Lola

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PRIMERA PARTE » VI

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VI

 

AGUEDA descubrió que el tío Martí había crecido. Lo veía recorrer los pasillos mientras la sombra de sus hombros se proyectaba sobre la pared. Se dibujaban el ángulo recto que formaban con el cuello y la forma de la cabeza. Con sólo esforzarse un poco, podía adivinarle las cejas destacándose sobre un perfil de sombras chinescas. Quizá alguien habría asegurado que las imaginaba, pero no era cierto porque había aprendido a reconocerlas de lejos. Cuando era niña le daban miedo. No la asustaban porque fueran distintas a las demás —dos líneas espesas y oscuras en la frente—, sino por su movilidad. Las cejas del tío hablaban.

Si ella entraba en casa con las manos sucias de tierra y las ponía en la tapicería de los sillones, las veía tensarse dibujando dos arcos que desorbitaban los ojos y hacían aflorar unas arrugas muy finas. Pensó que era como un juego de magia: los pliegues de la piel aparecían y desaparecían en cuestión de segundos. Visto y no visto, como en un encantamiento, el rostro transformado. Sentía una mezcla de fascinación y de espanto por aquellas metamorfosis, que solían ser frecuentes. Cuando la figura de porcelana inglesa que había en la mesita de la sala resbaló entre sus dedos, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos, las cejas del tío recorrieron cada una de las secuencias del episodio con un desconcierto de movimientos: subidas y bajadas, diferentes grados de tensión y curvatura, empequeñecimiento de los ojos, ocultos tras los párpados, o recuperación súbita de su poder de mirar.

Lo peor eran las comidas. De la mesa, no podía escaparse. No tenía la posibilidad de hacer caer los cubiertos y levantarse de la silla porque la abuela y la tía no soportaban las salidas de tono. Aquellas cejas, que la sabían acorralada, aprovechaban la circunstancia. Bastaba que ella soltara la lengua haciendo algún comentario sobre el mundo para que el entrecejo del tío se poblara de arrugas. No obstante, con el tiempo, aprendió a acostumbrarse. La curiosidad tomó el relevo del miedo. Le gustaba comprobar que los pliegues se convertían en surcos a los que les resultaba difícil resignarse a desaparecer. Quedaban grabados como una marca del tiempo, harto de soportar tantos años de movimientos de ceja. Primero, las líneas tan sólo eran sugeridas, después quedaban impresas en la frente. Cuando el tío sudaba, los senderos de la piel se le llenaban de agua y parecían riachuelos calentados por el sol.

Cuando murió la abuela, el tío creció. Agueda se dio cuenta de repente. Estaba segura de que sólo ella lo había descubierto, aunque fuera tan agradable de presenciar. No se lo comentó a la tía, que vivía en la inopia, ni tampoco a Pau o a Guillem, aunque estuvo a punto de hacerlo. La frenaba la sensación de que iban a tomarla por loca. Si al menos dispusiera de las palabras adecuadas... pero no estaba segura de saber encontrarlas. Tenía quince años y unos atardeceres enteros y miedosos. Ignoraba qué hacer con todas las horas que antes ocupaba mirando fotografías con la abuela. El tiempo se había alargado y cada hora duraba muchos minutos. No se entretenía en contarlos porque el número de minutos nunca era el mismo. El tiempo le servía para mirar: contemplaba los rincones conocidos de la casa, los objetos que fueron de la abuela y que le recordaban sus manos, el jardín y, sobre todo, el tío creciendo ante sus ojos.

Pensaba que le habrían dado alguna pócima. Debió de beber una mezcla de las hierbas olorosas y menudas que cubren un trozo de sotobosque. Todo para convertirlo en un gigante. Lo veía bajar la escalera y su cuerpo llenaba el agujero, sus pies sobresalían de los peldaños, la mano invadía la barandilla de madera haciéndola temblar. Se oían los pasos firmes del tío pisando el suelo, recorriendo las habitaciones, mientras abría y cerraba las puertas como si estuviera haciendo inventario, subiendo al desván y boyando a la bodega. La despertaban si se quedaba dormida en la glorieta, y se dormía oyéndolos.

