La flecha negra

La flecha negra


Libro tercero. Lord Foxham. » 1. La casa junto a la playa

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1. La casa junto a la playa

HABÍAN TRANSCURRIDO varios meses desde el día en que Richard Shelton pudo escapar de las garras de su tutor, meses extraordinariamente fecundos en acontecimientos para Inglaterra.

El partido de Lancaster, casi moribundo entonces, logró levantar cabeza una vez más. Derrotados y dispersos los de York, acuchillado su jefe en el campo de batalla, pareció, durante una breve temporada del invierno que siguió a los sucesos relatados, que la casa de Lancaster había triunfado definitivamente sobre sus enemigos.

La pequeña ciudad de Shoreby-on-the-Till se hallaba llena de nobles del partido de Lancaster, procedentes de las cercanías. Estaban allí el conde de Risingham, con trescientos hombres de armas; lord Shoreby, con doscientos; y el propio sir Daniel, de nuevo en auge y enriqueciéndose una vez más a fuerza de confiscaciones, se alojaba en una casa de su propiedad, situada en la calle principal, con sesenta hombres. Verdaderamente las cosas habían cambiado.

Era una tarde oscura, de frío intenso, de la primera semana de enero. Blanqueaba la escarcha, soplaba el vendaval y todo anunciaba nieve antes del amanecer.

En una sórdida y mal alumbrada taberna de una callejuela cercana al puerto, tres o cuatro hombres sentados bebían cerveza y despachaban una frugal cena de huevos.

Todos eran parecidos: hombres robustos, de tez curtida, mano dura y mirada audaz, y aunque vestían simples tabardos, como pobres labriegos, hasta un soldado borracho lo hubiera pensado un poco antes de buscar camorra alguna en semejante compañía.

Frente al enorme fuego que ardía en la chimenea y algo apartado se hallaba también sentado otro hombre más joven, casi un niño, vestido de forma muy parecida, aunque era fácil distinguir por su aspecto que era hombre superior a ellos por nacimiento y que pudiera haber ceñido espada si la ocasión lo requiriese.

—No —dijo uno de los hombres sentados a la mesa—. No me gusta esto. Algo malo nos ocurrirá. No es éste sitio adecuado para gente alegre. A la gente alegre le gusta el campo abierto, buen abrigo y pocos enemigos; pero aquí estamos encerrados en una ciudad, rodeados de enemigos, y, para colmo de desdichas, ya veréis cómo antes de amanecer nos regala el cielo una nevada.

—Eso díselo a master Shelton, que está ahí —repuso otro, señalando con la cabeza al muchacho que estaba sentado frente al fuego.

—Mucho estoy yo dispuesto a hacer por master Shelton —replicó el primero—. Pero lo que es ir a la horca por él o por cualquier otro… ¡no, hermanos, no… eso sí que no!

Se abrió la puerta de la posada y entró apresuradamente otro hombre que se aproximó al joven.

Master Shelton —le dijo—: Sir Daniel avanza con un par de antorchas y cuatro arqueros.

Dick, pues de él se trataba, se puso inmediatamente en pie.

—Lawless —ordenó—: Tú tomarás la guardia de John Capper. Greensheve, sígueme. Y tú, Capper, abre la marcha. Esta vez le seguiremos los pasos, aunque vaya a York.

Un momento después se hallaban fuera, en la oscura callejuela, y Capper, el hombre que acababa de llegar, señalaba al sitio donde brillaban dos antorchas cuyas llamas sacudía el viento.

Dormía ya profundamente la ciudad; ni un transeúnte circulaba por las calles, y nada más fácil que seguir a aquel grupo sin ser notados. Los dos portadores de las antorchas abrían la marcha; seguía un solo hombre, cuyo largo capote flotaba al viento, y guardaban la retaguardia cuatro arqueros, todos con los arcos al brazo. Marchaban a paso ligero, atravesando un dédalo de callejuelas para acercarse, cada vez más, a la playa.

—¿Sigue todas las noches esa dirección? —preguntó Dick en voz baja.

—Ésta es la tercera vez que pasa, master Shelton —respondió Capper—, y siempre a la misma hora y con la misma reducida escolta, como si quisiera guardar el secreto.

Sir Daniel y sus seis hombres habían llegado a las afueras de la ciudad, donde empezaba el campo. Shoreby era una ciudad abierta, y aun cuando los señores de Lancaster mantenían fuerte guardia en los caminos reales, era posible, sin embargo, entrar o salir, sin ser visto, por cualquiera de las callejuelas o cruzando campos.

La angosta callejuela que seguía entonces sir Daniel terminaba bruscamente. Frente a él se extendía una áspera y desigual llanura y a un lado se percibía el rumor de la resaca. No había guardias por los alrededores ni luz alguna en aquella parte de la ciudad.

Dick y sus dos forajidos se acercaron algo más al grupo que perseguían; de pronto, al salir de entre las casas y poder abarcar mayor terreno por ambos lados, advirtieron que otra antorcha se aproximaba por distinta dirección.

