Legacy

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Capítulo IX

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CAPÍTULO IX

Un buen partido

¡ALERA! Una voz aguda y jubilosa me arrancó del sueño. Me incorporé y abrí los ojos con dificultad. Las cortinas estaban echadas y la habitación estaba tan oscura como si el sol no hubiera salido, pero la ruidosa intrusa le puso remedio abriéndolas de par en par y tuve que cerrar los ojos otra vez ante la cegadora luz.

—¿Miranna? ¿Qué…? —Mi cuerpo pedía dormir y mi cerebro se negaba a funcionar para formar una frase entera.

—¿Te has enterado de la noticia? ¡No te lo vas a creer!

Parecía eufórica, así que di por sentado que «la noticia» a que se refería no era mala.

—A esta hora de la mañana me creería cualquier cosa. —Repuse con voz ronca de sueño—. ¿Qué es?

—¡No te lo vas a creer! —repitió mi hermana, que estaba de puntillas a causa de la excitación. Los mechones rizados rebotaban a ambos lados de su rostro a cada saltito que daba.

—Sí, eso ya lo has dicho. —Gruñí mientras me sentaba para poder verla bien.

—Adivina. ¡No lo adivinarás nunca! ¡Es tan emocionante!

—Mira, ¿es que no puedes decirlo simplemente?

Miranna hizo un pequeño puchero, decepcionada por el hecho de que yo no estuviera de humor para jugar. Pero no pudo continuar ocultando su secreto.

—Escucha bien —exclamó, antes de tumbarse boca abajo sobre la cama y apoyarse con los codos—. Todos los sirvientes lo rumorean. ¡Nuestros soldados han capturado a otro cokyriano dentro de las fronteras de Hytanica! ¡Cannan lo va a traer hoy!

Miranna había conseguido despertar mi interés.

—¿Estás segura?

—Después de oír los rumores, hablé con Halias para averiguar si era cierto. —Se aclaró la garganta y bajó el tono de voz para imitar, sorprendentemente bien, la voz de Halias—. «Han arrestado a otro en la ciudad, pero yo no os lo he dicho».

—Pues espero que no te haya oído ahora —bromeé, pues nuestros cuatro guardaespaldas se encontraban en la sala y seguro que estaban atentos.

Miranna descartó esa posibilidad con una sonrisa.

—Bueno, ¿estás preparada para espiar un poco?

—¿Yo? ¿Husmeando por ahí? ¡Nunca!

Las dos nos reímos y Miranna me dijo que pensaba pasar el día en el patio central para estar presente «por casualidad» cuando trajeran al prisionero a palacio. Mi curiosidad era demasiado grande para no unirme a ella, a pesar de que las dos reconocimos que Halias, por lo menos, se daría cuenta de lo que hacíamos.

—No dirá nada —me aseguró Miranna, que se sentó en la cama—. Tampoco es que vaya a haber un duelo de espadas en el patio. Halias sabe que no correremos ningún peligro. Pero probablemente querrá que nos escondamos para salvarle el pellejo. ¡Si Cannan se da cuenta de que estamos allí, le cortará la cabeza!

—Y la de Destari. —Añadí, pues sabía que Cannan les echaría las culpas a los guardias de elite que eran mayores y que tenían más experiencia.

Me sentí casi celosa de la buena suerte que tenía Miranna con su guardaespaldas, igual que me había sucedido otras veces. Halias era de una altura similar a la de London, pero tenía unos brillantes ojos azules, un rostro ancho, una sonrisa fácil y un suave cabello de color ceniza que le llegaba a los hombros cuando no lo llevaba recogido en la nuca. Aunque su manera de proteger a mi hermana era irreprochable, conseguía que alguien tan relajado como London pareciera tenso. Siempre había dado a Miranna mucha libertad, pues aseguraba que su trabajo consistía en mantenerla a salvo y no en criarla. Esa actitud despreocupada lo hacía muy abordable e inmensamente popular como escolta. Al igual que Destari y London, era un veterano de la guerra de Cokyria y había servido como guardia de palacio. Se le atribuía el haber descubierto un complot para matar al Rey.

