Lo mejor de Fredric Brown

Lo mejor de Fredric Brown


Ven y enloquece

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Ven y enloquece

1

LO SUPO DE ALGUNA MANERA, cuando se despertó por la mañana. Ahora, situado junto a la ventana de la redacción, desde donde contemplaba el dibujo de luz y sombras proyectado por el oblicuo sol de la tarde sobre los edificios, estaba casi seguro. Sabía que muy pronto, quizá aquel mismo día, ocurriría algo importante. No sabía si sería algo bueno o malo pero lo intuía sombríamente. Y con razón; pocas cosas buenas pueden suceder inesperadamente a un hombre, es decir, cosas de verdadera importancia. El desastre puede atacar desde innumerables direcciones en formas extraordinariamente diversas.

Una voz dijo: «Hola, señor Vine», y él se apartó de la ventana, lentamente. Eso ya era extraño, pues no tenía la costumbre de moverse lentamente; era un hombre pequeño y vivaz, casi felino en la rapidez de sus reacciones y movimientos.

Pero en esta ocasión algo le hizo apartarse lentamente de la ventana, como si presintiera que jamás volvería a ver aquel claroscuro de una tarde al sol.

—Hola, Red — contestó.

El pecoso botones anunció:

—Su Señoría quiere verle.

—¿Ahora?

—A su conveniencia. Cualquier día de la semana que viene, quizá. Si está ocupado, dele un plantón.

Él apoyó un puño en la barbilla de Red y le empujó, mientras el botones retrocedía con fingido arrepentimiento.

Se dirigió al depósito de agua. Apretó el botón y el agua llenó el vaso de papel.

Harry Wheeler fue a su encuentro y dijo:

—Hola, Napi. ¿Qué hay? ¿Te han llamado a capítulo?

—Sí, para un aumento — repuso.

Bebió y estrujó el vaso, que tiró a la papelera. Se dirigió a la puerta que ostentaba el letrero de «Privado» y la abrió.

Walter J. Candler, el director, alzó la vista de los papeles que llenaban su escritorio y dijo afablemente:

—Siéntese, Vine. En seguida le atiendo. — Después volvió a bajar la vista.

Tomó asiento en la silla que había frente a Candler, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió. Examinó la parte posterior de la hoja que el director estaba leyendo. En aquel lado no había nada escrito.

El director puso la hoja sobre la mesa y le miró.

—Vine, esto es descabellado. Por lo visto, usted es un genio cuando se trata de escribir cosas descabelladas.

Sonrió lentamente al director y dijo:

—Si es un cumplido, gracias.

—Es un cumplido, desde luego. Usted nos ha hecho cosas bastante difíciles. Esto es diferente. Nunca he pedido a un reportero que hiciese algo que yo mismo no haría. Yo no haría. Yo no haría una cosa así, de modo que no voy a pedírselo.

El director cogió el papel que había estado leyendo y volvió a dejarlo sin mirarlo siquiera.

—¿Ha oído hablar alguna vez de Ellsworth Joyce Randolph?

—¿El director del manicomio? Claro que sí; incluso le conocí, casualmente.

—¿Qué impresión le produjo?

Observó que el director le observaba escrutadoramente, y le pareció que la pregunta no había sido demasiado casual. Replicó hábilmente:

—¿A qué se refiere? ¿En qué sentido? ¿Quiere saber si es una buena persona, un buen político, un psiquiatra competente, o qué?

—Quiero saber si le pareció un tipo equilibrado.

Miró a Candler y se dio cuenta de que Candler no bromeaba. Candler era estrictamente inexpresivo.

Se echó a reír, y después se puso súbitamente serio. Se apoyó sobre la mesa de Candler.

—Ellsworth Joyce Randolph — dijo—. ¿Se refiere a Ellsworth Joyce Randolph?

Candler asintió.

—El doctor Randolph ha venido esta mañana a verme. Me ha contado una historia bastante extraña. No quería que la publicara; quería que la comprobara, y que encargase de ello a nuestro mejor hombre. Me ha dicho que, si descubríamos que era verdad, podríamos imprimirla en tipos de ciento veinte líneas y tinta roja. — Sonrió irónicamente—. Es lo que haremos.

Apagó el cigarrillo y estudió el rostro de Candler.

—Pero la historia es tan absurda que usted piensa que el doctor Randolph está loco.

—Exactamente.

—Y ¿qué tiene de difícil el trabajo en cuestión?

—El doctor dice que sólo podremos conseguir la historia actuando desde dentro.

—¿Entrando como paciente o algo por el estilo?

Candler repuso:

—Algo por el estilo.

—¡Ah!

Se levantó de la silla y se acercó a la ventana, de espaldas al director. El sol apenas se había movido. Sin embargo, el dibujo de luces y sombras reflejado en las calles parecía distinto, sombríamente distinto. Su estado de ánimo también era distinto. Comprendió que aquello ero lo que había estado esperando que sucediese. Se volvió y dijo:

—No. Desde luego que no.

Candler se encogió imperceptiblemente de hombros.

—No le culpo. Ni siquiera se lo he pedido. Yo tampoco lo haría.

—¿Qué cree Ellsworth Joyce Randolph que está sucediendo en su manicomio? Debe ser algo bastante descabellado si usted mismo ha llegado a dudar de su cordura.

—No puedo decírselo, Vine. Le he prometido que no lo haría, tanto si aceptaba usted el trabajo como si no.

—¿Pretende decirme que, aunque aceptara el encargo, no sabría lo que debía buscar?

