La flecha negra

La flecha negra


Libro cuarto. El disfraz. » 3. El espía muerto

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3. El espía muerto

DURANTE AQUELLA violenta y rápida escena, no hizo Lawless más que mirar inerte sin prestar auxilio, y hasta cuando todo hubo terminado y Dick, ya de pie, escuchaba ansiosamente el lejano bullicio que llegaba desde los pisos inferiores de la casa, seguía el viejo forajido bamboleándose cual arbusto agitado por el viento, mirando estúpidamente el rostro del muerto.

—Menos mal que no nos han oído —murmuró Dick, al fin—. ¡Gracias a todos los santos del cielo! Pero ahora, ¿qué voy a hacer con este pobre espía? Por lo pronto, le quitaré de la escarcela la borla que encontró.

La abrió, en efecto, Dick, y halló en ella unas cuantas monedas, la borla y una carta dirigida a lord Wensleydale y cerrada con el sello de lord Shoreby. Tal nombre despertó los recuerdos de Dick e instantáneamente rompió el lacre y leyó la carta. Breve era su contenido; pero, con gran placer de Dick, daba prueba evidente de que lord Shoreby sostenía traidora correspondencia con la casa de York.

El muchacho solía llevar consigo su tintero de cuerno y recado de escribir; así pues, doblando la rodilla junto al cadáver del espía, pudo escribir estas palabras en una esquina del papel.

Milord de Shoreby: vos que habéis escrito esta carta ¿sabéis por qué ha muerto vuestro amigo? Pero permitidme que os dé un consejo: no os caséis.

JOHN AMEND-ALL

Colocó el papel sobre el pecho del cadáver, y entonces Lawless, que había estado contemplando todo esto con ciertos destellos de inteligencia, que reaccionaba ya, sacó de pronto una de las flechas negras que llevaba bajo el hábito y rápidamente clavó con ella la carta en aquel cuerpo. El espectáculo de esta irreverencia, que más bien parecía crueldad, arrancó un grito de horror a Shelton; pero el forajido no hizo más que reírse.

—Quiero que la gloria de esta hazaña se la lleve mi orden —exclamó con voz hiposa—. Mis alegres compañeros se han de llevar la fama… la fama, hermano.

Cerrando apretadamente los ojos y abriendo la boca como un sochantre, comenzó a cantar, con formidable voz:

Si así empináis el blanco vino…

—¡Silencio, borracho! —exclamó Dick, empujándole violentamente contra la pared—. Dos palabras voy a decirte… si es posible que me entienda un hombre que tiene más vino que seso en la cabeza; dos palabras tan sólo, y en nombre de la Virgen María: ¡márchate de esta casa, donde si continúas, no sólo lograrás que te ahorquen a ti, sino a mí también! ¡Anda, aprisa, ligero, o por la misa, que acaso me olvide de que soy, en cierto modo, tu capitán y tu deudor! ¡Márchate!

El falso monje comenzaba a recobrar el uso de la inteligencia, y el timbre de voz y el centelleo de los ojos de Dick hicieron que le entrara en la cabeza el sentido de sus palabras.

—¡Por la misa! —gritó también Lawless—. Si no hago falta aquí, puedo marcharme.

Y tomó, dando traspiés, por el corredor, y fue escaleras abajo, dando tumbos y golpes contra la pared.

Tan pronto como le hubo perdido de vista, Dick volvió a su escondrijo, decidido a ver el fin de aquel asunto. La prudencia le aconsejaba que se marchara; pero el amor y la curiosidad pesaron con más fuerza en su ánimo.

Lentamente transcurría el tiempo para el joven, como emparedado detrás de los tapices. Comenzaba a extinguirse el fuego de la habitación y a disminuir la luz de la lámpara humeante. Ningún rumor se percibía que indicase la vuelta de alguien a aquella parte superior de la casa; de abajo llegaba todavía el débil murmullo y el estruendo de los de la cena; y bajo el espeso manto de nieve la ciudad de Shoreby descansaba silenciosa a uno y otro lado.

