La flecha negra

La flecha negra


Libro primero. Los dos mozalbetes. » 7. El encapuchado

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7. El encapuchado

SE DESPERTARON antes de rayar el día; no sonaba aún el cantar de los pajarillos, pero se oían ya sus gorjeos entre la fronda. No había salido aún el sol; mas hacia el este el cielo se teñía de majestuosos colores. Medio muertos de hambre y rendidos de cansancio, yacían inmóviles, sumidos en deliciosa lasitud. Así estaban cuando, de pronto, llegó a sus oídos el tañido de una campana.

—¿Una campana? —exclamó Dick, incorporándose—. ¿Tan cerca estamos de Holywood?

Repicó de nuevo la campana, pero esta vez más cerca; y luego, acercándose cada vez más, volvió a sonar, con interrupciones, a lo lejos, en el silencio de la mañana.

—¿Qué significará esto? —murmuró Dick, despierto ya.

—Es alguien que camina —observó Matcham—, y la campana toca cada vez que se mueve.

—Ya lo veo —dijo Dick—. Pero ¿por qué motivo? ¿Qué hace esa persona en el bosque de Tunstall? Jack —añadió—, ríete de mí si quieres, pero maldita la gracia que me hace ese sonido tan profundo.

—Sí —corroboró Matcham, estremeciéndose—. Lo cierto es que tiene un tono lúgubre… Si no fuese ya de día…

En ese preciso momento, la campana comenzó a repicar más fuerte y más deprisa, luego sonó una sola vez, secamente, y quedó en silencio durante un rato.

—Parece como si el que la lleva hubiese corrido durante el tiempo que se necesita para rezar un padrenuestro, y hubiera saltado al otro lado del río —dijo Dick.

—Y ahora vuelve a caminar pausadamente —agregó Matcham.

—No, no tan pausadamente —repuso Dick—. Ese hombre anda bastante rápidamente. Teme por su vida o lleva algún recado muy urgente. ¿No adviertes con qué rapidez se acerca cada vez más el repique?

—Está ya muy cerca —contestó Matcham.

Se hallaban al borde de la hondonada, y por estar ésta situada en una eminencia, dominaban la mayor parte del claro, hasta la parte alta del bosque espeso que lo cercaba.

A la clara luz del día vieron un sendero que, como una cinta blanca, se deslizaba serpenteando entre retamas. Pasaba a unos cien metros de la hondonada y cruzaba todo el claro de este a oeste. Por la dirección que seguía, Dick pensó que había de conducir, más o menos directamente, a Moat House.

En aquel sendero, surgiendo de los linderos del bosque, apareció una figura blanca. Se detuvo unos momentos, como para mirar en torno suyo; luego, con paso lento y casi doblado el cuerpo, se fue aproximando a través del brezal. A cada paso que avanzaba, sonaba la campana. No se le veía la cara: una blanca capucha, ni siquiera agujereada al nivel de los ojos, le cubría la cabeza; y cuando aquella criatura se movía, parecía ir tanteando el camino, golpeando ligeramente el suelo con su bastón. Un miedo mortal heló la sangre en el cuerpo de los dos muchachos.

—¡Un leproso! —exclamó Dick con ronco acento.

—¡Su contacto es la muerte! —dijo Matcham—. Corramos.

—No —repuso Dick—. ¿No lo ves?… Está ciego. Se guía con su bastón. Quedémonos quietos; el viento sopla hacia el sendero y pasará de largo sin hacernos daño. ¡Pobre desgraciado! ¡Debiéramos tenerle lástima!

—Yo se la tendré cuando haya pasado —replicó Matcham.

El ciego leproso se hallaba ya en la mitad del camino que le faltaba para llegar frente a ellos. Salió entonces el sol, que iluminó de lleno el velado rostro. De elevada estatura había sido el hombre antes de que la repugnante enfermedad encorvase su cuerpo; y aun ahora andaba con paso firme. El lúgubre tañido de la campana, el acompasado ruido de su bastón, la opaca pantalla que cubría su semblante y la certidumbre de que no sólo estaba condenado a muerte y a constante sufrimiento, sino que para siempre le estaba vedado todo contacto con sus prójimos, llenaban de espanto el corazón de los muchachos, y a cada paso que iba acercando al caminante, parecían abandonarles más el valor y las fuerzas.

Al llegar al nivel de la hondonada, el hombre se detuvo y volvió la cara hacia los muchachos.

—¡Qué la Virgen María nos proteja! ¡Nos está viendo! —murmuró Matcham.

—¡Calla! —susurró Dick—. No hace más que escuchar. ¡Está ciego, tonto!

