Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 18. La reconquista del Partido

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18. La reconquista del Partido

XVIII

LA RECONQUISTA DEL PARTIDO

Kamenev, que había llegado a Petrogrado con Stalin y Muranov el 10-23 de marzo, había vuelto a hacerse cargo inmediatamente de Pravda, cuya publicación se había reanudado cinco días antes por iniciativa del Comité de la organización bolchevique de Petrogrado. Chliapnikov había sido el encargado de su reaparición, en su calidad de miembro del Buró del Comité central. Para la realización de esa tarea se le asociaron sus dos colegas, Molotov y Zalutski. Los primeros números, apresuradamente formados (la decisión del Comité se tomó el 3 de marzo, y el 5 estaba ya el periódico en venta en los quioscos), dejaba bastante que desear. Con excepción del editorialista Olminski, un veterano de la Pravda de antes de la guerra, los colaboradores fueron escogidos sin gran cuidado. Había prisa y se tomaba a cualquiera. El contenido de los números se resentía. Pero aun así, caminando a tientas, trataban de seguir la línea leninista inspirándose en las tesis de septiembre llegadas a Rusia. Un anónimo declaraba en el primer número que había que llevar la revolución «hasta el final» y preconizaba, con ese fin, la creación de «una guardia proletaria y democrática». Para conjurar la crisis del abastecimiento, era necesario «confiscar todos los depósitos formados por el antiguo Gobierno, por el Ayuntamiento, los bancos, etc.» Para detener «la sangrienta carnicería impuesta a los pueblos por sus gobiernos» había que entrar, en contacto con el proletariado de los países beligerantes. En el tercer número, Olminski exhortaba «a los camaradas franceses, ingleses e italianos» a «iniciar inmediatamente la lucha contra la coalición de la burguesía de todos los países beligerantes y, antes que nada, con los de Alemania» para terminar la guerra «en condiciones razonables», pero sin precisar en qué deberían consistir éstas según él.

Al recordar esos primeros números, Sukhanov, uno de los dirigentes del Soviet de Petrogrado, escribe en sus interesantes Notas sobre la Revolución: «Pravda era entonces un órgano caótico en el que colaboraban escritores y políticos dudosos. Sus furibundos artículos, su afán de explotar los instintos desencadenados de las masas, no tenían objetivos precisos ni finalidad determinada.» Kamenev sacó la misma impresión de su primer contacto con la redacción del periódico. Se la confió a Sukhanov con estas palabras:

»¿Lee usted Pravda? ¿No es cierto que habla un lenguaje perfectamente indecente? En general, reina un estado de ánimo intolerable. Su reputación es bastante mala. En los círculos obreros hay descontento. Desde que he llegado me encuentro desesperado. ¿Qué hacer? He pensado incluso suspender esa Pravda y publicar un nuevo órgano central. Pero es imposible. Hay demasiadas cosas en nuestro partido que están unidas al nombre de Pravda. El título debe de subsistir, pero hay que rehacer el periódico de otra manera.»

Esta «otra manera» se reveló bien claramente en el artículo que publicó en el número del 14 de marzo. Decía: «Es inútil decirnos, a nosotros los socialdemócratas revolucionarios, que el Gobierno provisional puede contar con el apoyo resuelto del proletariado revolucionario, en la medida en que luche efectivamente contra los vestigios del antiguo régimen... No necesitamos forzar los acontecimientos. Se desarrollan por sí mismos con una extraordinaria rapidez... Sería un error político plantear desde ahora la cuestión de un cambio del Gobierno provisional:.. La cuestión de tomar el poder sólo se planteará a la democracia rusa cuando el Gobierno de los liberales muestre su agotamiento.»

Al día siguiente abordaba el problema de la guerra: «La guerra continúa porque el ejército alemán no ha seguido el ejemplo del ejército ruso y sigue obedeciendo a su emperador. Cuando un ejército se mantiene frente a otro, la política más insensata consistiría en proponer a uno de ellos deponer las armas y volver a sus hogares. Eso no sería una política de paz, sino una política de esclavitud que el pueblo ruso rechazaría con indignación. No, permanecerá firme en su puesto, respondiendo a la bala con la bala, al obús con el obús. No hay la menor duda.

»El soldado y el oficial revolucionarios no abandonarán las trincheras para ceder el lugar al oficial y al soldado alemanes o austríacos que no han tenido todavía el valor de derrocar a su Gobierno. No debemos tolerar ninguna desorganización de las fuerzas armadas de la revolución. La guerra debe terminarse de una manera organizada, mediante un acuerdo entre los pueblos que se han liberado y no con una sumisión a la voluntad del vecino invasor e imperialista...

»Nosotros no damos la consigna de desorganizar el ejército revolucionario ni hacemos el llamamiento hueco de ¡abajo la guerra! Nuestra consigna es: presión sobre el Gobierno provisional para obligarlo a que intente públicamente, ante la democracia del mundo entero, convencer a los países beligerantes de la necesidad de empezar inmediatamente las conversaciones sobre los medios de cesar la guerra. Hasta entonces, cada quien debe seguir en su puesto de combate.»

Ese artículo llenó de asombro a los lectores habituales de Pravda. (El periódico se había creado rápidamente una clientela numerosa en los medios obreros, en los que, contrariamente a lo que pensaba Kamenev, gustaba mucho la actitud combativa adoptada en sus comienzos.) Escuchemos a Chliapnikov, separado por la nueva dirección: «La noticia resonó en todo el palacio de Táuride: victoria de los bolcheviques prudentes y moderados sobre los bolcheviques extremistas... En las fábricas, ese número de Pravda dejó perplejos a los miembros de nuestro partido y a los simpatizantes, mientras se notaba entre nuestros adversarios una satisfacción manifiesta.»

En efecto, la prensa burguesa, siempre rebosante de prosperidad, mostraba gran regocijo, y Sukhanov hacía observar irónicamente al nuevo dirigente del órgano bolchevique que el periódico menchevique marchaba claramente más a la izquierda que el suyo.

