Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 18. La reconquista del Partido

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Zeretelli y Skobelev habían salido al pórtico para recibir a los manifestantes. Este último trató de tranquilizarlos: «No soy en absoluto partidario de Lenin y combato su táctica desde hace largos años. Pero estimamos que todo el mundo tiene derecho a hablar. Por tanto, Lenin puede hablar, pero no le dejaremos actuar, y eso es lo importante.» Lejos de calmar a la multitud, esta breve alocución sólo sirvió para aumentar su irritación. Los manifestantes empezaron a gritar: «Lenin es un espía y un provocador.» Al mismo tiempo se lanzaron gritos bastante irrespetuosos contra el Soviet. Viendo que las cosas tornaban mal giro, el eminente presidente de la Duma, Rodzianko, cuya estatura de gigante le había dado popularidad en los medios pequeño-burgueses de la capital, entró al quite. Habló con voz sonora de la necesidad de hacer la guerra hasta la victoria final y afirmó categóricamente que «antes de llegar a ese resultado no podría producirse ninguna tentativa para hacer cesar las hostilidades. Lo aclamaron y se votó, a manos levantadas, una resolución que expresaba «una confianza total» en el Gobierno provisional y en el Soviet de los diputados obreros, al mismo tiempo que protestaba «con indignación contra la peligrosa propaganda de Lenin, únicamente provechosa para la reacción.» Esas eran las condiciones en que Lenin tenía que luchar para reconquistar el partido.

Tuvo que empezar por hacerse cargo nuevamente de los órganos directivos de éste. Quince días antes, Lenin escribía a Ganetzki: «Más vale la escisión con cualquiera», etc. Ahora, la prueba a que lo han sometido los hechos le ha hecho cambiar de opinión. Se ha convencido de que el jefe más enérgico, más capaz, en tiempo de revolución, no es nadie si tras él no cuenta con un partido fuerte, disciplinado y poderosan7ente organizado.

Lenin acepta, por tanto, una convivencia política con sus adversarios. Tendrá que ganárselos para sus tesis o, simplemente, impedir que le perjudiquen, mediante un trabajo de persuasión en la base que, debidamente educada, sabrá presionar oportunamente a los «de arriba».

Era necesario en primer lugar meter mano a Pravda, donde reinaba Kamenev como amo absoluto. En una reunión de la redacción celebrada el 5 de abril, Lenin había presentado el manuscrito de sus tesis para que pudieran figurar en el número del día siguiente, pero Kamenev declaró que esas tesis estaban en flagrante contradicción con la línea general del partido tal como acababa de ser elaborada por el Buró del Comité central y aprobada por los delegados bolcheviques en la reciente Conferencia de los Soviets, y que se oponía a publicarlas como no fuera en forma de un artículo de Lenin, a título privado, bajo su propia y exclusiva responsabilidad. La larga discusión habida en tal ocasión no dio ningún resultado y el número apareció con un suelto en el que se anunciaba que «un accidente en la máquina» había impedido al periódico publicar el texto del informe presentado por el camarada Lenin en la sesión del 4 de abril.

La discusión se reanudó al día siguiente. Finalmente se pusieron de acuerdo. Lenin aceptó publicar sus tesis en forma de artículo personal y se convino que se abriría un debate a este respecto en las columnas del periódico. Por tanto, en el número del día 7 pudo leerse su artículo titulado Sobre los objetivos del proletariado en la revolución actual, en el que citaba el texto íntegro de sus tesis al mismo tiempo que protestaba contra los ataques de algunos de sus adversarios. El «conciliador» Goldenberg, por ejemplo, le reprochaba «haber clavado la bandera de la guerra civil». Es falso, declara Lenin. Ni una sola vez ha pronunciado esa palabra a lo largo de su discurso. No hizo más que exhortar a su auditorio a un paciente trabajo de «aclaración». ¿Es eso lanzar un llamamiento a la guerra civil? Plejanov es zarandeado también y no sin vehemencia. Lenin había visto en su periódico que su discurso era calificado de «delirio», e imaginándose que el autor de la crítica era el propio Plejanov, lo interpela así: «¿Delirio mi discurso? ¿Pero cómo es posible que la Asamblea haya escuchado dos horas y medias de ese «delirio»?» ¿Cómo es posible que Plejanov le haya dedicado una columna entera en su hoja?

Este contestó al día siguiente diciendo que esa apreciación del discurso de Lenin era de uno de sus colaboradores y que él personalmente ni siquiera había asistido a la reunión. Lo cual era por lo demás exacto. En cuanto al hecho de que los asistentes lo hubieran escuchado durante dos horas, no veía en ello nada asombroso. «Hay delirios —observa Plejanov con cortés ironía— científicamente muy curiosos y que merecen, como casos patológicos, un atento examen.»

En Pravda fue Kamenev quien a partir del día siguiente atacó las tesis de Lenin. Anunció que pensaba defender la línea general del partido tanto contra los ataques perniciosos de los partidarios de la «defensa nacional» como contra las críticas de Lenin. «En cuanto al esquema general del camarada Lenin —agregaba—, nos parece inaceptable en la medida en que parte del reconocimiento del carácter acabado de la revolución burguesa y confía en la transformación inmediata de ésta en revolución socialista. La táctica que se desprende de esa apreciación está en profundo desacuerdo con la que los representantes de Pravda (en este caso el propio Kamenev) defendieron en la Conferencia panrusa de los Soviets.» Terminaba expresando la esperanza de hacer prevalecer «en una amplia discusión» su punto de vista, considerado por él como «el único posible para la socialdemocracia revolucionaria en la medida en que ésta quiere y debe seguir siendo hasta el final el partido de las masas revolucionarias del proletariado y no transformarse en un grupo de propagandistas comunistas.»

