La flecha negra

La flecha negra


Libro cuarto. El disfraz. » 1. La madriguera

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1. La madriguera

EL SITIO por donde Dick había salido al camino real no estaba lejos de Holywood, y distaba nueve o diez millas de Shoreby-on-the-Till. Allí, después de asegurarse de que nadie les perseguía, se separaron los dos grupos. Los hombres de lord Foxham partieron, llevando a su señor herido, en busca de la comodidad y el abrigo de la gran abadía, y al verles desaparecer Dick tras la espesa cortina de la nieve que caía, se quedó con una docena de sus forajidos, últimos restos de su partida de voluntarios.

Algunos estaban heridos y todos, sin excepción, furiosos por su mala suerte y difícil situación; harto helados y hambrientos para hacer otra cosa, refunfuñaban lanzando foscas miradas a sus jefes. Dick repartió su bolsa entre ellos sin quedarse nada; les dio las gracias por el valor que habían mostrado, aunque con mucho gusto hubiérales echado en cara su cobardía; y así, una vez suavizado un tanto el mal efecto de sus prolongadas desdichas, los despachó para que, agrupados o por parejas, encontrasen por sí mismos el camino que había de llevarles a Shoreby y a La Cabra y la Gaita.

Por su parte, influido por lo que acababa de ver a bordo del Buena Esperanza, eligió a Lawless como compañero de ruta. Caía la nieve sin pausa ni variación alguna, como una nube igual y cegadora; calmado el viento, ya no oía su soplido, y el mundo entero parecía borrado y sepultado bajo el sudario de aquella silenciosa inundación. Grande era el riesgo que corrían de perderse en el camino y perecer entre montones de nieve; por ello Lawless, precediendo siempre algo a su compañero, con la cabeza levantada como perro de caza que ventea, iba avizorando cada árbol y estudiando la ruta como si gobernara un barco entre escollos.

A eso de una milla en el interior del bosque se hallaron en un cruce de caminos, bajo un bosquecillo de altos y retorcidos robles. Aun en el reducido horizonte que dejaba la nieve al caer, era aquél un lugar que nadie podía dejar de reconocer, y evidentemente Lawless lo reconoció con indecible satisfacción.

—Ahora, master Richard —dijo—; si no sois demasiado orgulloso para convertiros en el huésped de un hombre que no es de hidalga cuna, ni siquiera buen cristiano, puedo ofreceros un vaso de vino y un buen fuego que derrita el tuétano de vuestros helados huesos.

—Guíame, Will —contestó Dick—. ¡Un vaso de vino y un buen fuego! ¡Sólo por verlos sería capaz de andar lago trecho!

Torció a un lado Lawless, bajo las desnudas ramas de los árboles, y avanzando resueltamente en línea recta durante un rato, llegó ante un escarpado hoyo o caverna, que la nieve había cubierto ya en su cuarta parte. Sobre el borde colgaba una haya gigantesca con las raíces al aire, y por allí, apartando el forajido un montón de ramas secas, desapareció en las entrañas de la tierra.

Algún furioso vendaval había casi desarraigado el haya y arrancado buena porción de césped, y allí debajo había cavado Lawless su selvático escondrijo. Las raíces servían de vigas; de techo de bálago el césped, y de paredes y suelo la madre tierra. A pesar de lo tosco de todo aquello, el hogar, que estaba en un rincón, ennegrecido por el fuego, y la presencia de un arcón de roble con refuerzos de hierro demostraban, a la primera ojeada, que aquello era la cueva de un hombre y no la madriguera de un animal excavador.

A pesar de haberse amontonado la nieve en la boca, tamizándose hasta llegar al suelo de aquella caverna de tierra, el aire era mucho más cálido que afuera, y cuando Lawless hizo saltar una chispa y los secos haces de retama comenzaron a arder crepitando en el hogar, aquel lugar adquirió cierto aire de casero bienestar.

