La flecha negra

La flecha negra


Libro segundo. Moat House. » 2. Los dos juramentos

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2. Los dos juramentos

SIR DANIEL se hallaba en la sala, paseando malhumorado ante la lumbre y esperando la llegada de Dick. Nadie más había en la estancia, a excepción de sir Oliver, y aun éste se mantenía discretamente sentado a cierta distancia, hojeando su breviario y musitando sus preces.

—¿Me habéis mandado llamar, sir Daniel? —preguntó el joven Shelton.

—En efecto, te he mandado llamar —respondió el caballero—. Porque… ¿qué ha llegado a mis oídos? ¿Tan mal tutor he sido para ti que te apresuras a difamarme? ¿O acaso porque me ves por el momento derrotado, piensas abandonar mi partido? ¡No era así tu padre! Cuando le tenía uno a su lado, allí podía estar seguro de que se quedaría, contra viento y marea. Pero tú, Dick, me parece que eres amigo de los buenos tiempos solamente y buscas ahora el medio de desembarazarte de tu fidelidad.

—Permitidme, sir Daniel: eso no es así —repuso Dick con firmeza—. Soy agradecido y fiel, hasta donde pueden llegar el agradecimiento y la fidelidad. Y antes de proseguir tengo que daros las gracias a vos y a sir Oliver; los dos tenéis derechos sobre mí… nadie con más derechos que vos, y sería un perro desagradecido si lo olvidase.

—Bien está eso —dijo sir Daniel. Pero mostrándose de pronto muy enojado, continuó—: Gratitud, fidelidad… palabras nada más son, Dick Shelton; yo quiero hechos. En esta hora de peligro para mí, cuando mi buen nombre está en entredicho, se confiscan mis tierras y cuando en mis bosques pululan los que anhelan destruirme, ¿de qué me sirve tu gratitud? ¿Qué valor tiene tu fidelidad? No me quedan más que unos cuantos de mis hombres… ¿Es gratitud o fidelidad envenenar sus almas con tus insidiosas murmuraciones? ¡Dios me libre de semejante gratitud! Pero, veamos, ¿qué deseas? Habla; aquí estamos para contestarte. Si algo tienes que decir contra mí, adelántate y dilo.

—Señor —contestó Dick—: Mi padre murió siendo yo muy niño. Hasta mis oídos llegaron rumores de que fue vilmente asesinado. Hasta mí ha llegado… no he de ocultarlo, que vos tuvisteis parte en el crimen. Y en verdad os digo que no podré tener paz en mi espíritu ni decidirme a ayudaros hasta que se desvanezcan mis dudas.

Sir Daniel se sentó en un ancho escaño y, apoyando en una mano la barbilla, miró fijamente a Dick.

—¿Y crees tú —preguntó— que hubiera sido yo tutor del hijo de un hombre a quien asesiné?

—No —respondió Dick—; perdonadme si os contesto con rudeza: pero lo cierto es que sabéis perfectamente cuán productiva es una tutoría. Durante todos estos años, ¿no habéis estado disfrutando de mis rentas y capitaneando mis hombres? No sé lo que eso os pueda valer; pero sé que algo vale. Perdonadme de nuevo, pero si cometisteis la vileza de matar a un hombre que estaba bajo vuestra guarda, acaso tuvierais razones suficientes para cometer acciones menos viles.

—Cuando yo tenía tu edad, muchacho —replicó con severidad sir Daniel—, jamás atormentaron mi espíritu semejantes sospechas. Y en cuanto a sir Oliver, aquí presente —añadió—, ¿por qué había de ser él, un sacerdote, culpable de una acción semejante?

—No, sir Daniel —exclamó Dick—; el perro va donde su amo le ordena. Sabido es que este sacerdote no es más que vuestro instrumento. Hablo con franqueza; no están los tiempos para cortesías. Del mismo modo que hablo quisiera que se me contestara. ¡Y, sin embargo, no se me da una respuesta categórica! Vos no hacéis sino volver a interrogarme. Os aconsejo que tengáis cuidado, sir Daniel, porque por este camino aumentáis mis dudas en vez de disiparlas.

