La flecha negra

La flecha negra


Libro primero. Los dos mozalbetes. » 6. Hasta el fin de la jornada

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6. Hasta el fin de la jornada

HABÍA LLEGADO el momento de correr. Por todos lados subía ya la colina la partida de la Flecha Negra. Algunos, porque eran mejores corredores o podían ascender por sitios más rasos, habían avanzado más que otros y se hallaban muy cerca de su meta; los demás, siguiendo por los valles, se habían esparcido a derecha e izquierda y tenían flanqueados a los muchachos por ambos lados.

Dick se precipitó en la espesura más próxima. Era un alto robledal, de terreno firme y limpio de maleza, por el cual, al extenderse cuesta abajo, corrieron a gran velocidad. Venía luego un claro, que evitó Dick, manteniéndose a la izquierda del mismo. Diez minutos después surgió el mismo obstáculo, ante el cual siguieron igual procedimiento. Mientras los muchachos torcían siempre hacia la izquierda, acercándose cada vez más al camino real y al río que una o dos horas antes habían cruzado, la mayor parte de sus perseguidores se inclinaban hacia el lado opuesto y corrían en dirección a Tunstall.

Los muchachos se detuvieron a respirar. Ningún ruido se oía que indicase que los perseguían. Dick aplicó el oído a tierra, mas siguió sin oír nada; sin embargo, como el viento agitaba los árboles, era imposible averiguar nada con certeza.

—¡Sigamos! —dijo Dick, y cansados como estaban, cojeando Matcham debido a la herida de su pie, se pusieron en marcha de nuevo bajando la colina.

Tres minutos después penetraban en una espesura de árboles de hoja perenne. Por encima de sus cabezas se elevaban a gran altura los árboles, formando techo continuo de follaje. El bosquecillo era como una bóveda poblada de columnas, alta como la de una catedral, y, a excepción de los acebos, que les estorbaban el paso, estaba despejado y cubierto de suave césped.

Por el lado opuesto, abriéndose paso entre la última franja de arbustos, salieron a la débil claridad del bosquecillo.

—¡Alto! —gritó una voz.

Entre los enormes troncos, a unos veinte metros, apareció ante ellos un individuo grueso, vestido de verde, jadeante por la carrera, que inmediatamente les apuntó con el arco a punto de disparar. Matcham se detuvo lanzando un grito; pero Dick, sin vacilar, se lanzó recto hacia el forajido, desenvainando su daga. Sea que el otro se quedara sorprendido por la audacia del ataque, o bien que las órdenes recibidas detuvieran su mano, lo cierto es que no disparó: se quedó vacilando, y, antes de que tuviera tiempo de rehacerse, Dick saltó a su cuello y le arrojó de espaldas sobre el césped.

Cayó la flecha por un lado y por otro el arco, con un chasquido que resonó en la quietud del lugar. El desarmado forajido se aferró a su atacante; pero la daga brilló en el aire y descendió dos veces. Se oyeron dos gemidos y Dick se puso en pie. En el suelo quedaba el hombre, inmóvil, atravesado el costado.

—¡Sigamos adelante! —gritó Dick, y una vez más se lanzó a la carrera, siguiéndole algo rezagado Matcham.

Poco era lo que avanzaban, pues marchaban penosamente y resollando con fuerza. Matcham sentía un agudo dolor en el costado, y la cabeza le daba vueltas; a Dick le pesaban las rodillas como si fueran de plomo. Mas prosiguieron la carrera sin perder el ánimo.

Al poco rato llegaron al final del bosquecillo. Terminaba bruscamente; frente a ellos estaba el camino real que iba de Risingham a Shoreby, encerrado en ese punto entre dos muros iguales de espeso bosque.

Al verlo, Dick se detuvo, y en cuanto cesó de correr advirtió un confuso rumor, que rápidamente fue aumentando. Al principio parecía ser debido a una ráfaga de fortísimo viento; pero pronto se hizo más definido, transformándose claramente en el galopar de unos caballos. Con la velocidad del rayo, un escuadrón de hombres dio la vuelta al recodo, pasó ante los muchachos y desaparecieron en un instante. Galopaban como si en ello les fuera la vida, en completo desorden; algunos iban heridos, y junto a ellos se veían caballos sin jinete y con las sillas ensangrentadas. Eran fugitivos de la gran batalla.

Había empezado a desvanecerse el ruido de su paso en la dirección de Shoreby, cuando un nuevo rumor de cascos de caballos resonó como siguiendo su rastro y otro fugitivo apareció en la carretera, cabalgando solo y demostrando por su espléndida armadura ser hombre de elevada condición. Le seguían de cerca varios carros de bagaje que los caballos arrastraban sosteniendo un medio galope desordenado, azuzados por los latigazos de los conductores. Debían de haber emprendido su huida a primera hora del día, pero no había de salvarles su cobardía: poco antes de llegar al sitio donde los muchachos miraban asombrados, un hombre, con la armadura agujereada y al parecer fuera de sí, ganó la delantera a los carros y con el puño de su espada comenzó a derribar a los conductores. Algunos saltaron de sus puestos y a carrera tendida se adentraron en el bosque; mas a los otros los acuchilló sentados donde estaban, sin cesar de maldecirles por cobardes, con voz que apenas parecía humana.