Aquel hombre no se parecía en nada al soldadito de plomo de los retratos. Por suerte, ella cubrió su cabeza con una mancha de tinta. Cuando estaba presente por todas partes, la consolaba saber que al menos las fotografías se habían librado de su presencia. No hubo cambios aparentes en la casa. Todo seguía ordenado y los mismos ritmos se imponían en cada cosa. Perduraba la sensación de pesadez de los muebles y de ligereza del aire. Según la percepción de Agueda, tan sólo el tiempo se retardaba. El resto mantenía el aspecto de siempre. Esto era lo más duro: ver cómo las habitaciones y los objetos permanecían intactos, y sentir la ausencia definitiva de la abuela. Este estado de cosas le producía una sensación de sorpresa que no supo explicarse. Hasta entonces la muerte era una fotografía. Había sido tan fácil decirle que alguien ya no estaba, mostrarle un retrato, responder a sus preguntas con las imágenes fijadas en un papel donde todavía existía un rastro de luz. Fue sencillo sustituir el vacío de su madre por un trozo de cartulina. La abuela, en cambio, hacía muy poco tiempo que estaba allí, con la manta sobre sus rodillas y sin palabras.

Recordaba su cuerpo diminuto, sus dedos como pájaros, su mirada extraviada; y también ella se sentía perdida.

Estaban los primos. Habían nacido uno tras otro, como si se empujaran para ocupar un lugar en el mundo. Un año justo separaba sus nacimientos: primero llegó Pau, después Guillem. De pequeños parecían gemelos. Ambos tenían los ojos verdes, como de gato. Como Guillem estaba algo más delgado, parecía más alto. Se subían a los árboles y a los bancales; tenían la piel de los brazos y las piernas algo oscurecida por el sol, pero blanca en los codos y rodillas porque las zarzas se los arañaban a menudo. Formaban una pareja que se llevaba bien, un equipo del que, durante años, Agueda vivió medio excluida. No les acompañaba en sus incursiones por el carrascal, cuando iban tan lejos que, si oscurecía, no sabían regresar a casa. Tampoco jugaba con ellos en los atardeceres de verano, cuando organizaban guerras de piedras y palos y se arrastraban por el suelo.

Se construyeron un refugio con trozos de madera, cordel y cañas. Tuvieron que atar muchos cabos y recoger algunas ramas, decididos a apuntalar aquel conato de paredes acabadas de levantar, pero la primera ráfaga de viento las derribó. Agueda los observaba algo alejada y, si se lo permitían, entraba un rato y hacía gestos de admiración. A veces decían que eran marineros. Convertían los restos de la cabaña en un barco y zarpaban. Esto era en los días fríos de invierno, cuando el campo estaba enverado de cebada o avena, como si hubieran nacido las olas del mar. Agueda navegaba a su lado mientras Guillem hacía girar el timón y Pau vigilaba la presencia de corsarios.

Cuando se peleaban, el jardín se llenaba de gritos y broncas. Abrazados, los hermanos rodaban por el patio y entonces Miquel tenía que separarlos. Temía aquellos enfrentamientos porque ambos acababan lastimados, con un ojo a la funerala o una herida en los labios. Se decían de todo por una canica de vidrio o un soldadito. Reclamaban su posesión como si se tratara de un tesoro valiosísimo y se perseguían por las terrazas o los pasillos hasta que, después de la disputa, distraídos por cualquier otro juego, lo olvidaban y todo volvía a la normalidad. De vez en cuando, cogían una de las muñecas de trapo de Agueda, le cortaban la cabellera y la vestían de guerrero. Al darse cuenta, ella lloraba mucho para que la tía pudiera oírla y los riñera. Si intentaban correr, como ninguno de los dos se resignaba a perder, Águeda tenía que echar a correr también: se colocaban formando una línea horizontal, con una mano tocando la pared de la casa y la avenida de cipreses abierta ante ellos. Contaban hasta tres y echaban a correr hasta quedarse sin aliento. Ella no lamentaba quedar siempre la última, y se imaginaba que sus brazos eran como remos.

