Leonardo

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Capítulo 4

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CAPÍTULO 4

GUSANOS, BALLENAS Y MONSTRUOS FANTÁSTICOS

LEONARDO CREÍA QUE EL TÍO FRANCESCO ERA EXCEPCIONAL en muchos aspectos. Uno de ellos era la ocupación tan particular que se había buscado: criador de gusanos de seda.

Su intención era vender el preciado hilo que fabricaban estos animalillos para elaborar en la Toscana las lujosas telas que antaño se importaban exclusivamente de la China.

Francesco nunca había estado interesado en ejercer de notario, como hacía su hermano Piero, el padre de Leonardo.

Francesco da Vinci criaba gusanos de seda, pero en general los da Vinci eran conocidos por haberse dedicado, durante generaciones, a ser notarios. Esta profesión era muy importante en esa época, porque se necesitaban notarios constantemente para los tratos mercantiles: comprar, vender, pedir préstamos u ofrecerlos…

Leonardo acudió a la casita donde su tío Francesco criaba las orugas. Estaba en una de las propiedades que la familia tenía a las afueras de Vinci.

En lo alto del edificio, más bien pequeño y un poco destartalado, había una buhardilla con estanterías de madera y caña donde se amontonaban un sinfín de ramas de morera. En algunos estantes había gusanos; en otros, crisálidas, que colgaban en las ramas y que serían recolectadas en cuanto cumplieran diez días de existencia, antes de que saliera de ellas la mariposa.

—Tío, no entiendo por qué no dejas que la oruga acabe su proceso para recoger los capullos —dijo Leonardo mirando todo aquel espectáculo—. Las orugas no morirían y tú tendrías un montón de mariposas, que pondrían infinidad de huevos y de ellos nacerían muchísimos gusanos nuevos.

—Pero no es lo mismo —le quiso aclarar Francesco a su sobrino—. Los capullos de seda no tienen el mismo valor una vez que han sido abiertos por la mariposa.

—No entiendo por qué —insistió Leonardo.

—Ya lo entenderás. —El tío de Leonardo dio por terminada la conversación sobre los gusanos de seda porque sabía que su sobrino podía darle vueltas y más vueltas, hasta sacarlo de quicio—. Por cierto, ¿qué me tenías que contar sobre tus descubrimientos en la cueva de Campo Zeppi? —preguntó Francesco cambiando de tema por completo.

—Te he traído mis dibujos —contestó Leonardo sin sacarse la cuestión de las crisálidas de seda de la cabeza—. Cuando tengas un momento, te los enseño.

—¡Ahora mismo! —contestó Francesco emocionado, ya que le fascinaban los dibujos de su sobrino.

Ni corto ni perezoso, Leonardo se dedicó a colgar todos sus bocetos en las estanterías de los gusanos: los que había hecho en la cueva y también los que había dibujado después. Francesco observó aquella exposición de arte improvisada lleno de asombro. Había visto antes algunos dibujos del chico, pero aquellos le parecían de una precisión y un realismo maravilloso.

—Cuéntame… —le invitó a hablar Francesco—. ¿Qué son estas zonas de distinta intensidad y textura que has representado en tus dibujos?

—Es lo que te quería explicar ayer… —empezó diciendo Leonardo—. Los diferentes tonos de gris y negro que me permitió el carboncillo muestran distintas capas de roca.

—Ya veo… —murmuró Francesco siguiendo el dibujo con el dedo—. ¿Quieres decir que no se trata de un único bloque de roca?

—Exacto —respondió Leonardo—. La composición de la roca es diferente en cada una de estas capas.

—¿Adónde quieres ir a parar? —Francesco estaba deseoso de escuchar las conclusiones de su sobrino.

—Creo que cada una de esas capas de roca pertenece a un período de tiempo distinto. No se formaron en el mismo momento, sino la una después de la otra. ¿Me entiendes?

—No estoy del todo seguro —dijo el tío, lleno de dudas.