Al fin, sin embargo, por la escalera comenzaron a acercarse voces y ruido de pasos, y poco después varios de los huéspedes de sir Daniel llegaban al descansillo, y al dar la vuelta al corredor, advirtieron el tapiz desgarrado y el cadáver del espía.

Unos corrieron hacia adelante y retrocedieron otros; pero todos juntos comenzaron a dar gritos.

Al oír tal griterío, huéspedes, hombres de armas, damas, criados, y, en una palabra, todos cuantos allí habitaban, llegaron corriendo de todas direcciones y unieron sus voces a aquel tumulto.

No tardó en abrirse paso entre ellos sir Daniel mismo, que iba acompañado del novio de la mañana siguiente, lord Shoreby.

—¿No os hablé yo, milord —dijo sir Daniel—, de esa maldita Flecha Negra? ¡Ahí tenéis una prueba! Clavada está y, ¡por la cruz!, compadre, sobre uno de los vuestros o de alguien que robó uno de vuestros uniformes.

—Realmente, era uno de mis hombres —contestó lord Shoreby, echándose hacia atrás—. Muchos como éste quisiera tener. Era listo como un sabueso y discreto como un topo.

—¿De veras, compadre? —preguntó con aguda intención sir Daniel—. ¿Y qué venía a olisquear a estas alturas en mi pobre casa? Pero ya no volverá a olfatear nada más.

—Con vuestro permiso, sir Daniel —dijo uno—, aquí hay un papel con algo escrito, clavado sobre su pecho.

—Dádmelo con flecha y todo —ordenó el caballero.

Y cuando tuvo en su mano la saeta, se quedó un rato contemplándola, como sumido en sombría meditación.

—Sí —dijo dirigiéndose a lord Shoreby—, he aquí la prueba de un odio que me persigue constantemente, y como pisándome los talones. Este palo negro, o uno semejante, acabará conmigo. Y, compadre, permitid que el buen caballero os dé un consejo: si estos sabuesos dan en seguiros el rastro, huid. Esto es como una enfermedad… Se agarra a los miembros con terca insistencia. Pero veamos lo que han escrito. Me lo figuraba, milord; os han marcado ya, como viejo roble que ha de derribar el leñador; mañana o pasado sentiréis el hacha. Pero ¿qué escribisteis en esa carta?

Arrancó lord Shoreby el papel de la flecha, lo leyó, lo arrugó entre sus manos y, venciendo la repugnancia que hasta entonces le había impedido acercarse, se arrojó de rodillas junto al cadáver y ansiosamente rebuscó en su escarcela.

Luego se puso en pie, algo descompuesto el semblante.

—Compadre —dijo—, he perdido, en efecto, una carta de mucha importancia, y como yo pudiera echarle la mano encima al canalla que la ha robado, de inmediato le mandaría a servir de adorno en una horca. Pero, ante todo, aseguremos las salidas de la casa. ¡Por san Jorge, que bastante daño han hecho ya!

Se apostaron centinelas en torno de la casa y del jardín; otro, también, en cada descansillo de la escalera; todo un pelotón en el vestíbulo de la entrada principal, y otro, además, junto a la hoguera del cobertizo. Los hombres de armas de sir Daniel fueron reforzados con los de lord Shoreby; no faltaban, por lo tanto, hombres ni armas para proteger la casa ni para cazar en la trampa a cualquier enemigo que allí estuviera escondido, si es que alguno había.

Entretanto, sacaron el cadáver del espía, llevándolo, bajo la espesa nevada, a depositarlo en la iglesia de la abadía.

Sólo cuando se hubieron tomado todas estas precauciones y volvió a reinar en la casa decoroso silencio, sacaron las dos muchachas a Richard Shelton de su escondite, dándole cuenta detallada de todo lo sucedido. Él, por su parte, les refirió la visita del espía, el peligro que corriera al ser descubierto y el rápido fin de la escena.

