La flecha negra

La flecha negra


Libro tercero. Lord Foxham. » 2. Una escaramuza en las tinieblas

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2. Una escaramuza en las tinieblas

EMPAPADOS POR por completo y helado el cuerpo, volvieron los dos aventureros a su escondrijo entre los tejos.

—¡Quiera el cielo que Capper se dé prisa! ¡Un cirio le prometo a santa María de Shoreby si regresa antes de una hora!

—¿Tenéis prisa, master Shelton? —preguntó Greensheve.

—Sí, amigo mío —respondió Dick—, porque en esa casa está la mujer a quien amo, y ¿quiénes piensas tú que pueden ser los que la rodean en secreto esta noche? ¡Enemigos, sin duda!

—Bien —repuso Greensheve—; si John vuelve pronto, daremos buena cuenta de ellos. No llegan a cuarenta los que están fuera; y cogiéndolos donde se hallan, tan desperdigados, veinte hombres bastarían para espantarlos como bandada de gorriones. Y, sin embargo, master Shelton, si ya está ella en poder de sir Daniel, poco le perjudicará el que pase a manos de otro. ¿Quién será éste?

—Sospecho que lord Shoreby —contestó Dick—. ¿Cuándo vinieron?

—Empezaron a llegar, master Dick —dijo Greensheve—, poco más o menos cuando vos saltabais la tapia. Apenas si llevaba un minuto allí cuando vi al primero de esos granujas arrastrándose hasta doblar la esquina.

En la casita se había extinguido la última luz cuando Dick y Greensheve vadeaban las rompientes olas de la playa, y era imposible adivinar en qué momento se lanzarían al ataque los hombres al acecho en torno al jardín. De dos males, Dick prefería el menor: que Joanna continuase bajo la tutela de sir Daniel, que no cayese en las garras de lord Shoreby; por tanto, tomó la resolución de que si asaltaban la casa, acudiría inmediatamente en auxilio de los sitiados.

Pero el tiempo pasaba y nada sucedía. De cuarto en cuarto de hora se repetía la misma señal en torno a la tapia del jardín, como si el jefe quisiera asegurarse de la vigilancia de sus diseminados esbirros; por lo demás, nada turbaba la tranquilidad en torno a la casita.

Al rato empezaron a llegar los refuerzos de Dick. No estaba aún muy avanzada la noche cuando cerca de veinte hombres hallábanse ya escondidos a su lado, entre los tejos.

Dividiéndolos en dos grupos, tomó él el mando del más reducido y dejó el más numeroso a las órdenes de Greensheve.

—Ahora, Kit —dijo a este último—, llévate a tus hombres al ángulo de la tapia más cercana a la playa. Colócalos de modo que puedan resistir y espera hasta que oigas atacar por el otro lado. Quisiera asegurarme de los que están frente al mar, porque entre ellos debe estar el jefe. Los demás huirán; déjalos que corran. Y vosotros, muchachos, no disparéis ni una sola flecha, porque no conseguiréis más que herir a nuestros amigos. ¡Echad mano al cuchillo y duro con él! Si vencemos, os prometo a cada uno de vosotros un noble de oro, en cuanto entre yo en posesión de mi herencia.

De la singular colección de descamisados, ladrones, asesinos y campesinos arruinados que Duckworth había reunido para que fueran sus instrumentos de venganza, los más audaces y expertos en andanzas guerreras se ofrecieron voluntarios para seguir a Richard Shelton. El servicio de vigilancia de los movimientos de sir Daniel en la ciudad de Shoreby les pareció tan fastidioso que por fin comenzaron a quejarse en voz alta, amenazando con disolver la partida. La perspectiva de un violento encuentro y el probable botín les devolvió el buen humor, y alegremente se prepararon para la batalla.

Despojándose de sus largos tabardos, aparecieron unos con simples chaquetas verdes y otros con pesadas chaquetas de cuero; bajo el capuchón, muchos llevaban gorros reforzados con placas de hierro; y en cuanto a armas ofensivas, espadas, dagas, unas cuantas jabalinas y una docena de brillantes hachas les ponían en situación de poder aventurarse a un choque hasta con tropas regulares feudales. Los arcos, aljabas y tabardos, quedaron ocultos entre los tejos y los dos grupos avanzaron resueltamente.

Cuando Dick hubo llegado al otro lado de la casa, colocó, apostados en línea, a seis hombres, a unos veinte metros de la tapia del jardín, situándose él mismo frente a ellos, a pocos pasos de distancia. Entonces, lanzando todos a la vez un mismo grito, cerraron contra los enemigos.