Crecieron juntos en aquella casa. Cuando cumplieron diez años, los dos hermanos dejaron la escuela del pueblo y empezaron a estudiar en un internado de Palma. Agueda los veía menos, y las habitaciones parecían vacías. Suspiraba por las vacaciones y deseaba verlos regresar, más altos y serios, también más distintos. Con los años, las diferencias entre ambos fueron acentuándose. El parecido físico, notable en la infancia, desapareció con la adolescencia. No habría sabido explicarlo. Quizá fueron los gestos, más tímidos, casi siempre indecisos y vacilantes de Pau, osados y nerviosos los de Guillem; o la mirada esquiva de uno y los ojos como de acero del otro. Los cabellos de Guillem iban oscureciéndose mientras que los de Pau se bebían el sol. Incluso la forma de andar los hacía diferentes: el mayor avanzaba con calma, el pequeño siempre parecía dispuesto a andar deprisa, como si hubiera olvidado algo en otro lugar y temiera no llegar a tiempo.

La distancia subrayaba aún más las diferencias. Durante el tiempo que compartieron, Agueda no advirtió un solo indicio que insinuara todas las transformaciones que estaban por llegar. Recordaba cuántas veces había oído los comentarios de la tía explicando a quien quería escucharla que sus hijos parecían amasados en un mismo homo, que los vestía igual porque le gustaba acentuar el parecido, que si desde la ventana los veía perseguirse por el jardín, no era capaz de distinguirlos. Cuando estuvieron lejos, empezaron a diferenciarse. Cada vez un poco más hasta que nadie habría podido imaginar que fueran hermanos. El inicio de la metamorfosis fue tan repentino que nunca dejó de sorprenderla. Se dio cuenta desde el principio, cuando llegaron las primeras vacaciones del colegio y los vio entrar por la puerta grande y no podía creer que realmente hubieran vuelto. Pero sólo adquirió plena conciencia del cambio el día de la muerte de la abuela.

Guillem y Pau eran dos adolescentes que interrumpieron el curso porque tenían que volver a casa. El director los había llamado a su despacho para decirles que preparasen una muda de ropa, que recogieran los libros y que estuvieran listos cuando el coche fuera a buscarlos. Era la hora de recreo y estaban jugando en el patio con algunos compañeros. La mañana era fría y clara. Acababan de recibir un telegrama y les anunciaron su contenido. Tan sólo un par de frases reclamándolos porque la abuela ya no estaba. Ambos se quedaron callados y bajaron la vista al oír la noticia. A Pau le pareció que la pena le provocaba un nudo en el cuello y que nunca más podría decir nada; Guillem pensó que no podía ser cierto. Durante el regreso a casa, no hablaron demasiado. Tan sólo contemplaron el camino a través del cristal de la ventana. Eran las calmas de enero y el campo parecía un mar verdísimo de cebada y avena.

Agueda estaba sentada en la sala grande. También se hallaban allí el tío Martí, que había empezado su transformación y ya no sabía dónde poner las piernas, largas como una mala noche, y la tía Agnès, sollozando ajena a su entorno. Llevaban luto y habían ordenado a las criadas que dieran lustre a la plata y prepararan un juego de café. Cuando entraron los primos, fue como si los viera por primera vez. Quizá fue a causa de aquella actitud seria, que ella desconocía, o de la sensación de que se habían estirado y eran como mínimo medio palmo más altos que la última vez; todo ello unido a un sentimiento de placidez en el estómago o el corazón porque habían vuelto. Después, todo sucedió rápidamente. Los días siguientes transcurrieron en una confusión de palabras que pretendían acompañarlos en el dolor, de visitas, de aturdimiento. Agueda vigilando de reojo la metamorfosis del tío Martí y sin atreverse a hablar de ello; los hermanos convertidos en dos personalidades finalmente delimitadas. Antes, Agueda los unía en el recuerdo, pensaba en ellos como si se tratara de una sola persona, aplicándoles un plural que, en realidad, no les correspondía. Durante años, los tres vivieron como si fueran dos: ellos, que eran uno, y ella. Pero bastó una ojeada para que aprendiera a diferenciarlos definitivamente.

