La vaca

La vaca


Capítulo uno

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CAPÍTULO UNO

La trágica y feliz historia de la vaca

«Este libro transformó por completo mi manera de ver la vida. Después de observar lo que he logrado hasta ahora, me doy cuenta que pude haber hecho más si no hubiese tenido la vaca de sentirme conforme con lo poco que he conseguido. A pesar de mi gran potencial, he desperdiciado una gran parte de mi vida en excusas, tales como: “Mis padres no me apoyaron lo suficiente y por eso yo batallé tanto para terminar mi carrera” o “Los problemas económicos en mi familia nunca me han permitido lograr mis metas”. Cuando viví en el extranjero, me escondí tras las vacas de “¿Cómo voy a sobresalir aquí, si éste no es mi país?” o “Aquí no quieren a los extranjeros”. La lección más importante que he aprendido es que no hay obstáculo más grande que “yo misma” y que siempre seré lo que yo quiera ser».

Liliana, México

Cuentan quienes fueron testigos de esta historia, que en cierta ocasión un sabio maestro deseaba enseñar a uno de sus jóvenes estudiantes la clave para llevar una vida próspera y feliz. Conocedor de los muchos retos y dificultades que enfrentan los seres humanos en su búsqueda por la felicidad, el anciano pensó que la primera lección que el joven debía aprender era por qué muchas personas viven encadenadas a una vida de conformismo y mediocridad, llevando existencias apenas tolerables, incapaces de sobreponerse a los obstáculos que les impiden alcanzar el éxito.

Sabía que, para entender esta importante enseñanza, el muchacho debía ver por sí mismo lo que sucede cuando permitimos que la mediocridad se apodere de nuestra vida. Así que decidió salir esa misma tarde en busca del lugar más ruinoso y desolador de toda la provincia. Ése sería su salón de clase.

Después de caminar largo tiempo encontraron el vecindario más empobrecido que habían visitado en toda la región. Sus habitantes parecían resignados a su suerte, permitiendo que la inopia se adueñara de sus vidas. Una vez allí, los dos hombres se dieron a la tarea de buscar la más pobre de todas las viviendas, en la cual —por sugerencia del maestro— pedirían posada para pasar la noche.

Hacia el final de la tarde llegaron a las afueras del pueblo y allí, en la parte más alejada del pequeño caserío, en medio de un terreno baldío y lleno de desperdicios y basuras, se detuvieron ante el rancho más triste y desvencijado que habían visto hasta entonces.

Aquella casucha a medio derrumbarse, sin duda alguna pertenecía a la más necesitada de todas las familias de aquel vecindario. Sus paredes se sostenían en pie de milagro, aunque amenazaban con venirse abajo en cualquier momento; el improvisado techo dejaba filtrar el agua por todas partes y la basura y los desperdicios se acumulaban a su alrededor dándole al lugar un aspecto aún más decadente y repulsivo.

El dueño, un tanto alarmado por la presencia de los dos forasteros, salió apresurado a su encuentro. No era común hallar viajeros por esas tierras olvidadas, y menos aún aquéllos cuya apariencia contrastaba tanto con la indigencia y penuria del lugar.

—Saludos buen hombre —dijo el maestro buscando tranquilizarlo—. ¿Será posible para dos cansados viajeros encontrar posada en su hogar esta noche?

El hombre los observó con curiosidad, tratando de adivinar sus intenciones. Aunque era una persona serena y apacible, la adversidad lo había vuelto cauteloso y desconfiado, y la presencia de dos extraños era suficiente para poner en alerta hasta a la persona menos precavida. Sin embargo, algo en la mirada sosegada del viejo le dio tranquilidad.

—Saludos —respondió, aún sin mucha efusividad— parece que han extraviado su camino.

Los tres hombres platicaron un buen rato, y poco a poco, las palabras del anciano se encargaron de disipar las sospechas y temores del dueño de la casa. Después de varios minutos de animada conversación, los invitó a pasar.

Cuando entraron, su sorpresa fue grande al encontrar que en aquella casucha de apenas diez metros cuadrados vivían seis personas. El hombre, su esposa y cuatro hijos se las arreglaban para acomodarse de la mejor manera posible en tan reducido espacio.

Sus ropas viejas y remendadas, y la suciedad que ceñía sus cuerpos, eran clara evidencia de la profunda miseria que ahí reinaba. Sus miradas apagadas y sus cabezas bajas eran señal de que la pobreza no sólo se había apoderado de sus cuerpos, sino que también había encontrado albergue en su mente.