En el número siguiente, Kamenev cedió el lugar a Stalin, que se suponía compartía con él la dirección de Pravda. Este se mostró un poco más circunspecto. «Si la actual situación internacional de Rusia correspondiese a la de Francia en 1792 —escribía—, si tuviéramos frente a nosotros una coalición contrarrevolucionaria de reyes que persiguiera la finalidad precisa de restablecer en Rusia el antiguo régimen, es indudable que la socialdemocracia, lo mismo que los revolucionarios franceses, se habría levantado como un solo hombre en defensa de la libertad. Pues es evidente que la libertad adquirida a precio de sangre debe ser defendida, con las armas en la mano, contra todas las tentativas contrarrevolucionarias, procedan de donde procedan.» Pero, estima Stalin, la guerra actual no es más que una «carnicería imperialista». No hay razón ninguna, por tanto, para sonar el clarín y proclamar: «¡La libertad está en peligro! ¡Viva la guerra!» ¿Cuál es, en esas condiciones, la actitud que debe apoyar el partido bolchevique? «Ante todo —responde Stalin—, es indudable que la consigna pura y simple de Abajo la guerra es prácticamente inutilizable en lo absoluto, ya que en nada puede contribuir a obligar a los beligerantes a cesar la guerra.» ¿Dónde está la solución? «La solución —según Stalin— consiste en presionar al Gobierno provisional, exigir que se declare dispuesto a entablar inmediatamente conversaciones de paz sobre la base del reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos. Sólo en ese caso puede la consigna de Abajo la guerra engendrar una poderosa campaña política que arranque la máscara a los imperialistas y descubra a plena luz el verdadero rostro de la guerra.»

Esa era, por tanto, la misma fórmula de «presión sobre el Gobierno», lo que presuponía su reconocimiento implícito como tal. Y, mientras tanto, Lenin se desgañitaba repitiendo que la única actitud que cabía adoptar frente a ese Gobierno era su derrocamiento...

Había también el espejismo de la próxima Asamblea Constituyente, a la que se atribuía la posesión de los remedios para todos los males y que estaba destinada, se decía, a convertirse en la regeneradora del país. En su artículo del 18 de marzo, Stalin reclamaba que fuera convocada «lo más rápidamente posible», ya que, según él, era «la única institución con autoridad para todas las capas de la sociedad, capaz de coronar la obra de la revolución y de cortar las alas a la contrarrevolución que se levanta».

Mientras tanto, Kamenev clamaba «¡organización, organización, organización!» Lenin, como ya lo hemos visto, la pedía también con todas sus fuerzas. Pero no era la misma. Mientras él pensaba en apretar las filas en el interior del partido, en transformar a éste en un instrumento de combate revolucionario poderosamente armado y estrictamente disciplinado, Kamenev estimaba que «habiendo llegado el momento en que la clase obrera puede y debe obtener la mejoría de su situación económica y la consolidación de las conquistas realizadas interviniendo como una fuerza unida y organizada», había que crear «lo más rápidamente posible»... ¡sindicatos profesionales y tribunales de arbitraje destinados a juzgar los conflictos entre patronos y obreros! «Nada de estrépitos esporádicos —recomendaba este discípulo de Lenin—; antes de decidirse a pasar a la acción, nuestros camaradas deben calcular bien sus pasos y dirigirse previamente a sus organizaciones profesionales y a las de nuestro partido.» Era, evidentemente, la prudencia personificada, esa clase de prudencia que mata las revoluciones.

En los números de los días 21 y 22 de marzo (estilo ruso), Kamenev hizo publicar la primera de las Cartas desde lejos que le mandó Ganetzki desde Estocolmo. Las siguientes no aparecieron. ¿Por qué? Se pretendió que se habían extraviado en el camino. Pero Krupskaia afirma categóricamente en sus Recuerdos que «se quedaron en los expedientes de la redacción», o sea que los dirigentes de Pravda no consideraron oportuna su publicación.

Al llegar a Suecia pudo Lenin, por fin, conocer los números de Pravda. Ignoro si el paquete que le entregó Ganetzki al verlo contenía todos los números publicados o una simple selección; el caso es que los que leyó le disgustaron profundamente. No conozco tampoco los detalles de la conversación habida entre Lenin y Kamenev en el tren que los llevó a Petrogrado, pero todo hace pensar que este último debió escuchar duros reproches.

Lo que más le importaba a Lenin era saber si la corriente oportunista y conciliadora que parecía dominar en la redacción de Pravda tenía prolongaciones en las esferas de los dirigentes del partido. Quiso aclarar la situación en su primer contacto con sus partidarios. Por tanto, para responder a los discursos de bienvenida con que lo habían saludado los principales representantes de la organización bolchevique de Petrogrado que lo recibieron en el hotel de Kchesinskaia, Lenin, en lugar de pronunciar las tradicionales y breves palabras de agradecimiento (eran cerca de las dos de la mañana), les sacó en el acto todo un discurso-programa que duró dos largas horas y dejó a los asistentes profundamente impresionados. Un «neutral», el sovietista Sukhanov, a quien se permitió asistir a la recepción, escribe en sus Notas: «Jamás olvidaré ese discurso, que cual un trueno llenó de estupor y de admiración no sólo a un herético como yo que se encontraba allí por casualidad, sino también a todos los ortodoxos presentes. Afirmo que nadie esperaba una cosa parecida.»

Fue una larga improvisación. Lenin se había dejado llevar por su inspiración, pero como no hacía más que repetir lo que no había cesado de clamar y de proclamar en sus escritos y en sus cartas desde el principio de la guerra, su exposición fue de una cohesión, de una potencia y de una ordenación notables. Desgraciadamente, a ninguno de los asistentes se le ocurrió transcribirlo, y para reconstituirlo nos vemos reducidos al análisis que da Sukhanov. Creo útil reproducirlo, a falta de algo mejor, tanto más cuanto que ninguno de los editores de las Obras completas de Lenin ha juzgado necesario recogerlo. Tiene la palabra Sukhanov:

»Lenin empezó haciendo esta comprobación: la revolución socialista mundial está a punto de estallar. Esto es una consecuencia de la guerra mundial. La guerra imperialista no podía dejar de transformarse en guerra civil y no podía terminarse más que por una guerra civil, por una revolución socialista mundial.

