Leonardo

Leonardo


Capítulo 3

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CAPÍTULO 3

TARTUFO AL RESCATE

EN LA CASA DE CAMPO ZEPPI YA HABÍAN ECHADO DE menos a Leonardo y María. La familia entera se había reunido en la cocina, alrededor del hogar, donde colgaba una olla con el cocido para el almuerzo.

Accattabriga, el padrastro de Leonardo, había ido en busca de Antonio da Vinci, el abuelo paterno del niño, y de su tío Francesco, que habían acudido a la casa de Campo Zeppi. En cuanto llegaron, todos se pusieron a discutir cómo realizar la búsqueda de los dos pequeños.

—Escuchad a Piera —intervino Caterina—. Ella ha sido la última que los ha visto.

—Quería irse de aventuras, a explorar… —dijo la niña con timidez—. Yo le advertí que no lo hiciera. No entiendo por qué María se fue con él, debió de reunirse con Leonardo después.

—Piensa, Piera, ¿qué quería explorar? —preguntó Accattabriga.

—Creo que las cuevas de los alrededores, padre —contestó la chica.

—Un momento… ¡Silencio! —pidió el tío Francesco, escuchando unos sonidos que venían de fuera—. Esos ladridos… ¿no son los del perro de Leonardo, Tartufo?

La familia salió en tropel a la era, enfrente de la casa. Allí, encontraron a Tartufo, totalmente mojado y lleno de barro. Ladraba sin cesar, dejando claro su deseo de que lo siguieran.

Todos se dispusieron a ir detrás del perro, incluso Catarina, que llevaba al pequeño Francesco en brazos y esperaba a su sexto hijo. La pequeña Lisabetta, de apenas tres años, se agarraba a la falda de su madre y se apuraba a seguir su apresurado paso. Tampoco se quedó atrás el abuelo Antonio, a pesar de que ya era muy anciano y le costaba un poco andar.

Lisa y Simone, que eran sobrinos de Accattabriga y también vivían en la casa, se unieron a la comitiva. Más o menos tenían la edad de Leonardo y, aunque es cierto que pensaron que podían ayudar a encontrar a los chicos, lo que más les atrajo fue la idea de vivir una emocionante aventura.

Uno tras otro, fueron subiendo por la loma de la colina que horas antes habían recorrido Leonardo y Tartufo, y luego María. Guiados por el perro, llegaron a la jara que cubría la entrada de la cueva. Tartufo se colocó entonces justo delante y empezó a ladrar con insistencia.

—¡Es aquí! —exclamó el tío Francesco, apartando las ramas de la jara y dejando la entrada de la cueva al descubierto.

—¡Leonardo! ¡María! —empezó a gritar Caterina.

Y al instante se le unieron todos:

—¡Leonardooo! ¡Maríaaa!

—¡Estamos aquí! —respondió Leonardo desde el interior de la cueva.

El grupo familiar empezó a dar saltos de alegría y aplaudir, y enviaron a los niños mayores de vuelta a casa a buscar las herramientas necesarias para iniciar el rescate: cuerdas, lámparas…

Mientras Piera, acompañada de sus primos Lisa y Simone, cumplía su cometido, Tartufo se coló de nuevo en la gruta impaciente por reencontrarse con su amo. A él no le hacía falta luz para saber dónde estaba Leonardo.

En el momento en que entró en la gran caverna del fósil, el animal emitió unos ladridos de alegría. Leonardo se removió contento y despertó a María.

—¡Tartufo! ¡Aquí! —Leonardo todavía no había terminado de llamarlo cuando el perro ya estaba lamiéndole la cara—. ¿Lo ves, María? Os dije que los perros son unos amigos estupendos. Sin decirle nada, Tartufo ya sabía que estábamos aquí y que necesitábamos ayuda.

María no respondió, pero acarició agradecida el pelo sucio y enmarañado de Tartufo.

—¿No decías que lo habían secuestrado unos malvados? —volvió a preguntar María, que realmente había llegado a creer que la historia que contaba su hermano podía ser cierta.

