La flecha negra

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Libro quinto. Crookback. » 6. Noche en el bosque (conclusión): Dick y Joanna

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6. Noche en el bosque (conclusión): Dick y Joanna

HABÍAN YA terminado los caballos su reducido pienso y descansado de sus fatigas. A la orden de Dick, se apagó con nieve el fuego, y mientras sus hombres montaban, perezosos, una vez más sobre sus sillas, él, recordando, algo tarde, una precaución muy propia en la vida de la selva, escogió un elevado roble y ágilmente se encaramó hasta la horquilla más alta. Pudo desde allí divisar, a la clara luz de la luna, una gran extensión de bosque cubierto de nieve. Al sudoeste, proyectándose negros contra el horizonte, se elevaban aquellos montaraces terrenos cubiertos de brezos donde Joanna y él se encontraron con la terrorífica aparición del leproso. Y allí, precisamente, divisó un punto brillante, no mayor que el ojo de una aguja.

Se reprochó entonces su anterior olvido. Si aquello era, como parecía, el resplandor de una hoguera encendida en el campamento de sir Daniel, habría visto ya hacía tiempo y se hubiera dirigido a tal sitio; y, sobre todo, por ningún concepto debiera haber anunciado su proximidad encendiendo él mismo hoguera alguna. Mas ahora no debía perder un tiempo precioso. El camino recto para llegar a aquellas alturas tenía unas dos millas de longitud; pero lo atravesaba una escarpada y honda cañada, que no podían cruzar hombres a caballo. Para llegar más pronto, le pareció a Dick lo más práctico abandonar los caballos e intentar la aventura a pie.

Diez hombres quedaron cuidando los caballos; se convinieron señales con las que se comunicarían en caso de necesidad. Y Dick partió, al frente de los demás, llevando a su lado a Alicia, que marchaba con resolución.

Los hombres se habían despojado de sus pesadas armaduras y dejado sus lanzas, marchando animosos sobre la helada nieve a la grata luz de la luna. El descenso a la cañada, por cuyo fondo pasaba, entre la nieve y el hielo, una susurrante corriente, se efectuó en silencio y con orden; y una vez en el lado opuesto, hallándose ya a menos de media milla del sitio donde Dick había visto el resplandor de la hoguera, hizo alto el grupo para descansar antes del ataque.

En el vasto silencio del bosque se percibían desde lejos los menores ruidos, y Alicia, que tenía finísimo el oído, levantó el dedo en señal de alarma y se inclinó para escuchar. Todos siguieron su ejemplo; pero, aparte del gemir del obstruido arroyo que acababan de cruzar y de los gruñidos de una zorra a muchas millas de distancia en medio de la selva, el aguzado oído de Dick no percibió ni el rumor de un suspiro.

—Sin embargo —murmuró Alicia—, estoy segura de haber oído chocar de arneses.

—Señora —repuso Dick, que temía más a la damisela que a diez fornidos guerreros—, no quisiera yo decir que estáis equivocada, pero el ruido lo mismo podría proceder de cualquiera de los dos campamentos.

—No venía de allá. Venía de la parte oeste —afirmó ella.

—Será lo que sea, y sin duda lo que Dios quiera. No hagamos caso y avancemos con buen ánimo para darles alcance. ¡Arriba, amigos… ya hemos descansado bastante!

A medida que avanzaban, aparecía la nieve cada vez más pisoteada y cubierta de huellas de los cascos de los caballos, y era evidente que se acercaban al campamento de una considerable fuerza de hombres montados.

Al rato divisaban el humo elevándose por entre los árboles, coloreado de rojo en su parte inferior y esparciendo brillantes chispas.

Obedeciendo las órdenes de Dick, comenzaron sus hombres a desplegarse, arrastrándose furtivamente entre la espesura, para rodear por todos lados el campamento enemigo.

Y colocando a Alicia tras el tronco de un corpulento roble, se deslizó él mismo en línea recta hacia donde brillaba el fuego.