—Así es. Estaría predispuesto, su juicio no sería objetivo. Buscaría algo concreto, y podría creer que lo había encontrado sin tener una base firme. O, por el contrario, estaría tan predispuesto a no encontrarlo, que quizá no quisiera reconocerlo aunque lo tuviera delante de las narices.

Él se apartó de la ventana y se acercó a la mesa sobre la que descargó un puñetazo.

—Maldita sea, Candler, ¿por qué yo? Ya sabe lo que me ocurrió hace tres años.

—Desde luego. Amnesia.

—Eso es, amnesia. Ni más ni menos. Nunca he ocultado que no me he recuperado de esa amnesia. Tengo treinta años, ¿no es así? Sólo recuerdo lo sucedido en el espacio de tres años. ¿Sabe lo que es tener un muro que te impide recordar lo sucedido antes de esa época?

»Oh, bueno, sé lo que hay al otro lado de ese muro. Lo sé porque todo el mundo me lo dice. Sé que empecé trabajando como botones hace diez años. Sé dónde y cuándo nací y que mis padres murieron. Sé como eran… porque he visto fotografías suyas. Sé que no tenía esposa ni hijos, porque así me lo dijeron todas las personas que me conocían. Téngalo bien presente: todas las personas que me conocían, no todas las personas que yo conocía. Yo no conocía a nadie.

»Desde entonces no me ha ido mal del todo. Cuando salí del hospital — ni siquiera recuerdo el accidente que me mandó allí — vine directamente aquí porque aún me acordaba de escribir artículos, a pesar de que tuviese que aprender el nombre de todo el mundo. No estaba en peor situación que un periodista novato empleado en un periódico de una ciudad desconocida. Y todo el mundo me ayudó mucho.

Candler abrió una mano para calmar la tempestad. Dijo:

—Está bien, Napi. Ha dicho que no, y eso es suficiente. No me parece que esto tenga nada que ver con el tema que nos ocupa, ya que lo único que tenía que hacer era decir que no, así que olvídelo.

La tensión seguía dominándole. Dijo:

—¿No le parece que esto tenga nada que ver con el tema que nos ocupa? Usted me pide… o, de acuerdo, no me lo pide, me lo sugiere… que me haga pasar por loco, y entre en el manicomio. Cuando… ¿qué confianza puede uno tener en su propia cordura si no recuerda sus días de colegio, no recuerda el día que conoció a las personas que trabajan con él, no recuerda el día que empezó a trabajar, y no recuerdas… nada de lo sucedido antes de hace tres años?

Volvió a descargar un puñetazo encima de la mesa, y después miró a su alrededor. Dijo:

—Lo siento. No pretendía excitarme de este modo.

—Siéntese — dijo Candler.

—La respuesta sigue siendo no.

—Es igual; siéntese.

Se sentó, extrajo un cigarrillo y lo encendió.

Candler dijo:

—Ni siquiera tenía intención de mencionarlo, pero ahora me veo obligado a hacerlo. Es necesario, después de oírle hablar así. No sabía que aún estuviera tan trastornado por su amnesia. Pensaba que lo había superado.

»Escuche, cuando el doctor Randolph me ha preguntado qué periodista era capaz de hacer el trabajo, le he hablado de usted. Le he contado sus antecedentes. El también recuerda haberle conocido. Sin embargo, no sabía nada de su amnesia.

—¿Acaso me ha recomendado por eso?

—No me interrumpa. Me ha dicho que, mientras usted se encontrara allí, no tendría inconveniente en someterle a un nuevo tratamiento de choques que podría devolverle la memoria. Ha dicho que valía la pena intentarlo.

—No ha asegurado que diera resultado.

—Ha dicho que era posible; en cualquier caso, no le perjudicará.

Apagó el cigarrillo que acababa de encender. Miró fijamente a Candler. No tuvo que decir lo que pensaba; el director lo leyó en su rostro.

—Tranquilícese, muchacho — dijo Candler—. Recuerde que no se lo he dicho hasta que usted mismo me ha confiado lo mucho que ese muro le preocupa. No es una baza que me reservase para el final. Se lo he dicho para hacerle un favor, después de oírle hablar de ese modo.

—¡Un favor!

Candler se encogió de hombros.

—Ha dicho que no. Yo he aceptado su respuesta. Después ha empezado a quejarse y yo no he tenido más remedio que mencionar algo que ya había olvidado. No le dé más vueltas. ¿Cómo va el artículo de los sobornos? ¿Algo nuevo?

—¿Asignará a otro el artículo del manicomio?

—No; usted es el único que puede hacerlo.

—¿De qué se trata? Debe de ser una historia muy insólita para que dude del buen sentido del doctor Randolph. ¿Acaso cree que sus pacientes deberían ocupar el lugar de los médicos, o qué?

Se echó a reír.

—Ya lo sé, no puede decírmelo. Es un atractivo cebo doble, la curiosidad… y la esperanza de derrumbar ese muro. ¿Puede contarme el resto? Si digo que sí en vez de no, ¿cuánto tiempo estaré allí, y en qué condiciones? ¿Qué oportunidades tengo de volver a salir? ¿Cómo entraría?

Candler repuso lentamente:

—Vine, ya no estoy seguro de querer asignarle la misión. Olvidemos el asunto.

—De ningún modo. Por lo menos, no hasta que conteste a mis preguntas.

—De acuerdo. Ingresaría anónimamente, de forma que nadie pudiese criticarle si la historia resultara falsa. En caso contrario, podría explicar toda la verdad… incluida la confabulación del doctor Randolph para hacerle entrar y salir nuevamente. Entonces, el secreto ya no será tal.