Leonardo respiró hondo y se dispuso a dar una clase práctica a su tío Francesco. Recogió un montón de arenilla y piedras que había por el suelo de la buhardilla y lo apiló todo en un montón.

Ecco! Imagina que este montoncito de piedras se formó hace millones de años… —Dicho esto, Leonardo se dispuso a recoger un nuevo material de naturaleza muy distinta: unas cuantas hojas y ramas de morera—. Ahora imagina que yo soy una gran corriente de agua que lo cubre todo, incluido el montón de piedras y arenilla. —Leonardo corrió por la estancia desplegando sus brazos como si fuera una ola de mar gigante.

—¡Cómo te gusta el teatro! —exclamó, divertido, el tío Francesco.

—Conmigo llevo algunos sedimentos… —continuó Leonardo mostrando las ramas y las hojas de morera—. ¡Y los dejo sobre los que ya había en este lugar! —Al pasar por el lado del montón de piedras y arenilla, soltó encima un puñado de hojas y de ramas de morera—. Pasado un tiempo, me vuelvo a ir… —Leonardo se alejó del montón de distintos materiales que había creado repitiendo los movimientos con sus brazos y haciendo como si fuera una ola gigante que se retira.

—¡Vaya! ¡El agua se ha secado! —bromeó Francesco.

—¡Exacto! —dijo Leonardo—. Y tras de sí ha dejado todos esos nuevos sedimentos… ¡Las ramas y las hojas de morera encima de la arenilla y las piedras! —El chico señaló el montoncito de materiales que había ido acumulando en su representación teatral—. Y si repito la operación… —siguió Leonardo recogiendo nuevos materiales.

—No, no hace falta —advirtió Francesco—. Creo que he captado la idea.

—Bueno, pues ahora imagina que en cada una de esas capas de sedimentos hubieran quedado atrapados los animales que entonces vivían en el agua y que morían cuando el agua se retiraba. Así, una y otra vez… —explicó Leonardo.

—¿¡Cómo!? —exclamó Francesco, sabiendo que las conclusiones de su sobrino iban a ser aplastantes.

—Mira mis dibujos —pidió Leonardo a su tío, yendo hacia los papeles que había colgado en las estanterías de los gusanos—. Si te fijas bien, verás que el fósil de ballena está dentro de una capa. En las otras capas, aparecen otros fósiles: caracoles y otros seres que no conozco.

—¿Y? —Francesco no entendía adónde quería llegar Leonardo con todo aquello.

—Te lo resumo: vemos distintas capas en la pared de roca porque no se formaron al mismo tiempo, sino en momentos distintos. Si no, veríamos una sola capa, un solo color y una sola textura —señaló Leonardo—. Eso indica que la teoría del diluvio universal no puede ser cierta. Si hubiera habido diluvio, todos los animales habrían muerto más o menos al mismo tiempo: los terrestres, cuando todo el mundo quedó inundado, y los marinos, cuando las aguas del diluvio se secaron. Los cuerpos de todos ellos habrían quedado enterrados en los mismos sedimentos. En cambio, en esta pared de roca, se ven animales en distintas capas de sedimentos. Se ve que murieron en momentos muy diferentes —concluyó el chico.

—Leonardo, hablas de cosas que no comprendo —le advirtió su tío—. Y estoy seguro de que nadie aceptará nunca una teoría como esa. Además, podrían acusarte de herejía si niegas que existió el diluvio universal.

Francesco le guiñó un ojo al muchacho, se apartó de él y sus dibujos y se puso de nuevo manos a la obra con los gusanos y las crisálidas que colgaban de las ramas secas de morera. Ocupado en sus quehaceres, no advirtió las maniobras de Leonardo: mientras recogía sus dibujos, aprovechó para esconder entre los papeles unas cuantas crisálidas y gusanos de seda.

