La flecha negra

La flecha negra


Libro tercero. Lord Foxham. » 6. El Buena Esperanza (conclusión)

Página 24 de 42

6. El Buena Esperanza (conclusión)

LOS GEMIDOS del barón herido se mezclaban con los aullidos del perro del barco. El pobre animal, bien por la pena de verse separado de sus amigos, bien porque presagiase un peligro en la trabajosa lucha del buque, lanzaba sus aullidos a cada minuto, como cañonazos intermitentes en señal de duelo, por encima del rugir de las olas y del temporal, y los más supersticiosos creían oír en ellos doblar a muerto por el Buena Esperanza.

Habían colocado a lord Foxham en una litera, sobre un capote de piel. Una lamparilla ardía débilmente ante la Virgen colocada en la lámpara, y a su tenue resplandor vio Dick el pálido semblante y los hundidos ojos del herido.

—Estoy gravemente herido —dijo—. Acercaos, joven Shelton, quiero tener junto a mí a alguien que, al menos, sea bien nacido, pues después de disfrutar siempre de vida noble y regalada, bien triste y miserable trance es el de caer herido rastreando en ruin escaramuza y morir aquí en este sucio barco donde se hiela uno entre granujas y villanos.

—No, milord, no —objetó Dick—; yo pido a todos los santos y confío en que pronto os curaréis de vuestra herida y llegaréis sano y salvo a tierra.

—¿Cómo? —preguntó el lord—. ¿Llegar salvo a tierra? ¿Hay, pues, esperanzas?

—El barco avanza con dificultad, malo está el mar, contrario es el viento —respondió el muchacho—, y, por lo que me dice el timonel, mucho será que lleguemos a tierra a pie enjuto.

—¡Ah! —exclamó el barón tristemente—. ¡Todos los terrores me asaltarán así en el tránsito de la muerte! ¡Pedid a Dios, caballero, que os conceda una existencia mísera y morir tranquilamente, mejor que veros toda la vida ensalzado y regalado a son de gaita y tamboril, para que luego, en vuestras postreras horas, os veáis hundido en la desdicha! Sea como fuere, tengo algo en la mente que no admite dilación. ¿No tenemos cura a bordo?

—Ninguno —contestó Dick.

—Atendamos, entonces, a mis intereses profanos —resumió lord Foxham—. Cuando haya muerto, debéis mostraros tan buen amigo mío como intrépido enemigo fuisteis en vida. Caigo en mala hora para mí, para Inglaterra y para los que en mí confiaron. Mis hombres son conducidos por Hamley… el que era vuestro rival; se reunirán en la sala grande de Holywood; este anillo que sacaréis de mi dedo acreditará que obráis por orden mía; además, escribiré dos palabras en este papel, ordenando a Hamley que os ceda la damisela. ¿Obedeceréis? No lo sé.

—Pero, milord, ¿de qué órdenes habláis?

—Sí —exclamó el barón—, sí: órdenes. —Y miró a Dick con aire perplejo—: ¿Sois de los Lancaster o de los York? —preguntó al fin.

—Vergüenza me da decirlo —contestó Dick—, pero no puedo contestaros clara y terminantemente. Lo que tengo por cierto, sin embargo, es que desde el momento en que sirvo a Ellis Duckworth, sirvo a la casa de York. Pues bien, siendo así, me declaro en favor de York.

—Está bien —dijo lord Foxham—, perfectamente. Porque, en verdad, si hubierais preferido a Lancaster, no sé yo entonces lo que hubiera hecho: Pero desde el momento que optáis por York, escuchadme: yo tan sólo vine aquí para vigilar a esos lores de Shoreby, mientras el excelente y joven Richard de Gloucester preparaba un ejército suficiente para caer sobre ellos y dispersarlos. He tomado notas de sus fuerzas, de las guardias que han montado y de dónde están situadas; todos estos datos debía yo entregarlos a mi joven lord el domingo, una hora antes del mediodía, en la Cruz de Santa Brígida, junto al bosque. No es probable que yo pueda acudir a la cita; pero os ruego que, por cortesía, acudáis vos en mi lugar; y ved que ni placer, ni dolor, tempestad, herida o pestilencia, os impidan llegar a la hora y sitio convenidos, porque van en ello la suerte y la prosperidad de Inglaterra.

—Solemnemente me comprometo a ello —dijo Dick—. En cuanto de mí dependa, quedará cumplida esta misión.

—Está bien —dijo el herido—. Milord el duque os dará otras órdenes, y si le obedecéis con celo y valor, vuestra fortuna está hecha. Acercadme ahora algo más la lamparilla, hasta que escriba esas líneas que he de daros.

Escribió una breve misiva «a su honorable pariente sir John Hamley», y luego otra que dejó sin sobrescrito.

—Ésta es para el duque —dijo—. El santo y seña es: «Inglaterra y Eduardo», y la contraseña «Inglaterra y York».

—¿Y Joanna, milord? —preguntó Dick.

—No, a Joanna la conseguiréis como podáis —replicó el barón—. En estas dos cartas os nombro elegido mío; pero a ella la habréis de conquistar por vos mismo, muchacho. Como estáis viendo, yo lo he intentado, y he perdido la vida. Más no podría hacer hombre viviente.

El herido comenzaba a sentirse muy fatigado y Dick, metiéndose los preciados papeles en su seno, le dio ánimos y le dejó para que descansara.

Apuntaba el día, frío y sereno, con volanderos copos de nieve. Muy cerca, a sotavento del Buena Esperanza, se extendía la costa, alternando en ella los rocosos promontorios y las bahías arenosas; más cerca de tierra, destacaban contra el cielo las cumbres de Tunstall, pobladas de bosques. Viento y mar se habían apaciguado; pero el barco navegaba casi hundido y apenas se levantaba sobre las olas.

