Lo mejor de Fredric Brown

Lo mejor de Fredric Brown


Ven y enloquece

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No tuvo el valor de mirarla, así que siguió con la vista fija en el infinito. Dijo:

—N—no puedo decírtelo, Clare, pero debo hacerlo. Es lo mejor para ambos.

—Dime una cosa, George. ¿Es verdad que te vas o sólo era… una excusa?

—Es verdad. Me voy; no sé por cuánto tiempo. No me preguntes adónde, por favor. No puedo decírtelo.

—Quizá yo sí que pueda, George.

¿Te importa que lo haga?

Le importaba, le importaba mucho. Pero ¿cómo iba a decírselo? No contestó, porque tampoco podía decir que sí.

Habían llegado al parque, el reducido parque del barrio que sólo ocupaba una manzana de extensión y no ofrecía demasiada intimidad, pero que tenía bancos. El la siguió hacia allí… o quizá fue ella y tomaron asiento en un banco. Había otras personas en el parque, pero no demasiado cerca. El aún no había contestado su pregunta.

Ella se sentó muy cerca de él, y comentó:

—Estás preocupado por tu estado mental, ¿verdad, George?

—Pues… sí, en cierto modo, sí, es verdad.

—Y tu viaje tiene algo que ver con eso, ¿no es así? ¿Vas a algún sitio para someterte a observación o tratamiento, o las dos cosas?

—Algo por el estilo. No es tan sencillo como todo esto, Clare, y yo… no puedo explicarte de qué se trata.

Ella apoyó una mano sobre las suyas, que descansaban sobre sus rodillas. Dijo:

—Sabía que era algo por el estilo, George, y no te pido que me expliques nada. Lo único que pido es que no me digas lo que querías decirme. Dime «hasta la vista» en vez de «adiós». Ni siquiera me escribas, si no quieres, pero no seas tan noble ni termines con todo en este mismo momento, pensando en mi bien. Por lo menos espera a que regreses. ¿De acuerdo?

El tragó saliva. ¡Ella lo presentaba todo de una forma tan sencilla cuando, en realidad, era tan complicado! Tristemente, respondió:

—Está bien, Clare. Si tú lo prefieres…

Ella se levantó bruscamente:

—Volvamos, George.

Él también se levantó.

—Aún es temprano.

—Lo sé, pero a veces… Bueno, es el momento psicológico más adecuado para separarnos. George. Sé que parece una tontería pero, después de lo que hemos dicho, ¿no sería — uh — un anticlímax… seguir…?

Él se echó a reír. Dijo:

—Comprendo a lo que te refieres.

Regresaron a su casa en silencio. El no habría podido decir si fue un silencio feliz o desgraciado; estaba demasiado confundido para saberlo.

En el oscuro porche, delante de la puerta, ella se volvió y le miró.

—George — dijo.

Silencio.

—¡Oh, George! Deja de ser tan noble o lo que sea. A menos, naturalmente que no me ames. A menos que esto sólo sea una complicada forma de… evasiva. ¿Lo ves?

Sólo había dos cosas que él pudiera hacer. Una era echar a correr como alma que lleva el diablo. La otra era hacer lo que hizo, la rodeó con sus brazos y la besó, apasionadamente.

Cuando terminó, y no se dio prisa en terminar, respiraba entrecortadamente y tenía las ideas confusas, pues se concentró diciendo lo que no pensaba decir.

—Te quiero, Clare. Te quiero; te quiero mucho.

Y ella contestó:

—Yo también te quiero, amor mío. Volverás a buscarme, ¿verdad?

Y él dijo:

—Sí, sí.

Ella vivía a unos seis kilómetros de la pensión dónde él se alojaba, pero fue andando, y el paseo le pareció muy corto.

Se sentó junto a la ventana de su habitación, con la luz apagada, para pensar, pero sus pensamientos describían el mismo círculo cerrado que habían descrito durante tres años.

Fuera, en el exterior, las estrellas parecían relucientes diamantes en el cielo. ¿Sería una de ellas la estrella de sus destino? En ese caso, él la seguirá, la seguiría hasta el manicomio si es que le conducía hasta allí. En su interior existía la arraigada convicción de que aquello no era un accidente, que no podía considerase una coincidencia el hecho de que le hubieran pedido que dijera la verdad bajo pretexto de una mentira.

La estrella de su destino.

¿El brillante fulgor? No, la frase de sus sueños no se refería a eso; no era una frase adjetiva, sino sustantiva. El brillante fulgor. ¿Qué era el brillante fulgor?

¿Y las rojas y las negras? Había pensado en todo lo que Charlie le sugiriese, y otras cosas también. Fichas de un juego de damas, por ejemplo. Pero no era eso.

Las rojas y las negras.

Bueno, cualquiera que fuese la respuesta, ahora se dirigía a toda velocidad hacia ella.

Al cabo de un rato se acostó, pero tardó mucho en quedarse dormido.

5

C

HARLIE DOERR SALIÓ del despacho que ostentaba el letrero de «Privado» y alzó una mano. Dijo:

—Buena suerte, George. El doctor quiere hablar contigo.

Estrechó la mano de Charlie y repuso:

—Ya puedes marcharte. Nos veremos el lunes, el primer día de visita.

—Esperaré aquí — contestó Charlie—. Me he tomado el día libre ¿sabes? Además, quizá no tengas que ir.

