La flecha negra

La flecha negra


Libro tercero. Lord Foxham. » 5. El Buena Esperanza (continuación)

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5. El Buena Esperanza (continuación)

NO SE hallaba el malecón a gran distancia de la casa en la que estaba Joanna. Lo que quedaba por hacer era sólo desembarcar a los hombres, poner fuerte cerco a la casa, forzar la puerta y llevarse a la cautiva. Podían despedirse, pues, del Buena Esperanza: había cumplido su misión de llevarles a retaguardia de sus enemigos, y la retirada, tanto si salían victoriosos como si fracasaban en su principal objetivo, deberían verificarla con mayores esperanzas en dirección al bosque y de las fuerzas de reserva de lord Foxham.

Pero el desembarco de los forajidos no era tarea fácil: muchos se habían mareado, todos se hallaban ateridos de frío, el desorden y la confusión de a bordo habían relajado su disciplina, el movimiento desusado del barco y la oscuridad de la noche les tenía acobardados. Se precipitaron, pues, todos en tropel sobre el malecón; milord, con la espada desenvainada contra sus propios partidarios, hubo de lanzarse al frente, y aquel tumultuoso impulso no pudo refrenarse sin cierto vocerío, muy lamentable en aquel caso.

Cuando se restableció un cierto orden, Dick partió al frente de unos cuantos hombres escogidos. La oscuridad en la playa, en contraste con los destellos de luz de los rompientes, apareció ante sus ojos como si fuera un cuerpo sólido, y los aullidos y silbidos de la tempestad ahogaban todo ruido menor.

Apenas había llegado al final de la escollera cuando cesó el ímpetu del viento, y entonces le pareció oír en la playa un sordo ruido de cascos de caballos y chocar de armas. Deteniendo a sus inmediatos seguidores, Dick se adelantó uno o dos pasos solo, y se alzó sobre una de las dunas; desde allí le pareció adivinar formas de hombres y de caballos que iban de un lado a otro. Le invadió un vivo desaliento. Si realmente sus enemigos estaban al acecho, si habían cercado el extremo del malecón camino de la playa, lord Foxham y él se hallaban en situación de difícil defensa, con el mar detrás y sus hombres amontonados en la oscuridad en un estrecho paso. Lanzó un cauteloso silbido, que era la señal previamente convenida.

Pero oyeron la señal muchos más de los que él deseaba.

Al instante, a través de la negra noche, cayó una lluvia de flechas disparada al azar, y tan apiñados estaban los hombres en la escollera, que más de uno fue herido, contestando a las flechas con gritos de espanto y dolor. Con aquella primera descarga lord Foxham cayó a tierra; Hawksley ordenó que le llevasen de nuevo a bordo inmediatamente, y sus hombres, durante la breve escaramuza que sucedió, lucharon —si es que siquiera luchaban— sin nadie que los guiara. Ésta fue, quizá, la causa principal del desastre que no se hizo esperar.

Al extremo del malecón, Dick se mantuvo firme, cosa de un minuto, con su puñado de hombres; hubo una o dos bajas por cada bando; se cruzaron los aceros; no se apreciaba la menor señal de ventaja cuando, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, cambió la suerte en contra de los del Buena Esperanza. Alguien gritó que todo estaba perdido. La gente se hallaba muy predispuesta a prestar oídos a cualquier consejo funesto y desalentador. Y el grito halló eco. «¡A bordo, muchachos, sálvese quién pueda!», gritó otro. Un tercero, con el típico instinto del cobarde, lanzó la voz inevitable que se alza en todas las retiradas: «¡Traición! ¡Nos han vendido!». Y en un momento aquella masa de hombres se lanzó, agolpándose y empujándose unos a otros, hacia atrás, hacia el malecón, volviendo sus indefensas espaldas a sus perseguidores y poblando la noche de pusilánimes alaridos.