El leproso se quedó mirando o escuchando, sea lo que fuere lo que realmente hiciese, durante unos segundos. Luego echó a andar de nuevo, pero enseguida volvió a pararse y a volverse, de tal modo que parecía estar mirando a los dos muchachos. El mismo Dick palideció entonces y cerró los ojos, como si por el mero hecho de verle pudiera contagiarse. Pero pronto volvió a sonar la campana, y esta vez, ya sin ninguna vacilación, el leproso cruzó el resto del brezal y desapareció en la espesura.

—¡Nos ha visto! —dijo Matcham—. ¡Podría jurarlo!

—¡Silencio! —ordenó Dick, recobrando un asomo de la perdida serenidad—. No hizo más que oírnos. Tenía miedo, ¡el pobre desgraciado! Si tú fueras ciego y anduvieses rodeado de las tinieblas de una noche eterna, también te alarmarías al solo crujido de una rama o por el piar de un pájaro.

—Dick, mi buen Dick, nos ha visto —repitió Matcham—. Cuando alguien escucha, no hace lo que ha hecho ese hombre; obra de otro modo, Dick. Éste veía; no escuchaba. Tenía malas intenciones. ¡Fíjate, si no lo crees, en si vuelves a oír sonar la campana ahora!

No se equivocaba: la campana no volvió a sonar más.

—No me gusta eso —dijo Dick—. No, no me gusta ni pizca. ¿Qué puede significar? ¡Sigamos adelante!

—Él siguió hacia el este —advirtió Matcham—. Dick, vámonos en línea recta hacia el oeste. ¡No estaré tranquilo hasta haber vuelto la espalda a ese leproso!

—No seas tan cobarde, Jack —replicó su compañero—. Iremos sin rodeos a Holywood, o cuando menos lo más directamente que pueda guiarte, y para ello tomaremos hacia el norte.

Se pusieron en pie enseguida, atravesaron la corriente, saltando de piedra en piedra, y comenzaron a ascender por el lado opuesto, que era más escarpado, hacia los linderos del bosque. El terreno era cada vez más desigual, lleno de montículos y hondonadas; crecían los árboles esparcidos o por grupos; era difícil elegir la senda, y los muchachos marchaban un poco a la ventura. Además, estaban fatigados y caminaban penosamente, arrastrando los pies por la arenosa tierra.

Finalmente, al llegar a la cima de un otero, se percataron de que, a unos cien pies frente a ellos, cruzaba el leproso una hondonada, precisamente por el camino que habían de seguir ellos mismos. Ya no hacía sonar la campana, no tanteaba con su bastón la tierra para guiarse, y avanzaba con el paso rápido y firme de un hombre que ve perfectamente. Un momento después, desapareció en la espesura.

Al primer atisbo de aquella figura, los dos muchachos se habían agachado tras unas matas de retama, y allí permanecieron sobrecogidos de espanto.

—Nos persigue —exclamó Dick—. ¿Viste cómo sujetaba el badajo de la campana para que no sonara? ¡Que el cielo nos ayude, pues no me siento con fuerzas para luchar contra esa pestilencia!

—Pero ¿qué hace? —exclamó Matcham—. ¿Qué quiere? ¿Quién oyó jamás que un leproso, por pura maldad, persiguiera a dos muchachos desgraciados? ¿No lleva la campana para que la gente pueda alejarse de él? Dick, esto encierra un misterio.

—¡No me importa! —gimió Dick—. Las fuerzas me han abandonado, mis piernas flaquean… ¡Que el cielo me proteja!

—Pero ¿te vas a quedar ahí sin hacer nada? —le gritó Matcham—. Regresemos al claro. Nuestra posición será mejor y no podrá pillarnos desprevenidos.

—No, no haré tal cosa —replicó Dick—. Ha llegado mi hora. Y acaso nos pase de largo.

¡Entonces móntame el arco! —exclamó Matcham—. ¡Vamos! ¿Eres un hombre o no lo eres?

Dick se santiguó.

—¿Querrías que disparase sobre un leproso? La mano no me obedecería. ¡No, no —añadió—; déjalo! Con un hombre sano sí lucharía; pero no con fantasmas ni leprosos. Lo que es éste no lo sé; pero sea uno u otro, ¡que el cielo nos proteja!

—Bien —dijo Matcham—; si ése es el valor de un hombre, ¡bien poca cosa es un hombre! Pero ya que nada quieres hacer, ocultémonos.

Se oyó entonces una sola y sorda campanada.

—¡Se le ha escapado el badajo! —cuchicheó Matcham—. Pero ¡cielos, qué cerca está!

Dick no pronunció una sola palabra. De puro terror sus dientes casi castañeteaban.