Soltó la mano de Charlie y le miró fijamente a los ojos. Repuso lentamente:

—¿A qué te refieres, Charlie… con eso de que quizá no tenga que ir?

—Verás… — Charlie parecía desconcertado—. Quizá te diga que estás bien, o te sugiera que vengas regularmente a verle hasta que te repongas, o… — Charlie terminó con un hilo de voz—: O algo por el estilo.

Incrédulamente, siguió mirando a Charlie. Habría querido gritar: «¿Estoy loco o lo estás tú?», pero hubiera sido una locura en aquellas circunstancias. Pero tenía que asegurarse de que las palabras de Charlie no respondieran a sus más íntimos pensamientos; quizá hubiera caído en el papel que debía desempeñar al hablar con el médico. Preguntó:

—Charlie, ¿acaso no recuerdas que…? — El resto de la pregunta le pareció una locura, al ver la mirada inexpresiva de Charlie. La respuesta estaba en la cara del propio Charlie; no necesitaba que éste la tradujera en palabras.

Charlie volvió a decir:

—Esperaré, naturalmente. Buena suerte, George.

El miró a Charlie y asintió, después de lo cual dio media vuelta y entró en el despacho con el letrero de «Privado». Cerró la puerta, mientras estudiaba al hombre sentado tras la mesa, que se había levantado al verle entrar. Un hombre corpulento, de anchas espaldas y cabello gris.

—¿El doctor Irving?

—Sí, señor Vine. ¿Quiere hacer el favor de sentarse?

Se dejó caer en el cómodo sillón tapizado que había al otro lado de la mesa del médico.

—Señor Vine — dijo el médico—, la primera de este tipo de entrevistas siempre resulta un poco difícil. Para el paciente, me refiero. Hasta que me conozca mejor, le será un poco difícil superar ciertas reticencias y hablar libremente de sí mismo. ¿Prefiere hablar, contarme cosas a su manera, o que yo le haga preguntas?

Lo pensó. Tenía una historia preparada, pero sus pocas palabras con Charlie en la sala de espera lo habían cambiado todo.

Repuso:

—Quizá sea mejor que me haga preguntas.

—Muy bien. — El doctor Irving tenía una pluma en la mano y una hoja de papel sobre la mesa, frente a sí—. ¿Dónde y cuándo nació?

Suspiró profundamente.

—Si no me equivoco, nací en Córcega, el 15 de agosto de 1769. Naturalmente, no me acuerdo del momento de mi nacimiento. Sin embargo, recuerdo algunas cosas de mi adolescencia en Córcega. Estuvimos allí hasta que cumplí los diez años, y después me enviaron al colegio en Brienne.

En vez de escribir, el médico daba ligeros golpecitos en el papel con la punta de la pluma. Preguntó:

—¿En qué año y qué mes estamos?

—En agosto de 1947. Sí, sé que debería tener ciento setenta y tantos años. Quizá desee saber cómo me explico este hecho. No me lo explico. Tampoco me explico el hecho de que Napoleón muriese en 1821.

Se recostó en el sillón y cruzó los brazos, alzando los ojos al techo.

—No trato de explicarme las paradojas y discrepancias. Las acepto como tales. Pero, según mi memoria, y aparte de los lógicos pros y contras, fui Napoleón durante veintisiete años. No le cansaré explicándole lo que ocurrió durante ese tiempo; todo consta en los libros de historia.

»Pero en 1796, después de la batalla de Lodi, mientras estaba al mando de los ejércitos en Italia, me acosté. Que yo sepa, no ocurrió nada extraño, me acosté con la intención de dormir un poco. Pero me desperté — habiendo perdido el sentido del tiempo — en un hospital de esta ciudad, y me informaron de que mi nombre era George Vine, de que estábamos en el año 1944, y de que yo tenía veintisiete años.

»Lo de los veintisiete años de edad encajaba, pero era lo único. Absolutamente lo único. No recuerdo nada sobre la vida de George Vine, antes de que él… de que yo me despertara en el hospital después del accidente. Ahora sé algunas cosas de su vida anterior, pero sólo porque me las han contado.

»Sé cuándo y dónde nació, dónde fue al colegio, y cuando empezó a trabajar en el Blade. Sé cuándo se alistó en el ejército y cuándo fue licenciado — a finales de 1943 — a causa de una lesión en la rodilla, producida por una herida en la pierna. No se la hizo en combate, y no había ninguna causa «psiconeurótica» en mí… en su licenciamiento.

El médico dejó de juguetear con la pluma. Preguntó:

—¿Hace tres años que se encuentra así… y lo ha mantenido en secreto?

—Sí. Después del accidente tuve tiempo para reflexionar, y entonces decidí aceptar lo que me dijeron acerca de mi identidad. Me habrían recluido, naturalmente. Después, he tratado de encontrar la solución. He estudiado la teoría del tiempo de Dunne… ¡e incluso de Charles Fort! — Esbozó una súbita sonrisa—. ¿Ha leído algo sobre Casper Hauser?

El doctor Irving asintió.

—Quizá tuviera razón al hacer lo mismo que hice yo. Me pregunto cuántas personas que dicen sufrir de amnesia han simulado ignorar lo ocurrido antes de cierta fecha… para no admitir que tenían recuerdos muy distintos de los hechos.

El doctor Irving dijo lentamente:

—Su primo me informa de que usted estaba bastante… ah… «entusiasmado» ha sido su palabra… con el tema de Napoleón antes del accidente. ¿Cómo se lo explica?

