Lazarus

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Valeria está amodorrada en su cama de la unidad de cuidados intensivos, pensando en la breve visita que le ha hecho Saga antes de que la enfermera le administrara morfina.

Pellerina ha empeorado, su corazón ha vuelto a sufrir arritmias y parece que el desfibrilador no surte efecto.

Saga estaba pálida y ojerosa, y tan alterada que no era capaz de quedarse quieta al lado de la cama.

Parecía neurótica, quitándose una y otra vez el pelo de la cara con la mano y pidiéndole a Valeria que le siguiera contando sus conversaciones con Pellerina.

Valeria le había vuelto a explicar que ella y Pellerina hablaban todo el tiempo y que la niña no tenía miedo mientras estaban en el ataúd.

«Estábamos muy cerca, casi podíamos darnos la mano», le había dicho para tranquilizarla.

Saga había asentido, pero de todos modos le costaba mucho concentrarse en lo que decía Valeria.

Cuando Valeria despertó en el ataúd con una manta encima y vio que Pellerina no respondía, supuso que la familia la había creído. Ella había asumido la culpa y jurado que lo había hecho todo para conseguir heroína.

Valeria pensó que habrían subido a Pellerina a la casa, pero en realidad la niña estaba inconsciente y por eso no la oía.

Una enfermera con rastas y un piercing en la ceja había entrado a darle morfina a Valeria para calmar el dolor de las manos y los pies.

Saga había intentado esperar, pero estaba tan nerviosa que enseguida había regresado a cardiología.

El dolor se atenúa y la habitación se oscurece cuando las pupilas de Valeria se contraen.

Todo se vuelve nebuloso, como cubierto por un velo gris oscuro.

Alrededor de las luces aparecen aros dentados, como grandes engranajes de latón.

La enfermera, junto a la cama, comprueba la temperatura corporal y la presión sanguínea.

Valeria ya no puede distinguir su cara, los rasgos se desdibujan.

Siente calor, un agradable cosquilleo.

Ve que los botones de plástico de la bata blanca amarillean cuando la enfermera se inclina sobre ella para explicarle algo. Valeria entiende todo lo que dice, y quiere hacerle una pregunta, pero enseguida se le olvida.

Los párpados le pesan cada vez más.

Probablemente los policías ya han dejado de hablar de fútbol en la puerta de su habitación.

Valeria se despierta y abre los ojos, pero sigue sin ver casi nada.

Una enfermera distinta está comprobando el ritmo cardíaco y la saturación. Valeria no sabe cuánto tiempo ha dormido.

Intenta enfocar la vista para ver el regulador del suero y las gotas que van cayendo en la cánula.

Todo se desvanece y Valeria vuelve a cerrar los ojos mientras la enfermera la atiende. Está casi dormida cuando suena un timbre.

—Mi teléfono —murmura débilmente abriendo los ojos.

La enfermera coge el móvil de la mesilla y se lo entrega. No puede leer lo que pone en la pantalla, pero aun así coge la llamada.

—Diga —responde con voz cansada.

—Soy yo —dice Joona—. ¿Cómo estás?

—¿Joona? —pregunta.

—¿Qué tal estás?

—Bien, un poco drogada pero…

—¿Y Pellerina?

—Está peor…, tiene taquicardias o algo así…, es horrible —responde.

—¿Has hablado con Saga?

Valeria se siente como una niña mientras la enfermera, tranquila y metódicamente, limpia la cánula con una mezcla de alcohol.

Joona está muy lejos, pero lo nota cambiado, algo le ha ocurrido.

—No me atrevo a preguntarte —dice en voz baja.

—Lumi está bien —dice Joona.

—¡Gracias a Dios!

Los dos guardan silencio. En la distancia, la línea bisbisea como en un sueño. La enfermera prepara una jeringuilla y comprueba la vía.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Valeria, viendo cómo el tubo succiona un poco de sangre que se mezcla con el fluido en la jeringa.

—Jurek está muerto.

—¿Jurek Walter está muerto?

—Esta vez sí… Se acabó —dice Joona.

—Al final has conseguido pararle los pies.

—Sí.

La enfermera deja algo en el carrito junto a la cama y sale de la habitación a paso ligero.

—No estás herido, ¿verdad? —pregunta Valeria cerrando los ojos de nuevo.

—No, pero me quedaré por aquí unos días, tengo que responder a unas cuantas preguntas.

—¿Te van a meter en la cárcel otra vez? —pregunta ella, y oye cómo la puerta se cierra suavemente.

—Espero que no, tengo el respaldo de la Interpol y de la División Internacional —responde.

—Pareces triste —dice Valeria.

—Solo estoy preocupado por ti, por Saga y Pellerina… No os han quitado la protección, ¿verdad?

—En el hospital hay un montón de policías, tengo a dos justo en la puerta, día y noche. Es como si volviera a estar en la cárcel.

—Necesitas protección, Valeria.

—Lo mejor sería que volvieras a casa.

—Lumi vuelve mañana a París.

—A mí también me encantaría ir.

—Te iré a buscar en cuanto acabe aquí.

—Tendré que comprarme ropa bonita.

—Te quiero —dice Joona en voz baja.

—Yo siempre te he querido —responde ella.

Valeria cuelga y sonríe para sí misma. Los ojos le escuecen de agotamiento bajo los párpados. Piensa en el regreso de Joona y se queda dormida con el teléfono en la mano.

Cuando despierta de nuevo, el efecto de la morfina ha pasado y le ha dejado una ligera sensación de náusea.

Los policías de la puerta continúan hablando de fútbol y entrenadores.

Valeria se queda tumbada de espaldas, mirando al techo.

Sus pupilas han recuperado su tamaño normal y la vista le funciona mejor.

Observa los paneles cuadrados del falso techo.

Uno de ellos tiene una mancha gris de humedad que parece la fotografía de un cráter de la luna.

Valeria tiene sed y vuelve la cabeza hacia la mesilla, pero su mirada se topa con la sonda que va hasta el hueco de su codo izquierdo.

Hay una jeringuilla llena de líquido transparente conectada aún a la vía.

Recuerda a la enfermera que estaba con ella mientras hablaba con Joona.

Le estaba preparando la inyección, pero no se la ha puesto. Ha salido de la habitación sin decir una palabra.

En el carrito metálico al lado de la cama hay una pequeña ampolla de cristal vacía. Valeria se estira para cogerla y le da la vuelta en la mano.

«Clorhidrato de ketamina 50 mg/ml», lee en la etiqueta.

«¡Ketamina! ¿Un anestésico?»

No entiende por qué querrían anestesiarla. Nadie le ha hablado de ninguna operación.

Mientras hablaba con Joona había mirado de reojo a la enfermera que limpiaba la cánula de su brazo.

No recuerda su cara, todo estaba un poco borroso.

Pero se había fijado en la bonita perla que colgaba del lóbulo de su oreja.

Era blanca como la nieve, con un brillo cremoso a su alrededor.

Valeria recuerda lo pequeña que se ha sentido cuando la enfermera la cuidaba.

Pero no es que ella fuera pequeña, es que la enfermera era muy grande.

Medía por lo menos dos metros, piensa, y siente un escalofrío.

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