal, Manuel el Afortunado, quien se desposaba por tercera vez con una princesa de la Monarquía Católica. La millonada inyectó vigor a la causa real.

En la batalla de Villalar (el 23 de abril de 1521) fueron hechos prisioneros los principales líderes comuneros, entre ellos, Juan Bravo, Francisco Maldonado y Juan de Padilla. Todos ellos fueron ejecutados en esta misma localidad. Cuando María Pacheco recibió la noticia de la muerte de su marido se encerró unos días en su soledad. Pero al convertirse Toledo en el último reducto comunero, la Leona de Castilla apartó el luto de un manotazo para dirigir con el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, una resistencia desesperada frente a las tropas realistas. El resto de los dirigentes comuneros de la ciudad se inclinaron por capitular y reclamar cuanto antes el perdón real. No así la viuda de Padilla, que estiró la resistencia hasta extremos heroicos. Habiendo huido el obispo Acuña en dirección a Francia, la Leona se elevó como el máximo mando en Toledo. La resistencia se alargó nueve meses más allá de la batalla de Villalar, durante los cuales María llegó a apuntar los cañones del Alcázar contra los toledanos, para mantener el orden entre las filas comuneras.

Finalmente, la superioridad de las tropas reales forzó la caída de la ciudad. Gracias a la ayuda de los familiares que militaban en el bando realista, María Pacheco logró huir de Toledo, disfrazada y con su hijo de corta edad, hacia Portugal. Allí fallecería casi una década después, sin haber logrado el perdón del monarca. De nada sirvió la insistencia de su hermano menor, el poeta Diego Hurtado de Mendoza, que era uno de los hombres de mayor confianza de Carlos I. A los comuneros nunca supo perdonarlos.

Dos años después de abandonar el país de aquella manera, Carlos regresó con el propósito de castigar a esos villanos capaces de retener a su madre varios meses, y dispuesto a recompensar a los que habían permanecido fieles a la autoridad real. En el caluroso verano de 1522, el séquito del emperador avanzó con lentitud hasta Palencia con la esperanza de reunirse con Adriano y agradecerle sus servicios. Supo por el camino que su apreciado Adriano ya había zarpado a Roma a reclamar la tiara papal sin esperarle a él, el principal responsable de que un monje humilde y nacido fuera de Italia hubiera alcanzado la cabeza de Roma. Aquí habría que recordar que incluso el vilipendiado Rodrigo Borgia había sido tan italiano como valenciano, si no lo fue más. Los extranjeros no estaban bien vistos en la sede pontificia; la llegada de Adriano al trono de San Pedro obedecía meramente a una carambola orquestada por los cardenales afines al Imperio.

El cónclave que siguió a la muerte del joven León X —fallecido con solo cuarenta y siete años— fue un alarde de juego sucio y corrupción. Un espectáculo más violento que la lucha entre gladiadores o una digestión de Carlos, aunque con menos vísceras. Los ejércitos imperiales y franceses se dedicaron a retener cardenales para evitar que asistieran a la elección del nuevo papa. Las maniobras de Carlos, por su parte, iban enfocadas en su origen a lograr la elección de Giulio de Medici (el futuro papa Clemente VII), un florentino joven, elegante, culto y, ante todo, insultantemente rico. Era, en apariencia, un candidato de consenso entre las distintas potencias que controlaban Italia. No así para el cardenal Pompeo Colonna y el resto de su poderosa familia. Los Colonna, aliados de Carlos, advirtieron que en caso de ser elegido otro Medici no iban a obedecerle en absoluto.

A las puertas de la elección, Giulio de Medici se hizo por sorpresa a un lado y, al ser preguntado por su voluntad, respondió: «Tomemos al cardenal de Tortosa, Adriano, aquel anciano y venerable hombre». Aquel nombre no se lo había chivado al oído un arcángel, sino uno de los cardenales de Carlos. Los votos de los Medici y los Colonna desembocaron, esta vez sí, en el mismo candidato, el regente de Castilla, que fue elegido papa in absentia. Así las cosas, el pueblo romano no aceptó la decisión. La histeria cundió por las calles ante la perspectiva de un papa extranjero. La multitud congregada insultó a los cardenales responsables de abrir las puertas a los bárbaros, que, según los rumores más improvisados, planeaban como primera medida trasladar la sede de la Iglesia a Castilla. Las paredes romanas se llenaron de grafitis con la inscripción Roma est locanda («Roma se alquila»).

