La flecha negra

La flecha negra


Libro cuarto. El disfraz. » 4. En la iglesia de la abadía

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4. En la iglesia de la abadía

DURARON LAS las oraciones, en la iglesia, toda la noche sin interrupción, ora cantando salmos, ora haciendo sonar de cuando en cuando el fúnebre tañido de la campana.

Rutter, el espía, fue velado con honores de noble. Allí yacía, entretanto, tal como lo habían puesto, cruzadas las manos inertes sobre el pecho y mirando al techo con sus ojos muertos, y cerca, en el sitial del coro, el muchacho que le había matado esperaba, con dolorosa inquietud, la llegada de la mañana.

Sólo una vez, en el transcurso de aquellas horas, se inclinó sir Oliver hacia su cautivo, para decirle con voz tan leve como un susurro:

—Richard, hijo mío, si algún odio abrigas contra mí, yo te aseguro, por la salvación de mi alma, que lo haces contra un inocente. ¡Pecador me confieso ante los ojos del cielo! Pero pecador contra ti no lo soy ni lo he sido nunca.

—Padre —repuso Dick en el mismo tono de voz—, podéis creerme, nada intento; pero en cuanto a vuestra inocencia, tal vez no olvide que no os sincerasteis más que a medias.

—Un hombre puede ser culpable inocentemente —replicó el clérigo—. Puede habérsele ordenado cumplir a ciegas una misión, ignorando su verdadero alcance. Esto es lo que a mí me ocurrió. Yo atraje a tu padre hacia la muerte; pero tan cierto como que nos está viendo el cielo en este lugar sagrado, yo no sabía lo que hacía.

—Es posible —murmuró Dick—. Pero ved qué rara telaraña habéis tejido, que ahora resulta que yo he de ser, en este momento, vuestro prisionero a la par que vuestro juez; que al propio tiempo que amenazáis mi vida estáis implorando que contenga mi ira. Creo yo que si toda la vida hubierais sido un hombre recto y buen sacerdote, no tendríais ahora que temerme ni detestarme. Y ahora volved a vuestras oraciones. Os obedezco, ya que la necesidad obliga; pero no quiero que me molestéis con vuestra compañía.

Exhaló el cura tan hondo suspiro que casi se inclinó el muchacho a sentir por él algo de lástima, y luego sepultó la abatida cabeza entre las manos, como hombre abrumado por el peso de la zozobra. No volvió a murmurar los salmos; pero Dick oyó el chocar de las cuentas entre sus dedos y el acompasado murmullo de sus plegarias entre dientes.

Un rato después la grisácea claridad de la mañana penetraba por las pintadas vidrieras de la iglesia, avergonzando al débil resplandor de los cirios. Aumentaba la luz, haciéndose más viva, y al poco tiempo, a través de las claraboyas del sudeste, un chorro de rosada luz solar jugueteaba en las paredes. La tormenta había cesado; los nubarrones descargaron su nieve y huyeron lejos, y el nuevo día apuntaba sobre un alegre paisaje de invierno, cubierto por una blanca funda.

Entraron apresuradamente acólitos y encargados del servicio de la iglesia, se llevaron el féretro al depósito de cadáveres y limpiaron de las baldosas las manchas de sangre, para que ningún espectáculo de mal agüero desluciese la boda de lord Shoreby.

Al propio tiempo, los mismos clérigos, que tan lúgubre ocupación tuvieron durante la noche, comenzaron a poner sus rostros más en consonancia con la mañana, para honrar la ceremonia, mucho más alegre, que a punto estaba de empezar. Y como nuevo anuncio de la llegada del día, fue congregándose allí la gente devota de la ciudad, entregándose a sus rezos ante sus capillas favoritas o a esperar su turno ante los confesionarios.

En medio de toda esta actividad, era fácil burlar la vigilancia de los centinelas de sir Daniel, que estaban apostados en la puerta. Y, poco a poco, Dick, mirando aburridamente en torno suyo, tropezó con la mirada de Will Lawless, nada menos, vistiendo aún el hábito de monje.