—Te contestaré con toda franqueza, master Richard —dijo el caballero—. Si pretendiera hacerte creer que no me enojan tus palabras, te engañaría. Seré justo, aun en mi cólera. Cuando seas un hombre hecho y derecho, y yo no sea tu tutor, y no pueda, por consiguiente, resentirme de ello, ven entonces con eso, y verás qué pronto te contesto como te mereces: con un puñetazo en la boca. Hasta entonces dos caminos tienes: tragarte esos insultos, tener quieta tu lengua y luchar entretanto por el hombre que te ha dado de comer y ha luchado por ti en la infancia, o si no… la puerta está abierta… de enemigos míos están llenos mis bosques… vete.

La energía con que fueron pronunciadas estas palabras, y las furiosas miradas que las acompañaron hicieron vacilar a Dick; sin embargo, no le privaron de observar que, después de todo, continuaba sin obtener respuesta.

—Nada hay que desee más ansiosamente, sir Daniel, que creeros —repuso—. Aseguradme que sois inocente de ello.

—¿Aceptarías mi palabra de honor, Dick?

—La aceptaría —contestó el muchacho.

—Pues te la doy —contestó sir Daniel—. Por mi honor, por la eterna salvación de mi alma, y tan cierto como he de responder de mis actos en el otro mundo, afirmo que no tuve arte ni parte en la muerte de tu padre.

Tendió su mano y Dick la estrechó con vehemencia. Ni uno ni otro se fijaron en el clérigo, quien, al oír pronunciar tan solemne como falso juramento, se levantó casi de su asiento en un paroxismo de horror y remordimiento.

—¡Ah! —exclamó Dick—. ¡Ahora es cuando debo apelar a la bondad de vuestro gran corazón para que me perdonéis! Me he portado como un verdadero insensato al dudar de vos. Pero os prometo que no volveré a dudar.

—Estás perdonado, Dick —repuso sir Daniel—. Tú no conoces el mundo ni su índole calumniosa.

—Tanto más culpable me reconozco —añadió el joven—, cuanto que la villana acusación iba dirigida no a vos, sino a sir Oliver.

Volvióse, al hablar, hacia el clérigo e hizo una pausa en medio de su última frase. Aquel hombre alto, colorado, corpulento, recio de miembros, parecía en ese momento como materialmente deshecho; perdido su color, flojos sus miembros, sus labios balbucían oraciones. Y en ese instante, cuando Dick puso de pronto sus ojos sobre él, dio un fuerte grito, que más bien parecía alarido de animal salvaje, y escondió su rostro entre las manos.

En dos zancadas acudió sir Daniel a su lado y le sacudió furiosamente, cogiéndole por un hombro. Inmediatamente sintió Dick renacer sus sospechas.

—¡Sí! —exclamó—. ¡También debe jurar sir Oliver! A él era a quien acusaban.

—¡Jurará! —dijo el caballero.

Sir Oliver, mudo de espanto, agitaba los brazos.

—¡Ah, sí! ¡Tenéis que jurar! —gritó sir Daniel fuera de sí—. Aquí, sobre este libro —añadió, recogiendo el breviario que había dejado caer el cura—. ¿Cómo? ¿No lo hacéis? ¡Me hacéis dudar!, ¡jurad, os digo, jurad! Pero el clérigo seguía sin hablar. El miedo que le infundía sir Daniel, mezclándose con su terror al perjurio, elevados al mismo grado, ahogaban su garganta.

En aquel preciso instante, a través de la alta vidriera de colores, que saltó en pedazos, penetró una flecha negra, que fue a clavarse en el centro de la larga mesa.

Dando un gran grito, sir Oliver cayó desvanecido sobre los juncos; mientras el caballero, seguido de Dick, se precipitaba hacia el patio y subía a las almenas por la más cercana escalera de caracol. Alerta estaban allí todos los centinelas. Brillaba plácidamente el sol sobre los verdes prados salpicados de árboles y sobre los poblados collados del bosque que limitaban el paisaje. No se descubría señal alguna de que alguien sitiara la casa.

—¿De dónde vino esa flecha? —preguntó el caballero.

—Del otro lado de aquel grupo de árboles, sir Daniel —contestó un centinela.