—Ya le he dicho que no me explico nada de nada. Pero puedo verificar ese hecho, aparte de lo que diga Charlie Doerr. Aparentemente yo — George Vine, si es que alguna vez he sido George Vine — se interesaba mucho por Napoleón, había leído sobre él, le había convertido en su héroe, y había hablado bastante de él. Tanto, que sus compañeros de trabajo del Blade le pusieron el apodo de «Napi».

—Observo que hace usted distinción entre usted y George Vine. ¿Son una misma persona o no?

—Lo hemos sido durante tres años. Antes… no recuerdo haber sido George Vine. No creo que lo fuera. Creo que yo, hace tres años, me desperté en el cuerpo de George Vine.

—Y ¿qué había hecho durante cien años y pico?

—No tengo ni la menor idea. No dudo que éste sea el cuerpo de George Vine, y con el he heredado sus conocimientos, a excepción de sus recuerdos personales. Por ejemplo, sé desempeñar su labor en el periódico, aunque no me acuerde de la gente con la que antes trabajaba allí. Poseo su dominio del inglés y su habilidad para escribir. Sé escribir a máquina. Mi caligrafía es igual que la suya.

—Si piensa que usted no es Vine, ¿cómo se lo explica?

Se inclinó hacia delante.

—Creo que una parte de mí es George Vine, y la otra no. Creo que ha ocurrido una transferencia que no tiene nada que ver con las demás experiencias humanas. Esto no significa necesariamente que sea sobrenatural… ni que yo esté loco, ¿verdad?

El doctor Irving no contestó. En cambio, preguntó:

—Por razones muy comprensibles, ha mantenido este asunto en secreto durante tres años. Ahora, supongo que por otras razones, ha decidido revelarlo. ¿Cuáles son estas otras razones? ¿Qué ha sucedido para que cambiara de actitud?

Esta era la pregunta que más le había preocupado.

Muy lentamente, repuso:

—Porque no creo en la casualidad. Porque la situación en sí ha cambiado. Porque estoy dispuesto a que me recluyan en calidad de paranoico para descubrir la verdad.

—¿Qué ha cambiado en la situación?

—Ayer me sugirieron — mi director — que fingiera estar loco por una razón práctica. Y me sugirió que fingiera la locura que tengo en realidad, si es que la tengo. Desde luego, admito la posibilidad de que esté loco. Sin embargo, sólo puedo actuar sobre la base de que no lo esté. Usted sabe que es el doctor Willard E. Irving; puede actuar sobre esta base, pero ¿cómo sabe quién es? Quizá usted también esté loco, pero sólo puede actuar como si no lo estuviera.

—¿Cree que su director forma parte de un complot — ah — contra usted? ¿Creé que hay una conspiración para recluirle en un manicomio?

—No lo sé. Esto es lo que ha sucedido desde ayer por la tarde. — Suspiró profundamente. Después, comenzó a hablar. Explicó al doctor Irving toda la historia de su entrevista con Candler, lo que Candler le dijo respecto al doctor Randolph, su conversación de la última noche con Charlie Doerr y el sorprendente cambio de conducta de Charlie en la sala de espera.

Cuando hubo terminado, añadió:

—Eso es todo. — Miró la inexpresiva cara del doctor Irving con más curiosidad que preocupación, tratando de adivinar sus pensamientos. Con indiferencia, dijo—: Es natural que no me crea. Usted piensa que estoy loco.

Le miró a los ojos, y prosiguió:

—No tiene opción… a menos que quiera creer que le estoy contando una serie de mentiras para convencerle de que estoy loco. Es decir que, como científico y psiquiatra, usted no puede admitir siquiera la posibilidad de que las cosas que yo creo — que yo sé — sean objetivamente ciertas. ¿Tengo razón o no?

—Me temo que sí. ¿Qué me sugiere?

—Que siga adelante y firme el certificado. Yo seguiré el juego hasta el final. Incluso me someteré al detalle de que el doctor Ellsworth Joyce Randolph sea el segundo en firmar.

—¿No tiene ninguna objeción que hacer?

—¿Acaso serviría de algo que la tuviera?

—En un aspecto, sí, señor Vine. Si un paciente tiene ciertos prejuicios — o manías — contra un psiquiatra en particular, es mejor que no se someta a sus cuidados. Si usted cree que el doctor Randolph forma parte de un complot contra usted, le sugiero que escoja otro.

El repuso serenamente:

—¿Aunque yo eligiera a Randolph?

El doctor Irving agitó una mano.

—Naturalmente, si usted y el señor Doerr prefieren…

—Lo preferimos.

La cabeza de grisáceos cabellos asintió gravemente.

—Quiero que comprenda una cosa: si el doctor Randolph y yo decidimos que lo mejor para usted es que ingrese en un sanatorio, no será para recluirle permanentemente. Será para someterle a tratamiento.

El asintió.

El doctor Irving se puso en pie.

—¿Quiere disculparme un momento? Voy a telefonear al doctor Randolph.

El doctor Irving entró en un despacho contiguo. Él pensó: «Aquí tiene un teléfono, pero no quiere que yo oiga la conversación»

Permaneció tranquilamente sentado hasta que el doctor Irving regresó y le dijo:

—El doctor Randolph puede recibirnos ahora mismo. He pedido un taxi para que nos lleve allí. ¿Querrá disculparme otra vez? Me gustaría hablar con su primo, el señor Doerr.