»Podría descubrir lo que quiere en unos cuantos días… y, de todos modos, no se quedaría allí más de dos semanas.

—¿Cuántos residentes del manicomio sabrían mis intenciones, aparte de Randolph?

—Ninguno. — Candler se inclinó hacia delante y alzó cuatro dedos de la mano izquierda — Sólo cuatro personas estarían al corriente. Usted. — Señaló un dedo—. Yo. — El segundo—. El doctor Randolph — El tercer dedo—. Y otro de nuestros periodistas.

—No es que tenga nada que oponer, pero ¿por qué otro periodista?

—Sería un intermediario, en dos aspectos. Primero, le acompañaría a visitar a un psiquiatra; Randolph nos recomendará alguno que será relativamente fácil de engañar. Se hará pasar por su hermano y solicitará que le examinen. Usted convencerá al psiquiatra de que está chalado y él lo certificará. Se necesitan dos médicos para recluirle, pero Randolph será el segundo. Su supuesto hermano querrá que Randolph sea el segundo.

—¿Todo esto bajo un nombre falso?

—Si lo prefiere… Claro que no hay razón para que sea así…

—Lo prefiero. Naturalmente, no quiero que se publique. Diga a todos los de aquí…, excepto mi… oiga, en este caso no tendríamos que inventarnos un hermano. Charlie Doerr, de Circulación, es primo hermano mío y mi pariente más próximo. Podría servir ¿verdad?

—Desde luego. En ese caso, tendría que hacer de intermediario para todo lo demás. Visitarle en el manicomio y traer todo lo que usted quiera enviar.

—Y si en un par de semanas no he descubierto nada, ¿me salvará?

Candler asintió.

—Se lo diré a Randolph; él le entrevistará y dictaminará su curación, para que pueda salir. Vuelve aquí y habrá estado de vacaciones. Eso es todo.

—¿Qué clase de locura debo fingir que tengo?

Le pareció observar que Candler se contorsionaba ligeramente en su asiento.

—Bueno… ¿y si recurriéramos a Napoleón? Según el doctor Randolph me dijo, la paranoia es una forma de locura que no tiene síntomas físicos. No es más que una ilusión apoyada en una estructura de racionalización. Un paranoico puede estar perfectamente cuerdo en todos los sentidos menos en uno.

Miró a Candler y vio que esbozaba una sonrisa irónica.

—¿Así que debo creer que soy Napoleón?

Candler hizo un gesto ambiguo.

—Escoja su propia personalidad. Sin embargo ¿no le parece que ésta resulta más natural? Es decir, los muchachos de la oficina siempre le llaman Napi, cuando quieren bromear un poco, y… — Terminó débilmente—: y todo lo demás.

Y entonces Candler le miró fijamente.

—¿Quiere hacerlo?

—Creo que sí. Se lo confirmaré mañana por la mañana, después de haberlo consultado con la almohada, pero, extraoficialmente, es que sí. ¿Le parece bien?

Candler asintió.

—Me tomo el resto de la tarde libre; iré a la biblioteca para informarme sobre la paranoia. De todos modos, no tengo otra cosa que hacer. Y esta misma noche hablaré con Charlie Doerr. ¿De acuerdo?

—Estupendo. Gracias.

Sonrió a Candler. Se acodó en la mesa de éste y dijo:

—Ahora que las cosas han llegado hasta este punto, voy a confiarle un pequeño secreto. No se lo diga a nadie. ¡Soy Napoleón!

Esto constituía un buen remate, así que salió.

2

R

ECOGIÓ EL ABRIGO y el sombrero y salió a la calle, pasando del aire refrigerado al ardiente sol. Pasó del tranquilo manicomio que es la redacción de un periódico después de cerrar una edición, al manicomio más tranquilo de las calles en una bochornosa tarde julio.

Se retiró el sombrero panamá de la frente y se enjugó las gotas de sudor con un pañuelo. ¿Adónde iba? No pensaba ir a la biblioteca para estudiar lo referente a la paranoia; esto había sido una excusa para tener el resto de la tarde libre. Hacía más de dos años que había leído todos los libros sobre paranoia — y temas afines — que había en la biblioteca. Era un experto en la materia. Podía engañar a cualquier psiquiatra del país y hacerle creer que estaba cuerdo… o loco.

Se dirigió hacia el parque que había al norte de la ciudad y se sentó en uno de los bancos situados a la sombra. Dejó el sombrero en el banco y volvió a enjugarse el sudor de la frente.

Contempló abstraídamente la gran extensión de césped, de un verde intenso bajo los rayos del sol, que se extendía a sus pies, las palomas y su absurda forma de andar moviendo la cabeza, y la roja ardilla que bajó por el tronco de un árbol, miró a su alrededor y se escabulló detrás del mismo árbol.

Y volvió a pensar en el muro de amnesia de tres años antes.

Un muro que no era un muro en absoluto. La frase le intrigó: un muro que no era un muro en absoluto. Palomas sobre el césped, ¡qué lástima! Un muro que no era un muro en absoluto.

No era un muro en absoluto; era un cambio, un brusco viraje. Una línea trazada entre dos vidas. Veintisiete años antes del accidente. Tres años desde el accidente.

No formaban parte de la misma vida.

Pero nadie lo sabía. Hasta aquella tarde no había insinuado la verdad — en caso de que fuera la verdad — a nadie. Recurrió a ello para dejar el despacho de Candler, sabiendo que Candler lo tomaría como una broma. De todos modos, había que tener cuidado si repetía con frecuencia una broma así, la gente empezaría a dudar.