El forajido reconoció al momento a su jefe y reservadamente le hizo señas con las manos y los ojos.

Muy lejos estaba Dick de haber perdonado al viejo bribón su inoportuna borrachera, pero no quería complicarle en el aprieto en que se hallaba; en consecuencia, contestó a su seña con otra, ordenándole que se marchara.

Como si la hubiera entendido, Lawless desapareció inmediatamente detrás de uno de los pilares, y Dick respiró tranquilo.

Pero ¡cuál no sería su sorpresa y espanto al sentir que le tiraban de la manga y ver al viejo ladrón instalado junto a él, en el sitial contiguo, y con todas las apariencias de hallarse sumido en sus devociones!

Instantáneamente sir Oliver se levantó de su asiento y, deslizándose por detrás de los sitiales, se dirigió hacia los soldados que estaban en la nave lateral. Si tan pronto habían despertado las sospechas del cura, el mal no tenía remedio, y Lawless quedaría prisionero en la iglesia.

—No te muevas —susurró Dick—. Estamos en el mayor de los aprietos, gracias, sobre todo, a tu cochinada de ayer por la tarde. Cuando me viste aquí sentado, donde no tengo derecho a estar, ni interés alguno, ¡mala peste!, ¿no pudiste oler que algo malo había en todo esto y huir del peligro?

—No —repuso Lawless—, creí que habíais recibido noticias de Ellis y que estabais aquí cumpliendo con vuestro deber.

—¿Ellis? —repitió Dick—. ¿Ha vuelto, pues?

—Ya lo creo —contestó el forajido—. Llegó anoche, y buenos azotes me dio por haberme emborrachado… De modo que ya estáis vengado, mi señor. ¡Ese Ellis Duckworth es una furia! A galope vino desde Craven para evitar esa boda; y ya sabéis, master Dick, su manera de obrar…: lo que dice lo hace.

—Pues entonces —dijo Dick, sin descomponerse— tú y yo, mi pobre hermano, somos hombres muertos, porque aquí estoy prisionero sólo por sospechas y mi cabeza responde de esa misma boda que él se propone desbaratar… Peliagudo dilema: ¡perder la novia o perder la vida! Pues bien: la suerte está echada… ¡me toca perder la vida!

—¡Por la misa! —exclamó Lawless levantándose a medias—. ¡Me marcho!

Pero Dick le puso enseguida la mano en el hombro, deteniéndole.

—Amigo Lawless —le dijo—, quédate ahí quieto sentado. Y si tienes ojos en la cara mira hacia allá, hacia el rincón, bajo el arco del presbiterio. ¿No ves que, con sólo moverte tú para levantarte, esos hombres armados se han preparado para interceptarte el paso? Ríndete, amigo. Cuando, a bordo del barco, creíste que ibas a morir ahogado, fuiste valiente; sélo ahora también para morir, dentro de poco, en la horca.

Master Dick —suspiró Lawless—, ¡la cosa me ha pillado tan de sorpresa! Pero dadme tiempo de recobrar el aliento, y, ¡por la misa!, tan valeroso he de ser como vos mismo.

—¡Ahora te reconozco, valiente! —murmuró Dick—. Sin embargo, Lawless, mucho me apena tener que morir; pero, si de nada sirve el lloriquear, ¿para qué quejarse?

—¡Verdad es! —asintió Lawless—. Si así ruedan las cosas, ¡un comino me importa la muerte! Un día u otro será, mi señor. Y morir colgado en una buena pelea dicen que es una muerte dulce, aunque jamás supe de nadie que volviera del otro mundo para contarlo.

Y diciendo eso, el bravo pícaro se recostó en su sitial, cruzó los brazos y comenzó a mirar en torno con aire insolente y despreocupado.

—Respecto a esto —añadió Dick—, lo mejor que podemos hacer es estarnos quietos. Todavía no sabemos lo que Duckworth se propone, y cuando se haya dicho la última palabra, por muy mal que fueran las cosas, aun quizá podríamos poner pies en polvorosa.

