La flecha negra

La flecha negra


Libro quinto. Crookback. » 5. Noche en el bosque: Alicia Risingham

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5. Noche en el bosque: Alicia Risingham

ERA CASI seguro que sir Daniel se había encaminado hacia Moat House; pero teniendo en cuenta la abundancia de la nieve, lo avanzado de la hora y la necesidad en que se veía de huir de los pocos caminos existentes y marchar a través del bosque, era igualmente cierto que no podría llegar allí antes de la mañana.

Dos caminos se ofrecían a Dick: continuar siguiendo el rastro al caballero y, a ser posible, caer sobre él aquella misma noche, o seguir otro camino y procurar colocarse entre sir Daniel y el lugar de su destino.

Los dos planes presentaban serios inconvenientes, y Dick, que temía exponer a Joanna a los azares de una lucha, todavía no se había decidido por ninguno de los dos cuando llegó a los linderos del bosque.

En este lugar, sir Daniel había torcido un poco hacia la izquierda, penetrando en línea recta en un bosquecillo de elevados árboles. Su gente había formado en un frente más estrecho, para poder pasar entre los troncos, y el rastro quedó en proporción impreso más profundamente en la nieve.

Lo siguió con la vista, bajo los arcos de los desnudos robles, recto y formando una angosta faja. Sobre él se alzaban los árboles con sus nudosas articulaciones y el elevado y frondoso boscaje de las ramas; no se oía ni el menor rumor producido por hombres o animales… ni siquiera el revolotear de un petirrojo; y sobre aquel campo de nieve caía dorado el sol de invierno entre el tejido de sombras.

—¿Qué te parece que sería mejor? —preguntó Dick a uno de sus hombres—. ¿Seguir en línea recta o cortar de través hacia Tunstall?

Sir Richard —contestó el hombre de armas—, yo seguiría la línea recta hasta que veamos que se han dispersado.

—Sin duda tienes razón —dijo Dick—; pero salimos precipitadamente a esta aventura porque no había tiempo que perder. Aquí no hay casas, comida ni abrigo, y cuando apunte el alba vamos a saber lo que es tener helados los dedos y el estómago vacío. ¿Qué decís a esto, muchachos? ¿Estáis dispuestos a padecer un poco por el buen resultado de la expedición o volvemos hacia Holywood y cenamos en el seno de Nuestra Madre la Iglesia? El caso es algo dudoso y no quiero obligar a nadie; pero si estáis prontos a dejaros guiar por mí, yo escogería lo primero.

Casi a una voz contestaron unánimemente los hombres que seguirían a sir Richard adonde quisiera.

Y Dick, picando espuelas al caballo, siguió hacia adelante.

Por lo muy pisoteada y apretada que estaba la nieve del rastro, tenían los perseguidores gran ventaja sobre los perseguidos. Avanzaban, en efecto, a trote largo, batiendo alternativamente sobre el sordo pavimento de nieve doscientos cascos, y el chocar de las armas y el resoplido de los caballos resonaban con clamor de guerra en el abovedado y silencioso bosque.

Luego, el ancho rastro que dejaban los perseguidos salió al camino real de Holywood; se perdió allí un momento, y cuando de nuevo reapareció sobre la nieve no hollada, del otro lado, Dick vio con sorpresa, que era ya más estrecho y que estaba menos apisonado. Sin duda, aprovechándose del camino, sir Daniel había empezado a diseminar sus fuerzas.

En todo caso, puesto que lo mismo era tomar una dirección que otra, continuó Dick su persecución por la recta huella, la que después de una hora de marcha le llevó a lo más profundo e intrincado del bosque; allí se dividía de pronto, como bomba que estalla, en dos docenas de rastros que seguían las más opuestas direcciones.

Tiró de la brida Dick, perdida ya toda esperanza. El corto día de invierno tocaba a su término; el sol, opaca y roja naranja, sin un solo rayo, flotaba muy bajo entre la espesura de desnudos matorrales; las sombras se prolongaban a la distancia de una milla sobre la nieve; la helada mordía cruelmente en las puntas de los dedos, y el aliento y el vapor de los caballos se elevaban, formando nubes.