»Lenin ridiculizó la política de paz del Soviet. No, no son «comisiones de contacto» las que tienen que liquidar la guerra mundial... Lenin se separaba resueltamente del Soviet y lo rechazaba rotundamente, por completo, al campo hostil... «Con su manifiesto del 14 de marzo, el Soviet llama a los pueblos a la revolución socialista mundial. ¡Vaya una concepción pequeñoburguesa! No, las revoluciones no se convocan, no se aconsejan. Las revoluciones nacen, maduran y crecen por sí solas. El manifiesto alaba ante Europa los triunfos alcanzados: habla de «la fuerza revolucionaria de la democracia», de la «libertad política total». ¿Cuál es esta fuerza cuando a la cabeza del país se encuentra la burguesía imperialista? ¿Cuál es esta «libertad política», cuando los documentos diplomáticos secretos no han sido publicados ni pueden serlo? ¿Cuál es esa libertad de palabra cuando todos los medios de impresión están en manos de la burguesía y bajo la protección del gobierno burgués?

»Cuando mis camaradas y yo veníamos hacia aquí, creí que se nos iba a conducir directamente de la estación a la prisión de la fortaleza Pedro y Pablo. No ha sido así, como vemos. Pero no perdamos la esperanza de que pueda suceder.

»El Soviet «revolucionario-defensista» dirigido por oportunistas, por Scheidemann rusos, no puede ser más que un arma en manos de la burguesía. Para que sea el arma de la revolución socialista mundial es necesario primero conquistarlo, transformarlo de pequeñoburgués en proletario. Por el momento, la fuerza bolchevique no es suficientemente grande para lograrlo. ¡Pues bien, aprendamos a estar en minoría, aclaremos, expliquemos, convenzamos...!»

La parte final del discurso de Lenin es resumida así por Sukhanov: «Para terminar, el tronante orador atacó a los que se hacen pasar falsamente por socialistas. No son sólo nuestros dirigentes sovietistas, las mayorías de los partidos socialistas europeos, los que no valen nada, sino también las minorías que exhiben tendencias internacionalistas y pretenden haber roto con la «paz social». Ni por un solo instante se les puede considerar camaradas de combate. Él, Lenin, gracias a Dios, ha atravesado de un lado a otro, con el camarada Zinoviev, por Zimmerwald y Kienthal. Únicamente la izquierda zimmerwaldiana monta guardia junto a la causa del proletariado y de la revolución mundial. Los demás no son sino oportunistas que dicen buenas palabras, pero que en realidad traicionan secreta, si no abiertamente, los intereses de las masas trabajadoras. El «socialismo» contemporáneo es el enemigo del proletariado internacional. Hasta el nombre de la socialdemocracia está enlodado y manchado de traición. Es imposible purificarlo, hay que rechazarlo. Simboliza la traición a la clase obrera. Hay que sacudir de los pies, sin tardanza, el polvo de la socialdemocracia, quitar la «ropa sucia» y adoptar el nombre de partido comunista.»

Esta perorata fue saludada con aplausos entusiásticos. Todo el mundo batía palmas. Los militantes medios con frenesí, fascinados, sumergidos en una especie de éxtasis, arrastrados por el torbellino de esas palabras inauditas. Los jefes con deferencia, tratando, en la medida de lo posible, de ocultar su desilusión, su desconcierto. Sukhanov trató de abordar a Kamenev. «Y bien, ¿qué le parece?», le preguntó con ligero sarcasmo. El otro esquivó la pregunta, repitiendo con aire molesto: «Esperemos, esperemos...»

»Me dirigí —escribe el «herético» Sukhanov— a un segundo y. luego a un tercer ortodoxo. Todos sonreían evasivamente, agachaban la cabeza y eran absolutamente incapaces de decir algo.»

Lo que parecía tan extraño y tan complicado era, sin embargo, bien sencillo y bien claro. Ese discurso era una condenación radical de la política adoptada por los hombres que habían tomado la dirección del partido bolchevique y que se mostraban dispuestos a colaborar con los social-patriotas del Soviet, es decir, a pactar con el Gobierno provisional y (¿quién sabe?) quizá también a formar parte del mismo en una eventual reorganización ministerial. Estos hombres tenían la suficiente inteligencia para darse cuenta de que las palabras de Lenin acababan con sus esperanzas. Pero el «bolchevique medio» sintió pasar, por el contrario, un auténtico soplo revolucionario que hasta ese momento le estaba faltando a la «gloriosa revolución» de febrero. Todo lo que acababa de oír era aún demasiado nuevo para él y los horizontes que abría Lenin ante sus ojos, con un gesto tan brutal, parecían demasiado vastos, lo inundaban con una luz demasiado cruda, pero sintió instintivamente que, en su subconsciente, aspiraba a esos horizontes y que sus ojos deslumbrados por la revolución burguesa pedían esa luz. Eran ellos esos «bolcheviques medios», los que representaban la verdadera fuerza del partido. Con ellos contaba Lenin para poder traducir en actos todo lo que acababa de decir. Se trataba, por tanto, para empezar, de atraérselos y de sustraerlos de la influencia del equipo de Kamenev y consortes.

Al trasladarse, una vez terminada la recepción, a casa de su hermana Ana, donde le habían preparado una habitación, Lenin veía ya totalmente claro y recto el camino que iba a emprender.