Cansada de mi lentitud, Miranna saltó al suelo y me arrancó las sábanas.

—Vamos —dijo, tirándome de una mano—. No tengo ni idea de a qué hora va a traer Cannan al prisionero. ¡Por lo que sé, podemos estar perdiéndonoslo!

Decidí no llamar a mi doncella personal. Me puse en pie y me vestí con la ayuda de mi hermana. Sin desayunar, salimos apresuradamente de mis aposentos seguidas por Destari, Tadark, Halias y el segundo guardaespaldas de Miranna, un guardia de elite en reserva que era unos años mayor que Tadark y que se llamaba Orsiett.

Mientras nos dirigíamos hacia el patio, me sentí un poco inquieta por nuestro entusiasmo. Sabía que no debíamos estar tan emocionadas por que hubieran descubierto a nuestro peor enemigo en nuestras tierras. Nos comportábamos como niñas, sin tener en cuenta en absoluto lo que ese suceso podía significar. Pensé en las pocas pero intrigantes cosas que había aprendido respecto a los cokyrianos durante las últimas semanas, y en el revuelo que la captura y la huida de nuestra prisionera había provocado, y no pude contener mi curiosidad. La única persona de Cokyria que había visto era Nantilam, la Gran Sacerdotisa, y esa persona que ahora traerían sería de una categoría del todo distinta. Para empezar, y según lo que decían Miranna y sus informadores, esta vez nuestro prisionero era un hombre. London me había contado que los hombres eran considerados inferiores a las mujeres en la cultura de Cokyria, y yo quería saber cómo actuaba y cómo hablaba, qué aspecto tenía y cómo iba vestido. Quizá fuera un soldado, o un sirviente, o quizá incluso un señor.

Al salir al patio central sentí la cálida brisa en las mejillas, un grato recordatorio de que el verano había llegado. Estábamos a finales de junio y a pesar de que el día anterior había hecho frío al aire libre, la mañana era bochornosa y prometía un día de intenso calor.

Los veranos de Hytanica eran sofocantes y, a menudo, caía una fina lluvia al caer la noche. El tiempo era asombrosamente predecible, lo cual era bueno para las cosechas de los granjeros que vivían en los pueblos que rodeaban la ciudad, y hacía que las suaves colinas que delimitaban nuestra frontera sur estuvieran siempre verdes.

Permanecimos en el patio unas cuantas horas, hasta que empecé a sentirme mareada por el calor y quise abandonar nuestra misión. Pero Miranna no quería ni oír hablar de eso.

—En cuanto te marches, Cannan aparecerá por esas puertas con el prisionero, y te lo vas a perder.

Se refería a las puertas exteriores que daban entrada al patio. Las puertas permanecían cerradas a los plebeyos durante casi todo el día y se abrían solamente durante un corto periodo de tiempo para que cualquiera que no hubiera sido expulsado del recinto de palacio o del reino pudiera acudir en busca de consejo real.

De repente, Halias habló:

—Se están acercando. Si no deseáis que os vean, será mejor que os escondáis…, y no detrás de ese cerezo. —Señalaba un árbol de tronco muy delgado hacia el que Miranna había empezado a correr.

Mi hermana cambió de dirección y las dos nos escondimos con torpeza detrás de los matorrales de lilas. Desde allí miramos por entre los espacios irregulares que formaban las ramas hacia el camino de piedra, que conducía desde las puertas hasta los escalones de palacio. Era un camino limpio y se veía tan blanco a la luz del sol que casi dolían los ojos al mirarlo. Nuestros guardaespaldas parecieron haberse desvanecido, tal como se suponía que estaban habituados a hacer.

Oímos gritos y el ruido de cascos de caballo, y miramos rápidamente hacia las puertas, esperando con impaciencia a que se abrieran. Al cabo de unos minutos lo hicieron y por ellas apareció Cannan, con una expresión extraordinariamente lúgubre. Se dio la vuelta y esperó a que sus tropas desmontaran, puesto que no se permitía la entrada de animales en el patio: un único caballo asustado podía destrozar su belleza. Conducirían a los caballos hasta las caballerizas reales, donde los alimentarían y asearían mientras sus jinetes atendían sus obligaciones.