El caballero se quedó un rato pensativo. Luego, volviéndose hacia Dick, le dijo:

—Vigílame a esos hombres, Dick; a tu cargo los dejo. En cuanto al clérigo, habrá de justificarse, o sabré qué razón hay que se lo impida. Casi empiezo a participar de tus sospechas. Jurará, yo te lo aseguro, o de lo contrario le haremos confesarse culpable.

Dick le contestó con cierta frialdad y el caballero, dirigiéndole una penetrante mirada, se volvió precipitadamente a la sala. Lo primero que hizo fue examinar la flecha. Era la primera que había visto de aquella clase, y al volverla de uno y otro lado, su negro color le hizo sentir cierto miedo. También allí había algo escrito… una sola palabra: Enterrado.

—¡Ah! —exclamó—. Saben, pues, que he regresado a mi casa. ¡Enterrado! ¡Bueno, sí; pero no hay entre todos ellos un solo perro que sea capaz de desenterrarme!

Sir Oliver había vuelto en sí y se ponía en pie, no sin esfuerzos.

—¡Ay de mí, sir Daniel! —gimió—. ¡Qué espantoso juramento habéis hecho! ¡Estáis condenado para toda la eternidad!

—Sí —repuso el caballero—, es verdad que yo he pronunciado un juramento, cabeza de chorlito, pero el que vos vais a hacer será mayor. Juraréis sobre la bendita cruz de Holywood. Fijaos bien y aprendeos las palabras, pues esta noche juraréis.

—¡Que el cielo os ilumine! —respondió el clérigo—. ¡Quiera el cielo apartar de vuestro corazón tamaña iniquidad!

—Mirad, buen padre —dijo sir Daniel—: Si vais a inclinaros hacia el camino de la piedad, no os diré más sino que habéis empezado demasiado tarde. Mas si en cualquier sentido os inclináis a la prudencia, entonces escuchadme. Ese muchacho empieza ya a molestarme más que si fuera una avispa. Le necesito porque quisiera negociar su boda. Pero con toda claridad os digo que si continúa molestándome irá a reunirse con su padre. Voy a dar ahora mismo orden de que le trasladen a la cámara que está encima de la capilla. Si allí juráis que sois inocente con firme juramento y en actitud serena, todo irá bien; el muchacho vivirá en paz un poco y yo podré perdonarle la vida. Pero si tartamudeáis o palidecéis, o intentáis fingir o embrollar el juramento, no os creerá, y entonces, ¡os juro que morirá! Ya tenéis, pues, algo sobre qué meditar.

—¡La habitación que está encima de la capilla! —exclamó, sin aliento casi, el cura.

—La misma —replicó el caballero—. Por consiguiente, si queréis salvarle, salvadle; pero, si no queréis, ¡marchaos, os lo ruego, y dejadme en paz! Porque de haberme yo dejado llevar por un momento de arrebato, ya os hubiera atravesado con mi espada por vuestra intolerable cobardía y necedad. ¿Habéis escogido ya el camino que vais a seguir? ¡Hablad!

—Queda escogido —contestó el clérigo—. Que el cielo me perdone, pero voy a hacer un mal para evitar otro mayor. Juraré por salvar a ese muchacho.

—¡Es lo mejor! —dijo sir Daniel—. Mandad a buscarle, pues, inmediatamente. Le veréis a solas. Sin embargo, yo os vigilaré. Estaré ahí, en la habitación forrada de madera.

El caballero levantó el tapiz y lo dejó caer tras él. Se oyó el ruido de un resorte que se abría, al que siguió el crujir de unos peldaños al subir alguien.

Al quedar solo, sir Oliver lanzó una medrosa mirada a la pared cubierta con el tapiz y se persignó con muestras de terror y contrición.

—Si es cierto que está en la habitación de la capilla —murmuró el cura—, aunque sea a costa de la condenación de mi alma he de salvarle.

Breves instantes después, Dick, llamado por otro mensajero, encontró a sir Oliver de pie junto a la mesa de la sala, pálido el rostro y en actitud resuelta.

—Richard Shelton —le dijo—: Me has exigido un juramento. Podría quejarme de tu conducta, podría negártelo; pero el recuerdo del tiempo pasado influye en mi corazón y, por afecto, voy a complacerte. ¡Por la sagrada cruz de Holywood, te juro que yo no maté a tu padre!

