La flecha negra

La flecha negra


Libro quinto. Crookback. » 3. La batalla de Shoreby (conclusión)

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3. La batalla de Shoreby (conclusión)

ABANDONADO DICK una vez más a sus propias iniciativas, comenzó a mirar en torno suyo. Las descargas de flechas habían ido perdiendo algo de su intensidad. El enemigo retrocedía por todos lados y la mayor parte de la plaza del mercado se hallaba vacía; la pisoteada nieve se había convertido en fango de color anaranjado, todo él salpicado de cuajada sangre y lleno de hombres y caballos muertos erizados de emplumadas flechas.

En su propio bando las pérdidas habían sido terribles. En la bocacalle y en las ruinas de la barricada se amontonaban los muertos y los moribundos, y de los cien hombres con que empezara la batalla no quedaban ni setenta que pudieran seguir peleando.

Al mismo tiempo iba transcurriendo el día. Era de esperar que los primeros refuerzos llegaran de un momento a otro, y los de Lancaster, desanimados ya por el resultado de su desesperada pero infructuosa carga, se hallaban de mal temple para hacer frente a un nuevo invasor.

En la pared de una de las dos casas de la bocacalle un reloj de sol señalaba las diez en aquella mañana de pálido sol de invierno.

Dick se volvió hacia el hombre que tenía al lado, un arquerillo insignificante, que estaba entonces vendándose una leve herida en un brazo.

—Bien hemos peleado —dijo—, y a fe que no han de repetir la carga.

—Señor —exclamó el arquerillo—, habéis luchado perfectamente por York y por vos mismo. Jamás hombre alguno logró en tan breve espacio conquistar el afecto del duque. Es asombroso que haya confiado semejante puesto a quien no conocía. Pero ¡cuidado, sir Richard, os jugáis la cabeza! Si sois vencido… si retrocedéis un solo paso… el hacha o la cuerda cuidarán de castigaros, y francamente os diré que aquí me han puesto para que, si hacéis algo sospechoso, os apuñale por la espalda.

Miró Dick estupefacto al hombrecillo.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Y por la espalda!

—Así es —repuso el arquero— y como la misión no me gusta, os lo digo. Habéis de manteneros en el puesto, sir Richard, si no queréis perder la vida. ¡Ah! Nuestro Crookback es una espada valiente y buen guerrero; pero sea a sangre fría o caliente, quiere que las cosas se hagan tal como él las manda. Si alguien no cumple o es un obstáculo, es hombre muerto.

—Pero ¡por todos los santos del cielo! —exclamó Richard—. ¿Es cierto eso? ¿Y siguen los hombres a semejante jefe?

—Le siguen, y de muy buena gana —replicó el arquero—, porque si es severo en el castigo, bien generoso es en la recompensa. Y si no escatima la sangre y el sudor de los demás, también es siempre pródigo de los suyos: en todo tiempo el primero en el campo de batalla y el último en dormir. ¡Ese jorobado, Dick de Gloucester, llegará muy lejos!

Si bravo y vigilante fue antes el joven caballero, con tanto mayor motivo se inclinaba ahora a estar ojo avizor y a demostrar su valentía. Comenzaba a percibir que el repentino favor de que gozaba traía consigo serios peligros. Volvió la espalda al arquero y una vez más escudriñó ansiosamente el mercado. Seguía tan vacío como antes.

—No me gusta esta quietud —observó—. Sin duda nos preparan una sorpresa.

Como si respondieran a su observación, los arqueros enemigos comenzaron de nuevo a avanzar contra la barricada y las flechas cayeron en espesa lluvia.

Mas en el ataque se advertía cierta vacilación. No era el avance completamente franco; más bien parecían esperar una nueva señal.

Miró Dick a todos lados con cierta zozobra, por si descubría algún peligro oculto. En efecto, casi hacia la mitad de la calle se abrió de pronto una puerta desde el interior y durante unos segundos continuó la casa vomitando, por puertas y ventanas, un torrente de arqueros de Lancaster. Éstos formaron inmediatamente en filas, tensaron sus arcos y comenzaron a disparar sus flechas sobre la retaguardia de Dick.

Al mismo tiempo redoblaron sus tiros los que atacaban desde el mercado y empezaron a cerrar resueltamente contra la barricada.