Pronto vieron asomar por entre unos matorrales un pedazo de la blanca vestidura; luego, la cabeza del leproso apareció tras un tronco, y pareció escudriñar en torno con la mirada, antes de retirarse de nuevo. Para sus nervios en tensión, toda la maleza se hallaba poblada de ruidos y crujir de ramas, y el corazón les saltaba con tal fuerza en el pecho que oían sus latidos.

De pronto, lanzando un grito, apareció el leproso en el claro inmediato y corrió en línea recta hacia los muchachos. Entonces los dos se separaron dando alaridos, y comenzaron a correr en distintas direcciones. Pero su horrible enemigo se apoderó muy pronto de Matcham, lo arrojó violentamente al suelo y al instante lo hizo prisionero. El muchacho lanzó un alarido que resonó por todo el bosque, se resistió luchando frenéticamente y de pronto desmayaron todos sus miembros y cayó inerte en brazos de su aprehensor.

Dick oyó el grito y se volvió. Vio caer a Matcham y en un instante se avivaron en él el ánimo y las fuerzas perdidas. Con un alarido mezcla de ira y de piedad, descolgó y montó su ballesta. Pero antes de que le diese tiempo a disparar, el leproso alzó una mano.

—¡No dispares, Dick! —le gritó una voz que le era conocida—. ¡No dispares, loco! ¿No conoces a tus amigos?

Y colocando a Matcham sobre el césped, se quitó del rostro su capucha y aparecieron las facciones de sir Daniel Brackley.

—¡Sir Daniel! —exclamó Dick.

—¡Sí! El mismo; sir Daniel —replicó el caballero—. ¿Ibas a disparar sobre tu tutor, so granuja? Mas ahí está ése… ése. —Y aquí se interrumpió para preguntar, señalando a Matcham—: ¿Cómo le llamas, Dick?

—Le llamo master Matcham —respondió Dick—. ¿No le conocéis? Él me dijo que sí.

—Sí —contestó sir Daniel riendo entre dientes—. Conozco al muchacho. Pero se ha desmayado, y realmente con menos podría desmayarse. ¿Qué hay, Dick? ¿Te hice sentir el miedo a la muerte?

—En verdad que sí, sir Daniel —respondió Dick, suspirando—. Con vuestro perdón os diré que hubiera preferido toparme con el diablo en persona. Todavía tiemblo. Pero decidme, señor: ¿qué os indujo a adoptar semejante disfraz?

Sir Daniel frunció el entrecejo y se le ensombreció el rostro de ira al oír la pregunta.

—¿Qué me indujo a ello? —exclamó—. ¡Haces bien en recordármelo! ¿Qué? Pues el esconderme, para salvar la vida, en mi propio bosque de Tunstall. Mal parados salimos en la batalla; tan sólo llegamos a tiempo de ser barridos en la derrota. ¿Dónde están mis mejores hombres de armas? ¡No lo sé, Dick! Nos han barrido, nos han acribillado; no he visto a un solo hombre que llevase mis colores desde que vi caer a tres. En cuanto a mí, llegué a salvo a Shoreby, y, acordándome de la Flecha Negra, me procuré este sayo y esta campana y paso a paso, callandito, me vine por el sendero que va a Moat House. No hay disfraz que pueda compararse a éste; el eco de esta campana hubiera ahuyentado al bandido más valiente del bosque; todos palidecerían al oírla. Al fin me encontré contigo y con Matcham. Veía muy mal a través de esta capucha; no estaba seguro de que fueras tú, y grande mi asombro al encontraros juntos. Además, al atravesar el claro, por donde había de pasar lentamente y golpear con mi bastón, temía descubrirme. Pero, mira, ya empieza a volver en sí este desgraciado. Un sorbo de vino canario le reanimará.

Levantándose el largo sayo, el caballero sacó una gruesa botella que bajo él llevaba y comenzó a frotar las sienes y a humedecer los labios del paciente, que, gradualmente, recobraba el conocimiento y posaba sus turbios ojos sobre uno y otro.

—¡Anímate, Jack! —le dijo Dick—. ¡No era un leproso, sino sir Daniel! ¡Míralo!

—Tómate un buen trago de esto —añadió el caballero—. Esto te dará virilidad. Después os daré a los dos de comer, y juntos nos iremos a Tunstall. Pues en conciencia he de confesar, Dick —prosiguió, colocando pan y carne sobre la hierba—, que estoy deseando con toda mi alma verme sano y salvo entre cuatro paredes. Desde que monto a caballo jamás me he visto en un apuro semejante; mi vida en peligro, expuesto a perder mis tierras y mi hacienda, y, para colmo, todos esos vagabundos de los bosques tratando de darme caza. Pero todavía no estoy perdido. Algunos de mis muchachos se reunirán conmigo camino de casa. Hatch llevaba diez hombres y Selden seis. ¡Ah, pronto volveremos a ser fuertes! ¡Y si logro negociar la paz con mi muy afortunado e indigno señor de York, entonces, Dick, volveremos a ser hombres y a montar a caballo!

