La flecha negra

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Libro tercero. Lord Foxham. » 4. El Buena Esperanza

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4. El Buena Esperanza

UNA HORA después había regresado Dick a La Cabra y la Gaita, desayunando allí y recibiendo las noticias de sus mensajeros y centinelas. Duckworth continuaba ausente de Shoreby, y esto ocurría con mucha frecuencia ya que representaba muchos papeles en el mundo; estaba interesado en diferentes empresas y dirigía múltiples asuntos. Había fundado aquella Sociedad de la Flecha Negra, como hombre arruinado y ansioso de venganza y dinero; sin embargo, los que más a fondo le conocían, le tenían por agente y emisario del gran hacedor de reyes de Inglaterra, Richard, conde de Warwick.

El caso es que, en su ausencia, le tocó a Richard Shelton dirigir sus negocios en Shoreby, y, al sentarse a comer, se hallaba lleno de preocupaciones que su rostro reflejaba. Había quedado acordado con lord Foxham que aquella noche darían un golpe audaz para poner en libertad a Joanna Sedley a viva fuerza. De todos modos, los obstáculos eran muchos y a medida que iban llegando sus espías, todos traían noticias desagradables.

Sir Daniel se había alarmado por la escaramuza de la noche anterior. Había aumentado la guarnición de la casa del jardín; pero, no contento con esto, tenía estacionados hombres a caballo en todas las callejuelas vecinas, de modo que pudieran comunicarle en el acto cualquier movimiento que observaran. Entretanto, en el patio de su mansión, tenía ensillados otros caballos, y los jinetes armados esperaban tan sólo la señal para montar.

La nocturna aventura en proyecto iba haciéndose cada vez más difícil de efectuar, hasta que, de pronto, el rostro de Dick se iluminó.

—¡Lawless! —llamó—. Tú que has sido marinero, ¿podrías robarme un barco?

Master Dick —repuso Lawless—, si vos me guardáis las espaldas, capaz sería de robar la Abadía de York.

Poco después ambos partían con dirección al puerto. Era éste una extensa concha situada entre arenosas colinas, rodeada de pequeñas dunas, viejos árboles sin hojas y destartaladas casuchas de los barrios bajos. Numerosos navíos y barcas estaban allí anclados o habían sido varados en la playa. El prolongado mal tiempo les había llevado desde alta mar a buscar el refugio del puerto, y el tropel de negras nubes y las frías borrascas que se sucedían sin cesar, ya con una rociada de nieve, ya con una simple ventolera, anunciaban que, lejos de mejorar, el tiempo amenazaba una próxima y más seria tormenta.

Los marineros, en vista del frío y del viento, se habían retirado, en su mayor parte, a tierra y llenaban ahora de vocerío y cantos las tabernas de la playa. Muchos de los buques estaban anclados, sin guardia alguna, y como el día avanzaba y el tiempo no llevaba trazas de mejorar, su número aumentaba continuamente.

A estos barcos abandonados y, sobre todo, a los que se hallaban bastante alejados, dirigió Lawless su atención, mientras Dick, sentado sobre un áncora medio hundida en la arena, y prestando oídos ya a las rudas, potentes y amenazadoras voces del ventarrón, ya a los roncos cantos de la marinería en una taberna próxima, pronto se olvidó de cuanto le rodeaba y de sus preocupaciones, al pensar en la gratísima promesa de lord Foxham.

En su ensimismamiento vino a interrumpirle una mano que se posó sobre su hombro. Era la de Lawless, que le señalaba un barquito que aparecía casi solitario a escasa distancia de la entrada del puerto, donde se balanceaba suave y rítmicamente sobre el oleaje. El pálido resplandor del sol de invierno brilló en aquel momento sobre la cubierta de la embarcación, haciéndola destacar contra una masa de amenazadores nubarrones, y en esa momentánea claridad logró ver Dick que un par de hombres halaban el esquife desde un costado del buque.

—Allí está, señor —dijo Lawless—. Fijaos bien. Allí está el barco para esta noche.

Al rato el esquife se apartó del costado del buque, y los dos hombres, poniendo proa al viento, remaron vigorosamente hacia tierra. Lawless se volvió hacia un individuo que por allí andaba.

—¿Cómo se llama? —le preguntó, señalando a la pequeña embarcación.

—Se llama el Buena Esperanza, de Dartmouth —contestó el hombre—. El nombre del capitán es Arblaster. Es ése que empuña el remo de proa en el esquife.