Adriano dudó incluso si aceptar o no la elección. Jamás había pisado Roma y hablaba muy mal italiano. Aun así, lo peor de su adaptación estaba por llegar. El papa bárbaro no se hizo a aquel ambiente de maledicencia, intriga y costumbres disolutas. Nada más ver el grupo escultórico clásico Laocoonte y sus hijos, descubierto en 1506, quedó horrorizado por lo que consideraba un ídolo pagano y mandó tapiar las puertas de la galería de estatuas del Belvedere, repleta de obras grecorromanas con desnudos. Por otro lado, se abstuvo de nombrar nuevos cardenales, pues, al igual que muchos de sus compatriotas del norte de Europa, identificaba la venta de cargos e indulgencias como el más grave mal de la Iglesia. Eso también complicaba su integración en ese hábitat. Los romanos contestaron con hostilidad a cada una de las decisiones del bárbaro, del que un soneto burlesco decía que se había vuelto «divino», haciendo referencia a que era «di vino». Le estaban llamando borracho tirando de los tópicos europeos. Los alemanes y los flamencos tenían fama de borrachos, los suizos de ordeñadores de vacas, los españoles de ladrones haraposos, los italianos de bujarrones y los franceses de meavinos. Lo peor es que aquella guerra propagandística ató de pies y manos al reformador Adriano, que a su muerte, solo un año después de su elección, fue objeto de las más crueles bromas romanas. Un grupo de gamberros adornó la casa del médico del papa con guirnaldas que incluían la inscripción: Liberatori Patriae Senatus Populusque Romanus.

Mientras Adriano era vilipendiado, Carlos cambió su actitud a su regreso a España. Se acabó el tiempo de los consejeros flamencos: tocaba hispanizar la dinastía. Las prestaciones de la infantería castellana (conformada como tercios a partir de 1534) y las grandes remesas de metales preciosos llegados de las Indias convencieron a Carlos de la necesidad de dar preeminencia a este reino y a su nobleza dentro de la estructura imperial. Castilla integraría su base militar.

UN BUEN EJÉRCITO NECESITA TENER CABEZA ITALIANA, CORAZÓN ALEMÁN Y BRAZO CASTELLANO

Para empezar con buen pie, el soberano proclamó un perdón general dirigido a aquellos implicados en la rebelión de las Comunidades, cuyo balance de ejecutados por la justicia real fue de únicamente 21 personas. A partir de 1522, el emperador gobernaría directamente desde Castilla, donde se casaría y mantendría su hogar. La inclusión de castellanos entre sus hombres de confianza sucedió de forma natural y, en lo referido al idioma, Su Cesárea Majestad aceleró el aprendizaje del español, pese a lo cual muchos contemporáneos destacaron el marcado acento que le acompañó hasta sus últimos días de vida. Su esposa, Isabel de Portugal, tuvo buena parte de culpa de la españolización de Carlos; lo mismo que su amistad con Garcilaso de la Vega, soldado y poeta de lengua castellana.

Un incidente con el papa ilustra la importancia que adquirió el castellano para el monarca. Pierre de Bourdeille refiere:

Estando Carlos en Roma habló delante del papa, de los embajadores y de los cardenales bramando un tanto por arrogancia de su victoria en Túnez y La Goleta. Estaban presentes dos embajadores franceses y reconvinieron a su Cesárea Majestad por expresarse en español y no en otro idioma más inteligible. El emperador dio la espalda a uno de esos embajadores, el del rey galo, y se dirigió al otro, el embajador francés ante su santidad: «Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».

El castellano se convirtió en una asignatura troncal en muchas cortes europeas mientras que los hispanismos florecieron en francés como en nuestros días lo hacen los anglicismos.

