Lola

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PRIMERA PARTE » V

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V

 

CUANDO llegó a casa, Margarida encontró el mundo trocado. Nadie le hizo los reproches que esperaba ni tampoco hubo preguntas. No tuvo que iniciar la confesión que medio hilvanó durante el trayecto de vuelta, sentada en el asiento del coche, al lado de su padre. No sólo no fue necesaria ninguna palabra, sino que hablar habría sido una inconveniencia. Lo comprendió cuando vio a su madre y a su hermana de pie en la entrada, con aquella actitud a medio camino entre solemne e inquieta, que no les conocía.

Había imaginado unas escenas tensas que, en el fondo, habría preferido al desierto. Pero le esperaba un yermo hecho de silencio: el gesto taciturno del padre observándola sin decir palabra, con una expresión de incredulidad que la hacía sentirse muy sola; los brazos de la madre que la abrazaba sin preguntar; el silencio hostil de Agnès que ella no supo interpretar. Nada de lo que había previsto sucedió, y eso la tranquilizó. Fue la sensación de alivio que debe de sentir quien ha estado a punto de ahogarse en el mar y consigue llegar a la arena de la playa. Era el deseo de dejarse ir, el cuerpo entero relajado después del combate con las olas mientras siente el tacto del sol en la piel cuando el mundo recupera la calma. Incluso agradeció que nadie le hablara de Rafel, que no hubiera ninguna referencia al tiempo pasado ni al hijo que esperaba. Después pensó que habría tenido que extrañarse. Preguntarse por qué actuaban como si no hubiera habido ningún cambio importante, como si se hubiera borrado el paréntesis de la huida.

Como si nunca se hubiera ido: el paisaje de siempre poblado de voces conocidas. Durante los primeros días, durmió muchas horas. Se pasaba las mañanas entre las sábanas hasta que el sol estaba muy alto, después iba al jardín. Se sentaba en una silla plegable en la glorieta, y en las manos, un libro que no leía. Le gustaba que el crepúsculo se fuera alargando plácidamente, tan distinto de aquellos atardeceres húmedos de la pensión. El invierno se había ido, pero todavía sentía frío en los huesos, sobre todo cuando oscurecía.

Cuando consiguió recuperarse, esperó que no hubiera más silencios. Aquella situación, que al principio le había parecido muy cómoda, llegó a no serlo en absoluto. Habían pasado demasiados días y demasiadas cosas. Historias que no era capaz de borrar de un plumazo, como si nunca hubieran existido. Le resultaba difícil tragarse las palabras, callar lo que había vivido y levantarse cada mañana con una sonrisa. Su madre iba a su habitación, le ponía la mano en la frente como si quisiera comprobar que no había indicios de fiebre, le hablaba pausadamente, masticando las palabras, refiriéndose a detalles sin importancia que parecían adquirir una gran trascendencia. Le preguntaba, por ejemplo, de qué color tenían que encargar la lana de la colcha o le decía que la cocinera había querido probar una nueva receta pero que temía no haber sabido indicarle las proporciones exactas de los ingredientes, o le aseguraba que las noches de primavera producen resfriados porque refrescan sin avisar. Se acostumbró a escucharla sorprendida, esperando cada palabra con el deseo de que fuera distinta. Habría querido que le preguntara cómo se encontraba, si sentía el niño en el vientre, si añoraba a Rafel.

Un día la vio cosiendo una camisita. Estaban las dos sentadas en la glorieta, Margarida con aquel libro eternamente abierto sobre su falda, y su madre con la canastilla de agujas y el hilo sobre la mesa. Cuando advirtió que estaba preparando ropa de bebé con un corte de hilo blanco, no podía creerlo. Había pensado que ignoraba que iba a tener un hijo. Si no hubiera sido por su vientre, cada vez más lleno, ella misma habría querido olvidarlo. Como no le era posible hablar de ello con su padre, que vivía encerrado en su despacho, ni con Agnès, que era otra desde que ella había vuelto, ni con los criados, que parecían mudos y sordos ante ella, ni con su madre, pensaba en ello constantemente. Las palabras no pronunciadas iban dando saltos en su cerebro, desbaratándole el sueño y la vida. Vivía demasiado llena de palabras que habría querido derramar porque la ahogaban y la entristecían. Como si fuera un jarrón de agua que alguien ha olvidado en el suelo, en medio de un jardín, inundado por la lluvia.