Uno de aquellos cobardes empujaba hacia fuera la popa del barco, mientras otro trataba de retenerlo aún por la proa. Los fugitivos saltaban lanzando gritos, y eran halados a bordo o caían de espaldas en el mar, donde perecían. Algunos eran derribados por sus perseguidores en la misma escollera. Muchos se hirieron ellos mismos en la cubierta del buque por la ciega precipitación y el terror con que se atropellaban, saltando uno por encima de otro, y un tercero por encima de los dos. Al fin, deliberada o casualmente, quedó libre la proa del Buena Esperanza; Lawless, siempre alerta, y que a viva fuerza se había mantenido en su puesto junto al timón durante todo el tumulto y barullo, haciendo uso de su daga, al instante viró en la dirección debida. Comenzó una vez más a navegar el buque en aquel borrascoso mar, corriendo la sangre por los imbornales, repleta la cubierta de hombres caídos que se arrastraban luchando en la Oscuridad.

Lawless envainó entonces su daga y, volviéndose al que tenía más próximo, le dijo:

—Todos esos perros cobardes y aulladores llevan mi señal, compadre.

Mientras todos saltaban luchando para poner a salvo sus vidas, no parecieron advertir los hombres los terribles empujones y las puñaladas con que Lawless defendió su puesto en medio de la confusión y el tumulto. Pero acaso habían comenzado ya a darse cuenta más clara de lo ocurrido, o tal vez alguien más oyó las palabras del timonel.

Las tropas de las que se ha apoderado el pánico se rehacen lentamente, y los hombres que acaban de deshonrarse por cobardes, como si quisieran borrar el recuerdo de su falta, caen a veces en el extremo opuesto, en la insubordinación. Así ocurría ahora, y los mismos que habían tirado las armas y hubo que izar, con los pies por delante, al Buena Esperanza, comenzaron a gritar contra sus jefes y a exigir un castigo para alguien.

Blanco de este ruin sentimiento de hostilidad fue, al fin, Lawless.

Con objeto de tomar el largo conveniente, el viejo forajido había puesto la proa del Buena Esperanza rumbo a alta mar.

—¡Cómo! —gritó uno de los que refunfuñaban—. ¡Ahora nos lleva hacia alta mar!

—¡Es verdad! —exclamó otro—. No hay duda de que estamos vendidos.

Y comenzaron todos a vociferar a coro lo mismo, que los habían traicionado, y a reclamar con penetrantes gritos y abominables juramentos que Lawless virara en redondo y los condujera inmediatamente a tierra.

Pero Lawless, rechinando los dientes, continuó en silencio gobernando la nave del modo debido, guiando al Buena Esperanza entre las formidables olas. Entre borracho y picado en su dignidad, despreció en silencio las infamantes amenazas y vanos temores de los hombres. Los descontentos se reunieron a popa, detrás del mástil, y era evidente que, como los gallos del corral, «cantaban para infundirse valor». Pronto estarían dispuestos para cometer cualquier injusticia o ingratitud. Dick comenzó a trepar por la escala, ansioso de intervenir; pero uno de los forajidos, que también tenía algo de marinero, le ganó por la mano.

—Muchachos —comenzó—: Me parece que tenéis la cabeza más dura que un madero. Para regresar, primero hay que tomar el largo, ¿no es verdad? Y ese viejo Lawless…

Un puñetazo en la boca le impidió continuar; un momento después, rápidamente, como prende el fuego en un montón de paja seca, fue arrojado sobre cubierta, pisoteado y rematado a puñaladas por sus cobardes compañeros.

Estalló entonces la contenida ira de Lawless.

—¡Llevad, pues, el timón vosotros! —rugió lanzando una horrible maldición.

Y sin importarle un comino el resultado, soltó el timón.

El Buena Esperanza temblaba sobre la cresta de una inmensa ola. Se precipitó con velocidad vertiginosa por el lado opuesto. Inmediatamente otra ola, cual negra y enorme fortaleza, surgió frente a él, y, con vacilante embestida se hundió de cabeza en la líquida montaña. Las verdes aguas pasaron por encima, de proa a popa, en una masa que alcanzaba la altura de las rodillas de un hombre; la espuma subió más alta que el mástil, y el barco se levantó de nuevo del otro lado, con espantosa y trémula indecisión, como gigantesco animal mortalmente herido.

Seis o siete de los descontentos acababan de ser lanzados por la borda; en cuanto al resto, tan pronto como recobraron el habla, comenzaron a implorar a gritos a todos los santos del cielo y a suplicar a Lawless que volviera a empuñar la caña del timón.