La «amplia discusión» anunciada no se llevó a cabo. Lenin procedió de otra manera. Habiendo recuperado en Pravda el cargo dirigente que le correspondía por derecho, concentró en sus manos la dirección efectiva del periódico y Kamenev se encontró pronto casi completamente desplazado. Apenas tuvo tiempo de publicar un artículo más dedicado a la discusión de las tesis de Lenin (de la primera, para empezar) y que anunciaba una continuación. Esa continuación no apareció nunca. Las columnas de Pravda estaban ya ocupadas en gran parte por los artículos del propio Lenin. Los había todos los días y algunas veces dos, tres, cuatro y hasta cinco artículos en un mismo número. Sin contar los de Zinoviev, siempre bastante prolijo, los de Krupskaia, las informaciones, los comunicados de las organizaciones, las resoluciones enviadas por los comités de fábrica, etc. Tan es así que en los números siguientes apenas si se ven otras firmas.

Quedaba pendiente luego el Comité central, o más bien una formación híbrida que reemplazaba al Comité elegido por última vez en 1912. De los tres miembros del Buró creado durante la guerra para remediar la dispersión del centro dirigente en Rusia, Molotov, desplazado de Pravda en cuanto llegó Kamenev, se había atrincherado en el Comité de la organización de Petrogrado, donde se le reservó el sector de Vyborg, que contaba con numerosas fábricas. Zalutski se esfumó pura y simplemente. Chliapnikov fue el único que, aferrado a Kamenev, dio señales de resistencia. El diputado Samoilov guardó el recuerdo de una discusión que se produjo en una reunión de los miembros del Comité el 6 ó el 7 de abril. Se trataba de determinar el carácter de la revolución en curso. «Lenin defendía con mucho calor —escribe Samoilov— la tesis de que la revolución habida debía transformarse finalmente en revolución proletaria y conducir a la victoria del proletariado y de los campesinos más pobres. Kamenev contestaba que nuestra revolución no era todavía más que burguesa y democrática. Chliapnikov compartía la misma opinión. Se le escapó esta observación: «Deberíamos sujetarle un poco de los faldones, camarada Lenin, ya que de lo contrario haría usted que los acontecimientos marcharan demasiado de prisa.» Al contestar a Chliapnikov, Lenin estaba como un huracán desencadenado. Recorría rabiosamente la habitación, fulminaba, tronaba. Venía a decir poco más o menos que nadie tendría necesidad de sujetarlo por los faldones, que los acontecimientos que se preparaban no lo permitirían, que el proletariado debía tomar el poder y que lo tomaría a pesar de todos los que intentaran contenerlo. Si mis recuerdos me son fieles, el punto de vista de Lenin era compartido en esa reunión por Stalin. No recuerdo a los otros.»

Samoilov escribía sus recuerdos en 1925. No tenía entonces ninguna razón particular para ser agradable a Stalin. Si la anotó es porque esa adhesión staliniana debió llamarle la atención en medio del vacío que se había creado alrededor de Lenin al regreso de éste. Sukhanov, analizador honesto y objetivo, es categórico a este respecto: «En los primeros días de su llegada —escribe—, el aislamiento completo de Lenin en medio de todos los camaradas conscientes del partido no dejó la menor duda». Trató de reunir a los viejos militantes con quienes había mantenido relaciones antaño. Acudieron, pronunciaron discursos. Lenin los escuchó en silencio y se dio cuenta de que nada podía sacarse de ellos. La impresión que sus tesis habían producido en los «viejos bolcheviques» era de desilusión. Se decía que su larga estancia en el extranjero lo había aislado de Rusia, que era incapaz de comprender la situación en que se hallaba el país. Los que presumían de conocer a fondo la obra de Carlos Marx veían en su actitud una traición al marxismo. Algunos tuvieron francamente miedo. Al discutirse sus tesis en el Comité de la organización de Petrogrado sólo dos de los dieciséis miembros se pronunciaron a su favor. Pero Lenin no se desanimaba. Sabía «estar en minoría».

Tenía confianza en las masas. Estaba convencido de que sus consignas tendrían entre ellas una profunda resonancia. La Conferencia de las secciones bolcheviques de la capital, que iba a comenzar el 14 de abril, había de permitirle entrar en contacto con los militantes medios. En medio de ellos esperaba poder sentar las bases de su futura mayoría.

Lenin había visto con acierto. Su prestigio seguía siendo muy grande entre los obreros bolcheviques de la capital. Su partido tenía en aquella época 15.000 miembros que estuvieron representados en la Conferencia por 57 delegados. Fue nombrado por aclamación presidente de honor y presentó en la primera sesión un informe sobre «la situación actual y la actitud a adoptar frente al Gobierno provisional».

»El error principal de los revolucionarios —dijo Lenin en resumen-es mirar atrás, a las revoluciones de antaño. No tienen en cuenta a la vida, que marcha siempre hacia adelante, que crea situaciones siempre nuevas». Los camaradas quieren seguir siendo «viejos bolcheviques». Pero el «viejo bolchevismo» debe ser revisado. La situación que se ha creado es completamente nueva: todavía no se ha visto una revolución en la que los representantes armados del proletariado y de los campesinos hayan concertado una alianza con la burguesía, o que, disponiendo del poder, lo hayan cedido a la burguesía. Los «viejos bolcheviques» afirman: «La revolución burguesa no está terminada. No tenemos una dictadura del proletariado y de los campesinos». «Sí —contesta Lenin—, el Soviet de los diputados obreros es precisamente esa dictadura». Sólo que ésta ha pactado con el burguesía. Eso es lo que hay que hacer comprender a las masas en este momento. Mientras el Gobierno provisional tiene el apoyo del Soviet no se le puede derrocar «pura y simplemente». Se le puede, y se le debe, derribar conquistando la mayoría en los Soviets.

Terminó presentando su proyecto de resolución, que declaraba: «Para que el poder pase al Soviet, es necesario entregarse a un lento trabajo para orientar la conciencia de clase del proletariado urbano y rural. Únicamente ese trabajo puede convertirse en la garantía del éxito de un movimiento hacia adelante del pueblo revolucionario. «Para poder hacer ese trabajo debe desarrollarse una intensa actividad en el seno de los Soviets, debe aumentarse el número de éstos, consolidar su autoridad, reforzar la unidad de nuestros grupos en su interior. «La organización de nuestras fuerzas debe intensificarse a fin de poder conducir la nueva oleada del movimiento revolucionario bajo la bandera de la socialdemocracia revolucionaria.»