Un anochecer, Guillem y Agueda se encontraron en la glorieta del jardín. No se estaban buscando ni tenían ganas de hablar salvo de los temas de siempre —las dificultades de las clases, el interés por los conocidos comunes y los últimos cotilleos que pregonaba el pueblo—. Temas sin importancia que se debatían durante las comidas familiares, entre espacios de silencio. Estaba oscureciendo: ella, sentada en el suelo, notaba la humedad a través de la ropa. Tenía las piernas y las rodillas medio dormidas y era como si subiera por ellas un ejército de hormigas. Igual que aquella vez, cuando descubrió la fotografía que la abuela había olvidado sobre la silla de enfrente y que era como un fantasma. Guillem huía de la gente que llenaba la sala. Estaba harto de cumplidos y conversaciones. Desde que habían regresado, la vida no era más que una sucesión de visitas inoportunas. Los conocidos alabando a la abuela con palabras que sabían a mentira. Sentía que hablasen de ella. Era como si desvirtuaran su recuerdo con tantas frases inconsistentes hechas de inercias y tópicos. Tenía que hacer un esfuerzo para no contradecirlos sólo por el gusto de hacerlo; desbaratar de un golpe aquella figura falsa y coloreada que intentaban forjar. La abuela como una postal o un engaño. Habría querido hacerlos desaparecer y preservar su memoria. Decirles que sólo la quería como la recordaba: fuerte cuando él era un niño, protectora cuando creció, y con sus manos temblorosas. Una mujer frágil con huesos de cristal y un corazón generoso.

En la glorieta no intercambiaron muchas palabras. Ambos habían oído demasiadas frases que pretendían servir de consuelo y que sólo eran lugares comunes. Querían escapar de los demás y, al verse, respiraron aliviados. La claridad se volvía opaca en una hora casi gris. No podían captar sus expresiones. Sólo intuían la línea de sus perfiles, la sombra del pelo y de la ropa. Ella le preguntó:

—¿Cuándo regresáis a Palma?

—Mañana por la mañana. Ya hemos perdido demasiadas clases.

Veían la línea difuminada del respaldo y los brazos de las sillas, las maderas del banco, el horizonte... Algo más allá, se recortaba la fachada de la casa, y más lejos, el pueblo. No era más que un juego de líneas que se combinaban horizontal y verticalmente, imprecisas. Se abrazaron con fuerza y, para cada uno, el cuerpo del otro era lo único real en medio de la niebla. Fue un abrazo de miedo, porque sólo querían buscar un refugio donde fundir su rabia. La impotencia de haber descubierto, sin avisar, que una fotografía no era suficiente para explicar ciertas cosas. Agueda pensó que la muerte era como un atardecer gris con el mundo que se desdibujaba a su lado; Guillem habría querido retroceder en el tiempo, pero comprendía que no era posible. Se besaron con la lengua y con los dientes. Sus labios sabían a fruta áspera, y las manos se movían inhábiles. Eran dos adolescentes en un espacio desconocido en el jardín de casa.

