La flecha negra

La flecha negra


Libro segundo. Moat House. » 3. La habitación sobre la capilla

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3. La habitación sobre la capilla

NADA NUEVO podía observarse desde las almenas. El sol iba al ocaso y, al fin, desapareció; pero ante los ojos ávidos de los centinelas no apareció alma viviente en las cercanías del castillo de Tunstall.

Cuando la noche estuvo bien avanzada, Throgmorton fue conducido a una habitación que daba a un ángulo del foso. Desde allí le bajaron con todas las precauciones; se le oyó agitar el agua nadando brevísimo rato; después se vio cómo un bulto negro tomaba tierra, valiéndose de las ramas de un sauce y arrastrándose inmediatamente por la hierba. Durante media hora sir Daniel y Hatch permanecieron escuchando ansiosamente; pero todo permanecía en completo silencio. El mensajero había logrado alejarse sano y salvo.

Sir Daniel desarrugó el entrecejo y se volvió hacia Hatch.

—Bennet —le dijo—, como ves, ese John Amend-all no es más que un hombre como los demás; también duerme. ¡Ya daremos buen fin de él!

Toda la tarde estuvo Dick de un lado para otro recibiendo órdenes que se sucedían constantemente, hasta dejarle mareado el número y la urgencia de ellas. Durante todo ese tiempo nada supo de sir Oliver ni de Matcham; sin embargo, tanto el recuerdo del cura como el del joven acudían sin cesar a su mente. Ahora se proponía, principalmente, huir de Moat House tan pronto como pudiera; pero antes de partir deseaba poder cruzar unas palabras con ambos.

Al fin, alumbrándose con una lámpara, subió a su nueva habitación. Era amplia, baja de techo y algo oscura. La ventana daba al foso y, a pesar de hallarse muy alta, estaba defendida por gruesas rejas. La cama era lujosa, con una almohada de pluma y otra de espliego, ostentando un cubrecama rojo con rosas bordadas. En torno a las paredes había unos armarios cerrados con llave y candado, ocultos a la vista por oscuros tapices que de ellos colgaban. Lo escudriñó todo Dick levantando los tapices, dando golpecitos en los tableros y tratando inútilmente de abrirlos. Se aseguró de que la puerta era resistente y sólido el cerrojo; luego colocó su lámpara sobre una repisa y una vez más paseó la mirada en torno suyo.

¿Por qué le habían mandado a aquella habitación? Era mayor y más elegante que la suya. ¿No sería aquello más que una trampa en que le tendrían cogido? ¿Habría alguna entrada secreta? ¿Estaría, en verdad, poblada de duendes? La sangre se le heló en las venas al pensarlo.

Casi encima de él las fuertes pisadas de un centinela resonaban pesadamente. Sabía que debajo de él estaba la bóveda de la capilla y contigua a ésta se hallaba la sala. Indudablemente existiría un pasadizo secreto en dicha sala: el ojo que había estado observándole desde el tapiz era prueba de ello. ¿No era más que probable que el pasadizo llegara hasta la capilla y en tal caso que tuviese salida a su propia habitación?

Dormir en un lugar semejante, pensó, sería temerario. Preparó, pues, sus armas y se colocó en posición de usarlas, en un rincón del aposento, detrás de la puerta. Si algo tramaban contra él, vendería cara su vida.

Arriba, sobre el almenado techo, se oyó el rumor de numerosas pisadas, las voces del ¡quién vive!, y del santo y seña: era el relevo de la guardia.

Y precisamente entonces oyó también un rumor sordo, como si arañaran la puerta del cuarto; el ruido se hizo un poco más perceptible, y enseguida oyó susurrar:

—¡Dick, Dick, soy yo!

Corrió Dick a la puerta, la abrió y entró Matcham. Estaba muy pálido y llevaba una lámpara en la mano y una daga en la otra.

—¡Cierra la puerta! —cuchicheó—. ¡Deprisa, Dick! Esta casa está llena de espías; los oigo seguirme por los corredores y respirar tras los tapices que guarnecen las paredes.

—Sosiégate —repuso Dick—; ya está cerrada. Por ahora estamos seguros, si es posible estarlo entre estas paredes. Pero me alegro mucho de verte, muchacho. ¡Creía que habías volado! ¿Dónde te escondiste?

—No importa eso —repuso Matcham—, puesto que estamos juntos; ya nada importa. Pero dime, Dick: ¿tienes los ojos bien abiertos? ¿Te han dicho lo que van a hacer mañana?

—No —respondió Dick—. ¿Qué van a hacer?

—Mañana o esta noche, no lo sé —añadió el otro—. Pero el hecho es que piensan atentar contra tu vida. Tengo pruebas de ello: les he oído hablar en voz baja, y es como si me lo hubieran dicho.