Kamenev presentó dos enmiendas: 1.ª La Conferencia pide a la democracia revolucionaria que ejerza el control más vigilante sobre los actos del Gobierno provisional, incitándolo a proceder a la más radical liquidación del antiguo régimen. 2.ª Al pedir a la democracia revolucionaria que denuncie lo más ampliamente posible al verdadero semblante de clase del Gobierno provisional, la Conferencia la pone en guardia contra la consigna del derrocamiento del Gobierno provisional, consigna que debe ser considerada en estos momentos como desorganizadora y capaz de frenar el lento trabajo de organización y de orientación que forma la tarea fundamental del partido.

Lenin se opuso. «En época de revolución, el control es una ilusión —replicó—. No se puede controlar si no se tiene el poder. Controlar por medio de resoluciones, etc., es una perfecta tontería. El control es un vestigio de ilusiones pequeñoburguesas; es el barullo.»

Se pasó a votar. Las enmiendas de Kamenev fueron rechazadas por 20 votos contra seis y nueve abstenciones. Esta votación es sumamente significativa. Notemos en primer lugar que de los 57 delegados sólo 35 estaban presentes en la sesión cuando se votó y que de esos 35 no votaron más que 26. Es decir, que sólo una minoría de delegados (poco menos de la mitad del total) consideró necesario pronunciarse claramente y tomar posición en pro o en contra de Lenin. Los veinte que votaron contra las enmiendas de Kamenev se habían declarado implícitamente en favor de Lenin. Representaban a 2.260 afiliados sobre un total de 15.000 bolcheviques petersburgueses, o sea un poco más de una tercera parte. Un punto de interrogación planeaba todavía sobre la actitud de los otros. Sería disipado en la próxima Conferencia panrusa que iba a abrirse días más tarde. Los acontecimientos que se produjeron la víspera contribuyeron en gran medida a precisar la relación de fuerzas en el interior del partido.

Hacia el 15 de abrir, sir George Buchanan, embajador de S. M. británica, había declarado a «su» ministro de Relaciones Exteriores, Miliukov, cuando éste vino a recibir sus órdenes, que era absolutamente necesario solucionar la «cuestión Lenin» lo antes posible.

»Le dije —anota el embajador en su diario— que había llegado el momento de que el Gobierno actuara y que Rusia no ganaría nunca la guerra si se dejaba que Lenin excitara a los soldados a la deserción, al reparto de tierras y al asesinato.» Miliukov le respondió: «El Gobierno no espera más que el momento psicológico que, según presiento, no está lejano», y le aseguró que la «cuestión Lenin» sería entonces «liquidada» de una buena vez. Lo fue, en efecto, pero en una forma que este eminente sabio transformado en estadista no había previsto.

El día 18 de abril18, mientras que por primera vez la joven República rusa celebraba con un entusiasmo indescriptible la fiesta del Primero de Mayo, ahora fiesta legal, y mientras en todo el país se llevaban a cabo, con la participación de las autoridades y de las tropas, manifestaciones grandiosas, el ministro de Relaciones Exteriores mandaba a los gobiernos aliados una nota oficial que confirmaba solemnemente la firme resolución del Gobierno de permanecer fiel a los compromisos contraídos con los aliados por el régimen zarista.

Los periódicos no se publicaron el 19, por lo que la población no fue informada hasta el 20. Ese día, en la Perspectiva Nevski, principal arteria de la capital, transformada desde la revolución en foro moviente, se vieron aparecer cortejos de «gente bien» con carteles y banderas muy nuevas en los cuales se leía: ¡Viva el Gobierno provisional! ¡Viva Miliukov! ¡Vivan nuestros aliados! Los hombres marchaban enarbolando con aire marcial sus bastones y paraguas; las damas, sus guantes y sus manguitos. En las aceras, los transeúntes, alineados en una doble fila de curiosos, saludan y aplaudían. Desde lo alto de los balcones, manos femeninas agitaban pañuelos. Se oía gritar con entusiasmo: «¡Lenin a Berlín! ¡A la cárcel Lenin!»

Mientras tanto, los suburbios estaban en plena efervescencia. Había reuniones en todas partes, en las fábricas, en los cuarteles. Los obreros dejan el trabajo y se forman en columnas. Guardias rojos, armados con fusiles y revólveres, se mezclan con los manifestantes. Al mediodía todo el mundo se pone en marcha hacia el centro de la ciudad, con carteles y banderas fabricados apresuradamente y en los que se lee el mismo texto que en los de los manifestantes de la Perspectiva Nevski, con esta sola diferencia: el viva ha sido reemplazado por muera. Desde el Soviet se envía inmediatamente una delegación, encabezada por el presidente Cheidze, quien logra alcanzar a las columnas obreras a mitad de camino y convencerlas para que vuelvan a las fábricas. El choque de las dos manifestaciones ha podido ser evitado.

Pero a eso de las tres de la tarde entran en escena los soldados. Un batallón del regimiento de Finlandia, unas cuantas compañías de reservistas y un destacamento de marinos desfilan por las calles de la capital. «¿A dónde van?», se les pregunta. «A detener al Gobierno provisional», contestan. En efecto, se les ve finalmente llegar ante al Palacio María y ocupar todas las salidas. Cheidze, alertado de nuevo, acude con sus colegas y logra que los soldados emprendan de nuevo el camino de sus cuarteles.

Al día siguiente se repiten los hechos conforme al mismo rito. Pero esta vez hubo algunas refriegas. Al terminar el día había un cierto número de muertos y decenas de heridos. Fue el bautismo de fuego de la revolución democrática burguesa, su primera experiencia de guerra civil. Se lo debía a un tranquilo universitario que creyó poder dar marcha atrás a la rueda de la Historia.