Lawless se encontraba aún junto al timón, y ya entonces casi todos los hombres habían ido arrastrándose hasta cubierta, y con sus caras lívidas miraban atentamente la costa inhóspita.

—¿Vamos a tierra? —preguntó Dick.

—Sí —contestó Lawless—, a menos que antes nos vayamos al fondo.

En aquel instante el buque se alzó tan lánguidamente ante un golpe de mar, y con tanta fuerza batió el agua sobre la bodega que Dick, involuntariamente, asió el brazo al timonel.

—¡Por la misa! —exclamó Dick cuando la proa del Buena Esperanza reapareció sobre la espuma—. Creía que nos íbamos a pique. El corazón se me subió a la garganta.

En el combés, Greensheve, Hawksley y los hombres más escogidos de ambos grupos o compañías que había a bordo estaban rompiendo a toda prisa la cubierta para construir una balsa. A ellos se sumó Dick, trabajando con ahínco para ahogar el recuerdo de la difícil situación en que se hallaba. Mas, aun en medio de su tarea, cada golpe de mar que azotaba a la pobre embarcación y cada nuevo bandazo, mientras vacilaba revolcándose entre las olas, le recordaba con horrible angustia la proximidad de la muerte.

Enseguida, al levantar la vista de su trabajo, observó que se hallaban casi debajo de un promontorio; un trozo de acantilado que se había desprendido, contra cuya base rompía el mar en abundante espuma, casi sobresalía de la cubierta, y por encima de aquél aparecía una casa coronando una duna.

Dentro de la bahía retozaban alegremente las olas; alzaron al Buena Esperanza sobre sus hombros, cubiertos de espuma; arrebataron el mando al timonel y, en un momento, arrojaron al barco con violento impulso sobre la arena y rompieron las olas contra él a la altura de la mitad del mástil, haciéndole bambolearse de un lado a otro. Siguió otra gran oleada; lo levantó de nuevo y se lo llevó más hacia dentro aún; y luego otra ola llegó a sucederla, dejándolo sobre la costa de los más peligrosos arrecifes, clavado como una cuña en un bajío.

—Bien, muchachos —exclamó Lawless—; los santos nos han protegido. La marea baja; sentémonos a beber un vaso de vino y antes de media hora podréis marchar por tierra con tanta seguridad como si caminaseis sobre un puente.

Barrenaron un barril y, sentándose donde encontraron refugio que les librase de la nieve y de la espuma, los náufragos pasaron el vaso de mano en mano, procurando hacer entrar el cuerpo en calor y levantar los abatidos ánimos.

Volvió Dick, entretanto, junto a lord Foxham, a quien halló perplejo y atemorizado, cubierto de agua su camarote hasta la altura de la rodilla, y la lámpara, que era su única luz, rota y apagada con la violencia del golpe.

Milord —dijo el joven Shelton—; no temáis nada. Evidentemente los santos nos protegen: las olas acaban de arrojarnos sobre un banco de arena, y en cuanto baje la marea podremos ir por nuestro pie a la playa.

Casi transcurrió una hora antes de que el mar hubiera descendido lo suficiente para dejar libre el buque, y pudieran al fin emprender la marcha hacia tierra, que surgía confusamente ante ellos a través de una espesa nevada.

Sobre un montículo, que se elevaba a un lado de su camino, un grupo de hombres se apiñaba observando recelosamente los movimientos de los recién llegados.

—Bien podrían acercarse y prestarnos auxilio —observó Dick.

—Bueno, si ellos no vienen hacia nosotros, vayamos nosotros a su encuentro —dijo Hawksley—. Cuanto más pronto lleguemos a un buen fuego y cama seca, mejor para mi pobre lord.

Pero no habían avanzado mucho en dirección al montículo cuando aquellos hombres, de común acuerdo, se pusieron en pie y arrojaron sobre los náufragos una lluvia de bien dirigidas flechas.

—¡Atrás, atrás! —gritó el lord—. ¡En nombre del cielo, guardaos de contestar!

—No —exclamó Greensheve, arrancándose una flecha que se le había clavado en la cota de cuero—. No estamos en situación de luchar, enteramente empapados, jadeantes como perros y medio helados; pero por el amor de nuestra vieja Inglaterra, ¿a santo de qué viene el disparar tan cruelmente contra sus propios paisanos hundidos en la desgracia?

—Nos toman por piratas franceses —contestó lord Foxham—. En estos turbulentos y degenerados tiempos, no podemos guardar nuestras propias costas, y nuestros antiguos enemigos, a quienes antaño perseguíamos por mar y tierra, piratean ahora por todas partes a su placer, robando, matando o incendiando. Es la pena y el baldón de este desventurado país.

Los hombres del montículo se quedaron al acecho, observándoles atentamente, mientras ellos se alejaban de la playa y se internaban en las desoladas colinas de arena.

Llegaron aun a seguirles de lejos durante una o dos millas, dispuestos a descargar otra nube de flechas sobre los cansados y deprimidos fugitivos a una señal; sólo cuando, al fin, llegaron a terreno firme de un camino real y comenzó Dick a formar a sus hombres en orden marcial, desaparecieron silenciosamente entre la nieve aquellos celosos guardianes de la costa de Inglaterra.

Ya habían logrado lo que se proponían: proteger sus casas y sus tierras, sus familias y sus ganados, y salvados ya sus intereses particulares, poco le importaba a ninguno de ellos que los franceses llevaran sangre y fuego a todas las demás parroquias del reino de Inglaterra.

Ir a la siguiente página

Report Page