La flecha negra

La flecha negra


Libro cuarto. El disfraz. » 2. «En casa de mis enemigos»

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2. «En casa de mis enemigos»

ERA LA residencia de sir Daniel en Shoreby una mansión alta, espaciosa y enlucida, con cerco de roble tallado y cubierta por techo de bálago muy bajo. Por su parte posterior se extendía un jardín lleno de árboles frutales y frondosos bosquecillos, dominado en un lejano extremo por la torre de la iglesia de la abadía.

Hubiera podido alojarse en el edificio, si hubiera sido menester, el séquito de cualquier personaje más principal que sir Daniel, pero sólo con el que en este momento albergaba, el bullicio era ya extremado. Resonaban en el patio ruidos de armas y de herraduras; la cocina, donde la actividad era continua, parecía una rumorosa colmena; de la sala llegaban las voces de los trovadores y músicos y los gritos de los titiriteros. Sir Daniel, en su prodigalidad, en el fausto y ostentación de su morada, rivalizaba con lord Shoreby y eclipsaba a lord Risingham.

Todo huésped era allí bien recibido. Bardos, saltimbanquis, jugadores de ajedrez, vendedores de reliquias, medicinas, perfumes y sortilegios, y con ellos toda clase de clérigo, fraile o peregrino, eran bienvenidos en la mesa de inferior categoría y dormían juntos en los espaciosos desvanes o en las desnudas tablas del largo comedor.

La tarde siguiente al naufragio del Buena Esperanza, la despensa, las cocinas, las cuadras, los cobertizos para carros que rodeaban dos de los lados del patio, se hallaban llenos de desocupados, algunos pertenecientes a la servidumbre y vestidos de librea morada y azul, y otros forasteros de carácter indefinido que la codicia atraía a la ciudad y eran recibidos por el caballero por razones políticas y porque ésa era la costumbre de la época.

La nieve, que seguía cayendo sin interrupción, la extremada frialdad del aire y la proximidad de la noche, eran motivos suficientes para retenerlos allí, al abrigo de un techo. El vino, la cerveza y el dinero corrían en abundancia; muchos jugaban tendidos sobre la paja del granero, y muchos seguían aún ebrios desde la comida del mediodía.

A los ojos de un hombre moderno, hubiera parecido aquello el saqueo de una ciudad; a los ojos de un contemporáneo ocurría lo que en cualquier otra noble y rica morada en tiempo de fiesta.

Dos monjes, joven el uno y viejo el otro, habían llegado a última hora y se calentaban al fuego en un rincón del cobertizo. Una abigarrada muchedumbre les rodeaba: juglares, charlatanes y soldados; y con ellos había entablado el más viejo una conversación tan animada, y cruzado tan estentóreas carcajadas y chistes, que el grupo crecía por momentos.

Su joven compañero (en quien el lector ya habrá reconocido a Dick Shelton) se había sentado algo más atrás, y poco a poco fue apartándose. Escuchaba, en verdad, atentamente; pero no despegaba los labios, y, por la grave expresión de su semblante, no parecía hacer mucho caso de las bromas de su compañero.

Al fin, su vista, que vagaba inquieta continuamente, observando todas las entradas de la casa, se iluminó al ver una pequeña comitiva que penetraba por la puerta principal y cruzaba el patio en dirección oblicua. Dos damas, embozadas en gruesas pieles, abrían la marcha; las seguían un par de camareras y cuatro fornidos hombres de armas. Un momento después desaparecieron en el interior de la casa y Dick, deslizándose entre la muchedumbre de haraganes reunidos en el cobertizo, siguió sus pasos ansiosamente.

La más alta de las dos es lady Brackley —pensó— y donde está lady Brackley no andará muy lejos Joanna.