—Bueno, es que me parecía muy emocionante pensar que algo así había pasado —explicó Leonardo de nuevo—. Pero la verdad, María, es que en el fondo siempre supe que Tartufo se había ido por su cuenta y que tarde o temprano volvería.

—Entonces… ¿por qué hemos tenido que entrar aquí? —preguntó María, dudando si debía enfadarse o no con su hermano—. Nos podríamos haber quedado a esperar en el bosquecillo…

—Ya, pero no habría sido ni la mitad de interesante —contestó Leonardo.

María puso cara de no entender nada, aunque Leonardo no la vio porque estaban totalmente a oscuras.

En el exterior, Piera, Lisa y Simone acababan de llegar de la casa de Campo Zeppi con los utensilios necesarios, y el tío Francesco se dispuso a organizar el rescate. Determinó, como había hecho Leonardo antes, que quien entrara tenía que ser alguien lo más pequeño posible, que cupiera por la angosta apertura en las rocas. Simone, que como había sospechado en más de una ocasión Leonardo también estaba hecho para la aventura, se ofreció voluntario.

—¡Sigue el cordel que hay en el suelo y las marcas de la pared hechas con carboncillo! —gritó Leonardo con todas sus fuerzas cuando supo que Simone iba a entrar en la cueva.

Efectivamente, Simone, que llevaba una lamparilla de aceite para iluminar el camino, encontró el cordel pisoteado por Tartufo y las señales de carboncillo medio despintadas a causa de la humedad de la cueva. Aun así, llegó hasta la entrada de la gran sala del fósil de ballena. Y al igual que les había ocurrido a Leonardo y María antes, Simone quedó estupefacto ante esa belleza tan singular.

Leonardo lo sacó de su ensimismamiento pidiéndole prestado el candil; lo necesitaba para hacer un boceto del fósil de ballena, ya que antes no había tenido tiempo de dibujarlo.

—Pero si todos os están esperando allí fuera —dijo Simone, sorprendido por la petición del chico.

—Serán solo unos minutos —suplicó Leonardo—. Os prometo que os compensaré con una historia preciosa. —Leonardo estaba decidido a no desaprovechar una oportunidad como aquella.

—Yo te pido algo mejor —propuso Simone—: que me invites a tu próxima aventura.

—¡Hecho! —Leonardo le tendió la mano a Simone para sellar el pacto. Luego se giró hacia su hermana—. ¿Qué dices tú, María? —Estaba ansioso por empezar a dibujar el fósil.

—No estaría mal —asistió la niña, con algunas reservas—. ¡Pero sin cuevas oscuras! He pasado un poco de miedo… —añadió con media sonrisa.

Leonardo también sonrió mientras se ponía manos a la obra. En un santiamén dibujó el esqueleto de ballena, que hacía millones de años que estaba atrapado en la roca. Además, pintó con cuidado las distintas capas de sedimentos que se apreciaban en la pared de piedra.

Simone y María, viendo la tarea de Leonardo, avisaron a los de fuera de que saldrían enseguida para que no se preocuparan.

Una vez que Leonardo hubo terminado, los tres niños se dispusieron a salir iluminados por la luz del candil que había traído Simone. Primero fue Tartufo, que no necesitaba que lo iluminaran para orientarse. Luego, Simone con la lámpara, seguido de María. Y cerraba la comitiva Leonardo, que se había guardado los pliegues de papel con el dibujo del fósil dentro de la camisa para no perderlos.

El sol empezaba a bajar cuando los niños, por fin, salieron de la cueva. Hubo abrazos y reprimendas casi a partes iguales, pero, al final, ganó la alegría de que todos estuvieran sanos y salvos, y de que la aventura de Leonardo hubiera quedado solo en un buen susto.

Antes de que Leonardo se marchara hacia el hogar paterno de Vinci, que es donde le tocaba dormir, Caterina invitó al abuelo Antonio y al tío Francesco a comer en la casa de Campo Zeppi unos mazapanes que había elaborado su marido.

Accattabriga ahora trabajaba en un horno de cal y cerámica, pero había sido soldado y también había ejercido de pastelero. De hecho, Leonardo aprovechaba muchos de los ratos que pasaba en Campo Zeppi para aprender las deliciosas recetas que Accattabriga preparaba, porque el chico, además de ser goloso, tenía curiosidad por todas las artes que pudieran existir, incluida la cocina.