El hecho de que las numerosas lesiones producidas por el accidente hubieran incluido una mandíbula rota era la causa de que actualmente estuviese en libertad y no en un manicomio. Esa mandíbula rota — la tenía enyesada cuando recobró el conocimiento cuarenta y ocho horas después de chocar de frente con un camión a quince kilómetros de la ciudad — le impidió hablar durante tres semanas.

Y al cabo de esas tres semanas, a pesar del dolor y la confusión que le atenazaban, había tenido la oportunidad de reflexionar con calma. Inventó el muro. La amnesia, la oportuna amnesia que resultaba mucho más creíble que la verdad.

Pero ¿acaso lo que él creía era la verdad?

Este era el fantasma que le había rondado durante los últimos tres años, desde el momento en que se despertó en una habitación completamente blanca y vio a un desconocido, vestido de forma muy extraña, sentado junto a su cama, una cama como jamás había visto en ningún hospital de campaña. Una cama con un armazón en la parte superior. Y cuando apartó la mirada del desconocido y la posó sobre su propio cuerpo, vio que le habían enyesado una pierna y ambos brazos, y que tenía la pierna levantada y sujeta a una polea por medio de una cuerda.

Trató de abrir la boca para preguntar dónde estaba, y que le había sucedido, y fue entonces cuando descubrió el yeso que le inmovilizaba la mandíbula.

Miró fijamente al desconocido con la esperanza de que éste le proporcionara la información que deseaba, y el desconocido le sonrió y le dijo:

—Hola, George. Ya estás de nuevo con nosotros ¿eh? Te pondrás bien.

Notó algo extraño en el idioma… hasta que descubrió lo que era. Inglés. ¿Acaso se hallaba en poder de los ingleses? Era un idioma que no dominaba pero comprendió perfectamente al desconocido ¿Por qué le había llamado George?

Es posible que sus dudas, algo de su enorme estupefacción, se reflejaran en sus ojos, porque el desconocido se acercó más a la cama y dijo:

—Quizá aún estés un poco confundido, George. Has tenido un accidente. Tu cupé chocó con un camión. Esto fue hace dos días y hasta ahora no habías recobrado el conocimiento. Estás bien, pero tendrás que quedarte unos días en el hospital, hasta que se suelden todos los huesos que te has roto. Nada serio.

Entonces le sobrevino un acceso de dolor que borró toda su confusión, y cerró los ojos.

Otra voz dijo:

—Vamos a ponerle una inyección, señor Vine. — No se atrevió a abrir los ojos. Era más fácil luchar contra el dolor sin ver nada.

Sintió el pinchazo de una aguja en el brazo. Casi en seguido dejó de experimentar sensación alguna.

Cuando volvió nuevamente en sí — doce horas después, según le dijeron—, se encontró en la misma habitación blanca, y la misma extraña cama, pero esta vez había una mujer en la habitación, una mujer vestida con un extraño traje blanco, que miraba un papel sujeto a una tablilla a los pies de la cama.

Ella le sonrió al ver que había abierto los ojos. Le dijo:

—Bueno días, señor Vine. Espero que ya se encuentre mejor. Voy a decir al doctor Holt que se ha despertado.

Se marchó y regresó con un hombre que iba tan extrañamente vestido como el desconocido que le había llamado George.

El doctor le miró y se echó a reír.

—Por una vez tengo un paciente que no puede contestarme. Ni siquiera puede escribir una nota. — Después se puso serio — ¿Le duele algo? Parpadee una vez si no le duele nada y dos, si siente dolor.

El dolor no era muy fuerte, así que parpadeó una vez. El doctor asintió con satisfacción.

—Ese primo suyo — dijo — ha venido a verle. Se alegrará de saber que pronto estará en posición de… de escuchar, ya que no puede hablar. Le diré que venga un rato esta tarde.

La enfermera le alisó las sábanas y después, compasivamente, ella y el médico le dejaron solo, para que ordenara sus caóticos pensamientos.

¿Ordenarlos? Esto había tenido lugar hacía tres años, y aún no había sido capaz de ordenarlos.

El sorprendente hecho de que todos hablaran inglés y que él entendiera perfectamente esa bárbara lengua, pese a sus escasos conocimientos de ella. ¿Cómo era posible que un accidente le hubiese capacitado para entender un idioma que sólo conocía superficialmente?

El sorprendente hecho de que le llamaran por un nombre distinto. «George» fue el nombre utilizado por el desconocido que se hallaba junto a su lecho la noche anterior. La enfermera le había llamado «señor Vine». George Vine, un nombre inglés sin duda.

Pero había algo mil veces más sorprendente que cualquiera de esas dos cosas: lo que el desconocido de la noche anterior (¿podía ser el «primo» del qué el médico le había hablado?) le había dicho respecto al accidente: «Tu cupé chocó con un camión»

Lo realmente asombroso, lo contradictorio, es que él sabía lo que significaban las palabras «cupé» y «camión». No es que recordara haber conducido ninguno de ellos, ni el accidente en sí, ni ninguna otra cosa a partir del momento en que tomara asiento en su tienda después de Lodi… pero… pero ¿cómo era posible que la imagen de un cupé, un vehículo impulsado por un motor de gasolina, formara parte de sus recuerdos, si tal concepto jamás había figurado en su mente?

Lo más horrible era aquella loca mezcla de dos mundos, uno de ellos, nítido, claro y definido.

El mundo en el cual había vivido durante veintisiete años, el mundo en el cual había nacido veintisiete años antes, el 15 de agosto de 1769, en Córcega. El mundo en el cual se había acostado — parecía que fuese la noche anterior — en su tienda de Lodi, como general del Ejército en Italia, tras su primera victoria importante en el campo de batalla.