Éstos, que se hallaban muy esparcidos, echados en el suelo y medio helados de frío, se pusieron atropelladamente de pie, sin saber qué hacer. Antes de que tuvieran tiempo de recobrar la serenidad o de darse cuenta del número e importancia de sus atacantes, un nuevo grito resonó en sus oídos desde el lado opuesto del cercado. Entonces se dieron por perdidos y huyeron a la desbandada.

De tal modo, los dos reducidos grupos de hombres de la Flecha Negra se encontraron frente a la tapia que daba al mar; por decirlo así, cogieron entre dos fuegos a parte de los desconocidos; mientras que el resto huía en distintas direcciones, como si en ello les fuera la vida, y pronto se dispersaron en la oscuridad.

Con todo, la lucha no había hecho más que empezar. Aunque los forajidos de Dick contaran con la ventaja de la sorpresa, eran muy inferiores en número a los hombres que habían rodeado. Entretanto la marea había subido; la playa quedaba reducida a una pequeña franja, y en este húmedo campo de batalla, entre los rompientes y la tapia del jardín, comenzó, en la oscuridad, una incierta, furiosa y mortal batalla.

Los desconocidos iban bien armados; cayeron en silencio sobre sus atacantes y la pelea se convirtió en una serie de combates individuales. Dick, el primero que entró en liza, se vio atacado por tres a la vez; a uno lo derribó del primer golpe; pero como los otros dos se arrojaron furiosamente sobre él, hubo de retroceder ante la acometida. Uno de éstos era un hombretón, casi un gigante, e iba armado de un espadón, que blandía como si fuera una varilla. Contra semejante adversario, de tan largo brazo y tan largo y pesado acero, Dick, con su hacha, quedaba casi indefenso, y si hubiera continuado con igual vigor el otro atacante, el muchacho, acorralado, hubiera caído enseguida. Pero el segundo contrincante, de menor estatura y movimientos más lentos, se detuvo un instante para atisbar en torno suyo en la oscuridad y prestar oído a los ruidos de la batalla.

El gigante seguía aprovechándose de la ventaja que llevaba; Dick retrocedía, esperando el momento oportuno para atacar. De pronto, centelleó en el aire la gigantesca hoja, descendió, y el muchacho, saltando a un lado y lanzándose enseguida a fondo, le tiró un tajo oblicuo de abajo arriba con su hacha. Se oyó entonces un rugido de dolor y, antes de que el herido pudiera levantar de nuevo la formidable espada, repitió Dick el golpe por dos veces, dando con él en tierra.

Un instante después peleaba en lucha más igual con el segundo de sus perseguidores. No había ahora gran diferencia de estatura, y aunque el hombre acometía con espada y daga, en contra de una sola hacha, y era astuto y rápido en la defensa, lo que le daba cierta superioridad en las armas, quedaba ésta compensada por la mayor agilidad de Dick. Al principio, ninguno de los dos adquiría ventaja; pero el más viejo iba aprovechándose insensiblemente de la furia del más joven para llevarle al terreno que quería, y a poco observó Dick que habían cruzado todo el ancho de la playa y que estaban ya luchando hundidos hasta más arriba de las rodillas en la espuma y las burbujas de las rompientes olas. Resultaba allí inútil toda actividad, toda la ligereza de pies del mozo, hallándose éste más o menos a discreción de su enemigo; un poco más y quedaba de espaldas a sus propios hombres, advirtiendo que su diestro y experto adversario no hacía otra cosa que alejarle más y más de los suyos.

Dick rechinó los dientes de coraje. Resolvió terminar al instante el combate, y en cuanto rompió en la playa otra ola y, retirándose, dejó en seco la arena, se precipitó sobre el otro, paró un golpe con el hacha y de un salto se le agarró al cuello. El hombre cayó de espaldas y Dick sobre él, y como la siguiente ola sucedió rápidamente a la anterior, quedó sepultado bajo la sábana de agua.

Sumergido todavía, Dick le arrebató la daga de la mano y se puso en pie, victorioso.

—¡Ríndete! —le gritó—. Te perdono la vida.

—Me rindo —contestó el otro, incorporándose hasta quedar arrodillado—. Peleas como joven que eres, con ignorancia y temeridad; pero ¡por toda la corte celestial, que te bates como un bravo!

