La flecha negra

La flecha negra


Libro quinto. Crookback. » 2. La batalla de Shoreby

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2. La batalla de Shoreby

TODA LA distancia que habían de recorrer no pasaba de un cuarto de milla. Pero no bien hubieron salido del abrigo de los árboles, observaron que a cada lado huía la gente gritando por las nevadas praderas. Casi al mismo tiempo comenzó a levantarse en la ciudad un rumor que iba esparciéndose y aumentando continuamente, y no se hallaban todavía a la mitad del camino de la casa más próxima, cuando ya en el campanario tocaban a rebato.

Rechinaba los dientes de coraje el duque. Juzgando por aquellas señales de alarma tan prontas, temió hallar preparados a sus enemigos, y si no conseguía poner pie en la ciudad, sabía que su pequeño destacamento pronto sería dominado y exterminado en campo abierto.

En la ciudad, sin embargo, los de Lancaster estaban muy lejos de hallarse en tan buena situación como él temía. Ocurría lo que Dick había dicho. La guardia nocturna se había despojado ya de sus arneses; los demás andaban aún rezongando por los cuarteles, desceñidas las ropas, totalmente desprevenidos para entrar en batalla y en todo Shoreby no había, tal vez, cincuenta hombres armados por completo ni cincuenta caballos dispuestos para ser montados enseguida.

El toque de rebato de las campanas y los terroríficos gritos de los hombres que corrían por las calles golpeando las puertas sacaron de su inacción, en tan breve tiempo que parecía imposible, a unos cuarenta hombres de aquellos cincuenta. Montaron rápidamente a caballo, y como las voces de alarma fuesen desordenadas y contradictorias, galoparon en diferentes direcciones.

Así sucedió que cuando Richard de Gloucester llegó a la primera casa de Shoreby, le salió al encuentro, a la entrada de la calle, un simple puñado de lanceros, que fueron barridos antes de que atacasen como se lleva la tempestad un barquichuelo.

Ya dentro de la ciudad, y a cosa de unas cien pasos, Dick Shelton tocó al duque en el brazo, quien como respuesta recogió riendas, se llevó la trompeta a los labios y, con un toque ya de antemano convenido, volvió el caballo hacia la derecha, abandonando la línea recta de su avance. Desviándose, como un solo jinete, siguió tras él toda su fuerza, y marchando siempre a galope tendido, barrió la estrecha callejuela. Sólo los últimos veinte jinetes tiraron de las riendas, formando un frente en la entrada de la calle; los infantes que tras sí llevaban saltaron en el mismo instante a tierra, y unos empezaron a tensar sus arcos y otros a irrumpir en las casas de uno y otro lado, apoderándose de ellas.

Sorprendidos ante este repentino cambio de dirección y acobardados por el firme frente de la retaguardia, los pocos soldados de Lancaster, después de rápida deliberación, dieron media vuelta y se alejaron hacia el interior de la ciudad en busca de refuerzos.

La parte de la ciudad de la cual, por consejo de Dick, se había apoderado Richard de Gloucester, consistía en cinco callejuelas de pobres casas habitadas por míseras gentes, que ocupaban un suave cerrillo y daban al campo por la parte trasera.

Quedando cada una de las cinco calles defendida por una buena guardia, la reserva ocuparía el centro, fuera de tiro y preparada, sin embargo, para acudir en su auxilio donde hiciera falta.

Era tal la pobreza de aquella parte de la ciudad que ninguno de los lores de Lancaster, y sólo algunos de sus secuaces, se habían alojado allí; así pues, sus habitantes, de común acuerdo, abandonaron sus casas y huyeron gritando por las calles o saltando las tapias de los jardines.

En el centro, donde confluían las cinco callejuelas, una taberna fea y ruin lucía la muestra de un tablero de ajedrez, y allí sentó sus reales, por aquel día, el duque de Gloucester.

A Dick le encargó de la guardia de una de las cinco calles.

—Id —le dijo—, id a ganaros las espuelas. Cubríos de gloria por mí; un Richard por otro. Bien claro os lo digo: si yo me encumbro, vos os elevaréis por la misma escala. Id —repitió estrechándole la mano.

Pero tan pronto como desapareció Dick, se volvió hacia un harapiento arquerillo que tenía cerca y le ordenó:

—Ve inmediatamente, Dutton, y sigue a ese muchacho. Si ves que es fiel, tú me respondes de su seguridad, cabeza por cabeza. ¡Desgraciado de ti si vuelves sin él! Pero si nos fuese traidor… o si por un instante llegaras a sospechar de él… dale de puñaladas por la espalda.