Exhalando un suspiro de satisfacción, Lawless extendió sus manazas ante la lumbre y pareció complacerse aspirando el humo.

—Aquí tenéis, pues —dijo—, la madriguera del viejo Lawless. ¡Quiera el cielo que no entre aquí ningún perro raposero! Mucho he robado yo por el mundo desde que tenía catorce años y huí por vez primera de mi abadía, con la cadena de oro del sacristán y un misal que vendí por cuatro marcos. He estado en Inglaterra, y en Francia, y en Borgoña, y en España también en peregrinación por el bien de mi pobre alma, y en el mar, que no es país de nadie. Pero mi sitio está aquí, master Shelton. Mi patria es esta madriguera en la tierra. Llueva o sople el viento… luzca abril y canten los pajarillos y caigan las flores en torno a mi lecho, o venga el invierno y me sienta solo con mi buen compadre el fuego mientras el petirrojo gorjea en el bosque… aquí están mi iglesia y mi mercado, mi mujer y mi hijo. Aquí vuelvo a refugiarme siempre, y aquí, ¡quiéranlo los santos!, quisiera morir.

—No hay duda de que es un rincón caliente —observó Dick—, agradable y escondido.

—Necesita serlo —repuso Lawless—, porque si lo descubriesen, master Shelton, me destrozarían el corazón. Pero aquí —añadió escarbando con sus gruesos dedos en el arenoso suelo—, aquí está mi bodega y vais a probar una botella de fuerte y excelente cerveza añeja.

Tras haber ahondado un poco, en efecto, sacó de allí un botellón de cuero, de un galón aproximadamente, lleno casi en sus tres cuartas partes de un vino muy fuerte y dulce, y una vez que bebieron como buenos amigos cada uno a la salud del otro y avivaron el fuego, que brilló de nuevo, se tumbaron cuan largos eran, deshelándose y humeando y sintiéndose, en fin, divinamente calientes.

Master Shelton —observó el forajido—: Dos fracasos habéis sufrido últimamente, y es probable que os quedéis sin la doncella… ¿estoy en lo cierto?

—Sí, cierto es —insistió Dick.

—Pues bien —prosiguió Lawless—; escuchad a un viejo loco que ha estado en casi todas partes y ha visto casi de todo. Os ocupáis demasiado de los asuntos ajenos, master Dick. Servís a Ellis, pero él no desea más que la muerte de sir Daniel. Trabajáis por lord Foxham, bien… ¡qué los santos le protejan! Sin duda sus intenciones son buenas. Pero trabajad ahora por cuenta propia, buen Dick. Id sin rodeos en busca de la doncella. Cortejadla, para que no os olvide. Estad preparado, y en cuanto la ocasión se presente… ¡a galope con ella en el arzón!

—Sí, Lawless; pero no hay duda de que está ahora en la propia mansión de sir Daniel —repuso Dick.

—Hacia allí iremos entonces —replicó el forajido. Dick le miró sorprendido.

—Sé muy bien lo que me digo —afirmó Lawless—. Y si tan poca fe tenéis que vaciláis ante una palabra, mirad.

Sacando del seno una llave, el forajido abrió el arcón de roble y, rebuscando en su fondo, sacó primero un hábito de fraile, un cíngulo de cuerda y luego un enorme rosario de madera, tan pesado que bien pudiera servir de arma.

—Esto es para vos. Ponéoslo.

Una vez se hubo disfrazado Dick con el hábito, sacó Lawless unos colores y un pincel y procedió con la mayor habilidad a desfigurar con ellos sus facciones. Espesó y alargó sus cejas, análoga operación practicó con el bigote, que en él apenas era visible, y con unos trazos en torno a los ojos cambió su expresión y aumentó aparentemente la edad de aquel juvenil monje.