El sol se estaba levantando. Un viento fresco de la primavera soplaba en la calle. Su sueño fue breve. Una delegación llamó a su puerta. Se presentaba en nombre de los bolcheviques miembros de la conferencia pan-rusa de los Soviets, que acababa de clausurar sus sesiones. Antes de volver a sus ciudades querían oír a Lenin. Era urgente; no podían estar más tiempo en la capital. La reunión tenía que celebrarse esa misma mañana Lenin aceptó gustoso. Eso era exactamente lo que necesitaba. Aprovechó unos instantes que le quedaban para plasmar sus tesis en el papel y se trasladó con su mujer al Palacio de Táuride, antigua sede de la Duma y ahora gran cuartel general del Soviet, donde estaban reunidos en una sala del primer piso los delegados bolcheviques.

Al atravesar los pasillos del palacio, Lenin se encontró con el diputado Samoilov, el mismo que había ido a curarse a Suiza y que regresó a principios de la guerra llevando sus tesis de septiembre de 1914, gracias a lo cual éstas tuvieron amplia difusión en Rusia. Este encuentro le alegró. Samoilov era un buen hombre e incondicional de Lenin. Este lo necesitaba en aquel momento. Le preguntó afectuosamente por su salud (Samoilov había formado parte de los cinco parlamentarios bolcheviques detenidos y deportados a Siberia durante la guerra), y le recomendó que no se pusiera en manos de los médicos camaradas del partido. «Pueden ser —declaró Lenin— buenos camaradas y buenos políticos, pero en su abrumadora mayoría son malos médicos. Diríjase mejor a un practicante burgués. Es mejor. Ellos son especialistas. Con tal de que les pague bien, le curarán bien.»

Zinoviev, a quien se había elegido presidente, dio enseguida la palabra a Lenin. En esta ocasión, el historiador ha tenido más suerte. Había entre los concurrentes dos militantes que no sólo tomaron al dictado las tesis de Lenin (éste las leyó a propósito con lentitud, deteniéndose casi a cada palabra), sino que anotaron los comentarios que les había agregado. En realidad, esas notas son algo confusas y presentan deplorables lagunas en algunos puntos, pero aun así constituyen un documento del mayor interés. Junto con el análisis de Sukhanov que acabamos de citar, permiten comprender mejor la génesis y el espíritu de esa notable carta de acción revolucionaria que forman esas nuevas tesis, llamadas tesis de abril, y destinadas a abrir la etapa decisiva de la revolución rusa y a servir de punto de partida a la lucha por la conquista del poder iniciada por Lenin en nombre del proletariado revolucionario. Al someterlas al lector trataré de sacar del texto transmitido por los redactores de los comentarios los elementos susceptibles de proporcionarle aclaraciones y precisiones.

PRIMERA TESIS

En cuanto a nuestra actitud frente a la guerra, que del lado ruso ha seguido siendo, bajo el nuevo gobierno, indudablemente, una guerra imperialista de rapiña, no puede admitirse ninguna concesión, por mínima que sea, a «la defensa nacional revolucionaria». Sólo en las condiciones que siguen puede el proletariado dar su consentimiento a una guerra revolucionaria que justifique verdaderamente la defensa nacional: 1. Que el poder pase a manos del proletariado y de los campesinos pobres; 2. Que se renuncie, de hecho y no con palabras, a todas las anexiones; 3. Que se rompa completa y efectivamente con todos los intereses del capital. Las masas engañadas por la burguesía tienen buena fe. Hay que sacarlas de su error con cuidado, con perseverancia y con paciencia, mostrarles el lazo indisoluble del capital con la guerra imperialista, explicarles que no se puede terminar la guerra con una paz democrática y no impuesta sin derrocar al capital. Hay que organizar en el ejército combatiente la propaganda más amplia de esas opiniones. Hay que hacer labor de fraternización.

Al comentar esa primera tesis, Lenin declaró: «Las masas que anuncian: «Queremos defender la patria y no conquistar territorios extranjeros» consideran las cosas desde un punto de vista práctico y no teórico. El error nuestro es abordarlas de manera teórica, es el no haber desenmascarado plenamente la «defensa nacional revolucionaria», que es una traición al socialismo. Hay que reconocer el error cometido.» Lo importante es saber cómo terminar la guerra. Sólo es pos ble mediante una ruptura total con el capital. Esta es, pues, la idea que debe ser desarrollada ante las masas «lo más ampliamente posible». Los soldados piden una respuesta concreta; no hay que adormecerlos con vanas promesas. «Decir a la gente que podemos terminar la guerra sólo con la buena voluntad de unas cuantas personas, es caer en. el charlatanismo político» ; tal es la, opinión de Lenin, quien agrega: «Nosotros no somos charlatanes. Sólo debemos recurrir a la conciencia de las masas. ¡Aunque tengamos que quedar en minoría! Basta con saber renunciar por un cierto tiempo a una situación dirigente; no hay que temer el estar en minoría.» Esta última reflexión, tan característica en Lenin, fruto de una experiencia de quince años, la hemos escuchado ya en el curso de su filípica nocturna. Pero quiere repetirla. Simple precaución por su parte, con vistas a una eventualidad en la que ya desde ahora hay que ir pensando.

SEGUNDA TESIS

La particularidad de la actual situación en Rusia es la transición de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía, a su segunda etapa, que debe dar el poder al proletariado y a los campesinos más pobres. Esta particularidad exige que sepamos adaptarnos a las condiciones especiales de trabajo político entre las enormes masas populares que acaban de despertar a la vida política.

Las palabras que agregó Lenin a la lectura de esta tesis son de una importancia capital. Es el lenguaje de un jefe, absolutamente seguro de sí, que presenta un ultimátum a sus tropas. «Ese paso de una etapa a la otra —comprueba— se caracteriza por la actitud ciegamente confiada de las masas para con el Gobierno. Sólo puede explicarse por la embriaguez de la primera victoria. Pero es la pérdida del socialismo.» Las palabras que siguen, y de las que desgraciadamente no nos queda más que un débil reflejo a través de la transcripción apresurada de los redactores, debieron transpirar sin duda una energía férrea e irreductible. El texto tomado por ellos dice: «Camaradas: vosotros confiáis en el Gobierno. Si es así, nuestro camino no es el mismo. Prefiero quedarme en minoría. Un Liebknecht vale más que ciento diez partidarios de la defensa nacional del tipo de Cheidze. Si simpatizáis con Liebknecht y al mismo tiempo tendéis a los partidarios de la defensa nacional aunque sólo sea la punta de vuestro dedo meñique, estáis traicionando al socialismo internacional.