Entretanto, Dick se apresuraba a proteger su puesto. La calle que había de guardar era muy estrecha, toda ella atiborrada de casas, que sobresalían como suspendidas sobre la calzada; pero, aunque estrecha y además oscura, dado que desembocaba en el mercado de la ciudad, era muy probable que el final de la batalla se decidiese allí.

El mercado se hallaba lleno de gente que huía en desorden; pero como aún no se percibía señal alguna de que ningún enemigo se dispusiera a atacar, juzgó que tenía bastante tiempo para preparar su defensa.

Las dos casas que estaban al extremo de la calle se hallaban abandonadas, con las puertas abiertas, tal como las habían dejado sus moradores en su huida, y de éstas mandó sacar apresuradamente los muebles, que fueron amontonados formando barricada en la entrada de la calleja.

Unos cien hombres tenía a su disposición, y de ellos distribuyó la mayor parte por las casas, donde podían estar a cubierto y disparar sus flechas desde las ventanas. Con el resto bajo su inmediata vigilancia, organizó la defensa de la barricada.

A todo esto continuaba la ciudad presa del mayor alboroto y confusión, y entre el arrebatado toque de campanas, el sonar de las trompetas, las rápidas evoluciones de los caballos, los gritos de los jefes y los chillidos de las mujeres, el ruido era ensordecedor. Gradualmente fue cesando el tumulto, e inmediatamente después filas de hombres cubiertos de armaduras y grupos de arqueros comenzaron a reunirse y formar en línea de batalla en el mercado.

Gran parte de estas tropas vestían el uniforme morado y azul y en el montado caballero que mandaba la formación reconoció Dick a Daniel Brackley.

Hubo entonces larga pausa, que fue seguida por el sonar, casi simultáneo, de cuatro trompetas desde cuatro barrios distintos de la ciudad. Un quinto toque sonó en respuesta desde el mercado, y en el mismo instante comenzaron a avanzar las filas y una lluvia de flechas cayó sobre la barricada, sonando como secos golpes sobre las paredes de las dos casas de los lados de la calle.

Con aquella señal general, había comenzado el ataque en las cinco salidas del barrio. Gloucester estaba, pues, sitiado por todos lados; así juzgó Dick que, si había de mantenerse en su posición, no podía confiar en más fuerza que en los cien hombres que a su mando tenía.

Siete descargas de flechas siguieron una tras otra, y en lo más reñido del combate Dick sintió que alguien le tocaba en el brazo por detrás, y vio a un paje que le presentaba una cota de cuero revestida con placas de metal para mayor seguridad.

—De parte de milord de Gloucester —dijo el paje—. Ha observado, sir Richard, que os habíais ido sin armaros.

Dick sintió ensanchársele el corazón al oírse llamar así, y, poniéndose en pie, ayudado por el paje, se vistió la defensiva cota. Apenas lo había hecho cuando dos flechas chocaban, sin causarle el menor daño, contra las placas y una tercera derribaba al paje, mortalmente herido, a sus pies.

Entretanto, todas las fuerzas enemigas habían ido aproximándose rápidamente, atravesando el mercado y llegando ya tan cerca que Dick dio orden de responder a sus descargas. Inmediatamente otra nube de flechas, pero en sentido contrario, cruzó los aires desde la barricada y desde las ventanas, y fue a sembrar la muerte entre los de Lancaster.

Pero éstos, como si sólo esperasen una señal, respondieron con fuertes gritos y cerraron a la carrera contra los de la barricada, quedándose aún rezagados los jinetes, baja la visera.

Siguió luego una obstinada y mortífera lucha cuerpo a cuerpo. Los asaltantes, blandiendo en una mano la cimitarra, se esforzaban con la otra en derruir la barricada. En el lado opuesto se trocaban los papeles, y los defensores exponían como locos su vida para defender su baluarte. Se mantuvo así la pelea durante unos minutos, cayendo amigos y enemigos, unos sobre otros. Pero siempre es más fácil destruir, y cuando un toque de corneta llamó a los que atacaban liberándoles de su desesperada tarea, una gran parte de la barricada había quedado reducida a pedazos, y el armazón entero hasta la mitad de su altura, bamboleándose, a punto de derrumbarse por completo.

Entonces los infantes de la plaza del mercado retrocedieron, corrieron por todos lados. La caballería, que había estado formada en fila de a dos, dio de pronto media vuelta, convirtió el flanco en frente y, con la rapidez de una víbora, la larga columna vestida de acero fue lanzada contra la ruinosa barricada.

De los dos primeros jinetes cayó uno, junto con el caballo, y fue atropellado por sus compañeros. El segundo saltó sobre la cima del baluarte, atravesando con la lanza a un arquero. Casi en el mismo instante le arrancaron de su silla y fue muerto su caballo.