—Ahora —añadió—, cuando haya yo hecho lo propio conmigo mismo, seremos la más gentil pareja de frailes que la vista pudiera desear. Audazmente nos presentaremos en casa de sir Daniel, y allí nos prestarán hospitalidad, por el amor de Nuestra Madre la Iglesia.

—Y ¿cómo podré pagaros yo ahora, querido Lawless? —exclamó el muchacho.

—Callad, hermano —contestó el forajido—. Nada hago que no sea por mi gusto. No os preocupéis de mí. Yo, ¡por la misa!, soy de los que saben cuidar de sí mismo. Cuando algo me falta, larga tengo la lengua y tan clara la voz como la campana del monasterio…, y pido, hijo mío, y cuando el pedir no da resultado, generalmente me lo tomo yo mismo.

El viejo pillo hizo una graciosa mueca, y aunque a Dick le desagradara deber tan grandes favores a tan equívoco personaje, no pudo reprimir la risa.

Volvió Lawless al arcón y se disfrazó de modo parecido a Dick, pero con sorpresa, el joven se percató de que su compañero ocultaba bajo el hábito un haz de flechas negras.

—¿Por qué hacéis eso? —preguntó el muchacho—. ¿Por qué lleváis flechas, si no tenéis arco?

—¡Ah! —replicó Lawless alegremente—. Es muy probable que haya cabezas rotas, por no decir espinazos, antes de que vos y yo salgamos sanos y salvos del lugar adonde vamos, y si alguien cae en la lucha, quisiera yo que del hecho se llevara la fama nuestra partida. Una flecha negra, master Shelton, es el sello de nuestra abadía; muestra quién escribió el mensaje.

—Si tan cuidadosamente os preparáis —observó Dick— también llevo yo unos papeles que, por mi propio interés y el de los que me los confiaron, estarían mucho mejor aquí que llevándolos encima, expuestos a que me los encontraran. ¿Dónde podré esconderlos, Will?

—No, eso no es cosa mía —repuso Lawless—. Yo me voy ahí, al bosque, y me entretendré silbando una canción. Entretanto, enterradlos vos donde os plazca y allanad bien la arena después.

—¡Jamás! —exclamó Richard—. Confío en vos, hombre. No voy a cometer ahora la bajeza de desconfiar.

—Hermano, sois un niño —replicó el viejo forajido, quedándose parado en la boca de la cueva y volviendo el rostro hacia su compañero—; cristiano viejo soy y no traidor a los de mi sangre, ni inclinado a escatimar la mía cuando un amigo está en peligro. Pero, chiquillo loco, soy ladrón de oficio, de nacimiento y por hábito. ¡Si mi botella estuviera vacía y seca mi boca, os robaría, querido niño, tan cierto como que os quiero, os respeto y admiro vuestras cualidades y vuestra persona! ¿Puedo hablaros con mayor claridad? No.

Y haciendo chasquear sus gruesos dedos, se lanzó hacia fuera entre los matorrales.

Al quedarse solo Dick, y después de pensar con asombro en las inconsistencias de carácter de su compañero, sacó rápidamente los papeles, que revisó y enterró. Sólo uno se reservó para llevarlo encima, puesto que en nada comprometía a sus amigos y, en cambio, podía servirle como arma en contra de sir Daniel. Era la carta del caballero dirigida a lord Wensleydale, enviada por medio de Throgmorton el día de la derrota de Risingham, y hallada el siguiente por Dick sobre el cadáver del mensajero.

Pisoteando los rescoldos del fuego, salió Dick de la caverna y fue al encuentro del viejo forajido, que le esperaba bajo las desnudas ramas de los robles y comenzaba a estar ya cubierto de los copos de nieve que iban cayendo. Se miraron uno a otro y se echaron a reír: tan perfectos y jocosos eran los disfraces.