—Eh —exclamó Dick—. Esto me huele a traición.

Entretanto, sir Daniel había hecho alto. Clavaron las antorchas en la arena y se echaron los hombres, como para esperar la llegada de otra patrulla.

Ésta se acercaba a buen paso. La componían únicamente cuatro hombres: un par de arqueros, un paje con la antorcha y un caballero embozado caminando en el centro.

—¿Sois vos, milord? —gritó sir Daniel.

—Yo soy, en efecto; y si alguna vez dio un caballero leal pruebas de serlo, yo soy ese hombre —respondió el jefe del segundo grupo—, porque ¿quién no preferiría hacer frente a gigantes, brujos o herejes, mejor que a este frío penetrante?

Milord —repuso sir Daniel—: Tanto más reconocida os estará la belleza, no lo dudéis. Pero ¿vamos allá? Porque cuanto antes hayáis visto mi mercancía, más pronto regresaremos a casa.

—Pero ¿por qué la guardáis ahí, buen caballero? —preguntó el otro—. Si tan joven es, tan hermosa y tan rica, ¿por qué no la presentáis entre sus compañeras? Pronto le encontraríais un buen partido, sin necesidad de helaros los dedos y arriesgaros a recibir un flechazo, yendo por el mundo a hora tan inoportuna y en plena oscuridad.

—Ya os he dicho, milord —replicó sir Daniel—, que el motivo de ello sólo a mí interesa, y no pienso daros más explicaciones. Básteos saber que si estáis ya cansado de vuestro viejo amigo Daniel Brackley, no tenéis más que publicar por todas partes que vais a casaros con Joanna Sedley, y yo os doy palabra de que inmediatamente os veréis libre de él. Pronto le encontraréis con una flecha clavada en su espalda.

Entretanto avanzaban rápidamente por la llanura los dos caballeros, precedidos por las tres antorchas inclinadas contra el viento, esparciendo nubes de humo y penachos de llamas, y seguidos por los seis arqueros.

Casi pisándoles los talones les seguía Dick. Desde luego, no había oído ni una sola palabra de esta conversación; pero había reconocido en el segundo de los interlocutores al anciano lord Shoreby, hombre de pésima reputación, a quien hasta el mismo sir Daniel aparentaba condenar en público al hablar de su conducta.

Llegaron pronto junto a la misma playa. Tenía el aire emanaciones salinas, aumentaba el rumor de las olas y allí, en un amplio jardín cercado, se alzaba una casita de dos pisos, con establos y otras dependencias.

El portador de la primera antorcha abrió una puerta que había en la cerca y, una vez que todo el grupo hubo penetrado en el jardín, volvió a cerrarla por el otro lado.

Dick y sus hombres quedaron así imposibilitados de continuar siguiéndoles, a menos que escalasen el muro y se expusieran a caer en la trampa.

Se sentaron entre un grupo de tejos y esperaron. El rojizo resplandor de las antorchas iba y venía de un lado a otro dentro del cercado, como si los portadores de las antorchas patrullaran por el jardín continuamente.

Transcurrieron unos veinte minutos, al cabo de los cuales toda la comitiva salió de nuevo. Sir Daniel y el barón, después de prolongados saludos, se separaron, dirigiéndose cada cual a su respectivo domicilio, seguidos de sus hombres y de sus luces.

Tan pronto como el rumor de sus pasos se hubo desvanecido en el aire, Dick se puso en pie con toda la rapidez de que era capaz, pues tenía todo el cuerpo dolorido y helado por el frío.

—Capper, vas a ayudarme a subir ahí —dijo.

Se adelantaron los tres hasta el muro, Capper se agachó y, subiéndosele a los hombros, Dick trepó hasta la albardilla.

—Ahora, Greensheve —cuchicheó Dick—, súbete aquí, túmbate de cara para que no te vean y mantente siempre pronto a tenderme una mano, si ves que me ocurre algo desagradable al otro lado.

Diciendo esto se dejó caer en el jardín.

Reinaba una profunda oscuridad; ni una luz brillaba en la casa. Soplaba penetrante el viento entre los arbustos y el mar azotaba la playa, Dick avanzaba cautelosamente, tropezando con los matojos y tanteando con las manos; de pronto el rechinar de la grava bajo sus pies le advirtió que se hallaba en uno de los paseos.

Se detuvo allí y, sacando la ballesta que llevaba escondida bajo el largo tabardo, se preparó para obrar sin pérdida de tiempo y avanzó de nuevo con la mayor decisión y arrojo. El sendero le condujo en línea recta hasta el grupo de edificios.

Todo tenía un triste y ruinoso aspecto; las ventanas estaban resguardadas por desvencijados postigos, abiertos y vacíos los establos, sin heno en el henil ni grano en el granero. Cualquiera hubiese dicho que aquélla era una casa abandonada; pero Dick tenía pruebas suficientes de lo contrario. Continuó su inspección, visitando todas las dependencias, comprobando la mayor o menor solidez de las ventanas. Llegó al fin, dando un rodeo, al lado de la casa que daba al mar y, como esperaba, allí vio una lucecilla en una de las ventanas superiores.