Había ido aumentando el ruido de la lejanía; el rodar de los carros, los cascos de los caballos, los gritos de los hombres; todo llegaba en alas del viento, en creciente y confuso rumor. Evidentemente, un ejército derrotado llegaba por la carretera con el ímpetu de una inundación.

Sombrío el rostro, Dick permanecía allí. Había pensado seguir el camino real hasta donde torcía en dirección de Holywood, y ahora se veía forzado a cambiar de plan. Había reconocido los colores del conde de Risingham, prueba de que la batalla había resultado adversa para los de la rosa de Lancaster. ¿Se había unido a él sir Daniel y resultaba también ahora un fugitivo? ¿O se habría pasado al partido de los de York, con menosprecio de su honor? Horrible dilema.

—Vamos —dijo muy serio; y girando sobre sus talones, comenzó a marchar a través del bosquecillo, precediendo a Matcham que le seguía cojeando.

Durante un buen rato continuaron cruzando el bosque en silencio. Atardecía; el sol se ponía más allá de la llanura de Kettley; las altas copas de los árboles brillaban con reflejos de oro, pero las sombras se espesaban y comenzaba a sentirse el frío de la noche.

—¡Si hubiera algo que comer! —exclamó de pronto Dick, deteniéndose.

Matcham se sentó en el suelo y empezó a llorar.

—Lloras por tu cena; pero cuando se trataba de salvar la vida a unos hombres, bien duro de corazón te mostrabas —le dijo Dick desdeñosamente—. Siete muertos pesan sobre tu conciencia, master Jack; jamás te lo perdonaré.

—¡Conciencia! —gritó Matcham, mirándole fieramente—. ¡De mi conciencia hablas! ¡Y en tu daga todavía está la sangre roja de un hombre! ¿Y por qué mataste al desgraciado? Te apuntó con el arco, pero no disparó.

¡Te tuvo en sus manos y te perdonó la vida! Tan valiente es el que mata a un gato como el que mata a un hombre que no se defiende.

Dick se quedó mudo de sorpresa.

—Le maté cara a cara, lealmente. Me arrojé contra él mientras me estaba apuntando —replicó.

—Fue un golpe cobarde —repuso Matcham—. Master Dick, no eres más que un patán y un bravucón; no haces más que abusar de tu superioridad o de la ventaja que momentáneamente tienes. El día que topes con uno más fuerte que tú, te veremos humillarte a sus pies. Ni siquiera sientes el deseo de venganza…, pues aún está pidiéndola la muerte de tu padre, y permites tú que su espectro clame en vano por la debida justicia. ¡Mas si en tus manos cae una pobre criatura falta de fuerza y de destreza y que, a pesar de todo, quiere favorecerte, tendrás que acabar con ella!

Demasiado furioso estaba Dick para advertir ese ella.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Ésa sí que es una noticia! Entre dos siempre habrá uno más fuerte. Si el más recio derriba al débil, éste recibirá su merecido. Lo que tú te mereces, master Jack, son unos buenos azotes por tu mala conducta y por tu ingratitud para conmigo; y puesto que lo mereces, lo tendrás.

Y Dick, que hasta en los momentos en que más encolerizado estaba sabía conservar una apariencia de serenidad, comenzó a desabrocharse el cinturón.

—Ésta será tu cena —dijo, ceñudo.

Matcham no lloraba ya; estaba blanco como la cera. Pero miraba a Dick con firmeza a la cara y permanecía inmóvil. Blandiendo el cinturón de cuero, Dick avanzó un paso. Entonces se detuvo, desconcertado al ver aquellos grandes ojos que le miraban de hito en hito y ante el demacrado y fatigadísimo rostro de su compañero.

—Dime entonces que estabas equivocado —murmuró débilmente.

—¡No! —exclamó Matcham—. Yo tengo razón. ¡Anda, cruel! Estoy cojo… estoy rendido… no me resisto… jamás te hice ningún daño, pero tú… ¡Pégame, cobarde!

Levantó Dick el cinto ante esta última provocación, pero al ver que Matcham retrocedía encogido con expresión de temor, de nuevo le faltó valor. Cayó de su mano la correa y quedó indeciso, como atontado.

