Locke

Locke


Mente y materia

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MENTE Y MATERIA

Pensar que la sustancia es algo además de la extensión, la figura, la solidez, el movimiento o el pensamiento es, para Locke, pensar que ignoramos tanto la esencia d naturaleza de lo sólido o extenso como la naturaleza de lo que piensa. En el capítulo acerca de nuestras ideas de sustancias, establece la cuestión de tal manera que parece presuponer que éstos son, en efecto, dos tipos de sustancias:

5. Lo mismo ocurre con lo que se refiere a las operaciones de la mente, es decir, el pensamiento, el razonamiento, el temor, etc.: puesto que concluimos que no subsisten por sí mismas y puesto que no aprehendemos de qué manera pueden pertenecer al cuerpo o de qué manera pueda el cuerpo producirlas, tendemos a pensar que son las acciones de alguna otra 1 sustancia que denominamos espíritu; por lo que resulta evidente que ya que no tenemos acerca de la materia ninguna idea o noción como no sea la de algo en lo que subsisten las muchas cualidades sensibles que afectan a nuestros sentidos, al suponer una sustancia en la que subsisten el pensar, el conocer, el dudar, y cierto poder de 1 movimiento, etc, tenemos una noción tan clara de la sustancia del espíritu como la que tenemos del cuerpo; ya que suponemos que la una es (sin saber lo que es) el substratum de aquellas ideas simples que tomamos del exterior; y que la otra pensamos que es (con igual ignorancia de lo que es) el substratum de aquellas operaciones que experimentamos en nuestro interior. Resulta, pues, evidente que la idea de una sustancia corpórea en la materia está tan lejos de nuestras concepciones y aprehensiones como lo está la idea de una sustancia espiritual o espíritu: y, por tanto, a partir de una idea que no tenemos de la sustancia del espíritu, no podemos concluir mejor su no existencia de lo que podríamos, por la misma razón, negar la existencia del cuerpo: porque tan racional es afirmar que no hay cuerpo, puesto que no tenemos ninguna idea clara y distinta de la sustancia de la materia, como decir que no hay espíritu, ya que no tenemos ninguna idea clara ni distinta de la sustancia del espíritu. (Il. XXIII,5, pág. 436-437).

Esta sección introduce en contra del materialismo dogmático un argumento que circula a lo largo de todo el capítulo XXIII (conformando, por ejemplo, la sección 23 citada anteriormente). No obstante, el argumento de que tenemos una concepción tan clara del espíritu como la que tenemos del cuerpo, fundado en que no tenemos una concepción clara de ninguno, resulta una base poco satisfactoria hasta para un conjetural dualismo mente-cuerpo. El único fundamento positivo para el dualismo es la sugerencia de que el pensamiento aparece ante nosotros como una propiedad peculiarmente incapaz de ser explicada mecánicamente: pero, desde el punto de vista de Locke, esta apariencia sólo puede deberse a nuestra ignorancia de la esencia unitaria que subyace tanto al pensamiento como a las propiedades mecánicas. En realidad, en otro pasaje (que proporciona un bello ejemplo de su retórica antidogmática) explícita justamente este punto:

6…. Tenemos las ideas de materia y de pensamiento, pero posiblemente nunca seamos capaces de saber si cualquier ente puramente material piensa o no, ya que resulta imposible, por la contemplación de nuestras propias ideas y sin ayuda de la revelación, descubrir si la omnipotencia no ha dotado a algún sistema de materia debidamente dispuesto, de la potencia de percibir y pensar, o si no ha unido y fijado a una materia así dispuesta una sustancia inmaterial con capacidad de pensar. Pues con respecto a nuestras nociones, no está mucho más alejado de nuestra comprensión el concebir que Dios, si quiere, puede sobreañadir a la materia una facultad de pensamiento, que el que se pueda añadir a otra sustancia la facultad de pensar, ya que nosotros no sabemos ni en qué consiste el pensar ni a qué clase de sustancias el Todopoderoso ha tenido a bien darles ese poder, que no se puede hallar en ningún ser creado si no es únicamente por el favor y la bondad del Creador.