No se movió y ni siquiera volvió la cabeza para ver cómo el doctor salía. Podría haberse acercado a la puerta y tratado de oír la conversación que se desarrollaba en la sala de espera, pero no lo hizo. Permaneció sentado hasta oír que la puerta se abría y la voz de Charlie decía:

—Vamos, George. El taxi ya debe de haber llegado.

Bajaron en el ascensor, y el taxi ya estaba frente al edificio. El doctor Irving dio la dirección.

En el taxi, cuando estaban a medio camino, comentó:

—Hace un día precioso.

Charlie se aclaró la garganta y repuso:

—Sí, es verdad.

Durante el resto del trayecto no volvió a decir nada, y los demás tampoco.

6

L

LEVABA UNOS PANTALONES GRISES y una camisa gris, abierta en el cuello y sin corbata con la que pudiera ahorcarse. Tampoco llevaba cinturón, por la misma causa, pero los pantalones se ajustaban tanto a su cintura que no había peligro de que se le cayeran. Tampoco había peligro de que él se cayera por ninguna ventana; tenían barrotes.

Sin embargo, no estaba en una celda; era un gran pabellón en la tercera planta. En el pabellón había otros siete hombres. Los observó. Dos de ellos jugaban al ajedrez, sentados en el suelo y con un tablero entre los dos. Uno estaba sentado en una silla, y miraba fijamente al infinito; otros dos se hallaban apoyados en los barrotes de una de las ventanas abiertas, mirando al exterior y hablando normalmente. Uno leía una revista. Otro estaba sentado en un rincón, tocando escalas en un piano que no se veía por ninguna parte.

Él estaba apoyado en la pared, mirando a los otros siete. Hacía dos horas que se encontraba allí; le habían parecido dos años.

La entrevista con el doctor Ellsworth Joyce Randolph se desarrolló sin dificultades; prácticamente fue un duplicado de la mantenida con el doctor Irving. Y resultó evidente que el doctor Randolph jamás había oído hablar de él con anterioridad.

Era lo que él esperaba, naturalmente.

Ahora se sentía muy tranquilo. Había decidido que por el momento, no pensaría, no se preocuparía por nada, ni siquiera sentiría nada.

Se apartó de la pared y observó el desarrollo de la partida de ajedrez.

Era una partida de ajedrez normal; se seguían todas las reglas.

Uno de los jugadores alzó la vista y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Era una pregunta perfectamente normal; lo único anormal era que este mismo hombre ya se la había formulado cuatro veces durante las dos últimas horas.

Contestó:

—George Vine.

—Yo me llamo Bassington, Ray Bassington. Llámame Ray. ¿Estás loco?

—No.

—Algunos de nosotros lo están y otros no. Él lo está. — Miró al hombre que tocaba el imaginario piano—. ¿Sabes jugar al ajedrez?

—No muy bien.

—De acuerdo. Aquí se come muy temprano. Cualquier cosa que quieras saber, pregúntamela.

—¿Cómo se sale de aquí? Espera, no es una broma, ni nada por el estilo. En serio, ¿cuál es el procedimiento?

—Compareces ante la junta una vez al mes. Te hacen preguntas y deciden si has de irte o quedarte. A veces te clavan agujas. ¿Qué ha pasado contigo?

—¿Pasar conmigo? ¿A qué te refieres?

—¿Imbecilidad, maníaco depresivo, demencia precoz, melancolía involutiva…?

—Oh. Paranoia, me imagino.

—Mala cosa. Es cuando te clavan agujas.

Se oyó un timbre.

—Es la cena — dijo el otro jugador de ajedrez—. ¿Has tratado de suicidarte alguna vez? ¿O de matar a alguien?

—No.

—Entonces, te dejarán comer en una mesa A, con cuchillo y tenedor.

En aquel momento abrieron la puerta de la sala. Se abrió hacia fuera, apareció un guardia y dijo:

—Adelante. — Todos salieron, excepto el hombre sentado en la silla que miraba al infinito.

—¿Qué hay de él? — preguntó a Ray Bassington.

—Se perderá la cena. Es un maníaco depresivo, en plena etapa de depresión. Te dejan perder una comida; si no vas a la siguiente, se te llevan y te dan de comer. ¿Eres un maníaco depresivo?

—No.

—Tienes suerte. Es horrible cuando estás en baja forma. Por aquí, por esta puerta.

Era una habitación muy grande. Mesas y bancos estaban ocupados por hombres vestidos con pantalones y camisa grises, igual que él. Un guardia le agarró por un brazo al entrar y le dijo:

—Aquí. Este es tu sitio.

Estaba al otro lado de la puerta. Había un plato de hojalata, lleno de comida, y una cuchara junto a él. Preguntó:

—¿Es que no me dan cuchillo y tenedor? Me habían dicho que…

—Periodo de observación, siete días. Nadie tiene cubiertos hasta después del periodo de observación. Siéntese.

Se sentó. Sus compañeros de mesa tampoco tenían cubiertos. Todos comían, algunos ruidosa y torpemente. El mantuvo la vista fija en su plato, a pesar de su aspecto repugnante. Jugueteó con la cuchara y consiguió ingerir unos cuantos trozos de patata y uno o dos de los pedazos de carne que eran menos grasosos.