En la puerta de la casa se quedaron los cuatro hombres de armas; las damas subían ahora la escalera de bruñido roble, sin más escolta que las dos camareras. Dick las seguía de cerca. Era ya la hora del crepúsculo, pero en la casa parecía ya que fuera de noche. En los descansillos de la escalera brillaban antorchas en soportes de hierro, y a lo largo de alfombrados corredores ardía una lámpara frente a cada puerta. Y, donde ésta se hallaba entreabierta, pudo ver Dick las paredes tapizadas y los suelos cubiertos de juncos, reluciendo al resplandor de los fuegos de leña.

Dos pisos llevaban ya subidos y en cada descansillo la más joven y más baja de ambas damas se había vuelto para mirar fijamente al fraile. Como él conservaba bajos los ojos, afectando la gravedad de maneras que correspondía a su disfraz, no había podido verla más que una vez, y no pudo darse cuenta de que había llamado su atención. De pronto, en el piso tercero, el grupo se separó y la dama más joven continuó sola su ascensión, mientras la otra, seguida por las dos camareras, tomó por el corredor hacia la derecha.

Dick subió rápidamente y, escondiéndose en un rincón, asomó la cabeza y siguió con la vista a las tres mujeres. En línea recta y sin mirar atrás, continuaron ellas alejándose por el corredor.

Perfectamente —pensó Dick—. Si averiguo dónde está la cámara de lady Brackley, mucho será que no encuentre a la dama Hatch cumpliendo algún encargo.

En aquel preciso instante una mano se posó sobre su hombro, y dando un salto y sofocando un grito, se volvió para coger a la persona de la mano.

Se quedó avergonzado al ver que la persona que tan bruscamente había asido era la joven de las pieles. Ella, por su parte, se había quedado pasmada y muda de terror, temblando toda ella al sentirse cogida de tal modo.

—Señora —dijo Dick, soltándola—, os pido mil perdones; pero no tengo ojos en la espalda, y en verdad, no podía adivinar que erais una doncella.

La muchacha seguía mirándole; pero su terror comenzaba ya a trocarse en sorpresa y su sorpresa en recelo. Dick, al leer en su rostro el cambio que iba operándose en su espíritu, empezó a temer por su propia seguridad en aquella casa hostil.

—Hermosa doncella —dijo, afectando tranquilidad—, permitidme besar vuestra mano, como prueba de que perdonáis mi rudeza, y me marcharé inmediatamente.

—Extraño monje sois, joven caballero —replicó la damisela, mirándole con atrevimiento y suspicacia a un tiempo—. Ahora que he vuelto en mí de mi asombro, me parece adivinar al seglar en cada palabra que pronunciáis. ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué andáis así sacrílegamente disfrazado? ¿Venís en son de paz o de guerra? Y, ¿por qué espiáis a lady Brackley como si fuerais un ladrón?

—Señora —repuso Dick—, de una cosa os ruego que no dudéis: no soy un ladrón. Y aunque viniese en son de guerra, como en cierto modo vengo, entended que no hago yo la guerra a hermosas doncellas; por tanto os suplico que me imitéis y me dejéis marchar. Porque, en verdad os digo, bella señora: gritad si así os place; lanzad sólo un grito y explicad lo que habéis visto… y este pobre caballero que os está hablando será muy pronto hombre muerto. No puedo creer que seáis tan cruel —añadió Dick.

Y cogiéndole a la muchacha una mano, que retuvo suavemente entre las suyas, la miró con cortés admiración.

—¿Sois, pues, espía?… ¿Un yorkista? —preguntó la doncella.

—Señora —contestó él—, soy, en efecto, un yorkista y, en cierto modo, espía. Pero lo que a esta casa me trajo, lo mismo que ha de ganarme vuestra piedad, interesando en favor mío vuestro corazón, nada tiene que ver con York ni con Lancaster. Voy a poner por entero mi vida en vuestras manos, a discreción vuestra. Soy un enamorado y mi nombre…

En este momento la joven puso rápidamente su mano sobre la boca de Dick, miró precipitadamente hacia arriba y hacia abajo y, viendo libre de enemigos el terreno, comenzó a llevarse al joven, con gran fuerza y vehemencia, escaleras arriba.