Dick se volvió para mirar hacia la playa. El combate seguía aún vivísimo e indeciso en medio de la noche; sobre el ronco bramar de las rompientes olas se oía el chocar de los aceros y resonaban los ayes de dolor y los gritos de combate.

—Llévame adonde está tu capitán, joven —dijo el vencido caballero—. Ya es hora de que termine esta cacería.

—Señor —contestó Dick—: Si estos valientes muchachos tienen capitán, es este pobre caballero que os está hablando ahora.

—Pues, entonces, llamad a vuestros perros, y yo daré a mis villanos la orden de que cesen.

Algo noble había en la voz y en las maneras del vencido adversario de Dick, por lo que éste desechó al instante todo temor de traición.

—¡Deponed las armas, muchachos! —gritó el desconocido caballero—. Me he rendido bajo promesa de respetar mi vida.

El tono del forastero era de orden absoluta, inapelable, y casi al instante cesó el estrépito y la confusión de la refriega.

—¡Lawless! —gritó Dick—. ¿Estás sano y salvo?

—¡Sí! —contestó éste—. Sano y animoso.

—Enciende la linterna —le ordenó Dick.

—¿No está aquí sir Daniel? —preguntó el caballero.

—¿Sir Daniel? —repitió Dick—. Por la cruz que espero que no. Mal lo pasaría yo si aquí estuviese.

—¿Qué vos lo pasaríais mal, noble caballero? —preguntó el otro—. Entonces si no sois del partido de sir Daniel, confieso que no lo entiendo. ¿Por qué os lanzasteis, pues, contra mi emboscada? ¿Por qué lucháis, mi joven y fogoso amigo? ¿Con qué propósito? Y para terminar de preguntaros, ¿a qué buen caballero me he entregado?

Pero antes de que Dick pudiera contestar, una voz habló en la oscuridad junto a ellos. Dick pudo distinguir la divisa blanca y negra del que hablaba y el respetuoso saludo que dirigió a su superior.

Milord —dijo—; si estos caballeros son enemigos de sir Daniel, es una verdadera lástima que hayamos tenido que venir a las manos; pero diez veces mayor sería que ellos o nosotros permaneciésemos aquí entretenidos. Los vigilantes de la casa, a menos que estén todos muertos o sordos, han tenido que oír nuestros golpes desde hace un cuarto de hora; inmediatamente habrán hecho señales a la ciudad, y como no nos apresuremos, es probable que unos y otros tengamos que habérnoslas con un nuevo enemigo.

—Hawksley tiene razón —observó el lord—. ¿Qué opináis, señor? ¿Adónde vamos?

Milord —respondió Dick—; por mí podéis ir adonde os plazca. Empiezo a sospechar que tenemos motivos para ser amigos, y si bien es cierto que nuestras relaciones empezaron de modo harto brusco, no quisiera yo continuarlas groseramente. Separémonos, pues, milord, chocando vuestra mano con la que os tiendo, y a la hora y en el lugar que digáis encontrémonos de nuevo para ponernos de acuerdo.

—Sois demasiado confiado, joven —contestó el otro—; pero esta vez no habéis depositado mal vuestra confianza. Al apuntar el día iré a encontraros frente a la Cruz de Santa Brígida. ¡Vamos, muchachos, seguidme!

Los desconocidos desaparecieron del lugar de la escena con tal rapidez que resultaba sospechosa, y mientras los forajidos se entregaban a la agradable tarea de despojar a los muertos, Dick dio la vuelta una vez más a la tapia del jardín para examinar el frente de la casa. En una pequeña tronera de la parte alta del tejado distinguió una serie de luces, y como ciertamente podían ser vistas desde las ventanas posteriores de la residencia de sir Daniel, no dudó de que fuera ésta la señal temida por Hawksley y que, a no tardar, llegarían los lanceros del caballero de Tunstall.

Puso el oído en tierra y le pareció percibir un sordo y lejano ruido que venía de la ciudad. Volvió corriendo a la playa. Mas la tarea había terminado: ya el último cadáver estaba desarmado y despojado de sus ropas, y cuatro hombres, adentrándose en el mar, lo abandonaban a merced de las aguas.

Pocos minutos después, cuando salieron por una de las callejuelas próximas de Shoreby unos cuarenta jinetes, ensillados a toda prisa y marchando a galope, ya los alrededores de la casa junto al mar estaban sumidos en el más profundo silencio y desiertos por completo.

Entretanto, Dick y sus hombres habían vuelto a la taberna de La Cabra y la Gaita para procurarse algunas horas de reposo antes de la cita matinal.

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