Al dejar de hablar, percibieron unos lejanos y débiles acordes de alegre música, que se acercaban cada vez más fuertes. Las campanas de la torre rompieron a repicar y una multitud, que crecía por momentos, comenzó a apiñarse en la iglesia, sacudiéndose la nieve de los pies y frotándose y calentándose las entumecidas manos con su aliento. Se abrió de par en par la puerta del lado oeste, dejando ver el resplandor del sol sobre la nevada calle y dando entrada a una ráfaga de aire sutil de la mañana; en una palabra: todo demostraba que lord Shoreby deseaba casarse muy de mañana y que ya se acercaba el cortejo nupcial.

Algunos de los hombres de lord Shoreby despejaron el paso hacia la nave central, obligando a retroceder, con sus lanzas, a la gente; un momento después se veía acercarse, sobre la nieve helada, los pífanos y trompeteros, con la cara escarlata a fuerza de soplar; los tambores y los címbalos, tocando con fuerza.

Al acercarse éstos a la puerta del templo, formaban fila a cada lado, marcando el compás de su vigorosa música, golpeando con los pies sobre la nieve. Por el paso que dejaban así abierto aparecieron los jefes del noble cortejo nupcial, y tal era la variedad y vistosidad de sus trajes, tal la pompa y derroche de sedas y terciopelos, de pieles y rasos, de bordados y encajes, que la comitiva se destacaba sobre la nieve como un jardín cuajado de flores en medio de un sendero, o como una gran ventana de pintados cristales sobre una pared.

Venía primero la novia, triste espectáculo, pálida como el invierno y apoyándose en el brazo de sir Daniel, acompañada, como madrina de boda, por la damisela que protegiera a Dick la noche anterior. Inmediatamente después, radiante en su atavío, seguía el novio, cojeando con su gotoso pie, y cuando atravesó el umbral del sagrado edificio y se despojó de su sombrero, se vio su calva rosada por la emoción.

Y entonces le llegó la hora a Ellis Duckworth.

Desde el sitio en que estaba Dick, como sacudido por encontradas emociones y agarrando con crispada mano el atril que tenía delante, vio cómo la multitud se agitaba y retrocedía en tropel, levantando los ojos y los brazos. Siguiendo estas señales, vio a tres o cuatro hombres con los arcos tensos, a punto de disparar, asomados a la galería de las claraboyas. En aquel preciso instante dispararon las flechas, y antes de que el clamor y las voces de la asombrada muchedumbre tuviesen tiempo de extenderse a todos los oídos, desaparecieron.

Llena quedó la nave de cabezas que se agitaban y de gritos de horror; aterrorizados acudieron los clérigos desde sus sitios, cesó la música, y aunque las campanas siguieron repicando unos segundos, alguna noticia del desastre llegó al fin hasta donde los campaneros tiraban de sus cuerdas, pues también ellos desistieron de su alegre tarea.

En el centro mismo de la nave yacía el novio, muerto en el acto, atravesado por dos flechas negras. La novia se había desmayado. Sir Daniel, en pie, miraba con aire dominante a la multitud, tan sorprendido como airado, con una flecha de una vara temblando en su antebrazo izquierdo y la cara chorreando sangre por otra que le había rozado una ceja.

Mucho antes de que pudiera practicarse la menor pesquisa para capturarlos, los autores de esta trágica interrupción se precipitaron por una escalera de caracol y desaparecieron por una poterna.

Pero Dick y Lawless todavía quedaban como rehenes; a la primera señal de alarma se levantaron e hicieron varoniles esfuerzos para ganar la puerta, pero entre la estrechez de los sitiales y la multitud de aterrorizados curas resultó vano el intento, y no tuvieron más remedio que volver estoicamente a sus puestos.

Entonces, pálido de horror, sir Oliver se puso en pie y llamó a sir Daniel, señalando con una mano a Dick.

—¡Aquí —gritó— está Richard Shelton! ¡Hora funesta!… ¡Culpable de un asesinato! ¡Cogedle!… ¡Mandadlo prender! ¡Por nuestras vidas, cogedle y atadle fuerte! ¡Ha jurado destruirnos!