Por otra parte, estaba aquel inquietante mundo en el que se había despertado, este mundo blanco en el que se hablaba inglés, un inglés que — pensándolo bien — era distinto del que había oído en Brienne, Valence, Toulon, y que, sin embargo, entendía a la perfección y estaba seguro de poder hablar si no tuviera la mandíbula enyesada. Este mundo en el que todos le llamaban George Vine, y en el cual todos utilizaban palabras que él no sabía, que no podía lógicamente saber, pero que producían imágenes en su mente.

Cupé, camión. Eran dos formas distintas de — la palabra acudió espontáneamente a su memoria — automóviles. Se concentró en lo que era un automóvil y en cómo funcionaba, y descubrió que poseía esa información. El bloque de cilindros, los pistones impulsados por explosiones de vapor de gasolina, encendido por la chispa de electricidad producida por un generador…

La electricidad. Abrió los ojos y alzó la vista hacia la lámpara que colgaba del techo, y supo, de alguna manera, que era una luz eléctrica, y se dio cuenta de que tenía una noción general de lo que era la electricidad.

El italiano Galvani… sí, había leído algo respecto a los experimentos de Galvani, pero éstos no habían desembocado en nada tan práctico como aquella luz. Y, mientras contemplaba aquella luz amortiguada por la pantalla, vio energía hidráulica accionando dinamos, muchos kilómetros de cables, motores accionando generadores… Contuvo la respiración ante el concepto que le proporcionaba su propia mente, o parte de su propia mente.

Los confusos e inseguros experimentos de Galvani, con sus débiles corrientes y ranas que pataleaban, apenas habían presagiado el obvio misterio de aquella luz que brillaba en el techo; y esto era precisamente lo más extraño; una parte de su mente lo encontraba misterioso y la otra parte lo consideraba normal y comprendía su funcionamiento de un modo general.

La luz eléctrica fue inventada por Thomas Alva Edison alrededor de… ¡Ridículo!, había estado a punto de decir alrededor de 1900, y sólo era el año 1796.

Entonces fue cuando se dio cuenta de lo más horrible de todo e intentó — con grandes dolores y en vano — incorporarse en la cama. Si su memoria no le engañaba, fue en 1900, y Edison falleció en 1931… Y un hombre llamado Napoleón Bonaparte murió ciento diez años antes de esa fecha, en 1821.

Entonces estuvo a punto de volverse loco.

Y, loco o cuerdo, únicamente el hecho de no poder hablar le salvó del manicomio; le dio tiempo para reflexionar, tiempo para comprender que su única oportunidad residía en fingir amnesia, en fingir que no recordaba nada de su vida anterior al accidente. No te recluyen en un manicomio por sufrir de amnesia. Te dicen quién eres, te dejan reanudar lo que dicen que era tu vida anterior. Te dejan atar cabos, mientras intentas recordar.

Era lo que había hecho hacía tres años. Ahora, al día siguiente, iría a un psiquiatra y le diría que él era… ¡Napoleón!

3

L

OS RAYOS DEL SOL ERAN MÁS oblicuos a cada minuto que transcurría. En el cielo, un avión alteró la quietud reinante con sus zumbidos; alzó la vista y se echó a reír silenciosamente, en su interior, con una risa que no tenía nada que ver con la locura. Una risa verdadera, porque surgía de la concepción de Napoleón Bonaparte viajando en un avión como aquél y de la abrumadora incongruencia de esa idea.

Entonces pensó que no recordaba haber viajado nunca en avión. Quizá George Vine lo hubiese hecho; en algún momento de sus veintisiete años de vida, tenía que haberlo hecho. Pero ¿acaso eso significaba que él hubiera viajado en uno? Esta era una pregunta que formaba parte de la gran pregunta.

Se levantó y empezó a andar nuevamente. Eran casi las cinco; Charlie Doerr no tardaría en abandonar la sede del periódico e ir a su casa para cenar. Lo mejor sería telefonear a Charlie y asegurarse de que estaría en su casa aquella noche.

Se dirigió al bar más cercano y telefoneó; Charlie Doerr no tardó más de un minuto en ponerse al aparato. Dijo:

—Soy George; ¿estarás en casa esta noche?

—Desde luego, George. Iba a una partida de cartas, pero la he cancelado al saber que irías a verme.

—¿Al saber que…? Oh, ¿te lo ha dicho Candler?

—Sí. Oye, no sabía que me telefonearías porque entonces habría llamado a Marge, pero ¿qué te parece si salimos a cenar? Ella no tendrá ningún inconveniente; puedo llamarla ahora, si tú puedes.

—No, gracias, Charlie. Tengo un compromiso para cenar. Y, escucha, sobre la partida de cartas, puedes ir. Yo pasaré por tu casa hacia las siete y no es necesario que hablemos toda la noche; una hora será suficiente. De todos modos, tú no saldrías antes de las ocho.

—No te preocupes — dijo Charlie —; no tengo ningún empeño en salir, y tú hace mucho tiempo que no sales. Así que nos veremos a las siete, ¿de acuerdo?

Desde la cabina telefónica, se acercó a la barra y pidió una cerveza. Se preguntó por qué había declinado la invitación a cenar; probablemente porque, de un modo subconsciente, deseara estar solo un par de horas más antes de hablar con nadie, incluso con Charlie y Marge.

Bebió la cerveza a pequeños sorbos, porque quería hacerla durar; aquella noche tenía que estar sereno, muy sereno. Aún tenía tiempo para cambiar de opinión; se había dejado una puerta abierta, aunque pequeña. Aún podía hablar con Candler a la mañana siguiente y decirle que había resuelto no hacerlo.