Al fin, por entre un claro del bosque, su vista abarcó el escenario del campamento. Habían encendido el fuego sobre un montecillo cubierto de brezos, rodeado de maleza por tres lados, y estaba, en aquel momento, llameando con fuerza y bufando recio. Alrededor se hallaban sentadas una docena de personas, bien envueltas en abrigos o capotes; pero, por más que en torno se viera la nieve tan apisonada como si por allí hubiera pasado todo un regimiento, en vano buscó Dick con la vista un solo caballo. Le asaltó el terrible presentimiento de que le hubiesen adelantado. Al mismo tiempo reconoció Dick en un hombre alto, con celada de acero, que se calentaba las manos a la lumbre, a su antiguo amigo y actualmente benévolo enemigo Bennet Hatch; y en otras dos personas, sentadas algo más atrás, reconoció también, a pesar de su masculino disfraz, a Joanna Sedley y a la esposa de sir Daniel.

Bien —pensó—, aunque pierda mis caballos, si consigo recobrar a mi Joanna, ¿por qué quejarme?

Desde el más lejano extremo del campamento llegó un débil silbido anunciando que sus hombres se habían reunido y que el cerco era completo.

Bennet, al oírlo, se puso en pie de un salto; pero antes de que tuviera tiempo de echar mano a las armas, le gritó Dick:

—Bennet, amigo Bennet, ríndete. No harás más que comprometer inútilmente vidas humanas si resistes.

—¡Si es master Shelton! ¡Por santa Bárbara! —exclamó Hatch—. ¿Rendirme? ¡Mucho pedís! ¿Con qué fuerzas contáis?

—Te digo, Bennet, que somos muy superiores en número y os tenemos cercados —insistió Dick—. César y Carlomagno, en un caso así, pedirían cuartel. Tengo cuarenta hombres, que, a un silbido mío, con una sola descarga de flechas pueden dar buena cuenta de vosotros.

Master Dick —dijo Bennet—, lo siento mucho; pero he de cumplir con mi deber. ¡Qué los santos os ayuden!

Y llevándose a los labios una trompetilla, dio el toque de alarma.

Sucedió un momento de confusión, pues mientras Dick, temiendo por las damas, vacilaba en dar la orden de disparar, la reducida cuadrilla de Hatch se lanzó sobre sus arcos y formó un cuadro, como preparándose para una feroz resistencia.

En la precipitación del cambio de sitio de todos, Joanna saltó de su asiento y, veloz como una saeta, corrió al lado de su galán.

—¡Aquí, Dick! —gritó, cogiéndole una mano entre las suyas.

Pero Dick continuaba aún indeciso; no estaba todavía avezado a las más crueles necesidades de la guerra, y la idea del peligro que corría la anciana lady Brackley detuvo en sus labios la orden. Sus propios hombres comenzaban a impacientarse. Algunos le llamaron por su nombre; otros, por propio impulso, comenzaron a disparar, y a la primera descarga mordió el polvo el pobre Bennet. Entonces reaccionó Dick.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Disparad, muchachos, y manteneos a cubierto! ¡Inglaterra y York!

En ese instante en el hondo silencio de la noche se elevó de pronto el sordo machacar de los cascos de caballo sobre la nieve, y con increíble rapidez fue acercándose y creciendo más y más. Al mismo tiempo respondían las trompetas, repitiendo una y otra vez, a la llamada de Hatch.

—¡Replegaos, replegaos! —gritó Dick—. ¡Replegaos hacia mí! ¡Replegaos para salvar la vida!

Pero sus hombres, a pie, esparcidos, sorprendidos cuando contaban ya con un fácil triunfo, en vez de replegarse comenzaron a ceder terreno separadamente y permanecían vacilantes o se internaban, dispersos, entre la maleza.

Y cuando llegaron los primeros jinetes, cargando por las abiertas alamedas y metiendo furiosamente sus corceles por la espesura, algunos rezagados fueron abatidos o alanceados; la mayor parte de los que estaban al mando de Dick habían desaparecido al solo rumor de su llegada.