Sir Oliver —dijo Dick—: Cuando por vez primera leí aquel papel de John Amend-all, yo estaba convencido de ello. Pero permitidme que os haga dos preguntas: vos no lo matasteis, concedido. Pero ¿tuvisteis parte en su muerte?

—Ninguna —contestó sir Oliver, y al mismo tiempo que esto decía comenzó a hacer gestos y señas con la boca y las cejas, como si quisiera advertirle de algo pero no se atreviera a pronunciar una sola palabra.

Dick le contempló asombrado y, volviéndose, lanzó una ojeada en torno de la sala vacía.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

—¿Yo? Nada —replicó el clérigo, dominándose rápidamente hasta recobrar su anterior aspecto—. No hago nada; es que sufro, estoy enfermo… Yo… yo…, por favor, Dick…, debo marcharme. Por la sagrada cruz de Holywood, te juro que soy inocente, lo mismo de violencia que de traición. Conténtate con eso, buen muchacho. ¡Adiós!

Y escapó del cuarto con extraordinaria rapidez.

Dick se quedó como petrificado en su sitio, paseando sus miradas por la estancia y pintadas en su rostro las más variadas emociones: sorpresa, duda, recelo, y aun la impresión del lado cómico de aquella conducta. Gradualmente fue aclarándose su espíritu, las sospechas fueron imponiéndose a todo lo demás, y al fin quedaron convertidas en certidumbre de lo peor que cabía pensar. Alzó la cabeza y, al hacerlo, se sintió profundamente sobresaltado. En la parte superior de la pared, tejida en el tapiz, veíase la figura de un cazador salvaje. Con una mano se llevaba un cuerno a la boca; en la otra, blandía una gruesa lanza, y su rostro moreno representaba un africano.

Pues bien: esto fue lo que tan vivamente sobresaltó a Richard Shelton. El sol se había alejado ya de las ventanas de la sala, y al propio tiempo ardía el fuego de leña en grandes llamaradas en la amplia chimenea, lanzando cambiantes reflejos sobre el techo y las colgaduras. A aquella luz, la figura del cazador negro acababa de parpadear, moviendo un párpado que era blanco.

Continuó Dick mirando fijamente aquel ojo. La luz brillaba sobre él como sobre una gema; parecía líquido, transparente: estaba vivo. De nuevo el blanco párpado se cerró sobre el ojo durante una fracción de segundo, y un instante después había desaparecido.

No podía haber error: aquel ojo vivo, que había estado observándole a través del agujero abierto en el tapiz, había desaparecido. La luz del fuego no brillaba ya sobre la superficie reflectora.

Instantáneamente se despertó en Dick el terror de su situación. Las advertencias de Hatch, las mudas y raras señas del cura; aquel ojo que desde la pared le había espiado, todo se agolpó en su mente. Comprendió que se le había sometido a una prueba, que una vez más había revelado sus dudas, sus sospechas, y que, a menos que ocurriera un milagro, estaba perdido.

Si no logro salir de esta casa —pensó—, soy hombre muerto. Y también ese pobre Matcham… ¡a qué nido de basiliscos le he traído!

Aún estaba pensando en ello cuando llegó un hombre a toda prisa para ordenarle que le ayudase a trasladar sus armas, sus ropas y sus dos o tres libros a otra habitación.

—¿Otra habitación? —repitió él—. ¿Y por qué? ¿A qué habitación?

—A una que está encima de la capilla —contestó el mensajero.

—Ha estado vacía mucho tiempo —observó Dick, pensativo—. ¿Qué clase de cuarto es ése?

—¡Ah! Pues excelente… —contestó el hombre—. Pero… —añadió bajando la voz— le llaman el de los duendes.

—¿El de los duendes? —repitió Dick, estremeciéndose—. Nunca lo oí decir. Pero, decidme… ¿quiénes son esos duendes?

El mensajero miró a todos lados; luego, en voz baja, que parecía un murmullo, respondió:

—El sacristán de san Juan… Le pusieron a dormir allí una noche, y a la mañana siguiente… ¡uf!, había desaparecido. El diablo se lo llevó, según dicen; lo más significativo es que la noche antes estuvo bebiendo hasta muy tarde.

Siguió Dick a aquel hombre, llena el alma de los más negros presentimientos.

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