De nuevo en casa, Leonardo se encerró en su habitación. Colocó las crisálidas y los gusanos que había cogido del criadero de su tío en un cuenco, y lo dispuso en una esquina de la estancia. Pensó que debía acondicionar bien aquel rincón, creando un minicriadero para poder observar la vida de las orugas de cerca y averiguar por qué no se podían aprovechar los capullos una vez abiertos. Pero necesitaba más ejemplares y bastantes hojas de morera para llevar a cabo su experimento.

Esa noche, cuando todos en la casa durmieran, iría hasta el criadero de orugas del tío Francesco y se haría con todo el material que requería para su investigación.

Leonardo estuvo varias noches seguidas entrando en el criadero de gusanos de seda de su tío para llevarse todo lo que necesitaba sin que nadie lo supiera. Iba con sumo cuidado para no ser descubierto.

De esta manera, llegó a montar en su habitación un auténtico laboratorio para observar a estos animales y el proceso que seguían para convertirse en mariposa.

De día, procuraba no salir demasiado de su cuarto. Aunque nadie solía entrar en él, temía que en un descuido alguien pudiera darse cuenta de lo que tramaba. Además, pasaba horas y horas observando y dibujando las orugas y sus crisálidas y, pronto, las mariposas que salían de ellas.

De noche, cuando dormía, atrancaba la puerta por si acaso y permitía que Tartufo estuviera en el cuarto con él, para que, llegado el momento, le advirtiera de la presencia de cualquier intruso.

Así pasaron muchos días y muchas noches.

En ese tiempo, Francesco puso vigilancia en la caseta donde criaba los gusanos, ya que tenía la sensación de que, aprovechando sus ausencias, alguien se colaba allí y revolvía sus cosas.

No obstante, no dijo nada del asunto a Leonardo, de manera que este, cuando tuvo necesidad de volver al criadero de orugas de noche…, se encontró con una buena sorpresa.

Había oscurecido y, bajo la luz de un candil, Leonardo estaba seleccionando algunos gusanos nuevos en la caseta de su tío, ya que todos los suyos se habían encerrado en su crisálida o ya se habían convertido en mariposa.

De repente, oyó unos ruidos. Pensó que podía ser cualquier animal, por ejemplo, un zorro que merodeara por los alrededores buscando restos de comida o intentando entrar en el cercado de las gallinas. Aunque hay que decir, para ser justos, que Leonardo pensaba que los movimientos y los ruidos que se oían parecían mucho más torpes que los que podía hacer una raposa en plena acción.

Por si acaso, el muchacho apagó la lamparilla de aceite y se escondió detrás de las estanterías de madera y caña que albergaban la morera, los gusanos y las crisálidas. Al cabo de un rato, percibió el ruido mucho más cerca y, espiando a través de las baldas, vio que entraba en la estancia Giovanni, un chaval del pueblo al que Francesco a veces contrataba para hacer determinadas faenas en la finca. Giovanni extendió un viejo saco en un rincón y se echó encima. Tenía toda la pinta de que se había preparado un lecho y se disponía a dormir.

«¡Vaya! Este va a pasar la noche aquí… —pensó Leonardo—, si me descubre, se lo chivará a mi tío y… adiós experimento.» El chico no sabía qué hacer: intentó desplazarse lentamente para salir de su escondite sin hacer ruido y, de esta manera, evitar despertar a Giovanni.

Aun así, cuando salió de detrás de la estantería, pisó una caña que había por allí suelta y esta crujió terriblemente en medio del silencio de la noche.

Giovanni se revolvió encima de su saco.

—¿Hay alguien ahí? —gritó el joven con voz áspera sin apenas moverse de su sitio.

«Esto va a resultar más complicado de lo que creía —pensó Leonardo—. Mejor espero un rato a ver si se duerme más profundamente.»

Leonardo se apoyó en una de las estanterías y, esperando a que Giovanni se durmiera del todo, fue él quien acabó entrando en un sueño profundo. Unas horas más tarde se hizo de día, y los primeros rayos de sol, que entraban por un ventanuco que tenía justo encima, lo despertaron. «¡No puede ser! Me he dormido…», se riñó a sí mismo Leonardo mientras se incorporaba y espiaba de nuevo a Giovanni.