¿Quién había provocado el movimiento? Las manifestaciones burguesas fueron inspiradas y organizadas, evidentemente, por el Comité director del partido constitucional-demócrata, que quería apoyar a su jefe en toda la medida de lo posible. ¿Pero quién había puesto en marcha a los obreros y soldados? No es posible contestar a esta pregunta de una manera precisa. Personalmente, Lenin consideraba que esta «salida» estaba fuera de lugar, por prematura. Cualquier movimiento insurreccional, cualquiera que sea, debe ser llevado hasta el final. Lo había dicho y redicho todavía en 1905. Si uno se detiene a mitad de camino, ello puede tener funestas consecuencias para toda la revolución. Los manifestantes seguían la consigna de derribar al Gobierno provisional. Bien. ¿Pero para poner a quién en su lugar? En la situación en que se encontraba entonces, el partido bolchevique no podía pensar todavía en tomar el poder. Lenin acababa apenas de empezar a «poner orden en casa». La única misión que ese partido podía asumir por el momento ya la había definido él perfectamente en sus tesis: crítica constante e implacable de los actos del Gobierno, conquista perseverante de la influencia sobre las masas. Lenin seguía teniendo en cuenta que los bolcheviques no eran todavía más que 15.000 en Petrogrado, sobre una población de dos millones.

Pero éste era sólo el punto de vista del jefe. Las tropas veían las cosas de otra manera. La nota de Miliukov había sido el pretexto para una violenta reacción de esos elementos populares que tenían confianza en el Gobierno y esperaban que pronto terminaría la guerra. ¿Cómo? Ni lo sabían ni se preocupaban. Eso era cuestión de los ministros. Que se las arreglaran como quisieran, ¡pero que terminara la guerra! Las palabras de Lenin sobre los apetitos de los «rapaces imperialistas» habían fraguado en esos cerebros simples el convencimiento de que eran precisamente los gobiernos aliados los que querían prolongar la guerra obligando al pueblo ruso a derramar hasta la última gota de su sangre. El deber del Gobierno nacido de la revolución era oponerse a ello con toda su energía. Y he aquí que ese mismo Gobierno anuncia solemnemente, por boca de uno de sus ministros, que la guerra va a continuar y que no hay que esperar la paz para pronto. ¡Era, por tanto, traicionar al pueblo! ¡Abajo ese Gobierno! Algunos miembros del Comité de la organización bolchevique de Petrogrado consideraron, sin consultar al Comité central, que era necesario explotar ese descontento de las masas. Uno de ellos, el abogado caucasiano Bagratiev, cuyo celo frenético no inspiraba por lo demás una gran confianza a sus colegas, se puso de acuerdo con un delegado de los soldados en el Soviet, Teodoro Lindé, quien aceptó amotinar a sus camaradas del regimiento de Finlandia. En el barrio de Vyborg, unos cuantos miembros del Comité de barrio aparecieron también por su propia iniciativa en las fábricas y pidieron a los obreros que se echaran a la calle.

¿Cómo reaccionó el Comité central, o sea Lenin? Supo de la nota de Miliukov la víspera por la noche. Unas cuantas líneas, redactadas apresuradamente para Pravda del día siguiente, revelan su impresión: «Acaba de estallar una bomba... La quiebra de toda la política de la mayoría del Ejecutivo del Soviet es flagrante; se produce mucho antes de lo que la habíamos esperado». Y, para terminar, estas palabras muy significativas: «No se pondrá fin a la guerra imperialista con conversaciones en la Comisión de contacto...» ¿Con qué, entonces? ¿Con actos? Lenin no lo dice, pero es evidente.

El 20, mientras las columnas de obreros y soldados se ponen en marcha, el Comité central se ha reunido en sesión en el palacio Kchesinskaia. Lenin hace adoptar una resolución que, conviene tomar nota, no contiene ninguna desaprobación de la acción de masas que acaba de empezar. Esa resolución declara: «Las reorganizaciones parciales en el seno del Gobierno provisional no podrán ser consideradas más que como una imitación de los peores procedimientos del parlamentarismo burgués, que reemplaza la lucha de clases por la rivalidad de las personas y de los grupos. Sólo adueñándose del poder podría el proletariado revolucionario crear, en forma de soviets, un Gobierno que tuviera la confianza de los obreros de todos los países y que fuera capaz de terminar la guerra con una paz democrática.»

Apenas terminada la sesión, Lenin se pone a escribir un artículo para Pravda. Exhorta a obreros y soldados a decir claramente: «Exigimos un poder único: los Soviets. El Gobierno provisional, que es el de una banda de capitalistas, debe cederle el lugar». Publica otro (hay cinco artículos suyos en el número del 21 de abril) para ridiculizar al periódico de Gorki que, al atacar a Miliukov, ha escrito: «¡No hay lugar para el campeón del capital internacional en las filas del Gobierno de una Rusia democrática!» «¡Frases!... —replica Lenin—. ¿Cómo es posible que gentes instruidas no tengan vergüenza para escribir tales cuchufletas? Todo Gobierno provisional es un Gobierno de la clase capitalista. No se trata de personas, sino de una clase. Atacar a Miliukov, exigir su dimisión, eso es pura comedia. Pues ningún cambio de personas producirá nada, mientras no se cambie a la clase que está en el poder.»