—¡Silencio! —le dijo—, y venid. Ya hablaréis después.

Algo desconcertado, Dick se dejó conducir hacia arriba, fue empujado a lo largo del corredor y metido de pronto en un aposento alumbrado, como tantos otros, por un leño que ardía en la chimenea.

—Y ahora —dijo la damisela obligándole a sentarse en un taburete— sentaos ahí y obedeced mi soberana voluntad. En mi mano está vuestra vida o vuestra muerte y no he de sentir el menor escrúpulo al abusar de mi poder. Fijaos bien: me habéis maltratado cruelmente el brazo. ¡Y dice que no sabía que era una doncella! ¡Pues si llega a saber que lo era, se quita el cinto y me da de correazos con él!

Y tras estas palabras, salió vivamente de la estancia y dejó a Dick boquiabierto de sorpresa y no muy seguro de si estaba soñando o despierto.

—¡Quitarme el cinto para darle de correazos! —se repetía una y otra vez.

Y el recuerdo de cierta tarde en el bosque acudió a su mente, y una vez más le pareció ver a Matcham queriendo hurtar el cuerpo y mirándole con ojos suplicantes.

Mas entonces le asaltó el temor de los peligros presentes. En el aposento contiguo percibía un ruido como de alguien que se moviera precipitadamente; luego siguió un suspiro que sonó extrañamente cerca; después un crujir de faldas. Escuchando atentamente estaba cuando vio moverse el tapiz que cubría una de las paredes, oyó el ruido de una puerta al abrirse, las colgaduras se separaron y con una lámpara en la mano entró en la estancia Joanna Sedley.

Iba ataviada con costosas ropas de oscuros y cálidos colores, como corresponde a la estación de las nieves. El cabello lo llevaba recogido en lo alto, como si ciñera una corona. Y aquélla que tan pequeña y desmañada parecía con el traje de Matcham, surgió ahora esbelta como un sauce joven y se deslizaba sobre el piso como si despreciara la molesta tarea de andar.

Sin un estremecimiento, sin un temblor, levantó la lámpara y contempló al joven monje.

—¿Qué os ha traído aquí, buen hermano? —le preguntó—. Sin duda os dirigieron mal. ¿Por quién pregunta?

Y colocó la lámpara sobre una repisa.

—¡Joanna!… —exclamó Dick, y la voz se le anudó en la garganta—. ¡Me dijiste que me amabas, y yo, loco de mí, lo creí!

—¡Dick! —exclamó ella a su vez—. ¡Dick!

Con gran asombro del muchacho, la hermosa y esbelta damisela avanzó un paso y, enlazando sus brazos a torno a su cuello, le dio cien besos en uno solo.

—¡Oh, loco! —exclamó ella—. ¡Oh, Dick mío! ¡Si pudieras verte! ¡Ay! —añadió haciendo una pausa—. ¡Te he estropeado el rostro, Dick! Te he borrado un poco de pintura. Pero eso puede enmendarse. Lo que no tiene enmienda, Dick… mucho me temo… es mi boda con lord Shoreby.

—¿Está, pues, decidida? —preguntó el muchacho.

—Para mañana, antes del mediodía, Dick; en la iglesia de la abadía —contestó ella—. Triste fin van a tener John Matcham y Joanna Sedley. De nada sirven las lágrimas; si así fuera, lloraría hasta dejar mis ojos exhaustos. No he dejado de rezar, pero el cielo no escucha mis súplicas. Y si tú, Dick mío, buen Dick, no puedes sacarme de esta casa antes de la mañana, besémonos una vez más y digámonos adiós.

—No —repuso Dick—, no seré yo; jamás pronunciaré esa palabra. Eso es desesperar, y mientras hay vida, Joanna, hay esperanza. Y, a pesar de todo, abrigo una esperanza. ¡Sí, y triunfaré! Escúchame: cuando no eras más que un hombre para mí, ¿no te seguí?… ¿No levanté una partida de hombres fieles?… ¿No arriesgué mi vida en la contienda? Y ahora que te he visto tal como eres, la más hermosa y noble de todas las doncellas de Inglaterra, ¿crees tú que había de volverme atrás? Si los profundos mares se abriesen ante mis pies, me lanzaría a ellos sin vacilar; si el camino estuviese poblado de leones, los ahuyentaría como si fueran ratones.