—¡Ah! —exclamó Dick—. ¿Se trata de eso? ¡Ya me lo figuraba!

Y Dick contó entonces a Matcham detalladamente lo ocurrido.

Una vez que hubo terminado, se alzó Matcham y a su vez comenzó a examinar la habitación.

—No —dijo—, no se ve ninguna entrada. Sin embargo, es absolutamente seguro que existe alguna. Dick, yo no me separo de tu lado, y si has de morir, moriré contigo… ¡Mira! He robado una daga. ¡Y haré todo lo que pueda! Entretanto, si sabes de alguna salida, de alguna puerta falsa que pudiéramos abrir o de alguna ventana desde la cual pudiéramos descolgarnos, estoy dispuesto a afrontar cualquier peligro para huir contigo.

—¡Jack! —exclamó Dick—. ¡Jack, eres el mejor corazón, el más fiel y más valiente de toda Inglaterra! Dame tu mano, Jack.

Y se la estrechó en silencio.

—Oye —continuó—: Hay una ventana por la cual se descolgó el mensajero que vino; la cuerda debe de estar todavía en la habitación. Siempre es una esperanza.

—¡Chitón! —exclamó Matcham.

Ambos escucharon. Por debajo del suelo se percibía un ruido; cesó un instante y luego volvió a comenzar.

—Alguien anda en el cuarto de abajo —cuchicheó Matcham.

—No —repuso Dick—. Abajo no hay habitación; estamos sobre la capilla. Ése es el que viene a asesinarme, que pasa por el corredor secreto. Bien; déjale que venga. ¡Mal lo pasará! —dijo, y rechinó los dientes.

—Apaga las luces —dijo Matcham—. Tal vez él mismo se descubrirá.

Apagaron las luces y quedaron en un silencio de muerte. Las pisadas de debajo sonaban muy tenues; pero eran claramente perceptibles. Se oyeron varias idas y venidas, y, después, el chirrido de una llave girando en una mohosa cerradura, seguido de un prolongado silencio.

Enseguida comenzaron de nuevo los pasos: de pronto, apareció un rayo de luz sobre la entabladura del cuarto, en un rincón apartado. La grieta se ensanchó y se abrió una trampilla que dejó pasar un chorro de luz. Vieron ambos muchachos una recia mano que empujaba aquélla, y Dick se echó a la cara la ballesta, esperando que a la mano siguiera la cabeza del hombre.

Pero hubo entonces una inesperada interrupción. Procedentes de un remoto ángulo de Moat House empezaron a oírse gritos, primero uno y después varios, llamando a alguien por su nombre. Este ruido, evidentemente, desconcertó al asesino, pues la trampilla descendió en silencio a su primera posición y los pasos que retrocedían vertiginosamente resonaron una vez más debajo de donde estaban los dos jóvenes, y, al fin, se desvanecieron.

Hubo un momento de tregua. Dick exhaló un profundo suspiro; entonces, sólo entonces, se puso a escuchar el vocerío que acababa de interrumpir el cauteloso ataque del desconocido, y que más bien iba en aumento que otra cosa. Por todo Moat House resonaban las carreras, el abrir y cerrar de puertas, y entre todo este bullicio descollaba la voz de sir Daniel, gritando: «¡Joanna!».

—¡Joanna! —repitió Dick—. ¿Quién diablos será? Aquí no hay ninguna Joanna ni la ha habido nunca. ¿Qué significa esto?

Guardaba silencio Matcham. Se había apartado de su compañero. Sólo la débil claridad de las estrellas penetraba por la ventana, y en el extremo rincón del aposento, donde se hallaban los dos, la oscuridad era completa.

—Jack —dijo Dick—; no sé dónde estuviste todo el día. ¿Viste tú a esa Joanna?

—No —respondió Matcham—. No la he visto.

—¿Ni has oído hablar de ella? —inquirió Dick.

El rumor de pasos iba aproximándose. Sir Daniel seguía llamando a Joanna desde el patio.

—¿Oíste hablar de ella? —repitió Dick.

—Sí, oí hablar.

—¡Cómo te tiembla la voz! —exclamó Dick—. ¿Qué te sucede? Ha sido una verdadera suerte el que busquen a esa Joanna; ella hará que se olviden de nosotros.

—¡Dick! —exclamó Matcham—. ¡Estoy perdido! ¡Estamos los dos perdidos! Huyamos, si aún es tiempo. No descansarán hasta que den conmigo. O si no, déjame ir delante, cuando me hayan encontrado, tú podrás huir. ¡Déjame salir, Dick, buen Dick, déjame salir!

Buscaba a tientas el cerrojo, cuando, al fin, Dick comprendió lo que ocurría.

—¡Por la misa! ¡Tú no eres Jack, tú eres Joanna Sedley! —gritó—. ¡Tú eres la muchacha que no quería casarse conmigo!