Los periódicos burgueses pescan al vuelo esas palabras, interpretándolas como una prueba de la participación efectiva del partido bolchevique en la manifestación que, acaba de celebrarse. El Comité central se reúne de nuevo (estamos a 21: la acción de las masas registra un reflujo). Lenin propone una resolución más que, naturalmente, es adoptada. Su importancia me obliga a reproducirla artículo por artículo: «1. Los propagandistas y los oradores del partido deben desmentir el innoble embuste de la prensa capitalista y de la que sostiene a los capitalistas, las que pretenden que el partido bolchevique amenaza desencadenar la guerra civil. Esto es absolutamente falso, pues precisamente en este momento en que las masas pueden expresar libremente su voluntad y darse el gobierno que estimen conveniente, cualquier idea de guerra civil es estúpida, insensata. No puede tratarse, pues, en este momento, más que de una sumisión a la mayoría del pueblo, a reserva de dejar a la minoría oposicionista que ejerza su derecho de crítica. Si las cosas terminan en un conflicto violento, la responsabilidad incumbiría al Gobierno y a sus partidarios. 2. Al lanzar fuertes gritos contra la guerra civil, el Gobierno capitalista y su prensa tratan de disfrazar la negativa de los capitalistas, que no forman más que una minoría ínfima de la nación, a someterse a la voluntad de la mayoría. 3. Para conocer la voluntad de la mayoría de la población de Petrogrado es necesario organizar en todos los distritos de la capital y de sus alrededores un plebiscito acerca de la cuestión de la actitud que se debe adoptar hacia la nota del Gobierno y del apoyo que se debe conceder a tal o cual ministerio o tal o cual partido. 4. Todos los propagandistas del partido deben expresar sus opiniones en las fábricas, en los cuarteles, en la calle, por medio de la discusión pacífica, respetando el orden y la disciplina tal como se practican entre camaradas conscientes. 5. Los propagandistas del partido deben protestar una vez más contra la innoble calumnia lanzada por los capitalistas que se atreven a pretender que los bolcheviques favorecen la paz separada con Alemania. «Nosotros consideramos —especifica Lenin en este artículo de la resolución— que Guillermo II es un bandido coronado que merece la horca, al igual que Nicolás II, y que los capitalistas alemanes son saqueadores y bandidos, lo mismo que sus colegas rusos, ingleses y otros.» El partido bolchevique favorece la entrada en negociaciones así como la fraternización con los soldados y los obreros revolucionarios de todos los países. Está convencido de que el Gobierno provisional trata de hacer más tensa la situación, pues sabe que la revolución ha comenzado en Alemania y que esta revolución constituye un golpe asestado a los capitalistas de todos los países. 6. Todos los pueblos del mundo son arrastrados por la guerra, que hacen en provecho de los capitalistas, al borde del abismo. No queda más que una solución: que el poder pase a manos del proletariado revolucionario capaz de aplicar, para salvar la situación, medidas revolucionarias. 7. El partido bolchevique considera la política de la mayoría de los dirigentes actuales del Soviet profundamente errónea, pues la confianza que concede al Gobierno provisional y los esfuerzos de conciliación que manifiesta al respecto amenazan con desligar del Soviet a la mayoría de los soldados y obreros revolucionarios. 8. El partido bolchevique aconseja a los obreros y a los soldados que opinan que el Soviet debe modificar su táctica y renunciar a esta política de confianza y de conciliación que procedan a la reelección de sus diputados al Soviet para hacerse representar por hombres capaces de sostener con firmeza la opinión de sus mandatarios».

En la noche de ese mismo día se llegó a una transacción. El Soviet se declaró satisfecho con las aclaraciones hechas a la nota de Miliukov. Se acordó publicar un comunicado rectificativo atenuando el rigor de sus declaraciones, y que su desafortunado autor abandonaría la cartera de Negocios Extranjeros. En realidad, el Gobierno habría dimitido in corpore con mucho gusto y cedido el lugar al Soviet, pero éste no se sentía con valor para asumir las responsabilidades del poder y prefirió resolver las cosas de cualquier manera, procediendo a un arreglo precario. Lenin quedó muy decepcionado. Aunque reconocía que su partido no estaba capacitado todavía para tomar el poder, le habría encantado que' el Soviet lo hubiera hecho. Al adquirir la mayoría por medio de las reelecciones parciales previstas en su resolución, el partido bolchevique se hallaría automáticamente metido en el Gobierno. Reunido una vez más el Comité central, se tomó una nueva resolución (la tercera en tres días) que reprobaba severamente la conducta pusilánime de los jefes pequeñoburgueses del Soviet. «Las causas de la crisis no han sido suprimidas —dijo Lenin— y su repetición es inevitable.» Es necesario extraer las lecciones del acontecimiento. La consigna abajo el Gobierno provisional debe ser anulada por el momento. «Nosotros no apoyamos —anuncia su resolución— la entrega del poder a los proletarios y semiproletarios más que cuando el Soviet haya adoptado nuestra política y quiera tomar el poder.» Y comprueba: «La organización de nuestro partido, la cohesión de las fuerzas proletarias, se han revelado, en estos días de crisis, claramente insuficientes.» Por último, orientaciones que se deberán adoptar de ahora en adelante: 1. Explicación de la política proletaria que se debe seguir para terminar la guerra; 2. Crítica incansable de la política pequeño— burguesa de entendimiento con el Gobierno de los capitalistas; 3. Propaganda y agitación de grupo en grupo, en los cuarteles, en las fábricas, en todas las esquinas y principalmente entre los elementos más atrasados: servidumbre y peones, etc.; 4. Organización, organización y más organización, siempre y en todas partes, en cada distrito, en cada barrio, en cada unidad.

Un artículo de Lenin que apareció en el mismo número con el título Las lecciones de la crisis estaba destinado a servir de comentario a este texto. «La lección es clara, camaradas obreros —escribió—. El tiempo no espera. Otras crisis seguirán a éstas. Dedicad todas vuestras fuerzas a orientar a los atrasados, a estrechar vuestras filas, a organizaros de arriba abajo, de abajo arriba... No os dejéis desconcertar ni por los conciliadores pequeñoburgueses ni por los partidarios de la defensa nacional ni por los energúmenos que quieren precipitar las cosas y gritar Abajo el Gobierno provisional antes de que se haya formado una mayoría popular coherente y estable. La crisis no puede ser resuelta ni por la violencia ejercida por algunos individuos sobre otros, ni por las intervenciones esporádicas de pequeños grupos de gentes armadas, ni por las tentativas blanquistas de «tomar el poder», de arresto del Gobierno provisional, etc.»