El café les fue servido en una taza de hojalata, y se preguntó por qué hasta darse cuenta de lo fácil que resultaba romper una taza normal y de lo mortífero que podía ser uno de los pesados tazones que usan en los restaurantes baratos.

El café era flojo y estaba tibio; no fue capaz de tomarlo.

Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. Cuando los abrió nuevamente, vio que su plato y su taza estaban vacíos y que el hombre situado a su izquierda comía rápidamente. Era el hombre que tocaba el inexistente piano.

Pensó: «Si me quedo mucho tiempo, llegaré a tener tanta hambre que me comeré toda esta porquería.» No le gustó la idea de quedarse tanto tiempo.

Al cabo de un rato sonó un timbre y todos se levantaron, mesa por mesa, respondiendo a una seña que no vio, y salieron del comedor. Su grupo fue el último en entrar y el primero en salir.

Ray Bassington le dio alcance en las escaleras. Dijo:

—Te acostumbrarás. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—George Vine.

Bassington se echó a reír, la puerta se cerró tras ellos y la llave dio la vuelta en la cerradura.

Vio que fuera estaba oscuro. Se acercó a una de las ventanas y miró al exterior a través de los barrotes. Una sola estrella brillaba justo encima del olmo del jardín. ¿Su estrella? Bueno, la había seguido hasta allí. Una nube la ocultó a sus ojos.

Alguien se hallaba detrás de él. Volvió la cabeza y vio que era el hombre que tocaba el piano. Tenía la piel aceitunada y aspecto de extranjero, así como unos ojos muy negros; en aquel momento sonreía, como animado por una secreta alegría.

—Eres nuevo aquí, ¿verdad? ¿O es que acaban de trasladarte a esta sala?

—Soy nuevo. Me llamo George Vine.

—Baroni. Músico. Por lo menos, lo era. Ahora… no importa. ¿Quieres saber algo en especial?

—Desde luego; cómo salir.

Baroni se echó a reír, sin demasiada alegría ni amargura.

—Lo primero es convencerles de que vuelves a estar bien. ¿Te importa decirme lo que te pasa… o prefieres no hablar de ello? A algunos les importa, y a otros no.

Miró a Baroni preguntándose a qué grupo pertenecería. Finalmente dijo:

—Creo que no me importa. Yo… creo ser Napoleón.

—¿Lo eres?

—¿Qué?

—¿Eres Napoleón? Si no lo eres, ya es algo. Entonces, quizá te dejen salir dentro de seis o siete meses. Si realmente lo eres… mala cosa. Lo más probable es que te mueras aquí.

—¿Por qué? Quiero decir, si lo soy, es que no estoy loco y…

—Esta no es la cuestión. La cuestión es que ellos crean que no lo estás. Tal como ellos lo ven, si crees que eres Napoleón, es que estás loco. Quodd erat demonstrandum. Te quedarás aquí.

—¿Aunque les diga que estoy convencido de ser George Vine?

—Han tratado a mucho paranoicos, antes que a ti. Y a ti te consideran un paranoico, puedes estar seguro. Cada vez que un paranoico se cansa de un lugar, trata de largarse mintiendo. Ellos no son tontos, y lo saben.

—En general, sí, pero ¿cómo…?

Un repentino escalofrío le bajó por la espina dorsal. No tuvo que terminar la pregunta. Te clavan agujas… No le dio importancia cuando Ray Bassington se lo dijo.

El hombre de piel aceitunada asintió.

—El suero de la verdad — dijo—. Cuando un paranoico llega al punto de afirmar que está curado, se aseguran de que dice la verdad antes de soltarle.

Pensó que se había dejado atraer a una trampa perfecta. Probablemente moriría allí.

Apoyó la cabeza en los fríos barrotes de hierro y cerró los ojos. Oyó unos pasos que se alejaban y comprendió que estaba solo.

Abrió los ojos y miró al cielo; las nubes también habían ocultado la luna.

«Clare — pensó —; Clare.»

Una trampa.

Pero… si era una trampa, debía haber un trampero.

Estaba cuerdo o estaba loco. Si estaba cuerdo, había caído en una trampa, y si había una trampa tenía que haber uno o varios tramperos.

Si estaba loco…

Que Dios le confiriera la gracia de estar loco. De este modo, todo sería mucho más sencillo, y algún día podría salir de allí, podría volver a trabajar en el Blade, posiblemente con todos los recuerdos de su vida anterior. O la vida de George Vine.

Esta era la dificultad. Él no era George Vine.

Y había otra dificultad. Él no estaba loco.

El frio hierro de los barrotes sobre su frente.

Al cabo de un rato oyó que se abría la puerta y miró a su alrededor. Habían entrado dos guardias. Una absurda esperanza surgió en su interior. No duró demasiado.

—Hora de acostarse, muchachos — dijo uno de los guardas. Miró al maniaco depresivo, que seguía sentado en la misma silla, y dijo—: Está como una cabra. Oiga, Bassington, ayúdeme a llevármelo.

El otro guardia, un hombre muy corpulento con el cabello cortado al rape como un luchador, se acercó a la ventana.

—Usted. Usted es el nuevo. Vine, ¿verdad?

El asintió.

—¿Quiere jaleo, o prefiere portarse bien? — Los dedos de la mano derecha del guardia se cerraron, y alzó el puño.

—No quiero jaleo. Ya he tenido bastante.

El guardia se relajó un poco.

