La flecha negra

La flecha negra


Libro quinto. Crookback. » 7. La venganza de Dick

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7. La venganza de Dick

A LA mañana siguiente, Dick se hallaba en pie antes de que saliera el sol, y elegantemente ataviado, gracias a la ayuda del ropero de lord Foxham, y después de haber obtenido buenas noticias de Joanna, salió a dar un largo paseo para calmar su impaciencia.

Al principio se limitó a dar vueltas por entre los soldados que, a la pálida luz del alba de aquel día de invierno, estaban armándose al rojo resplandor de las antorchas; pero gradualmente fue alejándose hacia el campo y, al fin, pasó por completo al otro lado de las avanzadas, marchando solo por el bosque helado, esperando la salida del sol.

Plácidos y dichosos eran sus pensamientos. Su breve valimiento con el duque no lo consideraba digno de entristecerle el corazón; teniendo a Joanna por esposa y a lord Foxham por protector, contemplaba venturosamente su porvenir y nada encontraba en su pasado que le apesadumbrase.

Mientras así caminaba y meditaba, fue haciéndose más clara la luz solemne de la mañana; coloreaba ya el sol el lado de oriente, y un vientecillo cortante soplaba sobre la helada nieve. Volvíase hacia la casa; pero al volverse, se fijó su mirada en una figura que se ocultaba tras un árbol.

—¡Alto! —gritó—. ¿Quién va?

Avanzó la figura y agitó su mano sin contestar. Vestía de peregrino, baja la capucha, cubriéndole el rostro.

Pero al instante Dick reconoció a sir Daniel.

Adelantó a grandes pasos hacia él desenvainando su espada y sir Daniel, llevándose la mano al pecho, como para empuñar un arma oculta, esperó con firmeza que llegase.

—Bien, Dick —dijo—. ¿Qué te propones? ¿Haces la guerra al caído?

—No hice yo la guerra contra vuestra vida —replicó el muchacho—. Era yo vuestro amigo leal hasta que quisisteis quitarme la mía; pero la habéis codiciado harto ansiosamente.

—No… obraba en defensa propia —repuso el caballero—. Y ahora, muchacho, las noticias de la batalla y la presencia de vuestro diablo jorobado en mis propios bosques me han perdido sin remedio. Voy a Holywood para acogerme a sagrado; luego, me iré al otro lado del mar, con lo que pueda llevarme encima, para comenzar de nuevo la vida en Borgoña o en Francia.

—Es posible que no vayáis a Holywood —respondió Dick.

—¿Cómo? ¿Qué es posible?

—Mirad, sir Daniel; esta mañana es la del día de mi boda —repuso Dick—, y ese sol que comienza a levantarse alumbrará el día más feliz de mi vida. La vuestra es doblemente merecedora de castigo: por la muerte de mi padre y por vuestros manejos contra mí. Pero yo también he cometido faltas, he ocasionado la muerte de no pocos hombres, y en este día feliz no quiero ser juez ni verdugo. Aunque fueseis el mismo diablo, no había de poneros la mano encima, y si lo fuerais, por mí, podríais marchar adonde quisierais. Buscad el perdón de Dios; el mío lo tenéis ya. Pero eso de que vayáis a Holywood es ya cosa muy diferente. Pertenezco al ejército de York, y no he de permitir que haya un espía entre sus filas. Tenedlo, pues, por cierto: si dais un paso más, levanto la voz y llamo a la avanzada más próxima para que os hagan prisionero.

—Te estás burlando de mí —dijo sir Daniel—. No hay para mí salvación fuera de Holywood.

—No me importa ya eso —replicó Dick—. Os permito ir hacia el este, hacia el oeste o hacia el sur: hacia el norte no os lo permitiré. Holywood está cerrado para vos. Marchaos y no intentéis volver. Porque en cuanto os hayáis alejado, avisaré a todos los puestos de avanzada del ejército, y tal vigilancia habrá contra todos los peregrinos, que de nuevo os digo, aunque fuerais el mismo diablo, veríais el desastroso resultado de vuestro intento.

—Me sentencias a muerte —dijo con aire sombrío sir Daniel.

—No os sentencio a muerte —repuso Dick—. Si es que se os antoja medir vuestro valor con el mío, venid, pues; y aunque temo que esto es ser desleal a mi partido, aceptaré el reto francamente y sin reservas; me batiré contra vos fiando en mis solas fuerzas, y a nadie llamaré para que me ayude. Así vengaré la muerte de mi padre, con la conciencia tranquila.