Por encima del borde del vaso, se contempló en el espejo que había detrás de la barra. Bajo, rubio, con pecas en la nariz, corpulento. Lo de bajo y corpulento encajaba a la perfección, pero el resto… Ni el parecido más remoto.

Bebió lentamente otra cerveza, y así dieron las cinco y media.

Salió y reanudó su paseo, esta vez hacia la ventana del tercer piso por la que estaba mirando cuando Candler le hizo llamar. Se preguntó si alguna vez volvería a sentarse junto a esa ventana para contemplar la tarde bañada por el sol.

Quizá sí. Quizá no.

Pensó en Clare. ¿Deseaba verla aquella noche?

Pues no, sinceramente, no. Pero si desaparecía durante una o dos semanas sin despedirse de ella, ya podía darla por perdida.

No tenía opción.

Se detuvo en un drugstore y telefoneó a su casa.

—Clare, soy George — dijo—. Escucha, mañana tengo que irme de viaje por un asunto del periódico; no sé cuánto tiempo estaré fuera. Se trata de una de esas cosas que tanto pueden durar días como semanas. ¿Podemos vernos a última hora, para despedirnos?

—Claro que sí, George. ¿A qué hora?

—Podría ser después de las nueve, aunque no mucho. ¿Te parece bien? Primero tengo que ver a Charlie, por negocios; quizá no pueda escaparme antes de las nueve.

—Desde luego, George. Cuando tú quieras.

Se detuvo frente a un puesto de hamburguesas, pese a no tener apetito, y consiguió tomar un bocadillo y un pedazo de tarta. Así dieron las seis menos cuarto y, si iba andando hasta casa de Charlie, llegaría a la hora fijada. Así que fue andando.

El propio Charlie le abrió la puerta. Llevándose un dedo a los labios, hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cocina, donde Marge estaba lavando los platos. Susurró:

—No le he dicho nada a Marge, George. Se preocuparía.

Habría querido preguntar a Charlie por qué iba a preocuparse, pero no lo hizo. Quizá tuviera miedo de la respuesta. Significaría que Marge ya se preocupaba por él, y esto era mala señal. El creía haber desempeñado muy bien su papel a lo largo de los tres últimos años.

De todos modos, no pudo preguntar nada, pues Charlie le condujo en seguida al salón y la cocina estaba al lado. Mientras tanto, Charlie le dijo:

—Me alegro de que hayas decidido venir a jugar una partida de ajedrez, George. Marge tiene que salir esta noche; quiere ver no sé qué película. Yo iba a esa partida de cartas por una cuestión de legítima defensa, pero no me apetecía nada.

Sacó el tablero y las piezas de un armario y lo colocó sobre la mesita auxiliar.

Marge entró con una bandeja en la que había dos grandes vasos llenos de cerveza y la dejó al lado del tablero. Dijo:

—Hola, George. Me he enterado de que te vas un par de semanas.

El asintió.

—Lo malo es que no sé dónde. Candler, el director, me ha preguntado si podía encargarme de un asunto fuera de la ciudad, y yo le he sido que sí pero no hablaremos hasta mañana.

Charlie tenía las dos manos extendidas, con un peón en cada una de ellas, y cuando toco la mano izquierda de Charlie, palideció. Movió un peón hacia el rey y, cuando Charlie hizo lo mismo, adelantó el peón de la reina.

Marge se retocaba el sombrero frente al espejo. Dijo:

—Bueno, George, si ya te has ido cuando vuelva, hasta pronto y buena suerte.

—Gracias, Marge. Adiós.

Hizo unos cuantos movimientos antes de que Marge se acercara, dispuesta para irse, besara a Charlie, y después le besara a él en la frente. Dijo:

—Cuídate mucho, George.

Su mirada se cruzó con la de los azules ojos de Marge y pensó: «Está preocupada por mí». Eso le asustó un poco.

En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ella, dijo:

—No es necesario que acabemos la partida, Charlie. Vayamos al grano, porque he quedado con Clare a las nueve. No sé cuánto tiempo estaré fuera, así que no puedo irme sin despedirme de ella.

Charlie alzó la vista hacia él.

—¿Acaso lo de Clare es serio, George?

—No lo sé.

Charlie cogió su cerveza y tomó un sorbo. De repente adoptó una voz brusca y práctica. Dijo:

—De acuerdo, vayamos al grano. Mañana por la mañana tenemos hora a las nueve para ver a un tipo llamado Irving, el doctor W.E. Irving, del Edificio Appleton. Es psiquiatra; el doctor Randolph nos lo ha recomendado.

»Le he telefoneado esta tarde después de hablar con Candler; Candler ya había telefoneado a Randolph. Le di mi verdadero nombre. Mi historia ha sido ésta: tengo un primo que últimamente se comporta de una forma muy extraña y con el cual deseo que tenga un cambio de impresiones. No le he dado el nombre de mi primo. Tampoco le he dicho en qué sentido te comportabas de un modo extraño; he esquivado la pregunta y le dicho que prefería que juzgara por sí mismo y sin ninguna clase de prejuicios. Le he explicado que te había convencido para visitar a un psiquiatra y que el único que yo conocía era Randolph; que había telefoneado a Randolph, que éste me había dicho que ya no ejercía privadamente y me había recomendado a Irving. Le he dicho que era tu pariente más próximo.