El caballero llenó de vino canario su vaso de cuerno y brindó con mudo ademán a la salud de su pupilo.

—Selden —dijo Dick, titubeando—, Selden… —Y se quedó callado.

Sir Daniel bajó su vaso de vino sin probarlo.

—¡Cómo! —gritó con voz alterada—. ¿Selden? ¡Habla, habla! ¿Qué le pasa a Selden?

Tartamudeando Dick le relató la emboscada y la matanza.

Le oyó en silencio el caballero; pero mientras escuchaba, iba encendiéndose en ira y entristeciéndose hasta quedarse como convulso.

—¡Bien! —gritó al fin—. ¡Por mi mano derecha juro que he de vengarlos! Y si, dejo de hacerlo, si por cada uno de mis hombres no doy muerte a diez, que me arranquen esta mano del cuerpo. A Duckworth lo destruí yo como el que quiebra un junco, le sumí en la ruina, incendié hasta el techo de su casa, le arrojé de este país, ¿y ha de venir ahora a subírseme a las barbas? ¡No, Duckworth; esta vez seré más inflexible!

Se quedó en silencio un rato, en que sólo por gestos manifestaba su cólera.

—¡Comed! —gritó de pronto—. Y tú —añadió dirigiéndose a Matcham—: Júrame que me seguirás hasta Moat House.

—Os lo prometo por mi honor.

—¿Y qué me importa a mí tu honor? —exclamó el caballero—. ¡Júramelo por la salud de tu madre!

Matcham pronunció su juramento y sir Daniel volvió a cubrirse el rostro con la capucha y preparó la campana y el báculo. Al contemplarle, una vez más, con aquel espantoso disfraz, sus dos compañeros sintieron renacer la impresión de horror; pero el caballero se puso en pie sin pérdida de tiempo.

—Comed deprisa —ordenó—, y seguidme inmediatamente hasta mi casa.

Diciendo así, se puso de nuevo en marcha hacia el bosque, y comenzó a hacer sonar la campana, como contando sus pasos, mientras los dos amigos, sentados junto a la comida, no gustada todavía, oyeron desvanecerse lentamente el sonido en la lejanía.

—¿De modo que vas a Tunstall? —preguntó Dick.

—Sí, voy. ¿Qué remedio me queda? Soy más valiente a espaldas de sir Daniel que en su presencia.

Comieron apresuradamente y tomaron después por el sendero, siguiendo la parte alta del bosque, donde las grandes hayas se elevaban entre los verdes prados y los pájaros y las ardillas retozaban sobre las ramas. Dos horas después comenzaban a descender por la ladera opuesta, y ya entonces divisaron, entre las cimas de los árboles, las rojas paredes y los techos del castillo de Tunstall.

—Aquí —dijo Matcham deteniéndose— vas a despedirte de tu amigo Jack, a quien no volverás a ver más. Ven, Dick, y perdónale todo el mal que te hizo, que él por su parte te lo perdona de todo corazón.

—¿Y eso por qué? —preguntó Dick—. Si los dos vamos hacia Tunstall, me parece que he de volver a verte, y con bastante frecuencia.

—No; no volverás a ver al pobre Jack Matcham —replicó el otro—, tan miedoso y tan molesto para ti, a pesar de lo cual te sacó sano y salvo del río. No volverás a verle, Dick… ¡te lo juro por mi honor!

Abriendo los brazos, recibió en ellos a Dick, y los muchachos se abrazaron y se besaron.

—Óyeme una cosa, Dick —continuó Matcham—: Me da el corazón que algo malo va a ocurrir. Vas a conocer ahora a un nuevo sir Daniel; hasta este momento todo, había prosperado en sus manos con exceso y la fortuna no le había abandonado; pero ahora, cuando el destino se vuelve contra él y su vida está en peligro, mal amo resultará para nosotros dos. Podrá ser bravo en la batalla; pero en sus ojos lleva escrita la mentira; el temor está en ellos pintado, y el miedo fue siempre más cruel que un lobo. En esa casa vamos a entrar, ¡qué la Virgen María nos guíe para salir de ella!

Continuaron descendiendo en silencio hasta llegar a la plaza fuerte de sir Daniel en el bosque, donde se erguía, baja y sombría, rodeada de redondas torres y manchada de musgos y líquenes entre las aguas ornadas de lirios, que llenaban el foso. Al presentarse ellos bajó el puente levadizo, el propio sir Daniel, con Hatch y el clérigo a su lado, les recibieron.

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