Esto era cuanto Lawless quería saber. Dando precipitadamente las gracias al hombre, se fue, rodeando la playa, hasta cierta caleta adonde se dirigía el esquife. Se situó allí y tan pronto como se hallaron al alcance de su voz, se dirigió a los marineros del Buena Esperanza, exclamando:

—¡Hola! ¡Compadre Arblaster! ¡Bienvenido, compadre; muy bienvenido! ¡Por la cruz que me alegro de veros! ¿Es ése el Buena Esperanza? ¡Vaya, si lo conoceré yo! ¡Aunque estuviera entre mil!… ¡Buen barco, buen barco! Pero ¡caramba!, venid pronto, compadre. ¡Vamos a echar un trago! Ya cobré mi herencia, de la que sin duda habréis oído hablar. Ya soy rico, ya dejé de navegar por los mares; ahora casi siempre navego sobre cerveza especiada. ¡Vamos, amigo! ¡Venga esa mano y a beber con un viejo camarada de barco!

El patrón, Arblaster, hombre maduro, de alargado y curtido rostro, con un cuchillo que una trenzada cuerda sostenía pendiente de su cuello, y exactamente igual a un marinero de hoy día en su porte y talante, se había detenido, presa de asombro y desconfianza. Pero la mención de la herencia y cierto aire de simplicidad de hombre borracho y de franca camaradería, que tan bien fingía Lawless, se unieron para vencer su recelo, y desapareciendo en él la tensión de su semblante, tendió de pronto su mano abierta, que estrechó la del forajido en formidable apretón.

—No —dijo—; no recuerdo vuestra fisonomía. Pero ¿qué importa? Con cualquiera estoy yo dispuesto a echar un trago, y lo mismo Tom, mi marinero. Tom —añadió, dirigiéndose a su acompañante—: Aquí tienes a mi compadre, de cuyo nombre no puedo acordarme; pero que sin duda es un buen marinero. Vamos a beber con él y con su amigo, que es hombre de tierra.

Abrió la marcha Lawless, y pronto estuvieron sentados en una taberna que, por ser muy nueva y hallarse en lugar descubierto y solitario, no estaba tan atestada de gente como las cercanas al centro del puerto. No era más que un tugurio de madera muy parecido a los blocaos que existen en las apartadas selvas, toscamente amueblado con uno o dos armarios, algunos bancos de madera y unos tablones colocados sobre barriles en lugar de mesas. En el centro, y como sitiado por violentas e innumerables corrientes de aire, ardía, entre espesa humareda, un fuego de viejas tablas, restos de naufragios.

—¡Ajajá! —exclamó Lawless—. ¡Ésta es la alegría del marinero: un buen fuego, un buen vaso de algo fuerte para beber en tierra, con un tiempo loco ahí fuera y un ventarrón que llega de alta mar rondando en el tejado! ¡A la salud del Buena Esperanza! ¡Porque se mantenga bien al ancla!

—¡Sí! —dijo el patrón Arblaster—, ¡buen tiempo para quedarse en tierra, a fe mía! Y tú, Tom, ¿qué dices? Compadre, decís bien, aunque no consigo acordarme de vuestro nombre; pero decís muy bien. ¡Porque el Buena Esperanza se mantenga bien al ancla! ¡Amén!

—Amigo Dick —dijo Lawless dirigiéndose a su jefe—: Si no me equivoco, tenéis entre manos algunos asuntos. Pues bien: ocupaos de ellos al instante, os lo ruego, que yo aquí me quedo con esta buena compañía, dos recios y viejos marineros, y hasta que volváis yo os respondo de que estos dos valientes aguantarán aquí conmigo bebiendo vaso tras vaso. ¡Nosotros, viejos lobos de mar, no somos como los hombres de tierra!

—¡Bien dicho! —exclamó el patrón—. Podéis iros, muchacho, yo cuidaré de vuestro amigo y buen compadre mío hasta el toque de queda… ¡Sí, por María Santísima! Hasta que salga el sol de nuevo… Porque, mirad, cuando un hombre ha estado mucho tiempo en el mar, la sal penetra en la arcilla de sus huesos, y entonces ya puede beberse un pozo, que jamás apagará su sed.

Así, animado por todos, se levantó Dick, saludó y saliendo de nuevo afuera, en la tarde de borrasca, se dirigió a toda prisa hacia La Cabra y la Gaita. Desde allí mandó recado a lord Foxham de que tan pronto cerrase la noche dispondrían de una buena embarcación para hacerse a la mar. Luego, llevando consigo a un par de forajidos con cierta experiencia en la vida marinera, regresó hacia el puerto en dirección a la caleta.