Sir Daniel se quedó ciego de ira… ciego también por la sangre caliente que aún corría por su rostro.

—¿Dónde? —rugió—. ¡Traédmelo a rastras! ¡Por la cruz de Holywood que se ha de arrepentir de este momento!

Retrocedió la muchedumbre y un grupo de arqueros invadió el coro, violentamente echó mano sobre Dick y empujándole le hicieron bajar los escalones del presbiterio. Lawless, por su parte, se quedó en su asiento, más quieto que escondido ratoncillo.

Sir Daniel, limpiándose la sangre que le corría por los ojos, miró, parpadeando, a su cautivo.

—¡Ah, traidor, insolente —le dijo—; ya te tengo seguro! Y por todos los juramentos de la tierra, por cada gota de sangre que me corre por los ojos he de arrancarte un gemido de tu cuerpo. ¡Lleváoslo! —añadió—. ¡No es éste el sitio! A mi casa con él. Dejaré en todas las articulaciones de tu cuerpo la marca de la tortura.

Pero Dick, desasiéndose de los que le habían prendido, levantó su voz.

—¡Santuario! —gritó—. ¡Santuario! ¡Estoy en lugar sagrado y a él me acojo! ¿Oís, padres míos? ¡Quieren arrancarme de la iglesia!

—De la iglesia que tú has profanado con un asesinato, muchacho —añadió un hombrón, magníficamente vestido.

—¿Quién lo prueba? —gritó Dick—. Me acusan de complicidad, es cierto, pero sin la menor prueba. Yo era, en verdad, un pretendiente a la mano de esta damisela, y ella, me atrevo a decir, respondía a mi galanteo con su favor. Pero ¿qué hay de malo en eso? Amar a una doncella no es ofensa, creo yo… ni tampoco conquistar su amor. En cuanto a lo demás, limpio estoy de toda culpa.

Se oyó un murmullo de aprobación entre los espectadores; con tanta audacia proclamó Dick su inocencia. Pero inmediatamente una multitud de acusadores se alzó por el otro lado, gritando que la noche anterior le hallaron en casa de sir Daniel, llevando aquel sacrílego disfraz. Y en medio de aquella Babel, sir Oliver, con la voz y el gesto, señalaba a Lawless como cómplice en aquel delito. Éste, a su vez, fue arrancado de su asiento y colocado junto a su jefe.

Se excitaron los ánimos de la multitud entre los dos bandos que se habían formado; y mientras unos arrastraban a los prisioneros de un lado a otro para favorecer su huida, otros les llenaban de injurias y les golpeaban con sus puños. A Dick le zumbaban los oídos y le daba vueltas la cabeza de puro aturdido, como el que lucha con los remolinos de un impetuoso río.

Pero el hombrón que antes contestara a Dick restableció, mediante un prodigio de resistencia vocal, el silencio y el orden en la muchedumbre.

—Registradlos —ordenó—, a ver si llevan armas. Así podremos juzgar mejor sus intenciones.

No le hallaron a Dick más arma que su largo puñal, y esto habló en favor suyo, hasta que un hombre, oficiosamente, lo sacó de su vaina; entonces se vio que estaba aún manchado con la sangre de Rutter. Se alzó entonces un tremendo vocerío entre los partidarios de sir Daniel, cortándolo enseguida el hombrón con un gesto y una mirada imperiosa.

Pero, al llegarle el turno a Lawless, se le encontró debajo de su habito un haz de flechas idénticas a las que habían sido disparadas.

—¿Y qué decís ahora? —preguntó a Dick, con aire ceñudo, el hombrón.