Personalmente, Lenin supo extraer lecciones muy útiles de estas dos jornadas de crisis y aprovecharlas para comprobar el acierto de sus postulados. Lo más importante era que habían confirmado brillantemente su tesis: las masas odian la guerra y están animadas por el más ferviente deseo de acabar con ella. En realidad, el tam-tam guerrero producido por los artículos belicistas de los periodistas movilizados en sus oficinas y por las mociones no menos belicistas de las reuniones públicas organizadas por los defensores de la revolución en el frente de la Perspectiva Nevski, había tenido tal resonancia que el propio Lenin, en los primeros días que siguieron a su llegada, había terminado por creer que las masas, engañadas, pero con buena fe, deseaban con gran sinceridad la guerra «hasta el final» y juzgó necesario esbozar todo un plan, paciente y metódico, para «limpiarles el cerebro». ¡Ahora bien, bastó simplemente con que un ministro del Gobierno provisional publicase una declaración que en realidad no hacía más que repetir las declaraciones precedentes y numerosas veces reproducidas en la prensa «democrática» acerca de la necesidad de continuar la guerra hasta la victoria, en estrecha colaboración con los aliados, para que estas mismas masas se encabritasen y se pusiesen a manifestar su indignación! ¿Por qué? Lenin podía, desde luego, admitir que la influencia ejercida por sus escritos había tenido cierta eficacia, pero también debió darse cuenta que en una decena de días no se podía llegar a este resultado si el terreno no hubiese estado preparado por adelantado. De todos modos, ahora la prueba está hecha: sus tesis son escuchadas por la multitud que ha demostrado comprender y aprobar su lenguaje. Pero también ha podido comprobar que si se gritaba con unanimidad ¡Abajo la guerra! y ¡Que dimita Miliukov!, no se oía gritar: ¡Abajo el Soviet pequeño-burgués y conciliador!

Estaba claro que la autoridad de éste era grande ante los ojos de las masas y Lenin tuvo que llegar a la conclusión de que el partido que se adueñase de él poseería efectiva y plenamente el poder gubernamental. Así fue como la consigna de la conquista pacífica de los soviets vino a reemplazar entre la masa al grito de ¡Abajo el Gobierno Provisional!

Pero las lecciones más útiles fueron aquellas que aclararon la situación en el interior del partido. La crisis le ha permitido distinguir ciertos elementos extremistas, poco disciplinados, predispuestos a la aventura y que tendían manifiestamente a mostrarse más leninistas que el propio Lenin. Se consideró inadmisible el hecho de que algunos miembros del partido se hubieran permitido lanzar por su propia iniciativa una orden que estaba en contradicción con la táctica preconizada por el Comité central. Esa conducta requería severas sanciones. Y, sobre todo, debían adoptarse medidas para que no se volviera a repetir una cosa así. En resumen, el partido mostraba a Lenin tres tendencias: el centro, dispuesto a seguirle fielmente a donde quisiera llevarle; la derecha, formada por «viejos bolcheviques» agrupados alrededor de Kamenev, y esa izquierda «anarquizante» en la que no f'guraban, por lo demás, sino unas cuantas cabezas locas. A ésta no hay más que hacerla entrar en razón sin ninguna consideración. Es una simple cuestión de organización que ha resultado defectuosa y que necesita ser mejorada. En cuanto a Kamenev, éste no tiene, naturalmente, la talla necesaria para hacer frente a Lenin, quien prefiere, en lugar de dejarlo ir con los suyos y fundar un nuevo partido, ablandarlo halagando ligeramente la vanidad del político que se cree indispensable. Así se va dibujando el objetivo capital en el frente interior: forjar un aparato coherente, sólido, encuadrado (aun sigue en vigor la vieja fórmula de la Iskra) por un Comité central homogéneo y un órgano central llamado a velar celosamente por la rectitud de la línea de conducta política. Pravda ha vuelto al buen camino. No hay más que dejar que siga su camino. El Comité central saldrá de la conferencia que se inaugurará el 24 de abril y que se adjudicará los poderes de un Congreso, como la única instancia calificada para proceder a este nombramiento.

Por primera vez en su historia, el partido bolchevique iba a reunirse en pleno legalmente en el territorio ruso; 151 delegados asistieron a la Conferencia: 133 representaban a organizaciones que contaban con más de 300 miembros y disponían de voz y voto, 18 habían sido elegidos por organizaciones con menos de 300 miembros y no tenían derecho más que a un voto consultivo. Lenin, que concedía a esta reunión una importancia particular (debía servir para finalizar la reconquista del partido bolchevique por él emprendida), redactó para los delegados una especie de pequeño vademécum político cuyas copias mecanografiadas les fueron distribuidas al abrirse la Conferencia. Personalmente, se encargó del principal informe «Sobre la situación política actual y la actitud que se debe adoptar frente a ella». Se trataba de que los representantes de todo el partido adoptasen la resolución que Lenin había hecho votar por la reciente Conferencia de la organización de Petrogrado. Esta resolución fue recogida artículo por artículo, que fueron comentados y justificados detalladamente por él uno tras otro. Kamenev volvió a presentar sus objeciones, las mismas de siempre: mientras el bloque Soviet-Gobierno provisional no haya sido roto, la revolución rusa continúa siendo una revolución burguesa y no puede considerársela terminada. Es, pues, prematuro hablar de una revolución socialista. Lenin propone un trabajo de largo alcance entre las masas. Kamenev piensa que estas normas no son prácticas; prefiere un control ejercido por el Soviet sobre el Gobierno. Además, reprocha a la dirección del partido, y por consiguiente a Lenin, haberse dejado arrastrar a «la aventura del 20 de abril».