Pues no veo contradicción en que el primer y eterno ser pensante, espíritu omnipotente, pudiera dotar, si así lo quisiera, a ciertos sistemas de materia insensible, reunidos de la manera que estimara conveniente, de algún grado de percepción, sensación y pensamiento… ¿Qué certidumbre de conocimiento se puede tener de que algunas percepciones, tales como el placer y el dolor, no puedan encontrarse en algunos cuerpos en sí mismos, después de haber sido movidos y modificados de cierta manera, lo mismo que se encuentran en una sustancia inmaterial por el movimiento de las partes del cuerpo? El cuerpo, hasta donde podemos concebirlo, no es capaz sino de golpear y de afectar a un cuerpo, y el movimiento, según lo que podemos alcanzar de nuestras ideas, no es capaz de producir otra cosa sino movimiento: así cuando admitimos que el cuerpo produce placer o dolor, o la idea de un color o de un sonido, nos vemos obligados a abandonar nuestra razón, a ir más allá de nuestras propias ideas, y a atribuirlo todo al buen deseo de nuestro Creador. Porque desde el momento en que es preciso que admitamos que Él ha anexado ciertos efectos al movimiento que no podríamos imaginar que produjera el movimiento, ¿qué razón podemos tener para concluir que no ha ordenado que se produzcan esos efectos en un sujeto que no podemos concebir como capaz de ellos, como en un sujeto acerca del cual no podemos concebir cómo opera en él el movimiento de la materia? Cuando digo esto, no lo hago para disminuir la creencia en la inmortalidad del alma: aquí no estoy hablando de probabilidad sino de conocimiento; y pienso que no sólo es adecuado para la modestia de la filosofía no pronunciarse magistralmente, cuando se carece de esa evidencia que produce el conocimiento, sino también que resulta útil para nosotros el discernir hasta dónde alcanza nuestro conocimiento… Quien considere lo difícil que resulta conciliar en nuestros pensamientos la sensación con la materia extensa, o la existencia con cualquier cosa que no tenga ninguna extensión, tendrá que confesar que está muy lejos de saber con exactitud lo que es el alma. Esta cuestión me parece que está bastante lejos del alcance de nuestro conocimiento, y quien se permita a sí mismo dejarse llevar libremente a la consideración y a la contemplación de las oscuras e intrincadas partes de cada hipótesis, difícilmente encontrará que su razón sea capaz de determinarlo de una manera fija, bien en favor, bien en contra de la materialidad del alma. Ya que, de cualquier forma que la considere, bien como una sustancia sin extensión, bien como una materia extensa pensante, la dificultad para concebir cualquiera de estos dos supuestos lo llevará, mientras tenga en la mente sólo uno de estos pensamientos, hacia el supuesto contrario. Éste es un camino erróneo que siguen algunos hombres quienes, debido a lo inconcebible que encuentran una de estas hipótesis, caen violentamente en la contraria, aunque ésta resulte tan ininteligible como la anterior para un entendimiento desprovisto de prejuicios. Esto no sólo resulta útil para mostrar la debilidad y pocos alcances de nuestro conocimiento, sino también para señalar el insignificante triunfo de esa clase de argumentos que, extraídos de nuestros propios puntos de vista, pueden convencernos de que no podemos encontrar ninguna certidumbre en ninguna de las dos hipótesis; pero por eso mismo en nada ayudan a la búsqueda de la verdad al conducirnos a la opinión opuesta, que, después de un análisis, se encontrará repleta de las mismas dificultades. Porque, ¿qué seguridad, qué ventaja puede obtener alguien al evitar los aparentes absurdos y los obstáculos para él insuperables que encuentra en una opinión, cuando se refugia en la opinión contraria, fundada en algo tan completamente inexplicable y tan lejos de su comprensión como la anterior? Está fuera de toda duda que en nosotros hay algo que piensa; nuestras mismas dudas sobre lo que eso es confirman nuestra certeza de su existencia; sin embargo, debemos conformarnos con la ignorancia de la clase de ser que es. Pues el ser escéptico en esto sería tan poco razonable como lo es, en la mayor parte de otros casos, estar seguros de que algo no existe tan sólo porque no podemos comprender su naturaleza. Pues me gustaría saber qué sustancia existente hay que no tenga algo manifiestamente incomprensible para nuestro entendimiento. (IV, III, 6, pág. 807-810).