No esperó Lawless a que se lo pidieran dos veces. El terrible resultado de su gesto de justo resentimiento le había serenado por completo. Mejor que nadie de cuantos a bordo estaban sabía cuán cerca estuvo el Buena Esperanza de irse a pique, y por la desmayada resistencia que había opuesto al mar, que no había desaparecido el peligro.

Dick, que había sido arrojado al suelo por la conmoción, y estuvo a punto de ahogarse, se alzó con el agua hasta las rodillas en la inundada sentina de proa y se fue arrastrando hasta donde estaba el viejo timonel.

—Lawless —dijo—, de ti dependemos todos; tú eres un valiente que sabe gobernar el buque. Voy a ponerte tres hombres de confianza que velen por tu seguridad.

—Es inútil, señor, es inútil —repuso el timonel, escudriñando a través de la oscuridad—. Por momentos nos alejamos de los bancos de arena y, por lo tanto, el mar aprieta cada vez con mayor violencia; en cuanto a esos llorones, muy pronto estarán tumbados de espaldas. Porque mirad, mi amo, podrá ser un misterio, pero es una gran verdad que jamás un hombre malo fue buen marinero. Sólo los honrados y los valientes pueden resistir este bailoteo del barco.

—No, Lawless —exclamó Dick riéndose—. Ése es un adagio de buen marinero que no tiene más alcance que el silbido del viento. Pero dime; por favor: ¿vamos bien? ¿Es apurada nuestra situación?

Master Shelton —repuso Lawless—; he sido franciscano (¡bendita sea mi suerte!), arquero, ladrón y marinero. De todos estos trajes, preferiría vestir a la hora de mi muerte el de fraile, como fácilmente comprenderéis, y el que menos me gustaría es el embreado chaquetón de John el marinero; y eso por dos razones excelentes: primero, porque la muerte puede pillarle a uno de repente; y segundo, por el horror de ahogarme en este gran remolino salado que tengo bajo mis pies.

Y Lawless dio una patada en el suelo.

—Sin embargo —añadió—, si no muero como un marinero esta noche, le deberé un gran cirio a Nuestra Señora.

—¿Es cierto? —preguntó Dick.

—Tal como os lo digo —respondió el forajido—. ¿No observáis cuán pesada y lentamente avanza el barco sobre las olas? ¿No oís cómo el agua ha inundado la bodega? Casi no obedece ya al timón. Esperad a que se hunda un poco más, y entonces lo veréis irse a pique como una piedra bajo vuestros pies o iremos a encallar a sotavento y se hará pedazos como una cuerda retorcida.

—Hablas con mucha tranquilidad —observó Dick—. ¿No tienes miedo?

—¿Por qué, señor? —replicó Lawless—. Si hubo un hombre con mala tripulación para llegar a buen puerto, ese hombre soy yo… fraile renegado, ladrón y todo lo demás. Pues bien, quizá os maraville, pero aún llevo en las alforjas provisión de esperanzas, y si he de ahogarme, creed que me ahogaré con la vista clara y la mano firme, master Shelton.

Dick no contestó palabra. Pero sorprendido de hallar tan resuelto de ánimo al viejo vagabundo y temiendo alguna nueva violencia o traición, fue en busca de tres hombres de confianza. La mayor parte de los hombres habían desaparecido de cubierta, que constantemente era barrida por la espuma y donde quedaban expuestos al frío viento de invierno. Se habían reunido, pues, en la bodega, entre los barriles de vino y alumbrados por dos oscilantes linternas.

Algunos seguían de juerga, brindando unos a la salud de otros y bebiendo grandes tragos del vino de Gascuña del patrón Arblaster. Pero como el Buena Esperanza continuaba luchando con las encrespadas olas, y popa y proa se alzaban alternativamente al aire para luego hundirse entre la espuma, el número de los alegres bebedores disminuía a cada nuevo bandazo. Muchos se sentaron aparte curándose las heridas, pero la mayoría yacían postrados por el mareo y gimiendo en el pantoque.

Greensheve, Cuckow y un joven de los que seguían a lord Foxham, en quien Dick se había fijado ya por su inteligencia y valor, seguían aún en condiciones de entender y dispuestos a obedecer. A éstos colocó Dick como guardias en torno al timonel; luego, dando una última mirada al negro cielo y al mar, bajó a la cámara adonde llevaron a lord Foxham sus criados.

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