Pero si nos alejamos de esa gente, no habrá oprimido que no se una a nosotros. Nos lo traerá la guerra: no hay otra salida para él.»

TERCERA TESIS

Ningún apoyo al Gobierno provisional. Demostrar el carácter perfectamente engañoso de todas sus promesas, sobre todo de las que se refieren a las anexiones. Desenmascararlo en lugar de «exigir» (cosa inadmisible y que sólo sirve para crear ilusiones) que ese Gobierno de capitalistas deje de ser imperialista. Este es un ataque violento contra Kamenev y contra toda la redacción del periódico bolchevique. «Pravda «exige» del Gobierno que renuncie a las anexiones. Eso es absurdo —exclama Lenin—. Es un ridículo flagrante. Un engaño siniestro. Ya es hora de reconocer ese error. Basta ya de saludos y de mociones; ha llegado el momento de poner manos a la obra.»

CUARTA TESIS

Reconocimiento del hecho de que nuestro partido está en minoría y, por el momento, en débil minoría en la mayoría de los soviets, frente a un bloque de todos los elementos pequeñoburgueses, oportunistas, sometidos a la influencia de la burguesía y que extienden esa influencia sobre el proletariado. Explicar a las masas que los soviets representan la única forma posible de un gobierno obrero y que nuestra tarea, en consecuencia, no consiste, mientras ese gobierno sigue sometido a la influencia de la burguesía, más que en ilustrar paciente, metódica y tenazmente a las masas sobre los errores de su táctica, adaptándose sobre todo a sus necesidades materiales. Mientras estamos en minoría tenemos que hacer un trabajo de crítica y de denuncia de los errores cometidos, preconizando al mismo tiempo la necesidad de dar todo el poder gubernamental a los soviets, a fin de que las masas se libren de sus errores a costa de su propia experiencia.

La necesidad de limitarse por el momento a una acción paciente, perseverante y sistemática entre las masas había sido subrayada ya por Lenin en su primera tesis. Si insiste es porque tiene sus razones. ¿Cuáles? Ya se verán un poco más adelante. Ahora, en todo caso, exhorta a los miembros de su partido a la prudencia, a la moderación en la aplicación de sus orientaciones tácticas. «Como bolcheviques estamos acostumbrados a llevar al máximo la tensión del espíritu revolucionario —les explica—. Pero eso no basta. Hace falta discernimiento. El verdadero gobierno, el único posible, son los soviets. Pensar de otra manera es caer en la anarquía. Eso es lo que hay que hacer comprender a las masas.» ¿Y si la mayoría del Soviet se pronuncia por la defensa nacional? «¡No habrá nada que hacer! —estima Lenin—, salvo demostrar minuciosa y escrupulosamente el error de tal actitud. No queremos ser creídos de palabra. No somos charlatanes.»

QUINTA TESIS

Nada de República parlamentaria —el retorno a ésta, después del Soviet, sería un paso atrás—, sino una República de los Soviets de los diputados obreros, campesinos y obreros agrícolas, en todo el país, de abajo arriba. Supresión de la policía, del ejército, del cuerpo de los funcionarios. Elegibilidad y revocabilidad, en cualquier momento, de cualquier funcionario. Sus sueldos no deben ser superiores al salario medio de un buen obrero.

»Tal es —agrega Lenin como comentario— la enseñanza de la Comuna de París», y recuerda el fallido experimento de 1905. No hay que dejar que se reconstituyan la policía ni el antiguo ejército. «Se han hecho revoluciones y la policía ha seguido en su puesto; se han hecho revoluciones y los funcionarios han seguido en los suyos. He ahí la causa del fracaso de las revoluciones.»

SEXTA TESIS

En el programa agrario, trasladar el centro de gravedad a los soviets de los diputados obreros agrícolas. Confiscación de todas las posesiones de los terratenientes. Nacionalización de todas las tierras para ponerlas a disposición de los soviets de los diputados campesinos. Formar aparte los soviets de los campesinos más pobres. Creación, en todas las grandes posesiones, de una explotación modelo colocada bajo el control del Soviet de los diputados obreros agrícolas y que funcione por cuenta de la comunidad.

»¿Qué son los campesinos? —pregunta Lenin—. ¿Cuál es su importancia?» Y contesta: «No sabemos nada, no tenemos estadísticas, pero sabemos que constituyen una fuerza. Si los campesinos se apoderan de la tierra, podéis estar tranquilos que no la devolverán.» Lo importante, por otra parte, es crear para el proletariado soviets particulares a fin de sustraerlo de la influencia de los campesinos acomodados y medios. Pero sólo dando la tierra a los obreros agrícolas no crearán por sí mismos una empresa. Hay que crear, por tanto, utilizando las grandes propiedades, empresas modelos y comunes explotadas por los soviets de los obreros agrícolas.

SÉPTIMA TESIS

Fusión inmediata de todos los Bancos del país en un gran Banco nacional colocado bajo el control del Soviet de los diputados obreros. De esta manera, el aparato administrativo y militar del Estado burgués debe ser «destruido», pero el armazón financiero subsistirá... provisionalmente, claro está. Nada de embargo de los Bancos, sino su control a cargo del Soviet. «No podemos hacernos cargo de ellos en este momento», explica Lenin.

OCTAVA TESIS

No se trata actualmente de la implantación del socialismo, considerada como nuestra tarea inmediata, sino del establecimiento inmediato del control de la producción y del reparto de los productos por el Soviet.