En el camino de regreso a la casa de Vinci, Leonardo contó a su tío y a su abuelo sus descubrimientos en la cueva. Francesco escuchaba con atención a su sobrino. Gracias a la luz de la linterna de aceite que le habían prestado en casa de Catarina, veía la cara de emoción del chico mientras hablaba de su aventura.

Tartufo caminaba al lado de Leonardo moviendo la cola como si estuviera de acuerdo en todo lo que decía su joven amo.

—A ver, tío, ¿qué hace el esqueleto de una ballena en el interior de una cueva?

Francesco sabía que Leonardo estaba a punto de enredarlo en una de esas largas conversaciones científicas que siempre comenzaban con una pregunta al estilo de «¿Por qué el cielo es azul?» o «¿Por qué vuelan los pájaros?».

—Ya sabes lo que dice la Biblia sobre el diluvio universal: solo dos ejemplares de cada animal se salvaron. Todos los otros murieron después de que la Tierra entera quedara cubierta de agua —dijo el tío de Leonardo—. Las ballenas y los demás animales marinos pudieron acabar en cualquier lugar. Al principio, debieron de sobrevivir nadando en las aguas del diluvio, pero cuando el agua se secó, murieron allí donde se encontraban. Por ejemplo, en las cuevas de Campo Zeppi.

—¿Ya empezáis de nuevo con vuestras historias? —refunfuñó el abuelo de Leonardo, que no veía el momento de llegar a casa.

El abuelo Antonio tenía ganas de descansar después de tanto ajetreo, pero sobre todo quería decirle a Lucía, su esposa, que el niño estaba bien para que no sufriera. A él lo que le gustaba eran las cosas sencillas y la vida de campo, no le interesaban demasiado los asuntos sobre los que su hijo menor y su nieto pasaban horas y horas hablando.

Hasta entonces, Leonardo solo había asistido durante unos meses a la escuela del ábaco, donde le habían enseñado un poco de cálculo mercantil, por lo que debía a su tío la mayoría de sus conocimientos. Francesco era el hermano pequeño de su padre, tenía solo quince años más que él y también era un enamorado de la naturaleza.

Cuando llegaron a casa, la abuela Lucía los recibió con los brazos abiertos.

—¡Leonardo, hijo! ¡Estás sano y salvo! —exclamó dándole un buen achuchón—. Venga, pasad, que he mandado que preparen una buena cena para que recuperéis fuerzas.

Con todo lo que había pasado, Leonardo prácticamente se había olvidado de comer. Tenía hambre, la verdad, pero temía que no hubiera otra cosa para cenar que un buen plato de polenta con carne o un caldero de huesos de vaca.

Cuando se sentó a la mesa, comprobó que no se había equivocado. Por suerte, su abuela también había encargado hervir unas cuantas verduras: col, nabo, cebolla, zanahoria… Leonardo amaba a los animales y le costaba horrores comérselos; le parecía una aberración matar, cocinar y servir en la mesa esas aves, vacas, cabras u ovejas que él dibujaba con tanto esmero.

En cuanto a la omnipresente polenta, una especie de sémola hecha con harina de centeno y farro, hay que decir que no le gustaba demasiado. Seguramente, la había aborrecido con el paso de los años, porque en la cocina de la Toscana de por aquel entonces era uno de los ingredientes más comunes, casi tanto como el pan.

Así que se sirvió un buen plato de verduras y tomó un par de huesos de vaca para dejarlos caer debajo de la mesa, donde aguardaba su fiel compañero, Tartufo.

—Veo que tienes apetito —le dijo el tío Francesco mientras le guiñaba un ojo—. Tenemos que continuar nuestra conversación sobre la ballena y me gustaría que me enseñaras tus dibujos, pero ya es muy tarde y tienes que estar cansado. Mañana tengo que ir a revisar mis gusanos de seda. Si quieres, puedes acompañarme y contármelo todo.

Leonardo asintió masticando lentamente un pedazo de col hervida, que, a pesar del cansancio, le sabía a gloria.

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