De pie, uno frente al otro, como dos perfiles que se miran al espejo. Los pechos en el pecho, las manos en las manos. Ella tenía la falda arrugada y el pelo suelto. Hacia algo de viento pero no sintieron miedo. Guillem le mordió el labio provocándole una gota de sangre que ella se bebió. El cielo ya no era gris, sino rojo encendido, de sangre o de crepúsculo. Ella habría querido decirle que no se fuera porque sólo se sentiría segura si él estaba allí, pero no tuvo tiempo de hablarle. Si se lo hubiera pedido la vida habría sido distinta. Lo imaginó más tarde: un par de frases y el futuro transformado.

Oyeron la voz de Pau que los estaba llamando. Iba caminando desde la casa por la avenida de los cipreses y estaba llegando a la glorieta. Era una voz aguda, algo estridente, que los reclamaba con cierta impaciencia. Corría como si fuera llevada por el viento. Avanzaba por las curvas de la escalera que comunicaba con el jardín, pasaba junto a los troncos de los árboles y subía hasta la altiplanicie donde estaban ellos. Por eso no pronunciaron palabra alguna. Se separaron sin verse porque era casi oscuro y dirigieron sus ojos hacia la casa. Había anochecido, y todo aquello que poco antes distinguían se había convertido en un profundo pozo de oscuridad. Salieron a su encuentro sin prisas, caminando uno cerca del otro con el gesto cansado, como si vinieran de muy lejos.

Aquella noche una sombra fue a visitarla. Sucedió de esta manera: cuando acabaron de cenar, los tíos la mandaron a la cama. Decían que tenía mala cara y que necesitaba descansar. Ella no se extrañó porque notaba que su corazón todavía latía deprisa y se imaginó que sus ojos lo revelaban. No tuvo la oportunidad de volver a reunirse con Guillem y se metió en la cama deseando dormirse enseguida.

La cena no había sido muy distinta a las demás comidas que compartieron durante aquellos días. Muchos paréntesis silenciosos y una sensación de vacío en la casa y en la vida. No prestó demasiada atención a la conversación de los demás ni escuchó las anécdotas que la tía Agnès contaba acerca de las últimas visitas. Parecía satisfecha mientras se entretenía describiendo detalles que no le interesaban y que recreaba con todos los matices posibles, armonizando colores y formas. Le gustaba opinar sobre los demás, emitir consideraciones sobre el gusto en el vestir o el acierto en la elección de marido. Para ella no había gran diferencia entre una decisión y otra. Sostenía que estaban relacionadas: era lo mismo saber escoger una textura que hacer una buena boda. En ambos casos era recomendable combinar la conveniencia con la necesidad. Del justo equilibrio entre estos extremos dependía el éxito de un baile o de un matrimonio.

Si elegimos un vestido de fiesta, decía, querremos que no sea demasiado llamativo, que no entre por los ojos porque así podremos utilizarlo más de una vez. La tela negra, por ejemplo, puede transformarse si le cambiamos el cuello, le añadimos un cinturón de terciopelo o le acortamos las mangas. Nadie pensará que se trata del mismo vestido que estrenamos hace dos temporadas si nos esforzamos para que sea discreto y de calidad. De la misma forma conviene que un marido dure. Debe tener las condiciones necesarias para que nada trastoque nuestra vida. Tiene que ser lo bastante despierto para que la mujer viva cómoda, aunque sea haciendo la vista gorda si es preciso. Tiene que ser hábil para que ella pueda vivir descansada, sin otras preocupaciones que las de la vida doméstica. Aunque había oído comentarlo muchas veces, Agueda siempre pensaba lo mismo. La tía hacía una buena comparación. Estaba convencida de que los hombres de que hablaba eran como un guardarropa: olían ha cerrado.

Estuvo despierta un buen rato. Con los ojos cerrados y el cuerpo relajado mientras su pensamiento iba recorriendo caminos. Se acordaba de Guillem y se preguntaba cuándo volvería a verlo. Hasta que debió de quedarse dormida. No fue presa de aquel sueño profundo que todo lo borra, sino de un sueño ligero y volátil. Dormir y a la vez sentir que nuestra cabeza está volando. Habría querido detenerla y descansar en paz, ahuyentar aquella sucesión de imágenes persiguiéndose, pero no era posible. Tenía un sueño de pájaro y hormiga, lleno de unos pasos diminutos y de presencias. Luego comprendió que alguien había abierto la puerta de su habitación.