—Bien nos han ganado en astucia —confesó Dick—. Después de todo, tendremos que marchar a Holywood. Todavía está más cerca que Tunstall… o, al menos, así lo parece por la posición del sol.

Torcieron, pues, hacia la izquierda, volviendo la espalda al rojo broquel del sol y dirigiéndose a campo traviesa hacia la abadía. Pero las cosas habían cambiado para ellos: no podían ya marchar a buen paso por un sendero apisonado antes por los caballos de sus enemigos, ni aquel camino les conducía a una meta. Tenían que labrar su paso lentamente a través del obstáculo de la nieve, parándose continuamente para decidir el rumbo y hundiéndose a cada momento en los blancos montones. Pronto el sol les abandonó; se desvaneció el resplandor de occidente y al rato vagaban, a la aventura, entre las negras sombras, bajo las pálidas estrellas.

Pronto, sin embargo, alumbraría la luna la cima de las montañas y podrían reemprender la marcha. Mas, entretanto, todo paso dado al azar podría alejarles de su ruta. No podían hacer nada más que acampar y esperar.

Se colocaron centinelas; se limpió de nieve un trozo de terreno, y tras varios intentos ardió en el centro una buena hoguera. Los hombres de armas se sentaron en torno al selvático hogar, repartiéndose las provisiones que llevaban y pasándose la botella de uno a otro, y Dick, escogiendo lo más delicado de aquella tosca y escasa vianda, se lo llevó a la sobrina de lord Risingham, que estada sentada aparte de la soldadesca, recostada contra un árbol.

Le servía de asiento la manta de un caballo, se envolvía en otra y contemplaba atentamente la escena alumbrada por el fuego. Al ofrecerle Dick el alimento, ella se estremeció, como si despertara de un sueño, y lo rechazó en silencio.

—Señora —dijo Dick—: Permitidme suplicaros que no me castiguéis tan cruelmente. No sé en qué os he ofendido; verdad es que os he traído conmigo, pero con amistosa violencia; cierto es que os he expuesto a las inclemencias de la noche, pero la precipitación con que me veo obligado a proceder tiene por objeto la protección de quien no es menos débil que vos ni se halla en menos amparo. Cuando menos, señora, no os castiguéis vos misma y comed, si no por apetito, para conservar las fuerzas.

—No comeré nada que venga de las manos que mataron a mi tío —contestó ella.

—¡Señora —exclamó Dick—, por la cruz os juro que mis manos no le tocaron!

—Juradme que vive todavía —repuso ella.

—No quiero engañaron —contestó Dick—. La compasión misma me obliga a heriros. En el fondo de mi corazón le creo muerto.

—¡Y me pedís que coma! —gritó ella—. ¡Y os llaman caballero! Con el asesinato de mi buen tío, os ganasteis la dignidad de caballero. De no haber sido yo tan necia y traidora a la vez, que os salvé la vida en casa de vuestro mismo enemigo, seríais vos el que habría muerto, y él… él que valía por una docena como vos… él estaría vivo.

—No hice más que cumplir con mi deber de hombre, lo mismo que vuestro tío hizo en el otro partido —replicó Dick—. Si él viviera aún, como juro al cielo que sería mi deseo, me elogiaría en vez de censurarme.

—Ya me lo dijo sir Daniel —repuso ella—. Os vio en la barricada. Por vos (dijo) se desplomaba su partido; vos, quien ganó la batalla. Pues bien: quien mató a mi buen tío lord Risingham fuisteis también vos, tan cierto como si con vuestras propias manos lo hubierais estrangulado. ¡Y quisierais ahora que comiera con vos… cuando aún tenéis las manos manchadas con el crimen! Pero sir Daniel ha jurado vuestra ruina. ¡Él me vengará!

El desgraciado Dick quedó sumido en su aflicción. Volvió a su mente el recuerdo de Arblaster y dijo con voz que parecía un gemido:

—¿Tan culpable me creéis?… ¿Vos, que me defendisteis antes;… vos, que sois la amiga de Joanna?