En su respuesta, Lenin no pudo mostrarse más conciliador. Contestó en tono mesurado a su antiguo discípulo, al que veía perseverar con ostentación en este papel, poco adecuado para este hombre dulce y tímido por naturaleza, de jefe de la oposición antileninista en el seno del partido bolchevique. «Creo —dijo— que nuestras divergencias con el camarada Kamenev no son muy grandes. Marchamos unidos con él, salvo en la cuestión del control... Se nos dice: os dejáis aislar, habéis pronunciado un montón de palabras terroríficas sobre el comunismo, habéis hecho temblar de miedo a la burguesía... Bien. Aceptamos estar en minoría. En estos tiempos de locura chovinista, estar en minoría significa ser socialista... A Kamenev no le agrada la fórmula de «trabajo de largo alcance» para orientar a las masas y, sin embargo, es lo único que podemos hacer por el momento.» En cuanto a «la aventura del 20 de abril», Lenin le concede la razón, pero insiste en explicar el modo en que ocurrieron las cosas. Y esta explicación permite comprender mejor el caos que reinaba en las «cimas» del partido en el curso de esta memorable jornada. «Hemos —dice Lenin— dado la consigna: manifestación pacífica, pero algunos camaradas del Comité de la organización de Petrogrado han dado otra que nosotros nos hemos apresurado a anular sin lograr, sin embargo, por falta de tiempo, impedir su difusión, y las masas siguieron la consigna del Comité de Petrogrado... El Comité de Petrogrado se ha inclinado a la izquierda algo más de lo necesario. Eso es indudablemente un crimen extraordinario (sic). El aparato del partido ha resultado ser defectuoso: nuestras decisiones no han sido aplicadas por todos... Creemos que ése es un crimen enorme... No habríamos permanecido un solo instante en el Comité central si ese acto hubiese sido tolerado a sabiendas.»

Lenin se impuso: su resolución fue adoptada por 71 votos contra 38 y 8 abstenciones. Las demás resoluciones propuestas por él (había preparado toda una serie para las cuestiones inscritas en el orden del día) fueron aprobadas por gran mayoría.

Quedaba pendiente la elección del Comité central, que debía celebrarse en la última sesión. Lenin había preparado su lista. De los nueve candidatos propuestos por él, la Conferencia aceptó a siete. En cierto modo, la Conferencia impuso «por su propia iniciativa» a Sverdlov, quien había presidido casi todas las sesiones y al que Lenin, por un olvido inconcebible, había omitido en su lista. Los moscovitas obtuvieron un puesto en el Comité para Noguin, uno de sus principales dirigentes.

Así se formó este Comité leninista, bastante homogéneo, que debería secundar a su jefe en el período crítico que iba a iniciarse. Rápidamente se estableció una diferenciación. Se formaron tres grupos. Con Zinoviev, acantonado en sus funciones de secretario o casi, y Kamenev, del que se servía para mantener el contacto con los círculos soviéticos, Lenin formó una especie de Buró Político que asumía la dirección general. Stalin, Sverdlov y Smilga (un joven periodista de origen báltico) quedaron encargados de encaminar el trabajo del Comité central hacia la secretaría del partido, a la cabeza de la cual se encontraba una vieja bolchevique, Stasova, hija de un eminente jurista y sobrina de un célebre crítico de arte, que había roto completamente con su medio. Los comitards Noguin (Moscú), Fedorov (Petrogrado) y Miliutin (Saratov), absorbidos por su trabajo en las organizaciones locales, no ejercían gran influencia en las deliberaciones del Comité. Como siempre, cuando las circunstancias exigían de él un trabajo y una tensión nerviosa extremas, Lenin tuvo que pagar el precio de su victoria. Cayó enfermo y tuvo que guardar cama durante una semana. En este breve respiro fue cuando concibió el proyecto de dedicar un folleto a la Conferencia que acababa de celebrarse y de resumir los resultados logrados. Se puso a trazar el esquema. Una vez restablecido, no siguió adelante con el proyecto, pero el esquema ha sido conservado y gracias a él se puede reconstituir con bastante exactitud la línea general de acción que se estaba trazando Lenin después de la Conferencia de abril.

El desengaño con que comprueba, al iniciar ese esquema, que «las victorias demasiado fáciles de febrero habían provocado un caos de frases y de éxtasis», no es nuevo en Lenin. Lo que conviene observar es la serie de deducciones que de él saca. Al haberse confundido de pronto en dicho «caos» las clases, nació de ello una «democracia revolucionaria». Esa «democracia» que Lenin se obstina en calificar de «reaccionaria» es acusada por él de cuatro pecados mortales: 1.º Apoyo de los ministros capitalistas; 2.º Propaganda en favor de la guerra imperialista; 3.º Oposición a que los campesinos tomen la tierra inmediatamente; 4.º Reprobación de la fraternización en el frente. Está compuesta esencialmente de elementos pequeñoburgueses, es decir, comprueba Lenin, de la inmensa mayoría del pueblo ruso. Son —reconoce— decenas y decenas de millones, un abismo de abismos de grupos, de capas, de subgrupos, de subcapas. Por el momento, se balancea entre la burguesía, grande y media, y el proletariado. Este debe hacer todo lo posible por atraérsela. Eso sólo puede lograrse con un trabajo incesante, perseverante y metódico de persuasión, trabajo que sólo puede llevar a cabo un partido organizado. En consecuencia, el primer deber del proletariado revolucionario es constituirse en partido de clase estricta y rigurosamente delimitado, pero destinado a operar en un radio de acción muy vasto. Esta acción va a continuar en condiciones nuevas, en condiciones que el antiguo partido no podía pensar durante su existencia ilegal en la clandestinidad. De una actividad de conspiradores, de un trabajo de topos, nos transportamos a un ambiente de «inaudita legalidad». No se trata ya de pequeños cenáculos restringidos. «Decenas de millones se alinean ante nosotros.» Esta acción en plan gigantesco, antes inconcebible, se ejercerá «en la atmósfera de la espera de un hundimiento social como jamás se ha visto, y cuyas causas serán la guerra y el hambre». De ello resulta, concluye Lenin, que hay que permanecer «firmes como una roca» en la línea proletaria frente a las vacilaciones pequeñoburguesas, actuar sobre las masas mediante la persuasión, y prepararse para una revolución «mil veces más fuerte que la de febrero». Para poder realizar ese plan se necesita una poderosa afluencia de fuerzas nuevas. Hay que «decuplicar los equipos de propagandistas y agitadores». Desgraciadamente, faltan hombres. ¿Cómo hacer, entonces? «No lo sé —declara Lenin—, pero sé perfectamente que sin eso es inútil y vario disertar sobre la revolución proletaria.»