Esto es, según Lenin, lo esencial y lo urgente: «La vida y la revolución vuelven a dejar a la Asamblea Constituyente en un segundo plano.» Lo que sigue ha sido recogido muy mal y en forma muy incompleta. Sólo se vislumbran dos proposiciones perentorias: «La importancia de las leyes no radica en lo que está escrito sobre el papel, sino en quién las aplica» y «La dictadura del proletariado existe, pero no se sabe qué hacer con ella.»

NOVENA TESIS

Tareas del partido: a) Convocar inmediatamente un Congreso; b) Modificar el programa del partido, principalmente en lo que se refiere: 1.º al imperialismo; 2.º a la actitud frente al Estado y a nuestra reivindicación de un Estado-Comuna; 3.º a la corrección del antiguo programa mínimo, ya superado; 4.º al cambio de nombre del partido.

Lenin propone a su auditorio, «en su propio nombre», adoptar la denominación de partido comunista. «No os aferréis a una vieja palabra completamente podrida —les recomienda—; construid un nuevo partido y todos los oprimidos vendrán a vosotros.»

DÉCIMA TESIS

Renovar la Internacional. Iniciativa de crear una Internacional revolucionaria contra los social-chovinistas y contra el centro.

Los «cuadros» de esta nueva Internacional los formarán, según Lenin, los miembros de la izquierda zimmerwaldiana. «La tendencia de la izquierda de Zimmerwald —dice— existe en todos los países del mundo. Las masas deben comprender que el socialismo se ha escindido en el mundo entero. Los partidarios de la defensa nacional se han apartado del socialismo. Unicamente Liebknecht le ha permanecido fiel. El porvenir es suyo. En Rusia hay una tendencia a la unidad con los partidarios de la defensa nacional. Eso es traicionar el socialismo. Creo que vale más seguir solos, como Liebknecht.»

Las últimas tesis habían sido leídas apresuradamente, saltándose las palabras. Lenin tenía prisa por terminar. Los organizadores de la Conferencia de la unidad enviaban mensajeros a cada instante para anunciar a Zinoviev que todo el mundo se impacientaba, que ya no se esperaba más que a los bolcheviques, que ya hacía tiempo que se debía haber abierto la sesión, etc. Alguien sugirió proponerle a Lenin que reanudara la lectura de sus tesis ante la Conferencia. Aceptó y bajó a la gran sala seguido por su auditorio. Había allí unas sesenta personas, de las cuales 47 eran mencheviques ortodoxos. El resto se componía de «internacionalistas» e «interfraccionales» que, por el momento, se mantenían fuera de los marcos oficiales de la socialdemocracia. Estaban presentes los principales dirigentes del Soviet: Cheidze, Zeretelli, Skobelev. Lenin vio también entre los asistentes a su viejo enemigo Dan y a varios viejos compañeros de lucha de la época de su primera emigración: Steklov, el agente parisiense de Iskra, convertido ahora en un gran personaje: redactor-jefe de Isvestia, órgano oficial del Soviet; Goldenberg, que formó parte de «su» Comité central elegido en el Congreso de Londres. Escoltaba a Lenin un grupo de fieles en el que figuraban tres mujeres: Krupskaia, Inés Armand y la señora Kollontai. Cheidze presidía.

Los mencheviques empezaron a manifestar ruidosamente su indignación en cuanto escucharon la primera tesis. Para apoyar a su jefe, los bolcheviques contestaron con aplausos no menos ruidosos. Ante lo cual un sovietista destacado, Bogdanov, homónimo del antiguo socio de Lenin, que en varias ocasiones había interrumpido la lectura con exclamaciones como: ¡Pero esto es un delirio! ¡Es el delirio de un loco!, los apostrofó rudamente: «¡Es una vergüenza aplaudir un galimatías como ése! ¡Os estáis cubriendo de vergüenza! ¡Y os atrevéis a llamaros marxistas!» Ese era el tono de la Conferencia «de la unidad».

Correspondió a Zeretelli emprender la refutación de las tesis de Lenin. El fogoso revolucionario (no se habían olvidado los terribles ataques con que abrumaba en la Duma al todopoderoso Stolypin) era un brillante orador y desde su regreso de Siberia se había convertido en el verdadero jefe de la socialdemocracia menchevique en Rusia y gozaba de enorme prestigio en el Soviet. Ahora se proclamaba campeón de la unidad socialista. Condenaba severamente las ideas «disolventes» de Lenin, ideas que, según él, sólo servirían para llevar el socialismo a la ruina. Pero, en esta primera jornada en que Lenin había vuelto a pisar el suelo de la patria, quiso mostrarse generoso con su adversario y tenderle un puente salvador. «Ningún llamamiento en favor de la división podrá impedir que el proletariado aspire con todas sus fuerzas a crear un partido único —exclamó para terminar—. El propio Lenin vendrá pronto a recuperar su lugar en las filas del partido, pues la vida se encargará de recordarle el adagio marxista: los individuos pueden equivocarse; las clases, nunca. Por eso no temo los errores de Lenin e incluso estoy dispuesto a unirme con él.» Pero el ex «viejo bolchevique» Goldenberg, que en su calidad de miembro del Comité de iniciativa «Pro unidad» debía compartir lógicamente ese punto de vista, no opinó así. «Lenin ha clavado la bandera de la guerra civil en el seno de la democracia revolucionaria —declaró—. Es ridículo hablar de unidad con los que no tienen más consigna que la escisión y que por sí mismos se separan de la socialdemocracia. Lenin acaba de presentar su candidatura a un trono que está vacante en Europa desde hace ya treinta años: el de Bakunin.» Sigue Goldenberg su ataque y considera que en las nuevas palabras de Lenin «se oyen cosas viejas: conceptos de un anarquismo anticuado».