—Caballero —repuso Dick—, estoy en un santuario, ¿no es verdad? Pues bien, caballero: por vuestro porte adivino que sois de elevada condición, y en vuestro semblante leo señales de piedad y de justicia. A vos, pues, me entregaré prisionero, con mucho gusto, renunciando al derecho que me concede este sagrado lugar. Pero antes que rendirme a discreción a ese hombre, a quien en voz alta acuso de ser el asesino de mi padre y el detentador injusto de mis tierras y rentas, antes que eso os suplico la gracia de que, con vuestra noble mano, me deis muerte en el acto. Vos mismo habéis oído que, aun antes de que fuese probada mi culpabilidad, ya me amenazó con el tormento. No cuadra a vuestro propio honor el entregarme a mi declarado enemigo y antiguo opresor, sino el que me juzguéis conforme manda la ley, y si en verdad soy culpable, que me deis misericordiosa muerte.

Milord —gritó sir Daniel—, espero que no daréis oídos a ese lobo. Su daga sangrienta le echa en cara su falsedad.

—No; pero permitidme que os diga, mi buen caballero —replicó el alto desconocido—, que vuestra vehemencia dice muy poco en favor vuestro.

En ese momento, la novia, que había vuelto en sí de su desmayo unos minutos antes y contemplaba con extraviados ojos la escena, se desasió de los que la sostenían y cayó de rodillas ante el hombrón.

Milord Risingham —exclamó—; oídme en justicia. Me hallo aquí, bajo custodia de ese hombre, puramente obligada por la fuerza, secuestrada, robada a mi propia familia. Desde el día en que esto ocurrió no he hallado piedad, amparo ni consuelo en ningún hombre más que en éste, en Richard Shelton, a quien ahora acusan y tratan de perder. Milord, si anoche estuvo en la mansión de sir Daniel, fue porque a ella le llevé yo; fue porque yo se lo pedí, y nunca pensó en cometer daño alguno. Cuando sir Daniel se portaba aún con él como buen señor, luchó lealmente contra los de la Flecha Negra. Pero cuando su vil tutor intentó quitarle la vida con ardides, y tuvo que huir de noche para salvarse de aquella traidora morada…, ¿dónde podía ir en busca de auxilio, sin recursos de ninguna clase? Y si cayó entonces en malas compañías, ¿a quién condenaríais por ello, al muchacho injustamente tratado o al tutor que abusó de la confianza en él depositada?

Al llegar aquí, la otra damisela que la acompañaba se arrojó también de rodillas junto a Joanna.

—Y yo, mi buen lord y tío —añadió ella—, puedo dar fe, en conciencia y ante todos los presentes, de que lo que esta doncella ha dicho es cierto. Fui yo, indigna compañera suya, quien llevó hasta allí al joven.

El conde de Risingham oyó en silencio, y cuando las voces cesaron, continuó aún silencioso un rato. Luego, dio a Joanna la mano para que se levantara, aunque pudo observarse que no usó igual cortesía con la que se había llamado sobrina suya.

Sir Daniel —dijo, al fin—, es éste un complicado asunto que, con vuestro permiso, me encargaré yo de examinar y resolver. Contentaos, pues, con saber que vuestro asunto está en buenas manos; se os hará justicia, y, entretanto, marchaos a vuestra casa y haceos curar vuestras heridas. El aire es muy frío y no quisiera que pillarais un enfriamiento además de esos rasguños.

Hizo con la mano una seña, y ésta fue transmitida de unos a otros, en el interior de la nave, por sus obsequiosos servidores, que esperaban atentos al menor gesto.

Instantáneamente, fuera de la iglesia, sonó penetrante toque de trompetas, y a través del abierto portal, arqueros y hombres de armas, vestidos con los colores de la casa de lord Risingham y llevando su divisa, comenzaron a entrar en la iglesia, marchando en fila; les quitaron los dos prisioneros a los que aún los custodiaban, y cerrando filas tras Dick y Lawless, marcharon de frente y desaparecieron.

Al pasar, Joanna tendió las manos hacia Dick y le gritó adiós; y la madrina, sin que en nada la abatiese el evidente enojo de su tío, le envió un beso acompañado de un grito de: «¡Ánimo, cazador de leones!», lo que por vez primera, desde los sucesos ocurridos, hizo asomar una sonrisa a los labios de la multitud.

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