—Ciertamente —contestó ella con sequedad—. Mucho te entusiasma un vestido azul celeste.

—No, Joanna —protestó Dick—. No es sólo tu vestido. Comprende, muchacha, que ibas disfrazada. También me tienes aquí disfrazado y, en realidad, ¿no es digna de risa mi figura? ¿No parezco un verdadero payaso?

—Sí, Dick, sí; sí que lo pareces —contestó ella sonriendo.

—¡Pues entonces!… —arguyó él con aire triunfador—. Así te ocurría a ti, pobre Matcham, en el bosque. Y en verdad que eras una moza que daba risa. ¡Pero ahora!

Así pasaron el tiempo, cogidos de las manos, cambiando sonrisas y amorosas miradas y fundiendo los minutos en segundos; y así hubieran seguido toda la noche. Pero de pronto oyeron detrás de ellos un ruido y se percataron de que la más baja de las jóvenes estaba allí, puesto el dedo sobre los labios.

—¡Por todos los santos! —exclamó—. ¡Qué ruido armáis! ¿No podéis hablar en voz baja? Y ahora, Joanna, mi hermosa doncella de los bosques, ¿qué vais a dar a vuestra amiga por haberos traído a vuestro enamorado galán?

Por toda respuesta Joanna corrió hacia ella y la abrazó con cariñoso arrebato.

—Y vos, caballero —preguntó la joven—, ¿qué vais a darme?

—Señora —contestó Dick—, de buena gana os pagaría en la misma moneda.

—Venid, pues —dijo la dama—, se os da permiso. Pero Dick, rojo como una amapola, tan sólo le besó la mano.

—¿Qué os asusta de mi cara, buen caballero? —preguntóle ella, haciéndole una profundísima reverencia.

Y cuando Dick la abrazó al fin, muy tibiamente, añadió:

—Joanna, vuestro galán es muy indeciso delante de vos. Pero os aseguro que cuando nos encontramos por vez primera era más decidido. ¡Mujer, si aún estoy llena de cardenales! No creáis una palabra de cuanto os diga yo, si no es verdad que toda la piel me dejó amoratada. Y ahora —prosiguió—, ¿os lo habéis dicho ya todo? Porque he de despedir rápidamente a vuestro paladín.

Los dos exclamaron que nada habían podido decirse aún, que la noche comenzaba entonces y que no querían separarse tan pronto.

—¿Y la cena? —preguntó la damisela—. ¿No hemos de bajar a cenar?

—¡Es verdad! —exclamó Joanna—. Se me había olvidado.

—Escondedme, entonces —sugirió Dick—; ponedme detrás de los tapices, encerradme en un arca, lo que queráis, con tal de que esté yo aquí cuando volváis. Pensad, hermosa dama, que tan duramente nos trata la suerte que pasada esta noche acaso no podamos volver a vernos hasta la hora de la muerte.

La damisela se enterneció ante estas palabras, y cuando, poco después sonó la campana llamando a la mesa a todos los de la casa de sir Daniel, Dick fue colocado, muy tieso, como envarado, contra la pared, en un lugar donde una división de los tapices le permitía respirar más libremente y aun atisbar lo que pasara en el aposento.