—De acuerdo, siga así y todo irá bien. Ahí tiene una cama libre. — Señaló—. Esta de la derecha. Tiene que hacérsela por la mañana. Quédese en la cama y ocúpese de sus propios asuntos. Si hay ruidos o alboroto en la sala, venimos y nos ocupamos de solucionarlo. A nuestro modo. A usted no le gustaría.

No estaba seguro de poder hablar, así que se limitó a asentir. Dio media vuelta y traspuso la puerta del cubículo que el guardia le había señalado. Había dos camas; el maníaco depresivo que había visto sentado en la silla se hallaba acostado en una de ellas, mirando al techo con ojos muy abiertos. Le habían quitado los zapatos, pero estaba completamente vestido.

Se acercó a su cama, sabiendo que no podía hacer nada por el otro hombre, ya que no había forma de llegar a él a través del impenetrable caparazón de horrible tristeza que es el intermitente compañero de un maníaco depresivo.

Retiró una sábana manta que cubría su propia cama y vio otra sábana manta del mismo color gris de la primera sobre una dura almohadilla. Se quitó la camisa y los pantalones y los colgó de un clavo situado en la pared a los pies de su cama. Miró a su alrededor en busca de un interruptor con que apagar la luz del techo, pero no lo encontró. Sin embargo, en aquel momento, la luz se apagó.

Una sola luz seguía brillando en algún lugar de la sala, y gracias a ella pudo quitarse los zapatos y calcetines y meterse en la cama.

Permaneció inmóvil durante un rato, sin oír más que dos sonidos, ambos débiles y aparentemente lejanos. En un cubículo situado fuera de la sala, alguien cantaba en voz baja, para sí, una melodía sin palabras; en otro lugar, alguien sollozaba. En su propio cubículo, ni siquiera se oía la respiración de su compañero de cuarto.

Entonces se oyó el ruido ahogado de unos pies descalzos y, desde el umbral, una voz dijo:

—George Vine.

—¿Sí?

—Chist, no tan alto. Soy Bassington. Quiero decirte algo acerca de este guardia; tendría que haberte advertido antes. No se te ocurra provocarle.

—No lo he hecho.

—Ya lo he oído; eres muy listo. Te hará pedazos si le das la oportunidad. Es un sádico. Muchos guardias lo son; por eso son carceleros de manicomios, así es como se llaman a sí mismos, carceleros de manicomios. Si les echan de un sitio por ser demasiado brutales, se vengan en otro. Mañana volverá; he pensado que debería advertirte.

La sombra del umbral desapareció.

Permaneció tendido en la penumbra, en la casi total oscuridad, sintiendo más que pensando. Preguntándose muchas cosas. ¿Podían saber los locos que estaban locos? ¿Lo sabían? ¿Estaban todos seguros, tal como él lo estaba…?

Aquella criatura inmóvil que se hallaba acostada en la cama vecina a la suya, sufriendo en silencio, aislada de toda ayuda humana, y sumergida en una profunda tristeza incomprensible para los cuerdos…

—¡Napoleón Bonaparte!

Una voz muy clara, pero ¿procedía de su propia mente, o del exterior? Se incorporó en la cama. Sus ojos escudriñaron la oscuridad, no distinguió ninguna silueta, ninguna sombra, en el umbral de la puerta.

Repuso:

—¿Sí?

7

SÓLO ENTONCES, sentado en la cama y habiendo contestado «Sí», se dio cuenta del nombre con el que la voz le había llamado.

—Levántese y vístase.

Levantó las piernas sobre el borde de la cama, y se levantó. Cogió la camisa y estaba empezando a ponérsela cuando se detuvo repentinamente y preguntó:

—¿Por qué?

—Para saber la verdad.

—¿Quién es usted? — inquirió.

—No hable tan alto. Ya le oigo. Estoy dentro y fuera de usted. No tengo nombre.

—Entonces, ¿qué es usted? — Hizo la pregunta en voz alta, sin pensar.

—Un instrumento del Brillante Fulgor.

Dejó caer los pantalones que tenía en las manos. Se sentó lentamente en el borde de la cama, se inclinó hacia el suelo, y los buscó a tientas.

Su mente también buscaba algo, aunque no sabía qué. Finalmente encontró una pregunta… la pregunta. Esta vez no la formuló en voz alta; la pensó, se concentró en ella mientras recogía los pantalones y se los ponía.

«¿Estoy loco?»

La respuesta — No — le llegó tan clara y nítida como una palabra pronunciada en voz alta, pero ¿acaso había sido así? ¿O era un sonido que sólo estaba en su mente?

Encontró los zapatos y se los puso. Mientras anudaba los cordones en una especie de lazos, pensó: «¿Quién — qué — es el Brillante Fulgor?»

—El Brillante Fulgor es la misma esencia de la Tierra. Es la inteligencia de nuestro planeta. Es una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas existentes en el universo, la Tierra es una; se llama El Brillante Fulgor.

«No lo entiendo», pensó.

—Lo entenderá. ¿Está preparado?

Acabó de hacer el segundo lazo. Se levantó. La voz dijo:

—Venga. No haga ruido.

Fue como si le guiaran a través de la casi total oscuridad, a pesar de que no sintió ningún contacto físico; tampoco vio ninguna presencia física junto a él. Sin embargo, avanzó confiadamente, aunque de puntillas y sin hacer ruido, seguro de que no tropezaría con nada. Atravesó la gran estancia que constituía la sala donde le habían destinado, y su mano extendida tocó el pomo de la puerta.