La madre cosía con los labios apretados y las manos seguras. No había posibilidad de duda: unas mangas pequeñitas, un cuerpecito breve, un cuello de randa. Estuvo a punto de saltar, pero no se movió. La detuvo la rigidez que habían ido imponiéndole. Hizo como si tal cosa, y el atardecer transcurrió poco a poco. De la misma forma que iban sucediéndose los días desde que hubo regresado. Una casa donde no se había alterado nada en su ausencia. Ella no era más que una minúscula pieza en aquel mundo inmutable donde todo volvía a ser como antes: unos padres todopoderosos y dos hijas que, vistas de lejos, se parecían. Una se llamaba Margarida; la otra, tenía marido y dos hijos.

Encontrar a Agnès casada no fue ninguna sorpresa. Estaba demasiado triste para que algo pudiera trastornarla. Había vivido en una pensión con un hombre parco en palabras, y unas vías de hierro avanzando paralelas hasta perderse de vista fueron su único paisaje. No conocía demasiada gente, excepto las cuatro personas con quienes intercambiaba saludos o comentarios intrascendentes. Eran los camareros de la fonda donde comían, la tendera de la esquina y el propietario del estanco. Los huéspedes de la pensión no residían allí demasiado tiempo. La mayoría eran viajantes, transportistas, estudiantes que iban a examinarse a la ciudad, payeses de paso. A veces había visto a lo lejos a alguna persona del pueblo, pero siempre la evitaba con una sensación de pesadez en el corazón, como de culpa. Fijaba la vista en el suelo, inclinaba los hombros y se empequeñecía.

Así pues, el cambio no fue la hermana. Ni tan sólo los dos niños, Pau y Guillem, nacidos uno tras otro después de aquella boda improvisada e ignoraba si venturosa. Tampoco le extrañó que el novio fuera Martí. De hecho, le pareció natural. Lo intuyó desde que lo vio entrar en casa haciendo gestos con una seguridad difícil de definir, la seguridad de quien se acomoda a un espacio que reconoce como propio. Un lugar que, sin saberlo nadie, le pertenecía desde siempre porque lo había estado buscando durante mucho tiempo. No habría esperado que, con su huida, Martí hubiera desaparecido del mapa. Sabía que esto no era posible y estaba dispuesta a no formular preguntas.

La transformación no se hallaba en la casa ni en sus ritmos simétricos. Tampoco en sus padres, que actuaban como si no hubiera existido un pasado distinto al del día anterior, ni en Agnès, cada vez más distante. La metamorfosis estaba en sí misma, en sus miedos y en la sensación de encontrarse constantemente perdida en una estación de tren. No se lo contó a nadie porque no había nadie dispuesto a escucharla. Era un relato demasiado duro y no habría encontrado las palabras necesarias. Siempre sucedía lo mismo: veta dos raíles de tren prolongándose hasta el horizonte y ella, decidida a seguir la ruta avanzaba, un paso tras otro, y otro más, hasta lo lejos. Caminaba de espaldas a la ciudad, dejando atrás los edificios altos, el cemento de la plaza donde había cuatro bancos y muchas palomas, las calles llenas de gente, la habitación donde la luz le resultaba esquiva. Delante, sólo dos líneas de hierro viejo y el deseo de huir. Respiraba contenta. No sentía la pesadez de sus piernas ni el peso del vestido o la opresión de los zapatos hasta que, de repente, oía el ruido de la máquina, un rumor de humo y acero persiguiéndola. Un vaho en la nuca, un ruido de hierros y la certeza de que se encontraba a muy poca distancia del lobo.

Hacía como si nada. Aprendió a no hablar demasiado y a mirar siempre afuera, por encima del mundo. Pronto ayudó a su madre a coser camisitas en la glorieta. Escogían los hilos y bordaban unos dibujos sin hablar demasiado. El niño que iba a nacer no existía más allá de aquella ropita. Su padre ignoraba su vientre, y ella se apresuraba a disimularlo con el vuelo de la falda. Su hermana estaba demasiado ocupada con sus propios hijos, todavía pequeños, y hablaba con palabras idénticas a las del marido, contenta de no tener que buscar sus propias palabras. A Agnès la nueva vida la había llenado de una aparente seguridad. Dos días después de haberse casado, se cortó el pelo y empezó a engordar. Tenía unas mejillas redondeadas donde aparecían dos hoyuelos cuando se reía, y una papada incipiente. No le importó demasiado perder la cintura, y se sentía orgullosa de aquellos pechos, llenos como cántaros. En el fondo, sentía cierta lástima por Margarida, tan larguirucha, una sombra de la muchacha que había sido. Observaba sus pómulos marcándose en su cara, aquellos ojos que llevaban inscrita una expresión de perplejidad, y sus recelos huían con el aire.