No parecía haber ningún objeto de valor —pensó el discípulo, asombrado de la indigencia total que se había apoderado del lugar—. Sin embargo, al salir nuevamente de la casa, para sorpresa suya, descubrió que, en medio de aquel estado de penuria y dejadez, la familia contaba con una posesión extraordinaria bajo tales circunstancias: eran dueños de una vaca.

El animal no era gran cosa, pero la vida de aquella familia parecía girar en torno a él: «Hay que darle de comer a la vaca», «Asegúrese que la vaca ha bebido suficiente agua», «¿Está atada la vaca?», «Es hora de ordeñar la vaca». Ciertamente la vaca jugaba un papel de gran prominencia en la vida diaria de sus dueños a pesar que la poca leche que producía, escasamente era suficiente alimento para sobrevivir.

No obstante, la vaca parecía servir a un propósito mucho mayor: era lo único que los separaba de la miseria total. En un lugar donde el infortunio y la escasez eran el pan de cada día, tal posesión les había permitido ganarse, no sólo el respeto, sino la envidia, de sus vecinos.

Esa noche los dos hombres durmieron allí, en medio de la privación y el desorden reinante. El sueño sorprendió al muchacho tratando de intuir el momento exacto en que aquella familia dejó de luchar por una mejor vida y llegó a convencerse a sí mismo que aquel rancho y las condiciones infrahumanas en que subsistían eran a todo a lo que podían aspirar.

Al día siguiente, muy temprano, asegurándose de no despertar a nadie, el maestro y su aún sorprendido discípulo, se dispusieron a continuar su camino. Después de darle una última mirada al lugar, tratando de llevarse consigo una imagen mental de la desolación de la cual fue testigo durante su corta estadía, el joven abandonó la morada sin estar seguro de haber asimilado la lección que su maestro había pretendido enseñarle.

Una vez afuera, antes de emprender la marcha, el sabio anciano le dijo en voz baja:

—Es hora que aprendas la lección que nos trajo a estos parajes.

La afirmación tomó por sorpresa al estudiante, quien aún no veía el beneficio de haber pasado una incómoda noche que, si bien puso de manifiesto los resultados de una vida de conformismo y mediocridad, no lo llevó más cerca de descubrir el origen de tal estado de abandono. Ésta era la verdadera lección —el maestro lo sabía y había llegado el momento que su joven discípulo la aprendiera—.

Lentamente, el anciano caminó en dirección al lugar donde se encontraba atado el animal, a no más de treinta metros de la vivienda. Y allí, ante la incrédula mirada del joven, y sin que éste pudiera hacer nada para evitarlo, súbitamente sacó una daga que llevaba en su bolsa y con un movimiento rápido y certero proporcionó al animal una mortal herida que ocasionó que éste se derrumbara instantáneamente y sin hacer mayor ruido.

—¿Qué has hecho? —murmuró el muchacho horrorizado, tratando angustiadamente de no despertar a la familia—. ¿Qué clase de lección es esta que deja a una familia en la ruina total? ¿Cómo has podido matar esta pobre vaca que era su única posesión? ¿Qué sucederá con ellos ahora?

Sin conmoverse ante la angustia o los interrogantes de su compañero de viaje, el anciano se dispuso a continuar la marcha, dejando atrás la macabra escena y a una familia obligada a enfrentar un futuro incierto y la posibilidad de una miseria aún mayor. Por su parte, el muchacho no lograba descifrar el significado de lo que acababa de observar. Le perturbaba la aparente indiferencia de su maestro por la suerte de aquellas personas y la certeza de saber que lo ocurrido esa madrugada había condenado a muerte a una humilde gente que les habían brindado todo lo que tenían.

En los días que siguieron le asaltaba una y otra vez la nefasta idea de que, sin la vaca, la familia seguramente moriría de hambre. ¿Qué otra suerte podía correr tras perder su única fuente de sustento?

El tiempo pasó y poco a poco fue borrando el recuerdo de aquel trágico episodio. Sin embargo, cuando todo parecía olvidado, una tarde su maestro le sugirió retornar a aquel paraje para descubrir cómo había sorteado aquella familia lo ocurrido. La sola mención del suceso —aparentemente perdido en su memoria— trajo a su mente de nuevo el sinsabor de un evento que, aún después de todo ese tiempo, seguía sin entender.