Lo hizo girar lentamente y la puerta se abrió hacia dentro, la luz le cegó. La voz dijo: «Espere», y él se mantuvo inmóvil. Oyó un sonido — el crujido de un papel — al otro lado de la puerta, en el pasillo iluminado.

Después, en el fondo del rellano, se oyó un estridente chillido. El ruido de una silla y unos pies que corrían hacia el lugar de procedencia del chillido. Una puerta se abrió y se cerró.

La voz dijo: «Venga», así que acabó de abrir la puerta y salió, pasando frente a la mesa y la silla vacía que estaba junto a la puerta de la sala.

Otra puerta, otro pasillo. La voz dijo: «Espere», la voz dijo: «Venga»; esta vez el guarda estaba dormido. Pasó de puntillas frente a él. Bajó las escaleras.

Pensó la pregunta:

«¿Hacia dónde me dirijo?»

—Hacia la locura — dijo la voz.

—Pero usted ha dicho que yo no estaba… — Había hablado en voz alta y el sonido le sobresaltó más que la respuesta a su última pregunta. Y, en el silencio que siguió a las palabras que había pronunciado, oyó — procedente del pie de las escaleras — el zumbido de un interfono, y alguien dijo: «¿Sí…? De acuerdo, doctor. En seguida subo.» Pasos y el ruido de la puerta de un ascensor al cerrarse.

Terminó de bajar las escaleras, dobló una esquina, y se encontró en el vestíbulo principal. Había una mesa vacía con un interfono junto a ella. Siguió adelante y llegó a la puerta que daba a la calle. Estaba cerrada y descorrió el pestillo.

Salió al exterior, a la oscuridad de la noche.

Avanzó silenciosamente sobre cemento, sobre gravilla; después, sus pies avanzaron sobre hierba y dejó de andar de puntillas. La oscuridad era completa; sintió la presencia de árboles a su alrededor y las hojas rozaron ocasionalmente su cara, pero siguió andando rápidamente, confiadamente, y extendió la mano justo a tiempo para tocar un muro de ladrillos.

Levantó el brazo y tocó la parte superior; se encaramó a él. En la superficie de la pared había innumerables trozos de cristales; se hizo numerosos cortes en la ropa y la carne, pero no sintió dolor, sólo la humedad y la viscosidad de la sangre.

Siguió andando a lo largo de una carretera iluminada, a lo largo de calles oscuras y vacías, bajó por un callejón todavía más oscuro. Abrió la verja de un jardín y se dirigió hacia la puerta trasera de una casa. Abrió la puerta y entró. En la parte delantera de la casa había una habitación iluminada; vio el rectángulo de luz al final del pasillo. Enfiló el pasillo y entro en la habitación iluminada. Junto a él, procedente de la nada, se oyó la voz del instrumento del Brillante Fulgor.

—Mire — dijo —; he aquí El Ser de la Tierra.

Miró. No como si tuviera lugar un cambio exterior, sino uno interior, como si sus sentidos se hubiesen transformado para percibir algo que hasta entonces no se podía ver.

El globo que era la Tierra empezó a brillar; a relucir fulgurantemente.

—Está usted viendo la inteligencia que rige la Tierra — dijo la voz —; la suma de los negros, blancos, y rojos, que son uno, divididos tal como los lóbulos de un cerebro, la trinidad que es una.

El brillante globo y las estrellas que había tras él se desvanecieron, y la oscuridad se hizo más impenetrable, al mismo tiempo que la mortecina luz se intensificaba, y se encontró en la habitación con el hombre situado junto a la mesa.

—Lo ha visto — dijo el hombre al que odiaba—, pero no lo entiende. Usted pregunta: ¿Qué he visto? ¿Qué es el Brillante Fulgor? Es una inteligencia colectiva, la verdadera inteligencia de la Tierra, una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas que hay en el universo.

»Entonces, ¿qué es el hombre? Los hombres son peones, en partidas de… para usted… una complejidad increíble, entre rojas y negras, blancas y negras, por diversión. El juego de una parte de un organismo contra otra parte, para entretenerse un instante de la eternidad. Hay unos juegos más largos, que se desarrollan entre galaxias. No con el hombre.

»El hombre es un parásito característico de la Tierra, que tolera su presencia durante cierto tiempo No existe en ningún otro lugar del cosmos, y su existencia aquí será muy corta. Un poco de tiempo, unas cuantas guerras sobre el tablero, que creerá haber provocado él mismo… Veo que empieza a comprender.

El hombre situado junto a la mesa sonrió.

—Quiere saber algo de sí mismo. No hay nada menos importante. Se hizo un movimiento, antes de Lodi. Se presentó la oportunidad de mover los rojos; se necesitaba una personalidad más fuerte y despiadada; fue un momento crítico de la historia… es decir, de la partida. ¿Lo comprende ahora? Se introdujo a un sustituto para que se convirtiera en Napoleón.

Consiguió articular dos palabras:

—¿Qué más?

—El Brillante Fulgor no mata. Teníamos que hacer algo con usted, trasladarle de lugar y de tiempo. Mucho después, un hombre llamado George Vine falleció en accidente; su cuerpo aún era utilizable. George Vine no estaba loco, pero tenía complejo de Napoleón, la transferencia resultaba divertida.