—¡Mala peste te lleve! —dijo—. ¡Si tan débil de manos eres, más cuidado debieras tener con la lengua! Pero así me ahorquen que no he de ser yo quien te pegue. —Y se ciñó de nuevo el cinturón—. No te pegaré, no —añadió—; pero lo que es perdonarte…, eso nunca. Yo no te conocía; tú eras el enemigo de mi amo; yo te presté mi caballo y devoraste mi comida; y me has llamado insensible, cobarde y bravucón. ¡Has colmado la medida hasta rebosarla! Gran cosa es ser débil, según veo. Puedes hacer todo el mal que quieras, que nadie te castigará; puedes robar a un hombre sus armas en un momento de necesidad, que, sin embargo, ese hombre no intentará recuperarlas… ¡Claro! ¡Eres tan endeble! Entonces… si alguien te acometiera con una lanza, al mismo tiempo que gritaba que es débil, deberías dejar que este hombre débil te atravesase de parte a parte. ¡Vaya! ¡No hablemos más de tales necedades!

—Y a pesar de todo, no me pegas… —repuso Matcham.

—Dejemos eso —replicó Dick—. Voy a tener que enseñarte muchas cosas. Eres muy mal educado, por lo que veo. Sin embargo, hay en ti algo bueno, y desde luego no hay duda de que me salvaste allí en el río. ¿Ves? Ya se me había olvidado. Soy tan desagradecido como tú. Pero, ven acá: sigamos andando. Si hemos de llegar a Holywood esta noche, o mañana temprano, mejor es que nos pongamos en marcha a toda prisa. Pero aunque Dick había recobrado su habitual buen humor, Matcham no le perdonaba nada de lo ocurrido. Su violencia, el recuerdo del hombre a quien había dado muerte y, sobre todo, la visión de la correa en alto amenazándole, eran cosas que no podía olvidar fácilmente.

—Por pura fórmula te daré las gracias —dijo Matcham—. Pero en verdad, master Shelton, que preferiría buscar yo solo mi camino. Aquí está el ancho bosque; elijamos cada uno nuestra senda. Ya sé que te debo una comida y una lección. ¡Adiós!

—¡Si ése es tu deseo —gritó Dick—, que el diablo te lleve!

Tomó cada uno dirección distinta, comenzando a andar separados, sin cuidar del rumbo que seguían, atentos sólo a su reyerta. Pero aún no se había alejado Dick diez pasos, cuando oyó pronunciar su nombre y vio que Matcham volvía tras él.

—Dick —le dijo—: No está bien que nos separemos tan fríamente. Ésta es mi mano y en ella pongo mi corazón. Por lo que me has ayudado, y no por pura fórmula, sino de todo corazón, te doy las gracias. ¡Qué la suerte te acompañe, adiós!

—Bien, muchacho —respondió Dick, estrechando la mano que Matcham le tendía—. Que salgas con bien te deseo, si eres capaz de ello. Pero lo dudo: te gusta demasiado discutir.

Se separaron por segunda vez; pero finalmente fue Dick el que corrió en busca de Matcham.

—Escucha —le dijo—: Toma mi ballesta; no vayas desarmado.

—¡Tu ballesta! —exclamó Matcham—. No, muchacho; no tengo fuerza para tensar el arco, ni sabría apuntar con ella. De nada me serviría, mi buen muchacho. De todos modos, gracias.

Había cerrado la noche, y bajo los árboles, ninguno podía leer en el rostro del otro.

—Te acompañaré un rato —dijo Dick—. La noche está oscura. Quisiera dejarte en el camino, por lo menos. Tengo miedo por ti; temo que puedas perderte.

Comenzó a avanzar y Matcham le siguió una vez más. La oscuridad iba en aumento; tan sólo en los sitios despejados se veía el cielo, salpicado de estrellitas. Se percibía débilmente, a lo lejos, el rumor producido por la derrota del fugitivo ejército de Lancaster. Pero a cada paso lo dejaban más a su espalda.

Al cabo de media hora de silenciosa marcha, llegaron a una ancha franja de brezos que formaba un claro. Al tenue resplandor de las estrellas brillaba vagamente, como afelpado por los abundantes helechos y con islotes de tejos agrupados. Allí se detuvieron y entonces se miraron uno a otro.

—¿Estás cansado? —preguntó Dick.

—Sí; tanto —respondió Matcham—, que de buena gana me echaría aquí y me dejaría morir.

—Oigo el murmullo de un río —dijo Dick—. Vamos hasta allí, porque me muero de sed.

Descendía suavemente el terreno, y, en efecto, en el fondo hallaron un riachuelo que corría por entre sauces. Se tendieron de bruces junto a la orilla, y, aplicando la boca al agua de un remanso tachonado de estrellas, bebieron hasta hartarse.

—Dick —dijo Matcham—, me es imposible continuar… No puedo más.

—Al bajar vi una hondonada —dijo Dick—. Vamos allí y nos echaremos a dormir.

—¡Sí, con toda el alma! —exclamó Matcham.

La hondonada era arenosa y seca; de uno de los bordes colgaban unas zarzas formando una especie de refugio; allí se tendieron los dos muchachos, apretados uno contra otro para lograr un poco de calor, olvidada ya la pasada disputa. Pronto el sueño cayó sobre ellos cual pesada nube y, bajo el rocío y al resplandor de las estrellas, descansaron plácidamente.

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