Dick se quedó inmóvil un momento, reconociendo los frutos de su precipitado e imprudente valor. Sir Daniel había visto la hoguera encendida por sus enemigos y se había alejado con la mayor parte de sus fuerzas, para atacar a sus perseguidores o para cogerlos por retaguardia, si se aventuraban a dar el asalto. Se había conducido como sagaz capitán, mientras que la conducta de Dick era la de un chiquillo vehemente e inexperto. Y así se hallaba él ahora, con su amada, es cierto, estrechándole fuertemente la mano, pero por lo demás, solo, dispersos sus hombres y caballos en medio de la noche en la inmensidad del bosque, como puñado de alfileres en un pajar.

—¡Qué los santos me iluminen! —pensó—. ¡Suerte que me armaron caballero por lo de esta mañana, porque lo de ahora me honra poco!

Sin soltar a Joanna, echó a correr.

Rompían el silencio de la noche los gritos de los hombres de Tunstall, galopando de un lado a otro, dando caza a los fugitivos. Audazmente Dick se metió por entre la maleza, corriendo en línea recta con la rapidez de un gamo.

LA claridad de plata de la luna sobre la nieve aumentaba por contraste la oscuridad de los matorrales, y la extremada dispersión de los vencidos llevaba a los perseguidores por los más divergentes senderos. De aquí que, al poco rato, pudieran pararse Dick y Joanna en un lugar donde quedaban completamente ocultos, y oyeran los rumores de la persecución extendiéndose en todas direcciones, pero desvaneciéndose a la distancia.

—Si siquiera hubiera tenido la precaución de conservar agrupada alguna fuerza de reserva —exclamó Dick, con amargura—, podría haberles devuelto el golpe. En fin, viviendo se aprende; la próxima vez todo irá mejor, ¡por la cruz!

—No, Dick —dijo Joanna—, ¿qué importa? Ya estamos juntos otra vez.

La miró él, y, en efecto… allí estaba… Joanna Matcham, como antaño, en calzones y jubón. Pero ahora ya la Conocía; ahora, aun con tan desgarbada ropa, sonreíale ella, resplandeciente de amor, y sintió el joven que el corazón se le inundaba de alegría.

Amor mío —le dijo—, si tú perdonas los desatinos de este atolondrado, ¿qué puede importarme ya nada? Vayamos directamente a Holywood; allí está tu buen tutor y mi mejor amigo, lord Foxham. Allí nos casaremos, y pobres o ricos, famosos o desconocidos, ¿qué importa? En este día, amor mío, me gané la dignidad de caballero; grandes hombres elogiaron mi valor; me creí el más bizarro guerrero en toda la vasta extensión del reino de Inglaterra. Después perdí, primero, mi valimiento con el poderoso, y ahora me han dado una paliza y he perdido a todos mis soldados. ¡Si grande fue mi engreimiento, grande ha sido mi caída! Pero, amor mío, nada me importa…; si tú me quieres todavía y nos casamos, me despojaría de mis honores de caballero sin importarme un ardite.

—¡Dick mío! —exclamó ella—. ¿Te armaron caballero?

—Sí, amor mío: tú eres ahora mi lady —contestó cariñosamente—, o lo serás mañana antes del mediodía. ¿Verdad?

—Lo seré, Dick, y con la mayor alegría —contestó ella.

—¿De veras, caballero? ¡Yo creí que ibais a ser fraile! —sonó una voz en sus oídos.

—¡Alicia! —gritó Joanna.

—La misma —contestó la damisela adelantándose—. Alicia, a quien dejaste por muerta y a quien halló tu cazador de leones, volviéndola de nuevo a la vida; y no sólo esto, sino que haciéndole también el amor, si tanto quieres saber.

—No lo creo —gritó Joanna—. ¡Dick!

—¡Dick! —remedó Alicia—. ¡Dick en persona! ¡Sí, galante caballero, abandonáis a las pobres damiselas en los trances apurados! —prosiguió, volviéndose hacia el joven—. Las dejáis plantadas detrás de los robles. Con razón dicen que murió la época de la hidalguía.

—Señora —repuso Dick desesperado—. ¡Por mi alma os juro que os había olvidado por completo! Señora: haced lo posible por perdonarme. ¡Ved que había vuelto a encontrar a Joanna!