No sintió miedo inmediatamente. Fue cuestión de minutos. Había una sombra en la cabecera de su cama observándola. Se preguntó si se habría fijado en que, aunque tuviera los ojos cerrados, no estaba durmiendo. Podía distinguirlo a través de los párpados. Imaginó que era Guillem porque rápidamente creemos aquello que deseamos. Lo vio de pie a su lado y ya no tuvo tiempo de mucho más. El hombre puso una mano enorme sobre su boca y ella abrió los ojos de par en par. Las ventanas y la puerta de la habitación estaban cerradas y nadie oyó que la cama chirriara.

Un cuerpo sobre el suyo. Sintió su presencia y su peso, como si quisiera romperla. Tenía mil manos. Con una le cubría media cara, las demás se habían instalado en ella y recorrían cada uno de los rincones de su cuerpo y su pensamiento. Hizo un esfuerzo para moverse: si hubiera podido batir un solo músculo, mover un brazo o una pierna, quizá el impulso habría sido suficiente para incorporarse y echarlo fuera. Inmovilizada y cubierta de sudor, con la espalda empapada sobre la sábana, intentó reunir todas las fuerzas para defenderse. Fue un movimiento de animal acorralado, de pájaro encerrado en una jaula, de pez que resbala sobre la arena; un gesto crispado y débil. No consiguió moverse ni un solo centímetro sino que, al darse cuenta, él multiplicó la presión. Todavía hubo más manos sujetándole los tobillos, el vientre, los hombros; dedos que crecían por doquier.

Ya no llevaba el camisón. Sin ropa y sin aliento, hasta que él empezó a moverse. Tuvo una sensación de empujón, como si la agujerearan entera, un dolor largo y lento. Luego la sangre quemando sus piernas. Se acordó de aquella gota de sangre que apareció en su boca cuando Guillem la besó. Era difícil entender cómo dos sangres pueden ser tan distintas: una le había dejado un gusto dulce en los labios, la otra era amarga. El hombre retiró la mano que la enmudecía y ello no le extrañó. Los dos sabían que no le quedaba ni un hilo de voz y que, por lo tanto, no había peligro de que pudiera delatarlo. Aguantaría hasta el final, resistiría su lengua en los pechos, en el inicio del cuello, aquellas manos descomponiéndola en minúsculos pedazos, troceándole la vida y el sexo.

Era noche cerrada. En la casa no se oía ningún ruido. Todo el mundo se había ido a la cama temprano porque al día siguiente había que madrugar. Un coche partiría hacia Palma llevándose a Pau y Guillem, sus tíos recibirían las últimas condolencias, y la normalidad volvería a la casa. Mientras, el invierno cubría los vidrios con una capa de escarcha. Había restos de fuego en las chimeneas, donde quedaban cuatro brasas de fuego enterrado. Hacía rato que Miquel había apagado la luz y estaba durmiendo un sueño intermitente que tenía que durar hasta la madrugada.

Águeda se había vuelto pequeña como una hormiga. El hombre era un gigante. Bajo su peso empezó a fundirse. Estaba completamente segura de que llegaría a desaparecer. Con el cuerpo herido, desgarrada, lo único que podía hacer era esperar el silencio. Cuando terminara de jadear sobre su vientre, podría dormir y olvidarlo todo, o morir. Comprendía que aquello no eran mil manos sino una sola mano enorme cubriéndola entera. Tenía los pies descomunales, un torso largo y un rostro que eran dos cejas.