Agnès había trocado los objetos porque había decidido cambiar la historia. El primero fue la fotografía de Martí que había enmarcada en la mesilla de noche de la hermana. Naturalmente, la hizo desaparecer. Volaron también los regalos: libros y cajas, muñecas de trapo, pañuelos, cadenas de oro y pendientes. Nadie sabía dónde habían ido a parar, pero las criadas hablaban de tesoros enterrados en el jardín, en un profundo agujero cavado con prisa entre los sauces. Hizo una montaña de papeles en la hoguera y quemó las cartas que Martí había escrito a su hermana, las notas que hablaban de impaciencia. En los álbumes familiares, sólo dejó los retratos donde aparecían los tres. Dudó algo antes de salvarlos de la quema, mientras espiaba los ojos de Martí en las fotografías. En ellas aparecía con la mirada inundada por una luz que nunca más volvió a encontrar en ellos. Imaginó que Margarida era la causa y estuvo a punto de romper aquellos papeles donde aparecían sus perfiles sonrientes, con la frente de Martí inclinada hacia su hermana, y ella a su lado, como una comparsa olvidada por los demás. Todo había transcurrido rápidamente: la huida, la sensación de adquirir protagonismo en el entorno familiar, de ser el centro de un mundo que la necesitaba con urgencia para no derrumbarse. Tuvo muy poco tiempo para aprender su papel, pero tampoco necesitó demasiado. Lo único que exigía era la complicidad de todo el mundo. Tenían que hacerle creer que había sido escogida desde el principio. Si se esforzaban, entenderían que Martí empezó a quererla aquella mañana de domingo, cuando la vio en el oficio del pueblo. Estaban en la iglesia y, desde donde se encontraba ella, pudo captar unos ojos encendidos de luz.

Agueda nació en una noche lluviosa. El agua colmaba las cañerías y salpicaba la fachada y los caminos; los albañales iban llenos de una corriente terrosa que empapaba el suelo; el lavadero rebosaba. Pero no hubo chaparrón, y nadie temía las torrenteras que echan a perder los sembrados y destruyen las casas. Era una lluvia menuda y persistente que producía un sonido conocido. Nació y no lloró: una cabe cita azulada y un cuerpecito en brazos de la comadrona. Margarida no decía nada, esperaba el gemido de aquella criatura. Tendida en la cama, cubierta de un sudor que llegó a confundir con la lluvia, notaba gusto de sal en su cuerpo. En la habitación sólo estaban la mujer que mandaron a buscar al pueblo y ella. Vivieron doce horas salobres, que transcurrieron lentamente. De vez en cuando, alguien llamaba a la puerta. Era su madre, que asomaba un momento, o alguna criada que llevaba toallas limpias y palanganas con gasas. Lo único persistente fue la lluvia: caía por el tejado, recorría el frontispicio del edificio y se esparcía por todos los rincones abriendo senderos de barro.

Margarida levantó la cabeza y agudizó los sentidos para oírla mejor, pero sólo encontró silencio. Aquel silencio absurdo que la había acompañado desde que regresó a rasa Tuvo miedo y se atrevió a preguntar:

—¿No llora?

La comadrona estaba demasiado ocupada para hacerle caso: con unos dedos hábiles limpiaba la boca y la nariz de la criatura; actuaba deprisa, le golpeaba la espalda. Pasaron unos segundos que a Margarida le parecieron siglos, hasta que oyó una especie de maullido triste o un par de pájaros. Comprendió que su hija lloraba y que no tenía nada que temer. Antes de dormirse, todavía con una mezcla de agua y sal en los labios, pensó que era curioso tener que llorar para nacer. Luego cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta mucho después, cuando le acercaron al pecho una Agueda hambrienta.

Volvía a soñar con las vías de un tren. A veces estaba sentada en la estación con un billete en la mano que debía llevarla a un destino desconocido. Se sentía tranquila. Se imaginaba asomada a la ventanilla contemplando el paisa» je que se iba alejando. Sin embargo, la mayoría de los días no tenía paciencia para esperar la llegada del tren. Prefería empezar a andar siguiendo aquella ruta de hierro. Avanzaba sin prisa, deteniéndose a coger una china o a arrancar algo de hierba. Sentía el calor del sol en el cuello y en los brazos, se desabrochaba un botón de la blusa para poder respirar profundamente. Todo sucedía siempre de la misma forma, como una secuencia de sueños que se van repitiendo porque, durante la caminata, intuía el lobo a su espalda, olía un monstruo de acero persiguiéndola.