—Nunca supuse que lo hubierais hecho intencionadamente —replicó ella—. Pero voy a vengarme cruelmente. Voy a revelarle un secreto a milady Shelton… A la que ha de serlo —añadió, haciendo una reverencia—. Joanna —continuó—, creo, por mi alma, que tu galán es valiente en la pelea; pero permíteme que te lo diga francamente: es el bobalicón de más blando corazón de toda Inglaterra. ¡Anda… que ya puedes hacer con él cuanto te venga en gana! Y ahora, chiquillos locos, besadme primero a mí para que os traiga buena suerte y para mostraros amables conmigo; después besaos uno a otro, sólo por un minuto y ni un segundo más, y luego, vámonos los tres a Holywood. Vayámonos tan aprisa como podamos, porque me parece que estos bosques están llenos de peligros, y son excesivamente fríos.

—Pero ¿es cierto que mi Dick te hizo el amor? —preguntó Joanna, colgándose del brazo de su amado.

—No, tonta —respondió Alicia—. Fui yo quien se lo hice a él; le propuse que nos casáramos; pero él me contestó que fuera a casarme con uno de mis iguales. Ésas fueron sus palabras. No, ya te digo; es mucho más franco que galante. Pero ahora, chiquillos, tengamos juicio y pongámonos en marcha. ¿Volveremos a pasar por la cañada o marcharemos en línea recta a Holywood?

—Bien quisiera poner mi mano sobre un caballo —dijo Dick—, porque en estos últimos días me han vapuleado tan cruelmente, de un modo u otro, que mi pobre cuerpo es todo él un puro cardenal. Pero ¿qué os parece a vosotras? Si mis hombres hubieran huido, en medio de la alarma de la pelea, habríamos dado un rodeo para nada. De aquí a Holywood, en línea recta, no hay más que unas tres millas; la campana no ha dado las nueve; la nieve está lo bastante dura para andar por ella, y la luna es clara… ¿Qué os parece si marcháramos tal como estamos?

—De acuerdo —exclamó Alicia.

Pero Joanna se limitó a apretar el brazo a Dick.

Atravesaron, pues, los claros y desnudos sotos y descendieron por los caminos cubiertos de nieve, bajo el pálido rostro de la luna de invierno; Dick y Joanna marchaban cogidos de la mano, sumidos en un paraíso de delicias, y su atolondrada compañera, olvidadas ya sus penas, les seguía uno o dos pasos detrás, ora burlándose de su silencio, ora pintándoles los más seductores cuadros de lo felices que vivirían en el futuro.

Todavía se oía en la lejanía del bosque a los jinetes de Tunstall continuando viva e incesantemente su persecución, y, de cuando en cuando, los gritos y el chocar de los aceros anunciaban el encuentro con los enemigos.

Pero en estos tres jóvenes, criados entre los sobresaltos de la guerra y curtidos por los múltiples peligros que habían pasado, no era fácil despertar el miedo ni la piedad. Contentos al observar que los ruidos iban alejándose cada vez más, se entregaron con toda su alma a disfrutar del placer del momento, marchando ya, como dijo Alicia, como cortejo nupcial, y ni la agreste soledad del bosque ni el frío de la noche glacial bastaban para ensombrecer o interrumpir su felicidad.

Desde lo alto de un cerro divisaron al fondo el valle de Holywood. Brillaban las grandes ventanas de la abadía del bosque, iluminadas por antorchas y cirios; se elevaban sus altos pináculos y chapiteles clarísimos y silenciosos, y la cruz de oro que le servía de remate relucía alegremente a la luz de la luna. En torno de la abadía, en los claros de la selva, ardían las hogueras de los campamentos, se apiñaban numerosas chozas, y en el centro de aquel cuadro tendía su curva el helado río.

—¡Por la misa! —exclamó Dick—. Todavía están acampados los hombres de lord Foxham. Sin duda que el mensajero se ha extraviado. Tanto mejor. Así tendremos fuerzas a mano para hacer frente a sir Daniel.