Una vez más pasó por su mente el siniestro papel que ellos jugaron en la infeliz suerte de aquella pobre gente. ¿Sobrevivieron al duro golpe? ¿Pudieron empezar una nueva vida? ¿Cómo los encararía después de lo sucedido? A regañadientes el joven aceptó, y a pesar de todas las dudas que pesaban en su corazón emprendió el viaje de regreso en compañía de su maestro.

Después de varios días los dos viajeros llegaron de nuevo al caserío, pero sus esfuerzos por localizar la humilde vivienda fueron vanos. El lugar parecía ser él mismo, pero donde un año atrás se encontrara la casucha, ahora se levantaba una casa grande que daba la impresión de haber sido construida hacía poco. Se detuvieron para observarla a la distancia, para asegurarse de estar en el mismo lugar. No había duda.

De repente, el muchacho tuvo el sombrío presentimiento de que la muerte de la vaca había sido un golpe demasiado duro para la pobre familia. ¿Qué habría sucedido con ellos? —Se preguntó, y el recuerdo de aquel terrible día le produjo nauseas—. Tal vez se vieron obligados a abandonar el lugar y alguien, con mayores recursos, se adueñó de él y construyó esta nueva vivienda. ¿A dónde habrían ido a parar? Acaso fue la pena moral la que los doblegó.

Todo esto pasaba por la mente del estudiante mientras se debatía entre el deseo de acercarse a la casa para indagar por la suerte de sus antiguos moradores, o continuar su viaje y así evitar la confirmación de sus peores sospechas.

Cuál no sería su sorpresa cuando de su interior vio salir al mismo hombre que un año atrás les diera posada. En un comienzo pareció no reconocerlo, pero era claro que se trataba de la misma persona.

Sin embargo, algo había cambiado de manera radical —advirtió mientras saludaba a su viejo anfitrión—; sus ojos tenían un brillo inusual, vestía ropas limpias, y su amplia sonrisa indicaba que algo significativo había sucedido. ¿Cómo era esto posible?

—Hace un año, durante nuestro breve paso por aquí fuimos testigos de la inmensa pobreza en la que ustedes se encontraban —señaló sin medir la imprudencia de sus palabras—. ¿Qué ocurrió durante este tiempo para que todo cambiara?

Ignorante del papel que los dos hombres habían jugado en la muerte de su vaca, los invitó nuevamente al interior de su hogar, donde se dispuso a relatarles los pormenores de una historia que cambiaría para siempre la vida del joven estudiante. Les detalló como el mismo día de su partida, algún maleante, envidioso de su escasa fortuna, degolló salvajemente a su pobre animal.

—Les confieso que la primera reacción cuando nos mataron nuestra vaquita fue de desesperación y angustia. Por mucho tiempo, la leche que producía fue nuestro único sustento. Sin embargo, poco después de aquel trágico día nos dimos cuenta que a menos que hiciéramos algo rápidamente nuestra propia vida estaría en peligro…

—Pero ¿cómo lograron llegar a dónde están hoy? —interrumpió el muchacho con impaciencia.

—¡La necesidad! —dijo recordando esos primeros días en que debió recurrir a la caridad de otras personas—. Necesitábamos buscar cómo alimentar a nuestros hijos. No podíamos esperar, así que despejamos un pedazo de tierra, conseguimos algunas semillas y sembramos hortalizas y legumbres para tener que comer —el estudiante esperaba con ansiedad el desenlace de aquel relato, en donde suponía, se encontraba la lección que le había sido imposible comprender un año atrás.

Pasado algún tiempo, la granja comenzó a producir más de lo que necesitábamos para vivir, así que decidimos venderles algunos vegetales que nos sobraban a nuestros vecinos y con esas ganancias compramos más semillas. A los pocos meses se nos ocurrió la idea de vender el sobrante de la cosecha en el mercado del pueblo. Y en ese momento comencé a ver una oportunidad: por qué contentarnos con sobrevivir, cuando éste podía ser el comienzo de una nueva vida —el hombre calló, abrumado por la emoción que aún le producía el recuerdo de aquel instante en el que su vida dio aquel giro inesperado—.

—¿Qué ocurrió después? —lo animó a seguir el sabio anciano, quien en silencio observaba el interés con que su fascinado discípulo escuchaba las palabras del hombre.