Margarida murió cuando Agueda había cumplido tres meses. Fue una muerte anunciada porque nunca consiguió recuperarse del parto. Los que la conocían creían que había sido la excusa que necesitaba para dejarse ir, para fundirse como si estuviera hecha de un aire huidizo o de un rescoldo apagándose. Dijo a alguien que estaba enferma de vivir. Se reconocía incapaz de asumir su nuevo papel en el viejo escenario. Las palabras de antes brotaban de sus labios sin querer. Estaba distraída y las veía surgir, crecer y tomar forma y consistencia. Era cuando se olvidaba de lo que había vivido y volvía a ser la muchacha risueña y algo audaz que se atrevió a huir de casa con el hombre de los fuegos de artificio. Pero pronto le recordaron que volver atrás no es posible. Tenía suficiente con que su padre levantara las cejas, con la tos discretísima de su madre, con el gesto de posesión que Agnès hacía cuando Martí estaba cerca, marcando territorio, con las miradas de las criadas, la inclinación de cabeza del jardinero o los silencios de unos y otros.

Su castigo era justamente aquél: hacer como si nada hubiera pasado y negarse la vida. La obligaron a borrar su memoria y estuvo dispuesta a hacerlo. Era sencillo hacer como si los años en la pensión, los miedos y el poco amor que vivió no hubieran existido. Lo difícil era convertir el presente y el futuro en una misma línea horizontal y larguísima. Toda su vida iba a ser escrita por los demás; viviría en aquella casa, con su hija, sus padres, la hermana y el cuñado. No le sería permitido acercarse al pueblo, excepto a la iglesia los domingos o los días de fiesta señalada. No habría visitas, ni amistades, ni salidas. Su mundo era un mundo cerrado, seguro y debía estar agradecida por haberío recuperado. En aquel refugio los días transcurrirían siempre idénticos. Habría muchas mañanas de un azul intenso, otras llenas de bruma, y los cielos oscuros del invierno. Podría contemplar aquel sol abrasador, la lluvia que todo lo empapa y las ventadas. Todo pasaría de largo por su lado.

Murió y se transformó en un rostro sonriente en un viejo álbum. Con su ausencia, la casa recuperó los ritmos de antes. Su madre la recordaba a menudo pero no hablaba de ella. Su padre encargaba misas por el descanso de su alma en la iglesia del pueblo. Su hermana y Martí hacían como si nunca hubiera existido. Los tres niños, Guillem, Pau y Águeda, consiguieron con sus juegos que la pena no durara demasiado. Fueron la excusa perfecta para que volviera a imponerse la vida. Siendo aún una niña, Agueda vio un retrato. Había una muchacha esbelta con los ojos y el pelo cobrizos. Le dijeron que era su madre, y ella enseguida escondió la fotografía porque sin querer había dejado las marcas de sus dedos sobre el papel.

El rastro de diez medias lunas oscuras. Había merendado una rebanada de pan con aquella confitura de ciruela que guardaban en unos botes de vidrio alineados en la despensa. Le gustaba que formara una capa espesa, con dulces grumos chorreando por sus dedos. Se los lamía poco a poco, como si estuvieran hechos de caramelo, cuando no la veía nadie, porque ni a los abuelos ni a los tíos les gustaba que fuera tan golosa. Cuando vio la fotografía, se olvidó de que llevaba las manos tan embadurnadas. Le sucedía a menudo: podía más su curiosidad. A Agueda el mundo le parecía lleno de sorpresas inesperadas. Se asomaba a él con una impaciencia que su tía Agnès consideraba inoportuna. Alargó ambos brazos mientras abría aquellos ojos que se comían la vida. Era un atardecer de verano de infancia —un largo paréntesis de luz—. Estaban sentadas en la glorieta del jardín: la abuela, que llevaba gafas a causa de la vista cansada, la tía y ella. Merendaba sentada en un banco. A pequeños mordiscos, iba comiéndose un trozo de pan y escuchaba la conversación. Mientras las dos mujeres hablaban, una hilera de hormigas perseguía las migajas que iban cayendo al suelo. La abuela tenía un álbum abierto en el regazo y decía:

—Mirarlo me sirve de consuelo. Me imagino que no han pasado tantos años ni tantas cosas, que todavía tengo dos hijas.