Joanna se apoyó, medio desvanecida, contra la tapizada pared.

—¡De poco servirá esto! —exclamó—. ¡De todos modos, mañana por la mañana han de casarme!

—¡Cómo! —dijo su amiga—. Aquí está nuestro paladín, que ahuyenta los leones como si fueran ratoncillos. Poca fe tienes, en verdad. Pero venid, amigo, terror de leones, dadnos alguna seguridad; hablad y oigamos vuestros audaces consejos.

Dick se quedó confundido al ver que así le echaban en cara sus propias y exageradas palabras, pero, aunque enrojeció, habló, no obstante, con brío.

—Verdaderamente —dijo— nuestra situación es difícil. Sin embargo, si lograse salir de esta casa nada más que media hora, creo que todo podría marchar bien todavía; y en cuanto al casamiento, se impediría.

—Y en cuanto a los leones —remedó la joven—, serían ahuyentados.

—Perdonad —murmuró Dick—. No hablo yo ahora por el gusto de echar baladronadas, sino más bien como el que pide ayuda o consejo, pues si no consigo salir de esta casa entre esos centinelas, menos que nada podré hacer. Tomad, por favor, mis palabras en su justo sentido.

—¿Por qué dijiste que tu enamorado era un rústico, Joanna? —preguntó la joven—. Te garantizo que no se muerde la lengua; su palabra es fácil, suave y audaz, cuando quiere. ¿Qué más puedes querer?

—No —suspiró Joanna sonriendo—. Ése no es mi amigo Dick: me lo han cambiado. Cuando yo le conocí era tosco y rudo. Pero eso nada importa; para mí ya no hay salvación. No me queda más remedio que ser lady Shoreby.

—Pues bien —exclamó Dick—; voy a intentar la aventura. Nadie se fija mucho en un fraile, y si encontré una buena hada que me condujo hasta aquí, bien puedo encontrar otra que me haga llegar hasta abajo. ¿Cómo se llamaba el espía?

—Rutter —respondió la damisela—. Pero ¿qué queréis decir, terror de la selva? ¿Qué os proponéis hacer?

—Seguir audazmente mi camino como si tal cosa —replicó Dick—, y si alguno me detiene, decirle que voy a rezar por el alma de Rutter. Ahora mismo estarán rezando ante el pobre muerto.

—La estratagema es algo inocente —observó la muchacha—; pero podría resultar viable.

—No, no es ninguna treta —exclamó el joven Shelton—, sino simplemente un golpe de audacia, que, con frecuencia, vale más que nada en los grandes apuros.

—Tenéis razón —dijo ella—. ¡Id, pues, en nombre de la Virgen María, y que el cielo os proteja! Dejáis aquí a una pobre doncella que os ama con toda su alma, y a otra que de todo corazón es vuestra amiga. Sed cauto, por nuestro bien, y cuidad de vuestra seguridad.

—Sí —añadió Joanna—. Vete, Dick. No corres mayor peligro marchándote que quedándote. Vete; mi corazón va contigo. ¡Qué los santos te protejan!

Pasó Dick por delante del primer centinela con aire tan decidido que el hombre tan sólo se movió con cierta inquietud y le miró fijamente. Pero al llegar al segundo descansillo, el otro centinela le cortó el paso con su lanza y le ordenó que dijese qué le llevaba por allí.

Pax vobiscum —contestó Dick—. Voy a rezar ante el cadáver de ese pobre Rutter.

—Está bien —replicó el centinela—. Pero no está permitido ir solo. —Se asomó sobre la barandilla de roble y lanzó un silbido—. ¡Ahí va uno! —gritó.

Y entonces dejó paso a Dick.

Al pie de la escalera encontró a toda la guardia en pie para recibirle, y cuando repitió su cantinela, el jefe del puesto ordenó que cuatro hombres le acompañasen a la iglesia.

—¡No le dejéis escapar, muchachos! —dijo—. ¡Os va la vida si no lo lleváis a sir Oliver!