—No me disgustaría, de todos modos —murmuró Lawless— que estuviéramos ahora en verano y en día claro para poder mirarme mejor en el espejo de algún estanque. Muchos de los hombres de sir Daniel me conocen; y si nos descubrieran, pudiera ser que respecto a vos hubiera más de un parecer; por lo que a mí toca, en menos que se reza un padrenuestro estaría yo pataleando, colgado de una cuerda.

Tomaron ambos el camino de Shoreby, el cual en esta parte de su curso seguía de cerca las márgenes del bosque, saliendo de cuando en cuando al campo abierto y pasando junto a algunas casas de gente pobre y modestas heredades.

De pronto, a la vista de una de éstas, Lawless se detuvo.

—Hermano Martin —dijo en voz perfectamente desfigurada y apropiada a su hábito monacal—: Entremos a pedir limosna a estos pobres pescadores. Pax vobiscum. Sí —añadió con su voz natural—; es tal como yo me temía. Se me ha olvidado algo el tonillo quejumbroso y, con vuestra venia, mi buen master Shelton, tendréis que permitirme practicar en estos rústicos lugares, antes de arriesgar mi rollizo pescuezo entrando en casa de sir Daniel. Pero fijaos un momento, cuán excelente cosa es saber de todo un poco. Si no hubiese sido marinero, os habríais hundido sin remedio en el Buena Esperanza; si no fuese ladrón, no hubiera podido pintaros la cara; y de no haber sido fraile, cantado de firme en el coro y comido a dos carrillos en el refectorio, no podría llevar este disfraz sin que hasta los perros nos descubriesen y nos ladrasen por impostores.

Se hallaba ya junto a una ventana de la casa de labor, y poniéndose de puntillas, atisbó el interior.

—¡Vaya! —exclamó—. Mejor que mejor. Aquí vamos a poner a prueba nuestras caras, y encima vamos a divertirnos burlándonos del hermano Capper.

Así diciendo, abrió la puerta y entró en la casa.

Tres de los de su partida se hallaban ante la mesa, comiendo vorazmente. Sus puñales, clavados junto a ellos en las tablas, y las foscas y amenazadoras miradas que sin cesar lanzaban sobre la gente de la casa demostraban que el festín se debía más a la fuerza que a la voluntad. Contra los dos frailes, que, con cierta humilde dignidad, penetraban ahora en la cocina, se volvieron con evidente enojo, y uno de ellos —John Capper en persona— que, al parecer, asumía el papel de director, les ordenó con malos modos que se retiraran inmediatamente.

—¡No queremos mendigos aquí! —gritó.

Mas otro —aunque muy lejos de reconocer a Dick y a Lawless— se inclinó a procedimientos más moderados.

—¡Nada de eso! —gritó—. Nosotros somos hombres fuertes y tomamos las cosas; ellos son débiles e imploran; pero al final, ellos serán los que venzan y nosotros los que caigamos debajo. No le hagáis caso, padre; acercaos, bebed en mi vaso y dadme la bendición.

—Sois hombres de espíritu ligero, carnal y maldito —dijo el fraile—. ¡No permita el cielo que yo beba jamás en semejante compañía! Mas oídme: por la lástima que me inspiran los pecadores, aquí os dejo una reliquia bendita, y por el bien de vuestra alma os pido la beséis y conservéis con cariño.

Al principio, Lawless lanzaba sus palabras contra ellos como un fraile predicador; pero, al llegar a las últimas, sacó de debajo de su hábito una flecha negra, la arrojó con fuerza sobre la mesa, frente a los tres asombrados forajidos, se volvió al instante y llevándose consigo a Dick, salió de la estancia y se perdió de vista entre la nieve que caía, antes de que tuvieran tiempo de pronunciar una sola palabra o de mover un dedo.

—Hemos puesto a prueba nuestros falsos rostros, master Shelton —dijo—. Ahora estoy dispuesto a arriesgar mi pobre pellejo donde queráis.

—Bien —repuso Richard—. Me muero ya de impaciencia por hacer algo. ¡Partamos hacia Shoreby!

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