No resulta sorprendente que Locke fuera ya acusado de inconsistente por su contemporáneo Stillingfleet, quien encontró una postura dualista incluida en el primer pasaje (II, XXIII, 5) y, en cambio, un espacio para el materialismo en el segundo (IV, III, 6). Locke respondió que en el primer pasaje ‘espíritu’ significa simplemente ‘sustancia pensante’, ‘sin considerar qué otras modificaciones tiene, por ejemplo si tiene solidez o no’. En este sentido, si bien no hay duda de que los espíritus existen, no podemos conocer si no son materiales, a pesar de lo improbable que puede ser que lo sean. Esta defensa resulta débil, así sea sólo porque la cuestión con un materialista dogmático como Hobbes es la de saber si la noción de un espíritu inmaterial tiene sentido. Hobbes por supuesto no negó que existen cosas pensantes materiales. El argumento de Locke contra el materialista dogmático es que las operaciones ordinarias de la materia (y así la naturaleza) son tan misteriosas para nosotros como el pensamiento, punto que algunos materialistas (aunque no Hobbes, para quien nada era misterioso) estarían dispuestos a acoger. Lo que Locke necesitaba, y presumiblemente tenía en mente hacer, era simplemente el anverso del segundo pasaje contra el dualismo dogmático: pensar que las cosas son tan misteriosas para nosotros si las tomamos como materiales como si las suponemos como mentes inmateriales operando en combinación con cuerpos materiales.

Bien puede ser que, a pesar de todos los vanos intentos por despejar esta oscuridad, ésta sea la posición que persiste todavía ahora, ya que ni la física ni los discursos acerca de las almas han tenido éxito en explicar la conciencia. La ‘inteligencia artificial’ que, para algunos constituye un enorme avance en este sentido, sólo lo es si estamos preparados para aceptar que algunos computadores son conscientes y que su psicología no difiere de manera importante de la de los cerebros y sistemas nerviosos. Sin embargo, por admirables y relevantes que resulten las advertencias de Locke contra las formas dogmáticas de pensamiento, el dualismo de las sustancias es mucho más problemático que el fisicalismo. El mismo Locke indica los problemas tanto en éste como en otros pasajes. Si los espíritus inmateriales existen en el espacio, surge el interrogante no sólo acerca de su forma de interacción con las cosas materiales, sino acerca de qué tipo de existencia es la de algo que no ocupa un espacio como los cuerpos. Realmente, ¿qué es existir en el espacio para algo que no es parte de la naturaleza física ni obedece a las leyes físicas? ¿Qué constituye la existencia de una cosa tal en un lugar o en otro, si está tan desconectada del resto de la realidad? La concepción alternativa, la cartesiana, de que los espíritus tienen una existencia extra-espacial (visión que Locke definitivamente rechaza), nos deja con el problema inabordable de dar sentido de individualidad a los espíritus, como sustancias distintas una de otra, buscando un ‘principio de individuación’ distinto al que familiarmente usamos, que establece que las distintas entidades sustanciales ocupan diferentes espacios y tiempos. Hay, entonces, buenas razones para la suposición corriente de que el pensamiento es un proceso físico, especialmente a partir del progreso en la diagramación del funcionamiento del cerebro. A pesar de ello, el problema general de integrar la experiencia subjetiva con la física podría, aún hoy, incitar al devoto a asignar tal relación al 'buen deseo de nuestro Creador’, lo cual, para Locke significa simplemente confesar la ignorancia de la naturaleza creada.

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