La muchacha se detuvo y quedó muda e inmóvil. Tampoco pronunció palabra Dick por unos momentos, hasta que, al cabo, continuó:

—Joanna: me salvaste la vida y yo salvé la tuya; juntos hemos visto correr la sangre, y hemos sido amigos y enemigos… sí… y con mi cinto te amenacé con darte azotes, creyendo siempre que eras un hombre. Mas ahora que estoy en las garras de la muerte y se acerca mi hora, debo decirte antes de morir: eres la muchacha más noble y más valiente que existe bajo el cielo, y si escapase con vida me casaría contigo muy gozoso; y, viva o muerta, te amo.

Ella no respondió.

—Ven acá —siguió él—, habla, Jack. Acércate, sé buena chica y dime que me amas tú también.

—¿Para qué, Dick? —repuso ella—. ¿Estaría yo aquí, si no?

—Pues bien, mira —continuó Dick—: Si de aquí salimos vivos, nos casaremos; y si hemos de morir, moriremos juntos, y todo habrá terminado. Pero ahora que recuerdo, ¿cómo encontraste mi cuarto?

—Pregunté a la señora Hatch —contestó ella.

—Bien, esa mujer es de fiar; no te descubrirá. Tenemos tiempo por delante.

Como para contradecir sus palabras, en ese mismo momento se oyeron pasos en el corredor y el violento golpear de un puño sobre la puerta.

—¡Eh! —gritó una voz—. ¡Abrid, master Dick, abrid!

Dick no se movió ni respondió.

—Todo está perdido —dijo la muchacha, echando sus brazos al cuello de Dick.

Llegaron más hombres que se agruparon en la puerta. Luego llegó el propio sir Daniel e instantáneamente cesó el ruido.

—Dick —gritó el caballero—. No seas borrico. Hasta los Siete Durmientes se hubieran despertado antes que tú. Sabemos que ella está ahí dentro. Abre la puerta, hombre.

Dick continuó en silencio.

—¡Echad la puerta abajo! —ordenó sir Daniel.

Inmediatamente sus secuaces cayeron como furias sobre la puerta, a puñetazos y a patadas. Por muy sólida que fuese, por bien atrancada que estuviese, pronto habría cedido. Pero la fortuna, una vez más, vino en su ayuda.

Entre la atronadora tormenta de golpes sobresalió el grito de un centinela; a éste siguió otro y por todas las almenas se levantó un tremendo vocerío, que fue contestado por otro desde el bosque. En los primeros momentos de alarma pareció como si los forajidos del bosque asaltaran Moat House. Inmediatamente, sir Daniel y sus hombres desistieron del ataque contra el aposento de Dick y corrieron a la defensa de los muros exteriores.

—Ahora —exclamó Dick—, estamos salvados.

Con ambas manos se cogió al pesado y anticuado lecho y trató en vano de moverlo.

—¡Ayúdame, Jack! —gritó—. ¡Ayúdame con toda tu alma!

Haciendo un gran esfuerzo, entre los dos arrastraron la pesada armadura de roble a través de la habitación, apoyándola contra la puerta.

—No haces más que empeorar las cosas con esto —observó con tristeza Joanna—. Ahora entrarán por la trampa.

—No —replicó Dick—. Sir Daniel no se atrevería a revelar su secreto a tanta gente. Por la trampa es por donde huiremos nosotros, ¿oyes? El ataque a la casa ha terminado. ¡Quizá ni ataque ha habido!

Así era, en efecto: se trataba de la llegada de otro gran grupo de fugitivos de la derrota de Risingham, que vinieron a estorbar los propósitos de sir Daniel. Aprovechando la oscuridad llegaron hasta la gran puerta, y estaban ahora descabalgando en el patio, con gran ruido de cascos y chocar de armaduras.

—Pronto volverá —dijo Dick—. ¡Corramos a la trampa!

Encendió una lámpara y juntos corrieron al rincón del cuarto. Fácilmente descubrieron la grieta, por donde todavía penetraba alguna luz, y cogiendo una gruesa espada de su pequeña armería la introdujo Dick en la hendidura y se apoyó con fuerza en la empuñadura. La trampa se movió, entreabriéndose un poco, y al fin se levantó del todo. Cogiéndola a la vez ambos jóvenes, la dejaron abierta por completo. Vieron entonces unos cuantos escalones, y al pie de ellos, donde la dejara el hombre que se alejó sin cometer el crimen que se proponía, ardía una lámpara.

—Ahora —dijo Dick— ve tú primero y coge la lámpara. Yo te seguiré y cerraré la trampa.

Descendieron uno tras otro, y cuando Dick bajaba la trampa comenzaron a oírse de nuevo los golpes en la puerta del aposento.

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