El chaval ya estaba despierto, se había incorporado y, sentado sobre su saco, comía pan y cebolla para desayunar. Parecía que no tenía ninguna prisa.

Leonardo suspiró intentando no hacer ruido y pensó que tenía que idear algo para poder salir de allí lo antes posible sin ser visto. Si en casa le echaban en falta, acabarían entrando en su habitación y empezarían los problemas.

Buscó a su alrededor y vio que en el suelo había más cañas y maderas sueltas, que probablemente habían sobrado de la construcción de las estanterías.

Cogió un taco de madera pequeño y lo tiró por la ventana. Cuando la madera impactó contra el suelo de fuera, se oyó un golpe seco.

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? ¿Hay alguien ahí? —preguntó Giovanni con voz ronca, sin moverse demasiado. Tras esperar algunos segundos muy atento, se conformó—. Debe de ser un gato… —añadió mordisqueando su desayuno.

«¡Qué vigilante se ha buscado el tío!» Leonardo tenía ganas de reírse a pesar de su situación. «Este no se mueve ni aunque la caseta arda… Creo que tendré que inventarme algo para hacerle salir corriendo de aquí.» Mientras pensaba en eso, distinguió una salamanquesa de buena medida en un rincón. Debía de llevar mucho tiempo allí, porque tenía aspecto de estar disecada.

A Leonardo se le escapó una sonrisa pícara, que obviamente nadie pudo ver, y se puso manos a la obra.

Recogió un poco de la resina que desprendía la madera con que estaba hecho el ventanuco por el que antes había lanzado el taco. La utilizó para pegar en la espalda de la salamanquesa algunas alas de mariposas muertas y piedrecitas brillantes que encontró por el suelo.

Cuando terminó, al animal le habían salido unas escamas bastante exóticas.

Con dos palitos, le fabricó unos cuernos y, con las conchas vacías de dos pequeños caracoles blancos, le hizo unos ojos saltones. Después recogió pelusilla que había debajo de la estantería y le hizo barba y pelo, que pegó con la misma resina de la ventana.

Leonardo admiró su obra de arte, que le pareció un monstruo fantástico, capaz de espantar al más ingenuo y de atraer al más curioso.

Lo puso en el suelo sin hacer ruido y lo apartó tanto como pudo con el brazo, con mucho cuidado de no ser visto por Giovanni.

Cuando estuvo seguro de que el chaval estaba lo suficientemente distraído, le acercó todavía más la salamanquesa transformada, con la ayuda de una caña muy larga. Se retiró con rapidez y se dispuso a esperar.

Giovanni, que esa mañana estaba muy despistado, no reparó en el monstruo fantástico hasta pasado un rato, pero, cuando lo hizo, el susto que se llevó fue monumental.

—¡Aaaahhh! ¿Qué es eso? —chilló desesperado. Entonces, se puso en pie por primera vez desde que había llegado a la caseta la noche anterior y salió corriendo tan deprisa como pudo gritando—: ¡Un monstruo! ¡Un monstruo venenoso! ¡Lo ha enviado el diablo! ¡Es obra de una bruja!

Giovanni corría y corría agitando los brazos en alto y con los ojos desorbitados.

Leonardo, en cambio, se moría de la risa mientras salía de su escondite tranquilamente y recogía su salamanquesa.

—Este no vuelve por aquí ni aunque el tío Francesco le ofrezca todo el oro del mundo. Guardaré este pequeño lagarto como recuerdo. Cuando consiga el material apropiado, tengo que fabricarme una mascota con un aspecto parecido… ¡Seguro que causará furor entre mis amigos!

Leonardo ya tenía lo que quería. Necesitaba unas cuantas crisálidas más para probar el experimento que se le había ocurrido: dejar salir a las mariposas, llevar a ebullición las crisálidas vacías e intentar obtener hilo de seda. No conseguía entender por qué todo el mundo hervía los capullos cuando la mariposa todavía estaba dentro de ellos.

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