—¿Qué teníais que hacer en la batalla? —replicó ella—. ¡No pertenecéis a ningún partido; no sois más que un muchacho… sólo piernas y cuerpo, y sin el gobierno del juicio y la prudencia! ¿Por qué peleabais, pues? ¡Por el gusto de hacer daño, pardiez!

—No —exclamó Dick—. No lo sé. Pero tal como marchan las cosas en este reino de Inglaterra, si un pobre caballero no lucha en un partido, forzoso es que pelee en el otro. No puede permanecer solo; no sería natural.

—Los que no tienen juicio no debieran desenvainar la espada —replicó la damisela—. Si peleáis al azar, ¿qué otra cosa sois más que un matarife? La guerra no es noble más que por la causa que la inspira, y vos la habéis deshonrado.

—Señora —dijo el infortunado Dick—, ahora veo, en parte, mi error. He ido demasiado aprisa; he obrado antes de tiempo. A estas horas llevo robado un barco… creyendo hacer un bien, os lo juro…, y con ello no hice más que ser la causa de la muerte de muchos inocentes y de la desgracia de un pobre viejo, cuyo rostro, hoy mismo, me ha apuñalado como una daga. Y en cuanto a lo de esta mañana, lo único que me propuse fue ganar honra, conquistar fama para poder casarme… y, ¡ved!, lo que he conseguido es acarrear la muerte de vuestro querido pariente, que tan bondadoso fue para mí. Y, además de eso, ¡qué sé yo cuántas cosas! Porque, ¡ay de mí!, puedo haber puesto a York en el trono y ser ésa la peor causa y la desgracia de Inglaterra. ¡Oh, señora! Bien veo mi pecado. No sirvo yo para la vida del mundo. Como expiación, no bien haya terminado esta aventura y para evitar peores males, ingresaré en un claustro. Renunciaré a Joanna y a la profesión de las armas. Seré fraile y rezaré toda mi vida por el alma de vuestro buen tío.

A Dick le pareció, al llegar a este punto de extrema humillación y arrepentimiento, que la damisela se había reído.

Levantando el abatido semblante, vio que ella le miraba, a la luz de la hoguera, con cierta expresión extraña, pero nada adusta.

—Señora —exclamó, creyendo que la risa fue ilusión de sus oídos, pero esperando todavía, al ver su cambiada expresión, haberle ablandado el corazón—, señora, ¿no estaréis satisfecha con esto? Renuncio a todo para reparar el mal que llevo hecho; le aseguro la gloria del cielo a lord Risingham. Y todo esto el mismo día en que he ganado la dignidad de caballero y en que me consideraba el joven hidalgo más feliz sobre la tierra.

—¡Oh, chiquillo! —dijo ella—. ¡Buen muchacho!

Y entonces, con gran sorpresa de Dick, enjugándose primero, tiernamente, las lágrimas que corrían por sus mejillas, y luego, como obedeciendo a repentino impulso, le echó ambos brazos al cuello, atrajo hacia sí su cara y le besó. Una lastimosa turbación se apoderó del ingenuo Dick.

—Pero venid —dijo ella con gran animación—; vos que sois el capitán, tenéis que comer. ¿Por qué no cenáis?

—Querida señora Risingham —replicó Dick, no hacía sino cuidar, antes que nada, de mi prisionera; pero, a decir verdad, la penitencia que me he impuesto me hace ya rechazar con desagrado hasta la vista de la comida. Mejor sería, señora, que ayunara y rezase.

—Llamadme Alicia —dijo ella—. ¿No somos viejos amigos? Y ahora venid: voy a acompañaros en la comida: bocado por bocado, sorbo por sorbo. De modo que si no coméis, tampoco yo; pero si lo hacéis de firme, cenaré como un labriego.

Y poniendo inmediatamente manos a la obra, ella comenzó a despachar la comida; Dick, que tenía un estómago excelente, le hizo compañía, al principio con gran repugnancia, pero animándose gradualmente, con más vigor y apetito, hasta que, al fin, olvidándose de atender a su modelo, reparó con creces las pérdidas de aquel día de trabajo y excitación.