—Sin duda. — Nuevamente le fue imposible llegar al hombre de la mesa. El mismo odio era el muro que los separaba—. Así pues, ¿George Vine está muerto?

—Sí. Y usted, como sabe demasiado, tiene que volverse loco para que no sepa nada. El hecho de saber la verdad le volverá loco.

—¡No!

El instrumento se limitó a sonreír.

8

L

A HABITACIÓN, el cubo de luz, se oscureció, pareció ladearse. Aunque seguía en pie, estaba inclinándose hacia atrás, y su posición se convirtió en horizontal en vez de vertical.

Tenía todo su peso apoyado sobre la espalda y debajo de su cuerpo había la blanda dureza de la cama, la aspereza de una sábana manta gris, Y podía moverse; se incorporó.

¿Había sido un sueño? ¿Había salido realmente del manicomio? Extendió las manos, las unió, y notó que estaban pegajosas. La misma sustancia viscosa cubría la pechera de su camisa y la parte delantera de sus pantalones.

Además, llevaba los zapatos puestos.

La sangre le indicaba que se había encaramado a la pared. La analgesia le abandonaba, y el dolor empezaba a hacer su aparición en las manos, el pecho, el estómago y las piernas. Un dolor penetrante.

En voz alta, dijo:

—No estoy loco, No estoy loco. — ¿Lo había dicho a gritos?

Una voz contestó:

—No. Todavía no. — ¿Era la voz que había oído antes en la habitación? ¿O era la voz del hombre que había visto en la estancia iluminada? ¿Acaso ambas eran la misma voz?

La voz dijo:

—Pregunte: «¿Qué es el hombre?»

Mecánicamente lo preguntó.

—El hombre es un callejón sin salida en el proceso evolutivo, que ha llegado demasiado tarde para competir, que siempre ha estado controlado y movido por el Brillante Fulgor, el cual era viejo y sabio antes de que el hombre adquiriese la posición erecta.

»El hombre es un parásito que vive en un planeta habitado desde antes de que él llegara, habitado por un Ser que es uno y muchos, mil millones de células y una sola mente, una sola inteligencia, una sola voluntad… tal como ocurre en todos los demás planetas habitados del universo.

El hombre es una broma, un bufón, un parásito. No es nada; aún será menos.

«Ven y enloquece»

Salió nuevamente de la cama; empezó a andar. Salió del cubículo, atravesó la sala. Llegó a la puerta que daba al pasillo; una delgada rendija de luz se veía debajo de ella. Pero, esta vez, no alargó la mano hacia el pomo. En cambio, permaneció inmóvil frente a la puerta, y ésta empezó a brillar; lentamente, se fue iluminando y se hizo visible.

Como iluminada por una invisible linterna, la puerta se convirtió en un visible rectángulo en la oscuridad circundante; tan claramente visible como la rendija que se veía debajo.

La voz dijo:

—Ahí tiene una célula de su soberano, una célula que no es inteligente, por sí misma, pero que forma parte de una unidad inteligente, una de la mil millones de unidades que constituyen la inteligencia que gobierna la Tierra… y a usted. También es una del millón de inteligencias que gobiernan el universo.

—¿La puerta? No…

La voz no contestó; se había retirado, pero en su mente estaba el eco de una silenciosa carcajada.

Se acercó un poco más y vio lo que tenía que ver. Una hormiga subía lentamente por la puerta.

La siguió con los ojos, mientras un creciente horror le dominaba, le invadía totalmente. Un centenar de cosas que le habían dicho y mostrado cobraban repentinamente sentido, un sentido hecho de espantoso horror. Los negros, los blancos, y rojos; las hormigas negras, las hormigas blancas, las hormigas rojas, los que jugaban con los hombres, los lóbulos separados de un solo cerebro, la inteligencia que era una. El hombre como accidente, parásito, peón; un millón de planetas en el universo, habitados por una raza de insectos que era la única inteligencia del planeta… y todas las inteligencias reunidas constituían la única inteligencia cósmica que era… ¡Dios!

Fue incapaz de articular esta única palabra.

Se volvió loco.

Golpeó la puerta, sumida otra vez en la oscuridad, con sus manos recubiertas de sangre, con las rodillas, la cara, todo su cuerpo, a pesar de que ya se había olvidado de la razón, ya se había olvidado de lo que quería aplastar.

Estaba loco — demencia precoz, no paranoia — cuando aliviaron su cuerpo al ponerle una camisa de fuerza, lo aliviaron del frenesí a la quietud.

Era una locura tranquila — paranoia, no demencia precoz — cuando le dieron de alta al cabo de once meses.

La paranoia es una enfermedad muy peculiar; no tiene síntomas físicos, es la presencia de una idea fija. Una serie de choques de metrazol curaron su demencia precoz y sólo le dejaron la idea fija de que era George Vine, periodista.

Los médicos del manicomio también creían que lo era, así que su manía no fue reconocida como tal y le dejaron marchar, entregándole un certificado que demostraba su completa recuperación.

Se casó con Clare; sigue trabajando en el Blade… para un hombre llamado Candler. Sigue jugando al ajedrez con su primo, Charlie Doerr. Sigue viendo — para someterse a revisiones periódicas — al doctor Irving y al doctor Randolph.

¿Cuál de ellos sonríe interiormente? ¿De qué les serviría saberlo?

No importa. ¿No lo comprenden? ¡Nada importa!

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