Vino luego un desfile ininterrumpido de oradores que abrumaron a Lenin, unos con invectivas y otros con sarcasmos o hipócritas condolencias. Ni uno de sus partidarios se atrevió a levantarse en su defensa. Ni un solo dirigente de la organización bolchevique, ni un solo miembro de la redacción de Pravda alzó la voz. Unicamente la señora Kollontai se mostró dispuesta al sacrificio y quiso hacer frente a la tormenta.

Sube las escaleras de la tribuna con los ojos llameantes, los puños apretados y la garganta en ebullición. Su aparición súbita provoca sonrisas irónicas. La emoción la embarulla enseguida, le hace perder el hilo de su discurso y se retira saludada con risas y sarcasmos en los asientos mencheviques. Un bolchevique ofendido se dirige hacia la salida después de exclamar: «¡Vámonos, camaradas! ¡No podemos seguir con los que insultan a nuestro jefe!» Le siguen unas quince personas: amigos íntimos de Lenin y algunos petersburgueses. Los otros, particularmente la casi totalidad de los delegados de provincia, se quedan. El presidente Cheidze, saboreando su desquite, resume en tono irónico los debates y saca la siguiente conclusión: «Lenin ha hecho suyas las palabras de Hegel: ¡qué importan los hechos! No se ha dado cuenta de un pequeño detalle: la existencia del león de la revolución rusa. Pues bien, se quedará solo fuera de la revolución y todos nosotros continuaremos juntos nuestro camino.» Tras lo cual la Asamblea votó una resolución que declaraba necesaria la convocatoria de un «Congreso de unidad» y eligió un Comité encargado de organizar el mismo. Parece que algunos bolcheviques presentes aceptaron participar en ese Comité. En cuanto a Lenin, se había eclipsado de la reunión sin que nadie se diera cuenta. Pero se le vio reaparecer en el Palacio de Táuride en las últimas horas de la tarde, «muy modesto e insinuante» al decir de un testigo, en la sala donde estaba reunido el Comité ejecutivo del Soviet. Zinoviev le acompañaba.

Este último leyó una declaración redactada por su maestro y destinada a explicar las razones que le habían incitado a emprender el viaje a través de Alemania. Invitaba igualmente al Comité, en aplicación del art.7 del acuerdo concertado con el Gobierno alemán, a adoptar una resolución que aprobara el canje de emigrados políticos rusos por civiles alemanes internados. Zeretelli se mostró hostil. La mayoría de sus colegas, también. Lenin trató de motivar su demanda por la necesidad de cortar en seco los rumores calumniosos que lanzaba la burguesía sobre él. Se le contestó que se haría lo necesario para protegerlo contra cualquier calumnia, pero que no tenía caso intervenir ante el Gobierno provisional en favor del canje pedido. Lenin salió de las oficinas del Comité ejecutivo para no volver a poner más los pies en ellas.

Difícilmente podía sospechar Lenin, al pedir al Soviet de los diputados obreros que lo protegiera contra los ataques de sus enemigos, la amplitud que iban a cobrar éstos. Aquel día, inmediato a uno de fiesta, no se habían publicado los periódicos. Pero a partir del día siguiente cayó sobre la capital todo un torrente de odio y de calumnias. Se formó en el acto, sobre la persona de Lenin, una especie de unión sagrada que puso de acuerdo a las tendencias políticas más opuestas. El gran periódico reaccionario Novoe Vremia, que había permanecido al servicio de la gran burguesía y que en espera de que regresaran los «buenos tiempos» doblaba el espinazo ante el Gobierno provisional, fue uno de los primeros en salir en defensa de la República contra ese «criminal». «El señor Lenin —decía su editorialista— se pavoneaba en Suiza, no vio ni supo de la sangre derramada en los campos de batalla y, todavía en camino, se apresuró a traicionar al mismo tiempo al ejército y al pueblo ruso, al Gobierno provisional y al Soviet de los diputados obreros. Antaño eran los Sturmer, los Protopopov y los Suhomlinov los que traficaban con la patria. Ahora son los Lenin. Tal es el destino de Rusia. Es necesario que siempre la venda alguien.» El portavoz del partido de Miliukov, Rietch, escribía: «Ningún político que se respete habría aprovechado esa singular amabilidad. El señor Lenin y sus camaradas piensan de otra manera. Lo cual demuestra que han querido lanzar un reto a la opinión, cosa nada compatible con una actitud seria frente a la guerra, en la que corre la sangre del país natal.» El órgano de los socialistas— revolucionarios, Volia Naroda (La Voluntad del Pueblo), declara: «Hombres así son un verdadero peligro para la revolución.»

Eso era sólo el principio. La noticia del discurso pronunciado por Lenin en el Palacio de Táuride, suficientemente ampliada y desfigurada, se había extendido muy rápidamente a través de la ciudad. Los análisis y los resúmenes publicados por los periódicos realzaban sobre todo los párrafos «incendiarios». Al citarlo, el periodiquito de Plejanov decía (y no era la primera vez, puesto que ya se había oído lo mismo en la reunión) que era «un delirio». La burguesía se asustó. Se imaginaba que tenía pleno derecho a las conquistas de la revolución y que ya no se trataba más que de consolidar esa situación. enseguida vio en Lenin, y en eso no se equivocó, al hombre que había venido a arrancarle esas conquistas. El que iba a comenzar era, por tanto, un combate a muerte. Se hizo todo lo que se pudo para levantar contra Lenin a la opinión pública, y particularmente al bajo pueblo. A los que se habían identificado con la revolución, se les decía que quería asegurar la victoria de los alemanes para provocar la restauración de la monarquía. A la gente sencilla que temblaba por sus modestos ahorros se le hacía creer que Lenin les quitaría hasta el último kopek en cuanto llegara al poder. Nació un pretendido «Comité de lucha contra el espionaje» que pegaba carteles en las calles prometiendo a Lenin la misma suerte de Rasputín. Al caer la noche, grupos de manifestantes hostiles y amenazadores se reunían frente al palacio de Kchesinskaia. En la Perspectiva Nevski desfilaban cortejos a los gritos de ¡Lenin a la cárcel! ¡Mueran los bolcheviques! Al pasar frente a la redacción de Pravda apedreaban las ventanas y salían revólveres a relucir.