FRANCISCO CONTRA CARLOS, DOS ENEMIGOS DEMASIADO ÍNTIMOS

Hallándose en la villa de Madrid, el emperador guerrero recibió el 10 de marzo de 1525 una noticia sorprendente. El fanfarrón, rutilante y traicionero rey de Francia, Francisco I, había sido capturado durante la batalla de Pavía, donde, en palabras del galo, «solo el honor y la vida han quedado a salvo». Carlos contuvo cualquier reacción de euforia al recibir aquel regalo el mismo día de su vigésimo quinto cumpleaños. Estaba hierático. El rey español ordenó un oficio religioso por las víctimas y prohibió toda manifestación de alegría por tratarse de una victoria sobre cristianos. Puede que estuviera hinchado de felicidad en su interior tras humillar a su enemigo más íntimo, pero no estaba dispuesto a mostrar en público algo que solo era un desagradable obstáculo para la auténtica empresa del emperador de Occidente: recuperar el terreno conquistado por el Imperio turco. Además debía sospechar, sin equivocarse, que aquello no era ni de lejos el final de la rivalidad más intensa que vivió el siglo XVI.

Francisco de Angulema nació en 1494 y alcanzó la Corona de Francia un año antes que Carlos la de los reinos hispánicos, el 25 de enero de 1515. Eligió la salamandra como emblema personal. A pesar de ser solo un primo lejano de Luis XII, accedió al trono porque el anterior rey murió sin dejar heredero varón a consecuencia de la interminable serie de banquetes, torneos y procesiones que siguieron a su matrimonio con María Tudor, hermana de Enrique VIII. Falleció de unas fiebres en su intento de rendir cupidamente opera alla bellezza eccellente ed all’a età della nuova moglie, giovane di diciotto anni, según comentó maliciosamente el filósofo e historiador Francesco Guicciardini. Otro hombre maduro víctima de las mujeres jóvenes, exigentes y bellas: ¡Menuda epidemia!

Francisco estaba casado con la hija mayor de Luis de Orleans, la poco agraciada Claudia, que sufría cojera, estrabismo y escoliosis. Merced a los derechos de su esposa cayó sobre él la sucesión. El francés adquirió así fama internacional antes de que a Carlos le empezaran a crecer los primeros pelos sobre su prominente mentón. Este debía rendir homenaje al nuevo rey de Francia en la ceremonia de consagración como conde de Flandes, pero mediante excusas delegó en varios nobles flamencos para que le representaran en Reims.

Seductor, mujeriego, imponente (medía casi dos metros), mecenas del arte y valiente guerrero, el francés reveló al mundo sus cualidades durante la campaña para arrebatar Milán a los suizos, en 1515. Allí donde habían fracasado Carlos VIII y Luis XII pretendía triunfar Francisco, y así lo hizo durante un tiempo. La guerra terminó en octubre de ese mismo año, con Francisco entrando triunfante en Milán, enfundado en una espléndida armadura milanesa y su sobrevesta de armiño, azul y con flores de lis de oro. Francisco, más caluroso y cortés en el trato que sus antecesores en el trono, cayó más en gracia en Italia que ellos. Con León X firmó el reconocimiento de la autoridad papal en Francia y acordó el fin de la guerra de la Liga de Cambrai iniciada por Luis XII. Ocho años de conflicto para acabar en el mismo punto: con los franceses en Milán y en la Terra Ferma. Conocedor de lo poco que duraban las paces en Italia, León X arrancó finalmente al monarca galo la promesa de olvidar su deseo de invadir Nápoles. O al menos fingir que lo olvidaba.

El Tratado de Noyon firmado por Carlos y Francisco el 13 de agosto de 1516, que levantó tantas protestas en Castilla, dejó patente de nuevo la supremacía del rey francés. Hasta que se desató la pugna por la corona imperial no se revertió el equilibrio de fuerzas. El 12 de enero de 1519 murió el abuelo de Carlos, a los cincuenta y nueve años, en Wels, la Alta Austria. Acababa un reinado que se recuerda por el carácter inconstante de Maximiliano y por la Dieta de Worms, que concluyó la Reforma imperial (Reichsreform), modificando una parte muy grande de la constitución del Imperio.

LA CARRERA DE DOS «FRANCESES» POR SUCEDER AL EMPERADOR ALEMÁN

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