Dejé vagar la mirada por la escena que se estaba desarrollando hasta que un soldado captó mi atención. Tiraba de un hombre a quien habían atado las manos a la espalda para hacerlo desmontar de uno de los caballos. Luego, ese soldado y otro llevaron al hombre herido hasta Cannan.

—Es él —me susurró Miranna. Me agarró de la muñeca de la emoción.

No podía ver el rostro del prisionero desde mi escondite, pero sí vi que llevaba una camisa blanca y una túnica marrón sin mangas, como la de un habitante de Hytanica. Si no supiera que era cokyriano, nunca lo habría adivinado. No había nada en él que lo distinguiera de los demás habitantes que frecuentaban las calles y tiendas de nuestro reino.

Todavía agachada, pasé por detrás de Miranna y seguí la línea de matorrales hasta el extremo para poder ver mejor al hombre que los dos enormes guardias llevaban cautivo. Las puertas se cerraron y Cannan se dio la vuelta para ordenar a sus hombres que avanzaran. Entonces vi el rostro del prisionero: tuve que reprimir una exclamación de sorpresa, pues no era un hombre sino un adolescente. Tenía la cabeza erguida, como si no tuviera miedo, pero la manera en que sus ojos se dirigían hacia los guardias que tenía al lado y hacia Cannan dejaba ver su intranquilidad. Tenía el pelo grueso y de ricos tonos dorados bajo la luz del sol. Lo llevaba cortado unos centímetros por encima de las orejas; los mechones, que eran un poco más cortos, le caían en desorden sobre la frente.

Miranna, igual de asombrada que yo, se agachó a mi lado.

—¡No es mayor que yo! —exclamó.

Dirigí la mirada hacia los soldados y, de repente, el joven cokyriano desapareció de mi mente. Percibí el paso ligero y confiado, la estructura física, las dos espadas colgadas a las caderas, el desordenado pelo plateado que cubrían parcialmente sus misteriosos ojos índigo: London estaba ahí y caminaba delante de media docena de soldados, como si fuera uno de ellos.

—¿Qué está haciendo aquí? —pregunté en voz alta, pero era una pregunta más dirigida a mí que a mi hermana.

—¿Quién? —preguntó Miranna, tan absorta en el joven cokyriano que no se había dado cuenta de nada.

—London. —Respondí.

Miranna miró hacia donde señalaba con el dedo y vio a mi anterior guardaespaldas. Su rostro también adquirió una expresión de asombro.

—¿Qué está haciendo aquí? —Parecía tan despistada como yo.

Como no sabía la respuesta, volví a dirigir la atención al cautivo y fue entonces cuando vi sus ojos. Eran de un azul como el del acero, penetrantes e intensos. A pesar del brillo juvenil que se apreciaba en su rostro bronceado, su mirada era gélida y poco amistosa; parecía indicar que tenía una gran experiencia del mundo y que ahora esperaba lo peor.

Las tropas pasaron por delante de nosotras y me agaché más. Observé a London, que caminaba hacia palacio sin saber de mi presencia, y una inesperada ola de emociones amenazó con abrumarme: arrepentimiento, culpa, tristeza, vergüenza y amor por ese hombre que tenía ante mí. Volví a sentir la necesidad de correr hacia él y tuve que apartar la mirada. Miranna continuó mirando, absorta, hasta que los soldados hubieron cruzado las gruesas puertas de madera del palacio.

—¿Tenéis curiosidad por saber qué hace London ahí? —La profunda voz de Destari nos sorprendió y nos dimos la vuelta. Los dos capitanes segundos se habían agachado detrás de nosotras.

Oí el sonido de una bota resbalando por la corteza de un árbol y vi que Tadark saltaba desde un roble y aterrizaba elegantemente sobre su trasero. Soltó una exclamación de dolor y Orsiett, que caminaba hacia él, lo hizo callar.

—¿Haciendo amigos peludos ahí arriba, eh? —se mofó Halias con ojos brillantes.

—No —repuso Tadark, enfurruñado—. Quería ver la escena.