No hacía mucho que en tal posición se hallaba cuando algo vino a inquietarle de manera extraña. En aquel piso alto de la casa sólo turbaba el silencio de la noche el chisporroteo de las llamas y el crepitar de algún leño verde en la chimenea; pero, de pronto, al atento oído de Dick llegó el rumor de alguien que andaba con extremada cautela, y, poco después se abría la puerta y un hombrecillo de negro rostro y raquítico aspecto, vistiendo los colores de la librea usada por la gente de lord Shoreby, asomaba primero la cabeza y luego el encorvado cuerpo. Tenía abierta la boca, como si ello le ayudara a oír mejor, y sus ojos, que eran muy brillantes, se movían rápidamente y con inquietud, de un lado a otro. Dio la vuelta a la habitación, una y otra vez, golpeando aquí y allá sobre las colgaduras; pero, por milagro, escapó Dick a la pesquisa. Luego, miró debajo de los muebles y examinó la lámpara; al fin, como quien acaba de sufrir amargo chasco, se disponía a marcharse tan silenciosamente como había entrado cuando, de pronto, se arrodilló, recogió algo de entre los juncos del suelo, lo contempló y, dando muestras de satisfacción, lo escondió en la escarcela que llevaba pendiente del cinto.

A Dick se le cayó el alma a los pies al verlo, pues el objeto en cuestión era una borla de su propio cíngulo, y era evidente que aquel raquítico espía, que tan maligno placer hallaba en su oficio, no tardaría en llevárselo a su amo, el barón. Tentado estuvo de echar a un lado el tapiz, caer sobre aquel miserable y, aun con riesgo de su vida, arrebatarle aquella prueba delatora. Mas cuando se hallaba indeciso, otra nueva causa de preocupación vino a aumentar su duda. De la escalera llegaba una voz áspera, ronca, como de beodo, y poco después se oían en el corredor desiguales, vacilantes y pesados pasos.

—«¿Qué hacéis aquí, alegres camaradas, entre los sotos de la verde selva?» —cantaba aquella voz—. «¿Qué hacéis ahí, eh, borrachines, qué hacéis ahí?» —continuó, lanzando sonora carcajada de beodo, y una vez más rompió a cantar:

Si así empináis el blanco vino,

gordo fray John, amigo mío,

y si yo como y vos bebéis,

¿quién dirá misa, lo sabéis?

Lawless, ¡ay!, cayéndose de puro borracho, vagaba por la casa, buscando un rincón donde pasar, durmiendo, los efectos de sus libaciones. Vibró de ira Dick. El espía, aterrorizado al principio, pronto se rehízo al ver que tenía que habérselas con un borracho, y con rapidez de felino salió de la habitación y desapareció de la vista de Richard.

¿Qué hacer? Si perdía su contacto con Lawless, no podría trazar un plan que le permitiera rescatar a Joanna. Si, por otra parte, se atrevía a dirigirse al forajido, aún podría estar oculto el espía, y las consecuencias serían fatales.

A pesar de todo, Dick se decidió por este último riesgo. Saliendo de su escondrijo, fue a la puerta del aposento y se quedó en ella, presto a cuanto fuera necesario. Lawless, con la cara congestionada, inyectados de sangre los ojos y tambaleándose, se acercaba vacilante. Al fin, vio confusamente a su jefe y, a pesar de las imperiosas señas de Dick, le saludó enseguida a voz en grito y llamándole por su nombre.

Dick dio un salto y sacudió al borracho furiosamente.

—¡Bestia! —le apostrofó en voz baja—. ¡Eres una bestia, no un hombre! Tu imbecilidad es peor que la traición. Por tu borrachera podemos vernos todos perdidos.

Pero Lawless seguía riendo y tambaleándose, intentando dar unas palmadas en la espalda al joven Shelton.

En aquel momento, el fino oído de Dick percibió un rápido roce en los tapices. De un salto se lanzó al sitio de donde provenía el ruido, y un instante después caía arrancado un trozo de la colgadura de la pared y, envueltos en él, Dick y el espía.

Rodaron una y otra vez, luchando por agarrarse del cuello, frustrando sus propósitos el tapiz que estorbaba sus movimientos, y siempre cogidos con silenciosa y mortal furia. Pero Dick era mucho más fuerte; pronto quedó el espía postrado bajo su rodilla, y un solo golpe del largo puñal del vencedor le dejó sin vida.

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