El esquife del Buena Esperanza estaba allí entre otros muchos, de los cuales se distinguía fácilmente por su extremada pequeñez y fragilidad. Cuando Dick y sus dos hombres ocuparon sus puestos y empezaron a alejarse de la caleta para entrar en el puerto abierto, el pequeño cascarón se hundía en el oleaje y se bamboleaba a cada ráfaga de viento como si fuera a naufragar.

El Buena Esperanza, como hemos dicho, se hallaba anclado bastante lejos, donde la marejada era más fuerte. Ningún otro barco estaba fondeado a distancia menor que la de muchos cables, y los más cercanos estaban enteramente abandonados. Además, cuando el esquife se acercaba, una espesa cortina de nieve y el repentino oscurecimiento del cielo ocultaron a los forajidos a todo posible espionaje. En un abrir y cerrar de ojos saltaron sobre la cubierta, y el esquife quedó balanceándose a popa. El Buena Esperanza había sido apresado.

Era un barco de sólida construcción, con cubierta en la proa y en medio del buque, pero abierto en la popa. Tenía un solo mástil y estaba aparejado entre falúa y lugre. Al parecer, el patrón Arblaster había hecho un buen negocio, porque la bodega estaba llena de barriles de vino francés y en una reducida cámara, además de una imagen de la Virgen María —prueba de la devoción del patrón— se hallaban muchas arcas y armarios herméticamente cerrados, que demostraban que era rico y cuidadoso.

Un perro, único ocupante del barco, ladró furiosamente, mordiendo los talones de los huéspedes, pero pronto fue arrojado a puntapiés a la cámara, quedando allí encerrado a solas con su justo resentimiento. Se encendió una lámpara, que fue colocada en los obenques de forma que pudiera ser fácilmente distinguido el navío desde la playa. Barrenaron uno de los barriles de vino y bebieron sendos vasos de excelente Gascuña, brindando por el éxito de la aventura de aquella noche. Luego, mientras uno de los forajidos preparaba arco y flechas aprestándose para defender el buque contra cualquiera que llegase, el otro haló el esquife, saltó en él, haciéndose a la mar, y esperó la llegada de Dick.

—Bien, Jack, mantente alerta —dijo el joven jefe, disponiéndose a seguir a su subordinado—. Tú vas a servirnos de mucho.

—¡Ya lo creo! —repuso Jack—. Mientras estemos aquí; pero en cuanto ese pobre barco saque las narices fuera del puerto… ¡Mirad, ya tiembla! El infeliz me ha oído y el corazón le ha presagiado algo malo, dentro de su costillaje de roble. Pero fijaos, master Dick, cómo se cierra el cielo.

La oscuridad a lo lejos, era pasmosa, en efecto. Entre la negrura se elevaban grandes oleadas, una tras otra, y, a compás de ellas, se alzaba flotante el Buena Esperanza para hundirse vertiginosamente por el otro lado. Una ligera rociada de nieve y de espuma cayó sobre la cubierta volando como polvillo, en tanto el viento pulsaba lúgubremente el arpa entre las jarcias.

—¡Sí que tiene mala cara! —observó Dick—. Pero ¡ánimo! Esto no es más que un chubasco y pronto pasará.

Mas, a pesar de sus palabras, se sentía deprimido por la amenazadora negrura del cielo y aquel gemir y silbar del viento. Por eso, al saltar sobre un costado del Buena Esperanza y dirigirse de nuevo hacia la caleta, se santiguó devotamente y encomendó a Dios las almas de cuantos se aventuraran a merced del mar.

En la caleta ya se habían reunido una docena de forajidos. Les entregaron el esquife, ordenándoles que se embarcaran sin demora.

Algo más adentro de la playa halló Dick a lord Foxham, que corría en su busca, oculto el rostro con una oscura capucha y cubierta su brillante armadura con un largo capote bermejo de pobre aspecto.

—Joven Shelton, ¿estáis decidido, verdaderamente, a haceros a la mar?

Milord —respondió Richard—; la casa está rodeada de hombres a caballo; sería imposible llegar a ella sin provocar la alarma; y, una vez advertido sir Daniel de nuestro propósito, no lograríamos llevarlo a buen término, a pesar de vuestra asistencia, más que cabalgando contra el viento. Ahora bien: dando un rodeo por mar corremos algún peligro por tener que luchar contra los elementos; pero (y esto compensa de sobra todo lo demás) tenemos la probabilidad de llevar a cabo lo que nos proponemos y rescatar a la doncella.

—Bien —contestó lord Foxham—. Conducidme. Os seguiré, en cierto modo, por vergüenza; pero confieso que preferiría estar en la cama.