—¡Ah, ya comprendo! ¡Eres un guardapaisaje y no un guardaespaldas!

—Halias, hemos estado equivocados todo el tiempo —añadió Destari, incapaz de no añadirse a la chanza—. ¡No es a la familia real a la que debemos proteger, sino al follaje real!

A Tadark se le pusieron las mejillas coloradas y dijo con amargura:

—Dejadme solo. Ya habéis dicho lo que teníais que decir.

Yo observaba, divertida, a los tres guardias y me sorprendía ver como Destari, que normalmente era callado y serio, le tomaba el pelo al teniente igual que hubiera hecho London. Se me ocurrió pensar que Tadark atraía las burlas de la gente igual que las flores lo hacen con las abejas.

Destari volvió a dirigir su atención hacia mí, y yo reprimí mi risa para repetir la pregunta.

—¿Qué está haciendo London aquí? ¿No lo habían expulsado del recinto de palacio? —Tuve que forzarme a pronunciar esas palabras, pues, de alguna manera, era como si el hecho de no decirlas significara que no fuera cierto.

Destari iba a responder, pero Tadark lo interrumpió con unos gruñidos de esfuerzo. Se acercó hasta nosotros, que estábamos sentados en el suelo. Parecía que se arrastraba con gran dificultad.

—¿Es que intentas que ese gusano se sienta bien? —lo ridiculizó Halias, señalando a un bicho que iba más rápido que Tadark.

Éste soltó una especie de bufido y continuó avanzando.

—Creo que me he roto algo —farfulló.

Se acercó a uno de los árboles y apoyó la espalda en el tronco. Luego arrancó una hoja de hierba y empezó a retorcerla entre los dedos. Orsiett se sentó junto a Tadark, quizá demasiado intimidado por los guardias mayores para venir a sentarse con nosotros.

Destari rió al darse cuenta, igual que todos nosotros, de que Tadark prestara atención a los matorrales y no a su protegida, lo cual, más o menos, demostraba que la afirmación de Halias era cierta.

—¿Queríais saber qué hace London aquí, no es cierto? —intervino Destari.

Asentí con la cabeza de inmediato.

—Está aquí porque ha sido él quien ha descubierto al cokyriano en la ciudad. Fue a buscar al capitán a su casa y preguntó si podía entregar al prisionero a cambio de que se le permitiera tener una audiencia con el Rey.

De alguna forma, eso tenía sentido para mí. Pero Miranna estaba todavía desconcertada y continuó insistiendo.

—¿Cómo es posible que haya encontrado a ese chico si todos los soldados de Cannan que han registrado el reino no han encontrado a nadie?

Halias y Destari se miraron el uno al otro, como si consideraran hasta qué punto podían hablar con nosotras. Al final, Destari habló:

—Durante la guerra, London aprendió muchas cosas de los cokyrianos. Supongo que desarrolló un buen ojo para detectar sus peculiaridades, mejor que el de un soldado normal.

Miranna asintió con la cabeza, satisfecha con la explicación. Pero los guardias no sabían que, gracias a mi madre, yo ya estaba enterada de por qué London sabía más de los cokyrianos que todos los demás.

La sospecha y el miedo atravesaron el palacio esa tarde como las rápidas corrientes de un río, pero a mí no me importaba. Esperé con nerviosismo al otro lado de las puertas de la sala del Trono, desde donde me llegaban voces apagadas e ininteligibles.

Miranna y yo habíamos comido juntas y, después, ella se había marchado, pues el día avanzaba y ella tenía que realizar sus tareas. Cuando nos hubimos separado, me había dirigido a la antesala y ahora me encontraba caminando arriba y abajo sin parar, demasiado ansiosa para sentarme y demasiado agitada para estarme quieta. Destari estaba apoyado en la pared al lado de la puerta y había adoptado la postura característica de London. Tadark se encontraba de pie, incómodo, en medio de la habitación, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Cada vez que lo hacía adoptaba una mueca de dolor; recordé con cierta compasión su caída del árbol o, más concretamente, su poco elegante aterrizaje.