—Estos álbumes están llenos de polvo y remover el pasado no sirve de nada, madre.

—Me he acostumbrado a no hablar de ello con nadie y es como si llevara la pena entera en el corazón. Los días van pasando, yo voy arrugándome y encogiendo, pero la tristeza es siempre la misma. A veces creo que si esto sigue así, pronto voy a quedarme sin cuerpo suficiente para contenerla toda y acabará derramándose por algún lado. Quizá por los ojos o vete a saber por dónde.

—Tampoco conviene decir nada ahora —la tía Agnès hizo un gesto señalando a la niña y al trozo de confitura, o a las hormigas que, de repente, se dio cuenta de que habían empezado a subirse por su tobillo.

—Tienes razón. Empieza a hacer fresco. Voy a entrar en casa.

—La acompaño.

Se fueron mientras Agueda seguía con la vista fija en su pierna. Las hormigas ya casi habían llegado a su rodilla cuando vio que, sobre la silla vacía, había un papel. Sin pensarlo demasiado lo cogió con ambas manos. Debía de habérsele caído a la abuela. Pero, de repente, comprobó que había dejado sus dedos marcados en los bordes. El corazón le latía deprisa porque estaba segura de que su tía iba a reñirla duramente. Intentó remediarlo frotando la fotografía en la falda, que justamente no era un modelo de pulcritud, pero había en ella un rastro de polvo y hojas y el resultado no fue el esperado: un polvillo terroso manchó el papel.

Era el retrato de una mujer joven que no había visto hasta entonces. Observó la forma de los ojos y de los labios, preguntándose quién podía ser. Con la fotografía en la mano, se olvidó de las hormigas y también de aquel sabor a ciruela que todavía tenía en los labios y que, muy poco antes, habría querido prolongar. Era un atardecer cualquiera de verano; una época que, si no hubiera sido por este descubrimiento, se habría perdido en su memoria, confundida con otras muchas horas pasadas en el jardín, prácticamente idénticas en cuanto a lentitud y desidia. Sólo años después aprendería a añorarlas. Cuando los días transcurrieran veloces, se acordaría de aquella quietud sombría y callada, de la sensación de disponer de una eternidad hecha atardecer, cuando la vida todavía no había empezado a correr vertiginosamente.

Un trozo de papel marcó la distancia. La fotografía fue el abismo que separó la materia compacta y sólida de los recuerdos infantiles, de aquel otro recuerdo único e irrepetible del día y la hora en que encontró la primera pieza del rompecabezas. El resto llegaría más tarde. Aprendería a espiar conversaciones, gestos y miradas. Se acostumbraría a vivir reconstruyendo la vida sin formular preguntas, con los ojos abiertos de par en par.

Todavía tenía el papel en la mano cuando llegó Miquel. Lo oyó justo detrás de ella, observándola, y no se asustó porque estaba acostumbrada a sus pasos silenciosos. Con un gesto, lo invitó a sentarse y él dobló su cuerpo. En cuclillas, se acomodó en aquel espacio de tierra y verde que le ofrecía. Agueda le dijo:

—He encontrado un retrato. Míralo.

El hombre lo observó en silencio y después habló: ^

—A esta hora empieza a refrescar. Pronto oscurecerá. Tendrías que volver a casa, Agueda.

—No te preocupes. Estoy acostumbrada al viento; me gusta —replicó sonriendo—. A ti no te gusta demasiado, lo sé.

—No es bueno para los árboles. Dobla sus troncos y rompe las ramas.

—No exageres. Ahora sólo sopla un viento suave.

—Un airecillo que llena el patio de papeles, justo cuando acabo de barrerlo —refunfuñó.

—¿La conoces?

—¿A quién?

—Estoy hablando de la mujer de la fotografía. Estaba en el álbum de la abuela; se le ha caído al suelo hace un rato, aquí mismo.

—Sí. La conocí.

—Me recuerda a alguien, pero no sé a quién exactamente.

—¿Te hace pensar en tu tía?

—¡Ni hablar! La mujer del retrato es mucho más guapa. Me gustan sus ojos.

—Tal vez porque te recuerdan a los tuyos —dijo pensativo, y enseguida siguió—: Era tu madre.