Retrocedió unos pasos, hasta que creyó ver una sombra que se movía sobre la pared del aposento. Se acordó entonces de que, al ir tanteando en el establo, había tropezado su mano con una escalera, y fue rápidamente a buscarla. Ésta era muy corta; sin embargo, poniéndose de pie en el último peldaño, logró tocar los barrotes de hierro de la ventana, y, aferrándose a éstos con todas sus fuerzas, levanta el cuerpo hasta que sus ojos alcanzaron a ver el interior de la habitación.

En ella había dos personas. A la primera pronto la reconoció: era la señora Hatch; la segunda, una joven alta, hermosa y de grave continente, ataviada con un largo vestido bordado… ¿era posible que fuera Joanna Sedley?… ¿Aquel compañero de los bosques, Jack, a quién pensó él en castigar con su correa?

Volvió a dejarse caer en el último peldaño de la escalera, presa de una especie de aturdimiento. Jamás se le había ocurrido que su amada fuera un ser tan superior, por lo que inmediatamente experimentó una sensación de timidez. Pero no era aquél el momento oportuno para pensar. Un ligero siseo sonó muy cerca y se apresuró a descender.

—¿Quién va? —susurró.

—Greensheve —fue la respuesta en tono igualmente cauto.

—¿Qué quieres? —preguntó Dick.

—Que vigilan la casa, master Shelton —respondió el forajido—. No somos nosotros solos los que espiamos, pues estando boca abajo sobre el muro, vi a unos hombres rondando entre las sombras y les oí silbar quedamente para avisarse unos a otros.

—¡Por mi fe, esto pasa ya de extraño! —exclamó Dick—. ¿No eran hombres de sir Daniel?

—No, señor, no lo eran —respondió Greensheve—. O yo no tengo ojos, o cada uno de esos monigotes llevaba una escarapela blanca en la gorra, a cuadros oscuros.

—¿Blanca, con cuadros oscuros? —repitió Dick—. ¡No conozco esa divisa! No es ninguna de las del país. Bien; si es así, salgamos de este jardín tan silenciosamente como podamos, porque estamos en mala posición para defendernos. Es indudable que en esta casa hay hombres de sir Daniel, y que nos cojan entre dos fuegos es lo peor que puede sucedernos. Coge la escalera; debo dejarla donde la encontré.

La restituyó, pues, al establo, y, a tientas, marcharon hacia el lugar por donde habían entrado.

Capper ocupaba ahora el puesto de Greensheve sobre la albardilla, y, tendiéndoles la mano, primero a uno y luego a otro, tiró de ellos para hacerlos subir.

Cautelosa y silenciosamente se dejaron caer de nuevo al otro lado, no atreviéndose a hablar hasta que volvieron a su anterior escondite entre los tejos.

—Ahora, John Capper —dijo Dick—, vuelve a Shoreby, aunque en ello te vaya la vida. Tráeme enseguida cuantos hombres puedas reunir. Éste será el punto de cita, a no ser que los hombres estuviesen muy diseminados y vieses que el día se acercaba antes de juntarlos, en cuyo caso el sitio de cita será algo más allá, hacia la entrada de la ciudad. Greensheve y yo nos quedamos aquí vigilando. ¡Date prisa, John Capper, y que los santos vengan en tu ayuda!

Y en cuanto hubo desaparecido el enviado, continuó diciendo Dick:

—Ahora, Greensheve, vamos tú y yo a rondar el jardín, dando un rodeo. Quiero ver si tus ojos te engañaron.

Manteniéndose a buena distancia del muro, y aprovechando todos los altibajos del terreno, vigilaron la casa por dos de sus lados sin observar nada de interés. En la tercera fachada, la tapia del jardín se hallaba muy cerca de la playa, y para guardar la debida distancia tuvieron que descender algún trecho sobre las arenas. Aunque la marea estaba todavía bastante baja, la resaca era tan alta y tan llana la orilla que, al romper las olas, una gran sábana de espuma y de agua la cubría rápidamente, y así Dick y Greensheve tuvieron que realizar esta parte de su ronda hundidos hasta el tobillo o hasta las rodillas, casi vadeando las frías y saladas aguas del mar del Norte.

De pronto, destacándose contra la relativa blancura de la tapia del jardín, apareció la figura de un hombre, como una débil sombra chinesca, haciendo señales con los brazos, que agitaba violentamente. Luego cayó a tierra, y surgió otro algo más lejos, que repitió la misma operación. Así, como silenciosa consigna, estas gesticulaciones hicieron la ronda del sitiado jardín.

—Buena guardia han montado —cuchicheó Dick.

—Volvamos a tierra, buen amo —repuso Greensheve—. Estamos aquí demasiado al descubierto, porque fijaos: cuando las olas rompan detrás de nosotros, nos verán claramente contra la blanca cortina de espuma.

—Tienes razón —respondió Dick—. Volvamos a tierra y a toda prisa.

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