A pesar de que ninguno de ellos decía palabra alguna, deseé estar sola. Incluso el sordo ruido que hacía Tadark al moverse en el silencio de la habitación era una distracción para mí. Necesitaba pensar, pero parecía haber perdido la capacidad de hacerlo.

Sin embargo, el tiempo que hubiera podido tener para reflexionar un poco se vio acortado por el crujido de las puertas de la sala del Trono, que se abrieron de par en par. London apareció e, inmediatamente, me vio. Pero yo no fui capaz de adivinar si mi presencia había suscitado en él alguna reacción.

—Princesa —me saludó con formalidad, deteniéndose y haciendo un respetuoso gesto con la cabeza.

—Por favor, no empecemos donde lo dejamos —supliqué, en un intento por evitar caer en la misma pelea que la vez anterior.

Se hizo un silencio incómodo. El único ruido era el de la respiración de los soldados de la antesala. Pero me di cuenta, aliviada, de que la falta de respuesta por parte de London implicaba que ya no se sentía tan dolido.

—¿Has hablado con mi padre? —me atreví a preguntar finalmente.

London se limitó a asentir con la cabeza.

—Me han dicho que has hecho una buena captura —continué con timidez—. ¿Está satisfecho?

—Lo está.

—¿Y?

—Vuestro padre no es un hombre que perdone.

Clavé los ojos en el suelo de piedra. Sabía que era una tontería albergar la esperanza de que le devolvieran a London su antigua vida por esta gesta, pero, en el fondo, mi corazón había confiado en ello. Ésa era la única cosa que podía salvar la grieta que se había formado entre nosotros. Pero esa esperanza se veía hecha añicos por la obstinación y la desconfianza de mi padre. Sólo se me ocurrió decir una cosa:

—¿Y tú, London? ¿Eres tú un hombre que perdona?

—Algunos dicen que sí. —Lo dijo en un tono casi ligero, como si quisiera hacerme sentir mejor. Luego continuó en un tono más grave—: Pero hay algunas cosas que no se perdonan fácilmente.

Me esforcé por aguantarle la mirada, a pesar de que me sentía abrumada por la vergüenza. Observé su rostro, tan familiar, por si encontraba alguna señal de algo en él.

—London…, lo siento. —No lo alargué, con la esperanza de que unas sencillas palabras fueran suficientes.

—Lo sé —repuso él sin pasión, y entre nosotros se instaló un silencio incómodo.

Miró a Destari, que ya no se apoyaba en la pared. Posiblemente se había erguido en cuanto mi anterior guardaespaldas entró en la habitación.

—Ahora debo irme —dijo London, y se acercó a su amigo para decirle unas palabras antes de salir al vestíbulo principal.

En cuanto London se hubo marchado, me embargó cierto desasosiego. No sabía cuándo volvería a verlo. Tenía que hablar con Destari, pues él conocía a London mejor que nadie.

—¿Me perdonará algún día? —gemí cuando vi que Destari me miraba.

—No lo sé —respondió mirándome con ojos oscuros e impenetrables—. London no confía en la gente fácilmente; y cuando alguien pierde su confianza, no es sencillo volver a ganársela.

Pensé en las palabras de Destari un momento, convencida de que me ocultaba algo.

—Hablas como si supieras de alguna otra traición. Ayúdame a comprenderlo para que pueda averiguar cuál es la mejor forma de ganarme su perdón.

Destari miró a Tadark con desconfianza; no quería hablar de London en su presencia.

—Tadark —dije, cortante—. Vete al vestíbulo. Sólo será un minuto.

Tadark salió de la habitación sin hacer ningún comentario, pero al salir le dirigió una mirada huraña al capitán segundo.

Destari me miró cuidadosamente, como si estuviera pensándose si debía confiar en mí o no.

—Ya sé que London fue prisionero de los cokyrianos durante la guerra —le revelé, con la esperanza de persuadirlo—. Si tiene que ver con esa época, no tienes que ocultarme nada.

Destari levantó un poco las pobladas cejas y me di cuenta de que no esperaba que yo conociera el pasado de London. Al cabo de unos momentos, se decidió:

—El incidente del que voy a hablar está relacionado con ese periodo de su vida.