Entonces se abrió la puerta, le cogieron dos hombres, uno por cada brazo; otro se puso al frente con una antorcha y el cuarto, con el arco tendido y la flecha en la cuerda, guardó la retaguardia. Así echaron a andar, pasando por el jardín, bajo la densa oscuridad de la noche y la nevada, llegando pronto a las iluminadas ventanas de la iglesia abacial.

En el portal del oeste había un piquete de arqueros, que se refugiaban como podían bajo la bóveda de la entrada, y todos cubiertos de nieve, y sólo después de haber cambiado unas palabras con los que conducían a Dick se les permitió a éstos continuar, entrando en la nave del sagrado edificio.

La iglesia estaba débilmente iluminada por los cirios del altar mayor y por un par de lámparas que colgaban de las bóvedas, ante las capillas particulares de familias ilustres. En el centro del coro yacía el cadáver del espía, piadosamente dispuestos sus miembros, sobre un féretro.

Un precipitado murmullo de plegarias resonaba a lo largo de los arcos; en los sitiales del coro, monjes con cogulla, arrodillados, y en los escalones del altar mayor, un sacerdote, de pontifical, celebraba la misa.

Al ver a los recién llegados, uno de los que llevaba cogulla se levantó y, bajando los escalones que elevaban el nivel del coro sobre el de la nave, preguntó al que guiaba a los cuatro hombres qué les llevaba a la iglesia.

Por respeto a la ceremonia religiosa y al muerto, hablaron en voz baja, pero los ecos del enorme y casi vacío edificio recogieron sus palabras y las repitieron sordamente por las naves laterales.

—¡Un monje! —exclamó sir Oliver (era él), al oír el relato del arquero—. Hermano, no os esperaba —añadió volviéndose hacia el joven Shelton—. Con todos mis respetos, ¿quién sois? Y ¿a instancias de quién venís a unir vuestras oraciones a las nuestras?

Conservando Dick la capucha sobre su rostro, hizo seña a sir Oliver de que se apartara uno o dos pasos de los arqueros y, tan pronto como el clérigo lo hubo hecho, le dijo:

—No puedo esperar engañaros, señor. En vuestras manos está mi vida.

Sir Oliver se sobresaltó violentamente; palidecieron sus rollizas mejillas y durante un rato guardó silencio.

—Richard —dijo luego—, no sé lo que te trae aquí; pero mucho me temo que nada bueno es. Sin embargo, por los recuerdos del pasado, por el cariño que me tuviste, no quisiera exponerte a ningún daño. Toda la noche estarás sentado junto a mí en un sitial del coro: allí estarás hasta que lord Shoreby se haya casado y la comitiva haya regresado sana y salva a casa. Y si todo va bien y no has tramado tú nada malo, al final marcharás donde quieras. Pero si tienes algún propósito sanguinario, caerá sobre tu cabeza. ¡Amén!

Y santiguándose devotamente, el cura se volvió y se inclinó ante el altar.

Tras esto, dijo unas palabras a los soldados y, cogiendo de la mano a Dick, le hizo subir al coro y le colocó en el sitial contiguo al suyo, donde, aunque no fuera más que por pura fórmula de respeto, tuvo el muchacho que arrodillarse y aparecer muy absorto en sus devociones.

Sin embargo, su imaginación y sus ojos no paraban un momento.

Observó que tres de los soldados, en vez de regresar a la casa, habían tomado tranquilamente una posición estratégica en la nave lateral, y no le cupo la menor duda de que así lo habían hecho por orden de sir Oliver. Había caído, pues, en una trampa. Allí había de pasar la noche rodeado del resplandor espectral y las sombras de la iglesia, contemplando el pálido rostro del que él mismo había matado. Y ahí, a la mañana siguiente, había de ver a su adorada casarse con otro hombre, ante sus propios ojos.

Pero, a pesar de todo, logró dominar su espíritu y revestirse de paciencia para esperar el desenlace.

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