Dick mandó salir de las casas a sus fuerzas, y haciendo frente por ambos lados y enardeciendo a los suyos con el ejemplo y la palabra, les devolvió como pudo doble lluvia de flechas de las que habían caído sobre su puesto.

Una tras otra se iban abriendo las casas de la calle y seguían saliendo de ella los de Lancaster por puertas y ventanas, dando gritos de ¡victoria!, hasta que el número de enemigos que cayó sobre la retaguardia de Dick era casi igual al de la vanguardia.

Era evidente que no podría mantenerse firme en el puesto por más tiempo, y, lo que era peor, aunque hubiera podido sostenerse habría sido inútil, pues todo el ejército de yorkistas hallábase en tal situación de impotencia que estaba abocado a sufrir un completo desastre.

Los hombres que tenía tras de sí formaban el elemento vital en toda la general defensa, y contra ellos cargó Dick, marchando a la cabeza de sus tropas. Tan vigoroso fue el ataque que los arqueros de Lancaster perdieron terreno, vacilaron y al fin, rompiendo filas, comenzaron a volver en grupos hacia las casas de donde tan jactanciosamente acababan de salir.

Entretanto las fuerzas que procedían del mercado se habían apiñado sobre la indefensa barricada, y cayeron ardorosamente sobre el otro lado, por lo cual Dick se vio de nuevo obligado a hacerles frente una vez más, forzándoles a retroceder. Una vez más triunfó el decidido espíritu de sus hombres, desalojando la calle denodadamente; pero al instante salían de nuevo los otros de las casas y los cogían por retaguardia por tercera vez.

Comenzaban los yorkistas a dispersarse; numerosas veces se halló Dick solo, rodeado de enemigos, blandiendo su reluciente espada para salvar la vida, y aun diversas veces advirtió que había sido herido. Y entretanto, fluctuaba la lucha en la calle, sin resultado definido.

De pronto percibió Dick un gran trompeteo en las afueras de la ciudad. El grito de guerra de los de York comenzó a elevarse hasta los cielos, como si numerosas y triunfantes voces lo repitieran. Y al propio tiempo las tropas que tenía delante empezaron a ceder terreno rápidamente y a abandonar la calle y retroceder hacia el mercado. Alguien dio la voz de huida. Sonaban alocadamente las trompetas, unas ordenando un repliegue, otras una carga. Era evidente, acababa de darse un gran golpe, y los de Lancaster se hallaban, al menos por el momento, en completo desorden y presos de cierto pánico.

En aquel punto, como ardid teatral, comenzó a desarrollarse el último acto de la batalla de Shoreby.

Los hombres que se hallaban frente a Richard volvieron la espalda, como perro al que se le ordena que vuelva a casa, y huyeron con la rapidez del viento. En ese mismo instante, atravesando el mercado, llegó un verdadero torbellino de jinetes, huyendo unos y persiguiéndolos otros, teniendo que volverse los de Lancaster para defenderse con la espada, mientras los yorkistas los derribaban a punta de lanza.

Muy visible en medio de la refriega, divisó Dick a Crookback. Estaba dando anticipada prueba de aquel furioso brío y destreza para abrirse paso entre las filas guerreras que años después había de demostrar plenamente en el campo de batalla de Rosworth, cuando ya estaba manchado con la sangre de sus crímenes, y que casi bastó para cambiar aquel día la suerte y los destinos del trono de Inglaterra. Esquivando, golpeando, derribando, de tal modo dominaba y hacía maniobrar a su vigoroso caballo, tan eficazmente se defendía y tan pródigamente sembraba la muerte entre sus adversarios, que se hallaba ya muy por delante de los primeros de sus caballeros, abriéndose paso con el azote de su sangrienta espada hacia donde lord Risingham rehacía y acaudillaba a los más bravos.

Un momento más y habíanse encontrado frente a frente el alto, magnífico y renombrado guerrero y el deforme y enfermizo muchacho.

No dudó Dick del resultado. Y cuando, un instante después, quedó al descubierto por un momento la pelea, la figura del conde había desaparecido.

Mas todavía en la primera línea de peligro arremetía Richard Crookback con su recio caballo y blandiendo su espada.

De este modo, por el valor demostrado por Dick al defender la bocacalle en el primer ataque, y por la oportuna llegada de los setecientos hombres de refuerzo, el muchacho que había de pasar a la posteridad con execrable reputación bajo el nombre de Ricardo III, acababa de ganar su primera batalla importante.

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