En tal punto todo el peso y el ímpetu de la carga cayó sobre los defensores, dispersándolos. Los hombres de armas, pasando por encima de sus caídos compañeros y arrastrados por la furia de la acometida, se lanzaron a través de la rota línea de Dick, y se precipitaron, con fragor de tempestad, calle arriba y aún más allá, como desatada corriente que se desborda a través de un dique roto.

Sin embargo, la lucha no había terminado. Todavía en la estrecha bocacalle, Dick y unos cuantos supervivientes manejaban sus hachas de armas como si fueran leñadores, y ya a través del arroyo se había formado una segunda barrera, más alta y más eficaz, de hombres caídos y destripados caballos, estremeciéndose con la agonía de la muerte.

Burlada por este nuevo obstáculo, el resto de la caballería retrocedió, y como al advertir esta maniobra arreciase la lluvia de flechas desde las ventanas, su retirada adquirió, por un momento, caracteres de franca huida.

Casi al mismo tiempo, los que habían cruzado la barricada y avanzado calle arriba se encontraron frente a la puerta del Tablero de Ajedrez, con el formidable jorobado y todas las reservas de yorkistas, por lo cual comenzaron a retroceder dispersos en el colmo del desorden y del terror.

Les hicieron frente Dick y los suyos, y, para ayudarles, más hombres salieron de las casas; una terrible descarga de flechas dio de frente sobre los fugitivos, mientras que Gloucester les acometía ya por retaguardia con los caballos; en cosa de un minuto y medio no quedó vivo en la calle ni uno solo de los de Lancaster.

Entonces, y sólo entonces, alzó Dick su humeante espada y dio rienda suelta a las victoriosas aclamaciones.

Entretanto, Gloucester desmontaba y se acercaba para inspeccionar la posición. Su rostro estaba pálido como la cera, pero sus ojos brillaban en las hundidas cuencas como dos raras joyas, y cuando habló lo hizo con voz ronca y quebrada por la excitación de la batalla y la emoción de la victoria.

Contempló aquella barrera, a la que nadie, amigo o enemigo, podía acercarse sin precaución, tan furiosamente se agitaban los caballos en los dolores de la muerte, y a la vista de aquella carnicería sonrió con torcido gesto.

—Rematad a esos caballos —ordenó—; os impiden que os aprovechéis de la ventaja adquirida. Richard Shelton —añadió—, estoy satisfecho de vos. Arrodillaos.

Los de Lancaster habían reanudado su ataque con los arqueros, y las flechas caían como espesa lluvia sobre la entrada de la calle; pero el duque, sin hacer el menor caso, desenvainó lentamente su espada y armó caballero a Richard sobre el mismo campo de batalla.

—Y ahora, sir Richard —continuó—, si veis a lord Risingham, mandadme un correo al instante. Aunque no os quedara más que un hombre, enviádmelo sin perder ni un momento. Antes preferiría perder esta posición que la oportunidad de darle una buena estocada. Porque, oídlo bien todos —añadió levantando la voz—, si el conde de Risingham cae por otra mano que no sea la mía, contaré esta victoria como una derrota.

Milord duque —dijo uno de sus servidores—, ¿no está vuestra excelencia cansado de exponer su preciosa vida inútilmente? ¿Por qué os detenéis aquí?

—Catesby —repuso el duque—, aquí y no en otro sitio es donde está el campo de batalla. Los demás no son sino amagos de ataque. Aquí hemos de vencer. Y en cuanto al riesgo… si fuerais un feo jorobado y los chiquillos se mofasen de vos en plena calle, en menos estima tendríais vuestro cuerpo y juzgaríais que una hora de gloria vale por una existencia entera. Sin embargo, si queréis, montemos y vayamos a visitar los demás puestos. Sir Richard, aquí presente, mi tocayo, se mantendrá firme en esta bocacalle, donde hasta los tobillos se han hundido en sangre caliente. Podemos confiar en él. Pero fijaos, sir Richard, que todavía no habéis terminado. Aún falta lo peor. No os durmáis.

Fue derecho hacia Shelton, mirándole fijamente a los ojos y cogiéndole una mano con las dos suyas le dio tan fuerte apretón que milagro fue que no brotara de ella sangre.

Ante aquellos ojos, sintió Dick que el valor le faltaba. La loca excitación, la bravura y la crueldad que leyó en ellos le llenaron de espanto al pensar en el futuro. Valeroso era, en verdad, el ánimo de aquel joven duque que cabalgaba en primera línea en la batalla; pero después de la guerra, en tiempo de paz y en el círculo de sus amigos de confianza era de temer que aquel espíritu continuase dando frutos de muerte.

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