Mientras escribía esas líneas, Trotski acababa de hacer su aparición en Petrogrado.

Después de haber sido expulsado de Francia en septiembre de 1916 y de España en el siguiente mes de noviembre, Trotski había ido a parar a Nueva York. Allí fue donde le sorprendió la noticia de la revolución. Se puso en camino inmediatamente. Embarcó en un vapor noruego, pero fue desembarcado en Canadá por las autoridades inglesas y encerrado en un campo de concentración. Cuando su detención fue conocida en Rusia, la prensa socialista de todas las tendencias hizo vivas protestas. Sir George Buchanan envió entonces a los periódicos un comunicado diciendo que los rusos detenidos en Canadá viajaban «con subsidios proporcionados por la Embajada de Alemania con el propósito de derrocar al Gobierno provisional». La Pravda bolchevique replicó en su número del 16 de abril: «Esa es una calumnia evidente, impúdica e inaudita», y conminó al embajador a declarar de dónde había recibido esa información. Buchanan no contestó. Más tarde, en sus Memorias, explicó que la iniciativa de la detención había sido efectivamente del Gobierno inglés, el cual la había comunicado enseguida a Miliukov. Este le dijo entonces que esperaba que Trotski fuese retenido en Canadá el mayor tiempo posible. Trotski no quedó libre sino el 29 de abril, después de los acontecimientos que provocaron la salida de Miliukov. El 5 de mayo llegaba a Petrogrado.

No tardó en orientarse en la nueva situación. Los ingleses habían hecho un buen trabajo. El jefe del Soviet de 1905 se presentaba demasiado tarde. Todas las primeras filas del teatro de la revolución estaban ya ocupadas, y bien ocupadas. Los partidos se habían formado y delimitado. Cada uno tenía su órgano director definitivamente constituido. No le quedaba a Trotski más que formar su propio grupo o entrar como subalterno en alguno de los partidos existentes. Prefirió la solución intermedia, y encabezó un grupo minúsculo, de tendencia «mediadora», en el que, fuera de Lunatcharski, que llegó unos días después que él en un «vagón sellado» con Martov y Axelrod, no hay personajes destacados, y, en espera de la ocasión de «colarse», se dedicó a atraerse a las multitudes y a ganar el máximo de popularidad en los medios proletarios de Petrogrado. Se le vio aparecer en los innumerables mítines que se celebraban entonces en la capital desde la mañana hasta la noche. Y como seguía siendo un orador muy brillante y no se había olvidado el papel que desempeñó en 1905, su éxito personal fue rápido y grande. Hablaba en las fábricas, en los teatros, en los circos. Lo que decía no lo alejaba mucho de las tesis de Lenin. Y atacaba con vehemencia a los aliados, sobre todo a Inglaterra. En cuanto llegó se dedicó a atacar a sir George Buchanan, en quien veía, no sin razón, al principal responsable de sus desgracias. Publicó una carta abierta dirigida al sucesor de Miliukov: «¿Estima usted, señor ministro, que es correcto que Inglaterra esté representada por una persona que se ha enlodado a sí misma lanzando una impúdica calumnia, y que no ha movido un solo dedo, después, para rehabilitarse?» La carta quedó sin respuesta. Pero el tono estaba ya dado. Y pronto se oyó decir en los círculos moderados del Soviet que Trotski «era peor que Lenin».

Este observaba con atenta mirada la ruidosa actividad de su adversario de antaño. No le disgustaba. Y en ese momento necesitaba hombres. Tal vez pensaba ya en la necesidad de preparar los cuadros del futuro Gobierno. En todo caso, resolvió entrar en contacto con Trotski y su grupo. El 10 de mayo se presentó en una reunión de los trotskistas para hacerles una proposición concreta a título personal, pero de acuerdo con «algunos miembros del Comité central.19

¿De qué se trataba? Acabamos de ver que Lenin proyectaba un desarrollo muy intenso de la propaganda bolchevique para hacer frente a una situación nueva. Un solo periódico, tal como la Pravda de entonces, no bastaba. Quería hacer de Pravda una gran hoja popular que tuviera una amplia difusión y que llegara a la masa de los sin partido, políticamente poco educados, y crear un nuevo órgano central en el que se tratarían, para uso de los militantes bolcheviques, las cuestiones de programa y de táctica que se planteasen ante el partido. Para aplicar esta nueva fórmula de acción necesitaba buenos periodistas, y éstos eran más bien escasos entre los bolcheviques. Lenin pensó en Trotski, que tenía una gran experiencia de pluma y que sabía dirigir un periódico, recordó probablemente los brillantes artículos que le proporcionaba Lunatcharski en Suiza, antes de dejarse arrastrar por el canto de las «sirenas de Capri». Decidió entenderse con el grupo de Trotski, que había adoptado frente al Gobierno provisional y los partidarios de la guerra «hasta el final» la misma actitud que el partido de los bolcheviques. Prácticamente, la proposición de Lenin se reducía a esto: entraría un representante del grupo Trotski en cada uno de los dos nuevos órganos que iban a ser lanzados próximamente por el Comité central. Pensaba en Trotski como redactor jefe del nuevo Pravda, mientras que Lunatcharski formaría parte de la redacción del futuro órgano central. Los trotskistas aceptaron presurosos su oferta y concertaron con el partido bolchevique una alianza que había de desembocar pronto en una fusión completa. Al ser informado oficialmente de la iniciativa de Lenin, el Comité central la aprobó y empezó a discutir con Trotski las condiciones materiales de su colaboración.

El Comité de Petrogrado no tardó en ser informado. No le agradó el proyecto de Lenin de publicar dos hojas, controladas una y otra por el Comité central. Anunció que pensaba publicar un periódico propio. Una organización como la suya, estimaba el Comité bolchevique de la capital, bien tenía derecho, si no es que el deber, de poseer su órgano propio y no tener que mendigar continuamente a Pravda el favor de cederle una o dos columnas.

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