—Continúa, Destari —lo apremié.

—Antes de que London fuera capturado por los cokyrianos, se había prometido a una joven de noble cuna.

Destari se interrumpió al ver mi expresión de aturdimiento. Aunque sabía que London no se había casado, siempre había dado por sentado que se debía a que su devoción por el Ejército le había dejado poco tiempo para su vida personal. La revelación de Destari me confirmó lo poco que le conocía en realidad. Sentí un tremendo arrepentimiento al darme cuenta de que siempre había estado demasiado centrada en mí para tener, ni siquiera, curiosidad al respecto. Inhalé profundamente y esperé a que mi guardaespaldas continuara. Él, con cierta preocupación, dio un paso hacia mí y me cogió del codo con suavidad para conducirme hasta un sillón. Cuando me hube sentado, continuó su historia en un tono extrañamente hueco.

—Al cabo de un par de meses de que lo hicieran prisionero, los padres de su prometida decidieron que ella se casara con otro, ya que creían que London estaba muerto. Ya hacía un año y medio que ella se había prometido con él, y sus padres tenían miedo de que, a los veintidós años, sus posibilidades de matrimonio empezaran a verse reducidas. Ella, al principio, se negó, porque estaba muy enamorada de London; sin embargo, al final, accedió a los deseos de sus padres. Se casó con un hombre mucho mayor, unos dos meses antes de que London escapara.

Destari se pasó una mano por la nuca, como si quisiera borrar un recuerdo triste.

—No se tomó bien la noticia; temí que no tuviera la fortaleza necesaria para sobrevivir a esa segunda prueba. Se mantuvo apartado durante mucho tiempo y la verdad es que nunca volvió a ser el mismo: se volvió más receloso que antes.

Destari hablaba con cansancio, como si el mero hecho de contar esa historia lo agotara.

—Desde entonces no se ha permitido entablar vínculos profundos. O, por lo menos, ha intentado no crearlos, pero no pudo prever el vínculo que crearía contigo al ser tu guardaespaldas durante toda tu vida. —Destari hizo una pausa y suspiró profundamente antes de continuar—. London nunca perdonó del todo a su prometida por no haber confiado en que volvería, y no sé si alguna vez os perdonará que hayáis dudado de su lealtad.

Miré fijamente a Destari, incapaz de decir nada y momentáneamente abrumada por el trágico pasado de London. Finalmente recuperé la capacidad de hablar y pregunté:

—¿Quién era ella?

Destari frunció el ceño y meneó la cabeza.

—No soy yo quien tiene que decíroslo. Quizás algún día London os lo quiera decir.

Continué mirándolo fijamente y mordiéndome el labio mientras decidía si hacerle la pregunta que me había estado planteando sin cesar desde que echaron a London del Ejército.

Finalmente, me atreví aún a riesgo de enojarlo.

—Los dos sabemos que London reconoció a la Gran Sacerdotisa. ¿Crees que él la ayudó a escapar?

Tal como había esperado, Destari me fulminó con la mirada.

—No sé si él la ayudó o no, pero no me importa. London siempre ha actuado por el interés de Hytanica. Si la ayudó, seguro que tenía un buen motivo. No es y nunca ha sido un traidor; lo seguiría adonde fuera sin dudarlo, incluso hasta la muerte.

Me hundí bajo esa mirada. Me sentí insoportablemente desgraciada, pues, simplemente, no tenía esa capacidad para tener fe en las cosas.

Destari y yo abandonamos la antesala en un pesado silencio. Tadark se unió a nosotros en el vestíbulo principal. La expresión de malhumor de Tadark era una clara señal de que no le gustaba que lo hubiéramos excluido de nuestra conversación, pero nos siguió sin decir nada. Volví a mis aposentos para cenar y, luego, me preparé para ir a la cama. Me sentía emocionalmente exhausta. Cuando por fin me tumbé en la oscuridad y empezaba a quedarme dormida, oí que Tadark y Destari discutían quedamente. Lo único que pude entender fue que Destari decía:

—Para mí, el sofá; para ti, el sillón.

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