»Eso deja vía libre a Randolph para ser el segundo médico del certificado. Si logras convencer a Irving de que estás realmente loco y él quiere firmar tu reclusión, puedo insistir en que te vea Randolph, a quien quería desde el principio. Y, esta vez, como es natural, Randolph accederá.

—¿No has dicho absolutamente nada respecto a la clase de locura que sospechas que tengo?

Charlie meneó la cabeza. Repuso:

—Así que, de todos modos, ninguno de los dos iremos al Blade mañana por la mañana. Me iré de casa a la hora de siempre para que Marge no haga preguntas, y nos encontraremos en el centro — digamos, en el vestíbulo del Christina — a las once menos cuarto. Si logras convencer a Irving de que has de ser recluido — si es que ésa es la palabra correcta—, llamaremos inmediatamente a Randolph y mañana estará todo arreglado.

—¿Y si cambio de opinión?

—Telefonearé para decir que no vamos. Eso es todo. Oye, ¿verdad que no hay nada más que hablar? Terminemos esa partida de ajedrez; no son más que las siete y veinte.

El meneó la cabeza.

—Prefiero seguir hablando, Charlie. Te has olvidado de una cosa; pasado mañana. ¿Con qué frecuencia irás a verme para recoger los boletines de Candler?

—Oh, es verdad, lo había olvidado. Todos los días de visita… tres veces por semana: lunes, miércoles, y viernes por la tarde. Mañana es viernes, de modo que si consigues entrar, el lunes será el primer día que pueda visitarte.

—De acuerdo. Dime. Charlie, ¿te ha insinuado algo Candler respecto a la historia por la que debo entrar ahí?

Charlie Doerr meneó lentamente la cabeza.

—Ni una palabra. ¿De qué se trata? ¿Acaso es demasiado secreta para que hables de ella?

Miró fijamente a Charlie, sumido en un mar de dudas. Y de pronto comprendió que no podía decirle la verdad: que él tampoco sabía nada. Pasaría por un tonto. No pareció una tontería cuando Candler le dio la razón — una razón, de todos modos — para no decírselo, pero ahora si que lo parecería.

Repuso:

—Si él no te ha explicado nada, me imagino que yo tampoco debo hacerlo, Charlie. — Y como esto no le pareció demasiado convincente, añadió—: Se lo he prometido a Candler.

Habían vaciado los dos vasos de cerveza y Charlie se los llevó a la cocina para llenarlos de nuevo.

El siguió a Charlie, pues prefería la informalidad de la cocina. Se sentó a horcajadas en una silla de la cocina, acodándose en el respaldo, y Charelie se apoyó en el frigorífico.

Charlie dijo:

—¡Prosit!

Ambos bebieron, y después Charlie preguntó:

—¿Ya has pensado la historia que le contarás al doctor Irving?

El asintió.

—¿Te ha contado Candler lo que debo decirle?

—¿Que eres Napoleón? — contestó Charlie, reprimiendo una carcajada.

¿Por qué le dio la impresión de que su hilaridad era fingida? Miró a Charlie, y comprendió que lo que pensaba resultaba completamente increíble. Charlie era una persona franca y sincera. Charlie y Marge eran sus mejores amigos; habían sido amigos suyos durante tres años. Según Charlie, mucho tiempo más, muchísimo más. Pero de lo ocurrido antes de esos tres años… él no podía dar fe.

Se aclaró la garganta para darse ánimos. Tenía que preguntar, tenía que asegurarse.

—Charlie. Voy a preguntarte algo que quizá te extrañe. ¿Estáis actuando honestamente?

—¿Qué?

—Ya sé que es una pregunta extraña. Pero… mira, tú y Candler no creéis que estoy loco, ¿verdad? No habréis ideado todo esto entre los dos para recluirme — o, por lo menos, examinarme — sin que yo sepa lo que ocurre, hasta que sea demasiado tarde ¿verdad?

Charlie le miró fijamente. Dijo:

—Vamos, George, no me creerás capaza de hacerte una cosa así, ¿verdad?

—No, claro que no. Pero… quizá pensaras que era por mi propio bien, y eso podría haberte decidido. Escucha, Charlie, si estoy en lo cierto, si realmente piensas eso, déjame decirte que no es justo. Mañana iré a un psiquiatra para mentirle, para tratar de convencerle de que tengo alucinaciones. No para ser sincero con él. Y eso sería una gran injusticia. Lo comprendes, ¿verdad, Charlie?

Charlie palideció ligeramente. Repuso:

—Te juro, George, que no es nada de eso. Todo lo que yo sé es lo que Candler y tú me habéis dicho.

—¿Crees que estoy cuerdo, absolutamente cuerdo?

Charlie se humedeció los labios. Dijo:

—¿Quieres saber la verdad?

—Sí.

—Nunca lo he dudado, hasta este momento. A menos que… bueno, la amnesia es una forma de aberración mental, y tú no has podido superarla pero esto no es lo que tú querías decir, ¿verdad?

—No.

—En este caso, hasta ahora mismo… George, eso tiene todo el aspecto de una manía persecutoria, si es que realmente pensabas lo que me has preguntado. Una conspiración para… ¿Es que no te das cuenta de lo ridículo que es? ¿Qué razón podríamos tener Candler y yo para mentirte y querer recluirte?

Él contestó:

—Lo siento, Charlie. Ha sido una idea absurda. No, claro que no lo creo. — Lanzó una ojeada a su reloj—. Terminaremos esa partida de ajedrez, ¿quieres?

—Estupendo. Espera a que llene otra vez los vasos.

Jugó distraídamente y consiguió perder al cabo de quince minutos. Declinó el ofrecimiento de Charlie para una revancha y se recostó en el sillón.