Pero si las tropas de lord Foxham seguían aún acampadas en la larga isleta de Holywood, esto era debido a causa muy distinta de la que suponía Dick. En efecto, habían emprendido la marcha hacia Shoreby; pero, antes de que llegaran a la mitad del camino, un segundo mensajero les salió al encuentro, transmitiéndoles la orden de que regresaran a su campamento de la mañana, para cerrarles el paso a los fugitivos de Lancaster y estar mucho más cerca del principal ejército de York.

Porque Richard de Gloucester, terminada la batalla y quebrantados sus enemigos en aquella comarca, hallábase ya en marcha para reunirse con su hermano; y poco después del regreso de los soldados de lord Foxham, el propio Crookback echaba pie a tierra frente a la puerta de la abadía. En honor, pues, de este augusto visitante, brillaban iluminadas las ventanas, y al llegar Dick con su amada y la amiga, todo el séquito del duque era obsequiado en el refectorio con el esplendor que era propio de aquel poderosísimo y suntuoso monasterio.

Frente a ellos fue conducido Dick, por cierto que no con mucho gusto por su parte. Medio enfermo de fatiga, estaba sentado Gloucester, apoyando en una mano el pálido y terrible semblante, teniendo a su izquierda, en honorífico lugar, a lord Foxham, convaleciente y casi curado de su herida.

—¿Cómo, señor? —preguntó Gloucester—. ¿Me traéis la cabeza de sir Daniel?

Milord duque —respondió Dick resueltamente, pero sintiendo oprimírsele el corazón—, ni siquiera he tenido la suerte de regresar con los hombres de mi mando. He sido derrotado, y apelo a vuestra indulgencia. Miróle Gloucester, fruncido el formidable entrecejo.

—Cincuenta lanzas[6] os di, caballero —dijo.

Milord duque —replicó el joven—, tan sólo llevé cincuenta hombres de armas.

—¿Cómo fue eso? —dijo Gloucester—. Él me pidió cincuenta lanzas.

—Perdonad, excelencia —contestó Catesby con gran suavidad—. Como se trataba de una persecución, no le dimos más que los jinetes.

—Está bien —dijo Gloucester, y luego añadió—: Shelton, podéis marcharos.

—Deteneos —dijo lord Foxham—. Este joven llevaba también un encargo mío. Acaso en su realización haya tenido mejor suerte. Decid, master Shelton, ¿encontrasteis a la doncella?

—Con la ayuda de los santos, aquí está, en esta casa.

—¿De veras? Pues bien, milord duque —resumió lord Foxham—, con vuestra venia, mañana, antes de ponerse en marcha el ejército, propongo una boda. Este joven hidalgo…

—Joven caballero… —interrumpió Catesby.

—¿Caballero decís, sir William? —exclamó lord Foxham.

—Yo mismo, por sus buenos servicios, le armé caballero —explicó Gloucester—. Dos veces me ha servido como un valiente. No es valor lo que le falta, ni buen brazo, sino el férreo espíritu que necesitan los hombres. No se elevará, lord Foxham. Mozo es para pelear muy bravamente en una refriega; pero tiene el corazón de capón. ¡De todos modos, si ha de casarse, casadlo, en el nombre de María Santísima, y terminad de una vez!

—No, es un bravo muchacho…, lo sé —dijo lord Foxham—. Alegraos, pues, sir Richard. He arreglado este asunto con master Hamley, y mañana os casaréis.

Después de lo cual Dick juzgó prudente retirarse; pero aún no había salido del refectorio cuando un hombre, que acababa de apearse a la puerta, subió las escaleras de cuatro en cuatro, y abriéndose paso por entre los servidores de la abadía, se arrojó, hincando una rodilla en tierra, a los pies del duque.

—¡Victoria, milord! —exclamó.

Y antes de que Dick hubiese llegado al aposento que, como huésped de lord Foxham, le tenían destinado, se oían ya las aclamaciones de las tropas reunidas en torno a las hogueras, pues aquel mismo día, a menos de veinte millas, había sido asestado un segundo golpe demoledor al poderío de Lancaster.

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