Hacía poco que había cumplido quince años. Al día siguiente no se atrevió a contar a nadie lo que había sucedido. Tampoco lo hizo durante los doce meses siguientes aunque, cuando él salía de su habitación, ella lo amenazaba con decirlo. Pero podía más el miedo. Adelgazó y perdí© el color, se volvió esquiva y poco locuaz. Incluso su tía, que vivía distraída, se dio cuenta de todos aquellos cambios. Aunque nunca le había demostrado mucho afecto porque le recordaba demasiado a su hermana, aquella transformación la preocupaba:

—Tienes los mismos ojos tristes de tu madre, Agueda. ¿Qué te ocurre?

—Nada, tía.

—Cada día eres más parecida a Margarida —suspiraba—. Eso no puede traemos nada bueno.

La cama chirriaba y ella se volvía de cristal. Primero fue el cuerpo, frágil; después, los pensamientos, llenos de grietas. Durante doce meses, sólo vio a los primos una vez. Fue poco antes de irse de Mallorca. Guillem y Pau no fueron a la casa el verano después de la muerte de la abuela porque los enviaron a pasar las vacaciones al extranjero. Tampoco fueron por Navidad, sino que aceptaron la invitación de un compañero de estudios y visitaron París. El tío Martí mantenía que debían conocer mundo. Para Agueda, que había esperado que volvieran para recuperar la vida, fue un golpe definitivo. De día siempre estaba triste; de noche tenía U mirada vidriosa, los brazos traslúcidos. Nunca lo abrazó. Sr acostumbró a meter el cuerpo de un gigante en el suyo, a esperar inmóvil a que se vaciara en su interior, a desear verlo caerse muerto cuando atravesaba la puerta de la habitación y se iba sin darse la vuelta, mientras se abrochaba la bata gris y se pasaba una mano por la frente. Siempre ha— dii el mismo gesto y aprendió a adivinarlo: los dedos adentrándose en su pelo, ordenándolo con un movimiento que le permitía recuperar la compostura.

Se acordaba de la abuela y una pena profunda inundaba aquel cuerpo de cristal que era el suyo. Como si la pena fuera un líquido a punto de derramarse, de esparcirse por el suelo llenando cada rincón de la casa y del jardín hasta la glorieta.

Se preguntaba por qué Guillem no había querido volver. En un cajón del secreter guardaba los álbumes. Un día los escondió allí y de vez en cuando los contemplaba. Había llegado a aprenderse de memoria cada una de las fotografías y ya no necesitaba mirarlas. Durante mucho tiempo fueron una excusa, el vínculo que la unía a la abuela, un puente que hacía innecesarias las palabras, redundantes los gestos.

Decidió que ya era suficiente. Le dijo a su tía que quería irse. Dejaría la casa y estudiaría lejos del pueblo. Había cumplido dieciséis años y era hora de partir. No fue difícil convencerla. Hubo conversaciones, dudas, alguna discusión. En el fondo, pura comedia, porque Agnès se sintió aliviada al librarse de su presencia. Le resultaba molesta aquella adolescente que parecía un ratón asustado y que le recordaba a Margarida. El único que intentó retrasar su huida fue el tío Martí, pero no lo consiguió. Su mujer había tomado una decisión y no estaba dispuesta a echarse atrás. La marcha se preparó con cierta precipitación, producto de la prisa de la tía por recuperar la paz en sus dominios y del deseo de irse de la sobrina. Se fue con la sensación de dejar atrás una pesadilla.

Transcurrió el tiempo y Agueda no volvió. Estudió en Palma y luego se fue a vivir al extranjero. De vez en cuando, la tía y los primos recibían una carta o una postal. Nunca contaba demasiadas cosas ni anunciaba su regreso. Tampoco lo hizo cuando le comunicaron que el tío había muerto. Los parientes tuvieron que inventar una excusa que justificara su ausencia, que acallara los comentarios y las preguntas. En el pueblo hablaron de ello durante algunos meses y después lo olvidaron porque la memoria de la gente es distraída. Pasaron veinte años de vertiginosa vida.

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