—Por aquí, pues —dijo Dick—. Vamos a buscar a nuestro piloto.

Y abrió la marcha, dirigiéndose a la tosca taberna donde diera cita a varios de sus hombres. Algunos se hallaban rondando alrededor de la puerta; otros, más atrevidos, estaban ya dentro, eligiendo los lugares más próximos a aquél donde se hallaba sentado su camarada. Se reunieron en torno de Lawless y de los dos marineros. Éstos, a juzgar por su alterado rostro y sus turbios ojos, hacía ya rato que habían pasado de los límites de la moderación, y, al entrar Richard, seguido de cerca por lord Foxham, entonaban los tres una vieja y triste canción marinera, a coro con el continuo gemir del viento.

Lanzó Dick una rápida ojeada por todo aquel tugurio. Acababan de echar más leña al fuego, y éste arrojaba nubes de humo negro, por lo cual era difícil distinguir claramente los rincones apartados. Era evidente, sin embargo, que los forajidos eran muy superiores en número al resto de los clientes. Satisfecho sobre este punto, para el caso de un fracaso en la ejecución de su plan, se dirigió resueltamente hacia la mesa y volvió a ocupar su puesto en el banco.

—¡Eh! —gritó el patrón, ya borracho—. ¿Quién sois, eh?

—Quisiera hablar dos palabras con vos ahí fuera, master Arblaster —contestó Dick—, y de esto es de lo que vamos a hablar.

Al resplandor de la lumbre le mostró un noble de oro.

Los ojos del viejo marinero se encendieron como dos ascuas, aunque no reconociera al que le hablaba.

—Sí, muchacho —dijo—. Os acompaño. Compadre, vuelvo enseguida. Bebed de firme, compadre…

Y colgándose del brazo de Dick para asegurar sus vacilantes pasos, fue hacia la puerta de la taberna.

No bien hubo franqueado el umbral, diez fuertes brazos se apoderaron de él y le ataron; y en dos minutos, convertido en un fardo y con una buena mordaza en la boca, le arrojaron cuan largo era a un pajar vecino. Al momento, su sirviente Tom, asegurado de igual forma, fue a hacerle compañía, y los dos quedaron allí abandonados a sus torpes reflexiones durante la noche.

Como ya no había necesidad de ocultarse, a una señal convenida se reunieron los seguidores de lord Foxham, y la partida, apoderándose audazmente de cuantos botes requería su número, partieron en flotilla hacia la luz que brillaba en el aparejo de la embarcación. Mucho antes de que hubiera subido a cubierta el último de los forajidos, ya sonaban furiosos gritos en la playa, prueba de que al menos una parte de los marineros había descubierto la desaparición de sus botes.

Pero tarde era ya, tanto para recuperarlos como para tomar venganza. De los cuarenta hombres aguerridos que se reunieron en el barco robado, ocho estaban avezados al mar y podían perfectamente constituir la tripulación. Con la ayuda de éstos se izó una vela. Se picó el cable. Lawless, tambaleándose aún y cantando todavía a voz en grito el estribillo de una canción marinera, empuñó la larga caña del timón, y el Buena Esperanza comenzó a deslizarse velozmente en medio de la oscuridad de la noche desafiando la furia de las enormes olas que se alzaban más allá de la barra del puerto.

Tomó su sitio Richard junto al aparejo de barlovento. A excepción de la propia linterna del barco y algunas lucecillas de la ciudad de Shoreby, que quedaban a sotavento, todo estaba negro como boca de lobo. Sólo de vez en cuando y a medida que el Buena Esperanza se precipitaba vertiginosamente en el abismo de las olas, se rompía una de las crestas —una gran catarata de nívea espuma—, que vivía un instante, y un momento después corría a confundirse con la estela del barco y se desvanecía.

Muchos de los hombres de a bordo permanecían echados y agarrados a lo que podían, rezando en voz alta; otros, mareados, se habían arrastrado hasta el fondo del buque, echados de cualquier manera entre el cargamento. Y entre la extremada violencia de movimientos del barco y las continuas bravatas del borracho de Lawless, que todavía cantaba vociferando agarrado al gobernalle, hasta el más valiente de todos los de a bordo hubiera sentido no pocas dudas y funestos presagios acerca del resultado de todo aquello.

Pero Lawless, que como guiado por el instinto dirigía el rumbo por entre los rompientes, se lanzó a sotavento de un gran banco de arena, donde navegaron un rato en aguas tranquilas, y bien pronto abarloaban en un tosco malecón, donde precipitadamente fue amarrada la embarcación, que quedó cabeceando y chocando contra las piedras en la oscuridad.

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