—¡De repente sucedió! —exclamó el dueño de casa con gran alegría—. Por primera vez tuvimos el dinero suficiente para pensar en vivir mejor, así que arreglamos un poco más la granjita hasta que, con el tiempo, pudimos tumbar el rancho que ustedes conocieron y construir esta casa. A veces, ni yo mismo creo las sorpresas tan inesperadas que este año nos ha traído. Es como si la trágica muerte de nuestra vaca, nos hubiese abierto las puertas a una nueva vida.

El joven escuchaba atónito el increíble relato. Finalmente entendió la lección: lejos de significar el final de la familia, la muerte del animal fue el comienzo de una vida de nuevas y mayores oportunidades.

Los tres hombres continuaron departiendo unos momentos más. El estudiante no lograba salir de su estado de absoluta incredulidad. Todo este tiempo pensando en el gran mal que sus acciones le habían causado a esta humilde familia, cuando en realidad les significaron una oportunidad para mejorar sus circunstancias.

Como si hubiese podido leer sus pensamientos, el anciano aprovechó una momentánea ausencia de su anfitrión y le preguntó en voz baja:

—¿Crees que, si esta familia aún tuviese su vaca, habría logrado todo esto?

—Seguramente no —respondió el muchacho sin ningún titubeo.

—¿Comprendes ahora? La vaca que ellos consideraban como su posesión más valiosa —lo único de valor a su haber— era en realidad una cadena que los mantenía atados a una vida de conformismo y mediocridad.

—Y cuando ya no pudieron contar más con la falsa seguridad que les daba sentirse poseedores de algo, así sólo fuera una pobre vaca, tomaron la decisión de esforzarse por buscar algo más, por ver más allá de sus circunstancias presentes.

—¡Exactamente! —asintió reconociendo que su joven discípulo comenzaba a entender la lección—. Así sucede cuando logras convencerte que lo poco que tienes es más que suficiente. El conformismo se apodera de tu vida y se convierte en una cadena que no te permite buscar algo mejor. Sabes que no eres feliz con lo que posees, pero tampoco eres totalmente miserable. Estás frustrado con la vida que llevas, pero no lo suficiente como para cambiarla. ¿Ves lo trágico de esta situación?

Lo mismo ocurre si tienes un empleo que no te gusta, no te trae ninguna satisfacción, y con el que además no logras cubrir tus necesidades económicas mínimas; es fácil dejar un trabajo así y buscar uno mejor. Pero ¿qué sucede si ese trabajo que no te entusiasma, te alcanza para cubrir tus necesidades básicas, así esté lejos de brindarte la calidad de vida que realmente anhelas para ti y tu familia?

—Que nos resulta cómodo sentirnos conformes con lo poco que tenemos —respondió el estudiante reconociendo finalmente el origen de la pobreza que había visto un año atrás—. Es fácil caer en la trampa de sentir que debemos estar agradecidos de por lo menos contar con algo. Después de todo, hay muchos otros que no tienen nada y ya quisieran contar con ese trabajo.

—¿Entiendes ahora? Al igual que aquella vaca, esta actitud conformista nunca te permitirá progresar. A menos que te liberes de ella, no podrás experimentar un mundo distinto al actual. Estás condenado a ser víctima de por vida de estas limitaciones que tú mismo te has encargado de establecer. Es como si hubieses decidido vendar tus ojos y conformarte con tu suerte —el muchacho escuchaba absorto las apreciaciones que su maestro le hacía—. Todos tenemos vacas, y llevamos a cuestas creencias, excusas y justificaciones que nos mantienen atados a la mediocridad; cargamos con pretextos y disculpas para tratar de explicar por qué no estamos viviendo como queremos. Y lo peor de todo es que tratamos de engañarnos con excusas que ni nosotros mismos creemos, las cuales nos dan un falso sentido de seguridad, cuando frente a nosotros se encuentra un mundo de oportunidades que sólo podremos apreciar si decidimos deshacernos de nuestras limitaciones.

—Qué gran lección —murmuró el joven aprendiz e inmediatamente comenzó a reflexionar sobre sus propias vacas—. Durante el resto del viaje se propuso identificar todas las excusas que hasta entonces lo habían mantenido atado a la mediocridad. Determinó que en adelante no le daría cabida en su mente a nada que le impidiera utilizar su verdadero potencial.

Aquel día marcó un nuevo comienzo: ¡Una vida libre de vacas!

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