Dijo:

—Charlie, ¿has visto alguna vez unas piezas de ajedrez que sean rojas y negras?

—N—no. O blancas y negras, o rojas y blancas. ¿Por qué?

—Bueno… — sonrió—. Me imagino que no tendría que decírtelo, después de hacerte dudar sobre si estoy cuerdo o no, pero es que últimamente he tenido varias veces el mismo sueño. No es que sea más descabellado que otro sueño cualquiera, pero lo raro es que se repite una y otra vez. Es algo sobre una partida entre rojas y negras; ni siquiera estoy seguro de que sea ajedrez. Ya sabes lo que pasa cuando sueñas; las cosas parecen tener sentido aunque sean absurdas. En el sueño no me pregunto si las piezas rojas y negras son de ajedrez o no; lo sé, lo supongo, o creo saberlo. Pero cuando me despierto no lo recuerdo. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Desde luego. Continúa.

—Bueno, Charlie, he estado pensando que quizá tenga algo que ver con lo que hay al otro lado de un muro de amnesia que jamás he podido derribar. Esta es la primera vez en mi… bueno, no en mi vida, quizá, pero si en los tres años que recuerdo de ella, en que tengo varias veces el mismo sueño. Me pregunto si…, si no es un indicio de que estoy empezando a recobrar la memoria.

»¿He tenido alguna vez un juego de fichas rojas y negras, por ejemplo? O bien, en mi colegio, ¿tenían competiciones de baloncesto o béisbol entre equipos rojos y negros, o… algo por el estilo?

Charlie reflexionó unos minutos antes de menear la cabeza.

—No — dijo—, no recuerdo nada parecido. Claro que en las ruletas hay rojo y negro… rouge et noir. También son los colores de una baraja de cartas.

—No. Estoy completamente seguro de que no tiene nada que ver con las cartas ni con la ruleta. No es… nada de este estilo. Es un juego entre las rojas y las negras. En cierto modo, ellas son los jugadores. Piénsalo, Charlie; no en donde tú habrías podido asimilar esa idea, sino en donde yo habría podido.

Vio que Charlie reflexionaba y, al cabo de un rato, le dijo:

—Está bien, no sigas estrujándote el cerebro, Charlie. A ver si te dice algo esto: El brillante fulgor.

—El brillante fulgor, ¿de qué?

—Sólo esas palabras: el brillante fulgor. ¿Significan algo para ti?

—No.

—Está bien — dijo —; olvídalo.

4

L

LEGÓ TEMPRANO y dejó atrás la casa de Clare, llegando hasta la esquina, donde se detuvo bajo el gran olmo que allí había, para fumar el resto de su cigarrillo, mientras reflexionaba sombríamente.

En realidad, no había nada que pensar; lo único que tenía que hacer era despedirse de ella. Unas cuantas palabras. Y rehuir sus preguntas acerca del lugar a donde iba, y cuánto tiempo se quedaría. Tenía que mostrarse tranquilo e indiferente, como si no significaran absolutamente nada el uno para el otro.

Tenía que ser así. Conocía a Clare Wilson desde hacía un año y medio, y habían estado saliendo durante todo ese tiempo; no era justo. Esto debía ser el final, por el bien de ella. No tenía derecho a pedir a una mujer que se casara con él… ¡un loco que creía ser Napoleón!

Tiró el cigarrillo y lo aplastó furiosamente con la punta del zapato; después retrocedió hasta la casa, subió los escalones del porche, y tocó el timbre.

La propia Clare le abrió la puerta. La luz procedente del recibidor confirió un brillo dorado a su cabello, que rodeaba su cara en sombras.

Deseó con tantas fuerzas tomarla entre sus brazos que le costó un verdadero esfuerzo mantener los brazos estirados a lo largo del cuerpo.

Estúpidamente, dijo:

—Hola, Clare ¿Cómo van las cosas?

—No lo sé, George. ¿Cómo van las cosas? ¿No piensas entrar?

Se retiró del umbral para dejarle pasar y la luz iluminó su cara, dulcemente seria. Sabía que ocurría algo desusado, pensó él; su expresión y tono de voz se lo revelaron.

No quería entrar. Dijo:

—Hace una noche preciosa Clare. Demos un paseo.

—De acuerdo, George — Salió al porche—. Una noche preciosa, y unas estrellas maravillosas. — Se volvió hacia él y lo miró—. ¿Alguna de ellas es tuya?

Él se sobresaltó ligeramente. Después dio un paso adelante y la cogió por el codo, para ayudarla a bajar los escalones del porche. Contestó:

—Todas son mías. ¿Quieres comprar una?

—¿Es que no me la regalarías? ¿Ni una muy pequeñita? Me conformaría con una que tuviera que mirar con un telescopio.

Se encontraron en la acera, dónde ya nadie podía oírles, y su voz cambió bruscamente, perdiendo la nota festiva que tenía, para preguntar:

—¿Qué sucede, George?

El abrió la boca para contestar que no sucedía nada, pero volvió a cerrarla. No podía decirle una mentira, pero tampoco podía decirle la verdad. El hecho de que ella le hubiese formulado esta pregunta de ese modo, tendría que haber simplificado las cosas, sin embargo, las hizo más difíciles.

Le hizo otra pregunta:

—Tienes la intención de despedirte… para siempre, ¿verdad, George?

El repuso:

—Sí. — Tenía la boca seca. No sabía si esa única palabra había salido como un articulado monosílabo o no, de modo que se humedeció los labios y lo intentó de nuevo —; Sí, me temo que sí, Clare.

—¿Por qué?

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