—Cazador de leones —dijo ella, al fin—, ¿no admiráis a una doncella vestida con jubón de hombre?

Alta andaba ya por el cielo la luna, y lo único que allí esperaban era que descansasen los fatigados caballos. A su luz, el contrito pero bien repleto Richard, observó que ella le miraba con cierta coquetería.

—Señora… —balbució, sorprendido ante el inesperado cambio en sus maneras.

—No —interrumpió ella—, no hay necesidad de que lo neguéis, ya me lo dijo Joanna; pero decid, señor cazador de leones, miradme… ¿tan fea soy? ¡Hablad! Y le miró con dulces ojos.

—En verdad sois algo pequeñita… —comenzó Dick.

Volvió a interrumpirle ella; esta vez con risa sonora que completó la confusión y la sorpresa del joven.

—¡Pequeñita! —exclamó—. ¡Vaya! Sed tan franco como audaz: soy una enana o poco menos; pero, a pesar de ello… ¡vamos, decídmelo! A pesar de todo, pasablemente hermosa de mirar, ¿no es verdad?

—No, señora; extremadamente hermosa —contestó el apurado caballero, haciendo desesperados esfuerzos por aparecer sereno.

—¿Y creéis que un hombre se daría por muy feliz casándose conmigo? —prosiguió ella.

—¡Oh, señora, por completamente feliz!

—Llamadme Alicia.

—Alicia —repitió sir Richard.

—Pues bien, cazador de leones —continuó ella—, puesto que vos matasteis a mi tío, y me dejasteis sin amparo en el mundo, me debéis, como hombre de honor, toda clase de reparaciones, ¿verdad?

—Verdad es, señora —respondió Dick—. Aunque, en el fondo de mi corazón, no me considero más que parcialmente culpable de la muerte de ese caballero.

—¿Pretendéis burlarme evadiéndoos? —exclamó ella.

—No, señora, no es eso. Ya os lo he dicho: si me lo mandáis, hasta me volveré monje —contestó Richard.

—Entonces, en cuanto afecta a vuestro honor, ¿me pertenecéis? —concluyó ella.

—Por lo que toca a mi honor, señora, supongo… —comenzó a decir el joven.

—¡Vaya! —interrumpió ella—. Estáis demasiado lleno de argucias. Como hombre de honor, ¿me pertenecéis hasta que hayáis reparado todo el mal que habéis hecho?

—Ante el honor, sí.

—Oídme entonces —prosiguió ella—. Creo que haríais un mal fraile, y puesto que puedo disponer de vos como me plazca, estoy dispuesta a tomaros por marido. ¡Nada, nada de palabras! —exclamó ella—. Sería completamente inútil. Pues considerad cuán justo es que vos, que me habéis privado de hogar, me proporcionéis otro. Y en cuanto a Joanna, creedme, ella será la primera en alabar el cambio, porque, después de todo, como somos buenas amigas, ¿qué importa con cuál de las dos os casáis? Nada absolutamente.

—Señora —dijo entonces Dick—, entraré en un claustro, si vos me lo ordenáis; pero casarme con cualquiera otra persona en este mundo que no sea Joanna Sedley es lo que no haré nunca, así se empeñen en obligarme toda la fuerza de los hombres o el capricho de una dama. Perdonadme si con tal claridad os digo mis sinceros pensamientos, pero ante el sumo atrevimiento de una doncella, no le queda a un pobre hombre más recurso que mostrarse más atrevido todavía.

—Dick —repuso ella—, chiquillo bueno, tenéis que darme un beso por esas palabras que acabáis de pronunciar. No, no temáis, me besaréis en nombre de Joanna, y cuando estemos juntas, yo le devolveré a ella el beso y le diré que se lo he robado. Y en cuanto a lo que me debéis, bobito, me parece que no estabais solo en la gran batalla, y que aunque llegara el jefe del partido de York a sentarse en el trono, no seríais vos quien lo hubierais sentado en él. Pero lo que es como hombre bueno, cariñoso y honrado, yo os aseguro que todo eso lo sois, y si yo fuera capaz de envidiar algo que poseyera Joanna, os digo que lo que le envidiaría es vuestro amor.

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