Guardó el retrato en el fondo de su bolsillo y regresó a casa. No le hizo más preguntas y Miquel, dolido por el arranque de sinceridad, la vio irse sin moverse de donde estaba, con el cuerpo todavía doblado y encogido. Al día siguiente, Agueda mostró la fotografía a la abuela. No fue necesaria ninguna explicación. En el fondo las dos deseaban hablar de ello pero no sabían cómo. Agueda tenía once años y había pasado la noche en blanco, llena de dudas. La abuela llevaba demasiado tiempo en silencio. Sentadas en el sofá de la sala, cerca de la ventana que daba al jardín, contemplaron el retrato. Las marcas de las diez medias lunas habían oscurecido los contornos con un rastro de hormigas.

Desde aquel día, los álbumes pasaron a formar parte de su patrimonio particular. La abuela le enseñó el camino al desván. Allí la esperaban, entre baúles enormes y trastos viejos. ¡Había tantas cosas! La luz entraba transformada a través de las ventanas de ojo de buey e iluminaba el polvillo del aire. En el suelo, cajas acumulándose con cierto desorden que nadie se preocupaba de enmendar. Asomaban papeles escritos con caligrafías distintas, letras apretujadas o volátiles, hojas verdes con los bordes roídos por los ratones. Había ropas cubiertas de polvo y zapatos de punta fina, muñecas de trapo sin ojos y llaves que hacía mucho tiempo que debían de haber perdido su cerradura. Por último, los álbumes: fotografías de su madre cuando era un bebé en brazos de una abuela rejuvenecida, o siendo todavía una niña, al lado de la tía Agnès. Veía una adolescente hecha de caña e hilo sonreír desde las páginas que iba pasando. Espiaba sus gestos inmovilizados: una sonrisa que aparecía creciente o menguante, como si copiara a la luna; sus manos quietas. Observaba los últimos retratos, donde aparecían los tres; las dos hermanas y un hombre con un pulcro vestido.

Pasaba muchas horas en el desván, en aquel rincón entre el tejado y la casa donde descubría historias. Iba allí cada noche mientras los primos jugaban a ser marineros entre las olas verdes del jardín. Un día el abuelo murió, y la abuela ya nunca fue la misma. Caminaba cojeando y, cuando subía la escalera, tenía que pararse porque se quedaba sin aliento. Los cristales de sus gafas eran cada vez más gruesos, hasta parecer culo de vaso, y tenía la voz entrecortada. Se aficionó a ir al desván con ella y se empeñaba en subir los peldaños, aunque a la tía Agnès no le hacía ninguna gracia. Utilizaba un bastón con el puño de marfil que levantaba al aire cuando hablaba de los días pasados.

Se sentaban en un balancín que tenía una pata coja, como la abuela. En su enorme asiento cabían las dos. Agueda, que era muy delgada, y aquella mujercita que no ocupaba demasiado espacio, cada vez más inconsistente, casi traslúcida, que le recordaba las hojas de los árboles cuando caen.

Con los álbumes abiertos sobre la falda, iban pasando las páginas. En el desván, sólo había la luz de una bombilla colgando de un hilo. La luz formaba un círculo amarillo y se refugiaban en él. Oscurecía mientras contemplaban las fotografías, y la tía Agnès tenía que enviar a Guillem a buscarlas porque era hora de cenar. Así pasaron tres años, quizá cuatro, desde que Miquel le contó quién era la mujer del retrato. Agueda aprendió a reconocer cada una de aquellas imágenes, se acostumbró al balancín del desván, al círculo de luz amarilla, a las palabras de la abuela. Hasta que no hubo más palabras. Se terminaron un día, pocos meses antes de morir. Los médicos hablaban de una embolia y los criados decían que nunca iba a recuperarse. Lo oyó escondida detrás de las cortinas y sintió frío.

Desde entonces, la abuela siempre estaba en cama o sentada en un sillón de su habitación, cubierta con un pañuelo de lana. No interrumpieron su costumbre porque Agueda consiguió bajar los álbumes del desván. Así fue hasta que la abuela acabó muriendo, aunque ella hacía mucho tiempo que lo esperaba. Esperaba que la abuela se fuera definitivamente y que no pudieran compartir ningún otro atardecer, cuando el tiempo sólo sirviera para recordarla. Comprendió que se puede añorar a alguien que todavía está entre nosotros. A ella le sucedió así. Mientras saboreaba los últimos días de aquella hoja que era la abuela, empezó a notar su ausencia. Eso era mucho antes de saber que también se había transformado en una fotografía.

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