—Sí —dijo sir Daniel—, tú tienes una larga espada contra mi daga.

—Sólo en el cielo confío —contestó Dick, arrojando la espada sobre la nieve—. Ahora, si a ello os obliga vuestro hado adverso, venid, y con la ayuda del Todopoderoso, he de hacer que de vuestros huesos hagan festín las zorras.

—No lo dije más que para probarte, Dick —replicó el caballero con inquieta sonrisa—. No quisiera derramar tu sangre.

—Pues, entonces, marchaos antes de que sea demasiado tarde —advirtió Shelton—. Dentro de cinco minutos llamaré al puesto de avanzada. Empiezo a darme cuenta de que tengo demasiada paciencia. Si estuvieran cambiados los papeles, ya hace rato que yo estaría atado de pies y manos.

—Bien, Dick, me marcharé —respondió sir Daniel—. La próxima vez que nos encontremos, te arrepentirás de haberte mostrado tan duro conmigo.

Y sir Daniel dio media vuelta y comenzó a alejarse por entre los árboles.

Dick se quedó observándole, presa de los más extraños y opuestos sentimientos, mientras sir Daniel marchaba, rápida y cautelosamente, volviéndose de cuando en cuando para lanzar una perversa mirada de reojo a aquel muchacho que le había perdonado la vida y de quien no se fiaba aún del todo.

Había, a un lado del camino por donde marchaba, un espeso matorral alfombrado de verde hiedra, aun en mitad del invierno impenetrable a la mirada.

Allí, de pronto, vibró un arco como una nota musical. Voló una flecha, y con horrible, ronco grito de agonía y de ira, el caballero de Tunstall alzó sus manos y cayó de bruces sobre la nieve.

Corrió a su lado Dick y lo levantó. Su cara se contraía con desesperación, y todo su cuerpo se agitaba en violentas convulsiones.

—¿Es negra la flecha? —preguntó, casi sin aliento.

—Negra es —contestó Dick, gravemente.

Antes de que pudiera pronunciar ni una palabra más, una horrible contracción de dolor sacudió al herido de pies a cabeza, hasta casi saltar de los brazos de Dick, que lo sostenía, y con la extremada violencia de aquella angustia, voló su alma en silencio.

El joven le tendió suavemente de espaldas sobre la nieve y rezó por aquella alma pecadora, tan poco preparada para la hora de la muerte, y, mientras sus preces se elevaban, salió de pronto el sol y comenzaron sus trinos los petirrojos entre la hidra.

Al ponerse nuevamente en pie el joven, se halló con otro hombre, arrodillado a pocos pasos detrás de él, y aun con la cabeza descubierta, esperó Dick a que también el recién venido terminase su plegaria. Largo tiempo duró ésta. Baja la frente, cubierto el rostro con las manos, rezaba el hombre presa de gran agitación. Por el arco que yacía a su lado sobre la nieve, juzgó Dick que no era otro que el arquero que acababa de matar a sir Daniel.

Al fin, se levantó también y mostró el semblante de Ellis Duckworth.

—Richard —dijo gravemente—, os he oído. Vos tomasteis el mejor camino, el del perdón; yo he tomado el peor, y ahí yace el cuerpo de mi enemigo. Rezad por mí.

Y le estrechó fuertemente la mano.

—Caballero —contestó Richard—, por vos rezaré, aunque no sé si mis rezos serán atendidos. Pero si tan largo tiempo habéis buscado venganza y tan amargo halláis su sabor, ahora que la habéis logrado, reflexionad: ¿no sería mejor perdonar a los demás? Hatch… murió, ¡el pobre infeliz! ¡Cualquier cosa hubiera dado yo por salvarle la vida! Por lo que toca a sir Daniel, ahí yace su cadáver. En cuanto al clérigo, si mi opinión en algo pudiera influir en vos, desearía que le dejarais marchar en paz.

Una llamarada pasó por los ojos de Ellis Duckworth.

—No —dijo—, el diablo está todavía aferrado dentro de mí. Pero estad tranquilo: no volará ya más la Flecha Negra… Ha quedado disuelta la hermandad. Los que aún viven llegarán a plena y tranquila madurez, hasta que el cielo quiera que caigan en mis manos; en cuanto a vos, acudid adonde os llame vuestra mejor fortuna y no os acordéis más de Ellis.

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