»Recuerdo —escribe Zinoviev— que en una ocasión nos pidieron al camarada Lenin y a mí que abandonáramos el local de la redacción para buscar refugio en cualquier otra parte. Nos trasladamos al otro extremo de la Perspectiva Nevski, a un establecimiento donde trabajaba nuestro camarada Danski. Una anciana encargada del guardarropa decía mientras ayudaba al camarada Lenin a quitarse el abrigo: «¡Ah, si tuviera en las manos a ese Lenin, la que le daría!» Lenin se dio a conocer, le preguntó qué daño le había hecho y por qué estaba tan indignada contra él. Se despidieron como buenos amigos.» Entre los soldados se hizo una propaganda antileninista particularmente intensa. Petrogrado estaba atestado de tropas. De la oscura masa de capotes grises, la revolución había hecho surgir cierto número de incansables y elocuentes habladores que se arrogaron el derecho de hablar en su nombre. Todos esos militares, en su mayoría jóvenes burgueses originarios del mismo Petrogrado transformados, para librarse de ser enviados al frente, en escribientes, enfermeros, lavacoches, etc., eran ahora apasionados y furibundos partidarios de la «defensa nacional». La palabra paz provocaba en ellos la más violenta indignación. Pero cuando el nuevo ministro de la Guerra, Gutchkov, firmó el decreto que enviaba a una parte de ellos al frente, se conmovieron y enviaron una delegación al Soviet para protestar contra esa tentativa de la reacción para privar a la revolución de sus más fieles defensores. Ahora les arrojaban como pasto al derrotista Lenin. Eso les venía como anillo al dedo. Denunciándolo cumplían su deber patriótico y también así combatían, a su manera, por la libertad.

Parece que la señal de ataque fue dada por el regimiento Volynski, que había sido el primero en ponerse al lado del Gobierno provisional. Miliukov gozaba de gran estimación en sus filas y varios de los oficiales eran incondicionales suyos. El 10 de abril los soldados de ese regimiento se reúnen en asamblea general. Varios oradores los invitan a votar una resolución exigiendo la detención de Lenin. Algunos partidarios de éste, que asisten a la reunión, corren al Palacio de Táuride para informar al Comité ejecutivo del Soviet. En el acta de la sesión de ese día podemos leer: «El Comité decide enviar una delegación de cuatro de sus miembros con el encargo de disipar los falsos rumores que se están difundiendo entre los soldados sobre el camarada Lenin y de evitar esa enojosa intervención.»

Se logró que renunciasen a su proyecto. Pero los marinos, que habían entrado a escena al día siguiente, se mostraron menos dóciles.

Primero apareció en los periódicos una «carta abierta» del tenientillo que mandaba el destacamento de marineros que había figurado en la guardia de honor al llegar Lenin y que le había expresado el deseo de verlo entrar en el Gobierno. Decía estar desolado por el error cometido. Si hubiera podido imaginarse quién era ese señor Lenin, jamás le hubieran visto participar en tan escandalosa manifestación. Dos días después apareció, en los mismos periódicos, una declaración colectiva de los marineros de su destacamento. Esta decía: «Al enterarnos de que el señor Lenin ha vuelto a Rusia con el permiso de Su Majestad, emperador de Alemania y rey de Prusia, expresamos nuestro profundo pesar por haber participado en su solemne recepción. Si hubiéramos sabido entonces el camino por que había pasado, en lugar de nuestros burras entusiastas habría oído: «¡Muera! ¡Regresa al país de donde has venido!» Esto ocurría el 14 de abril. El 15, el Comité ejecutivo es informado de que en una reunión de marineros se ha decidido apoderarse de Lenin y que para tal efecto se ha designado un «grupo de ejecución». El Comité delibera. Se despacha a dos de sus miembros con la misión de moderar los ímpetus de tan enérgicos patriotas. Alguien propone publicar en Isvestia una especie de comunicado oficial para reprobar los excesos de la campaña antileninista. Adoptado. Y así podemos leer al día siguiente, en el número del 17 de abril, un largo y enrevesado editorial salido de la pluma de Steklov que hacía un llamamiento a la dignidad y al sentido común de los camaradas obreros y soldados. «¿Es posible —pregunta asombrado— que en un país libre, en lugar de una discusión abierta, se llegue a usar la violencia contra un hombre que ha dedicado toda su vida al servicio de la clase obrera, de los oprimidos y de los humillados?» El mismo día en que se publica este artículo hubo en la Perspectiva Nevski una manifestación monstruo como nunca se había visto en Petrogrado. Los mutilados de guerra se pusieron en pie para protestar contra la presencia de Lenin en Rusia. Se sacó de todos los hospitales a una masa enorme de heridos, amputados de piernas y brazos, ciegos, etc. Envueltos en sus vendajes, apoyados en muletas, sostenidos por enfermeros, se pusieron en marcha a lo largo de la Perspectiva hacia el Palacio de Táuride. Los que no podían andar eran llevados en camiones, coches de caballos y carros. En sus banderas se leía: ¡Destrucción completa del militarismo germánico! ¡Nuestras heridas reclaman la victoria! y, sobre todo, ¡Abajo Lenin! Lanzando este último grito se presentaron, tras una marcha intencionalmente muy lenta, ante la sede del Soviet para reclamar la detención de Lenin y su inmediata expulsión.

Un amputado de brazos y piernas tomó la palabra: «Hemos defendido la vida y los bienes de los que ahora protestan contra la continuación de la guerra. Pues que sepan esos egoístas que nosotros, semihombres, preferiríamos morir antes que ver a Rusia concertar una paz prematura con Alemania.» Dicho esto, achacó a Lenin todas las responsabilidades. El Soviet no debería seguir tolerando su nefasta propaganda. Había que poner fin a sus maniobras.

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