La flecha negra

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Libro cuarto. El disfraz. » 5. El conde de Risingham

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5. El conde de Risingham

APESAR de ser, con mucho, el más importante personaje de cuantos había entonces en Shoreby, el conde de Risingham se alojaba pobremente en la casa de un caballero particular, en los barrios extremos de la ciudad. Sólo los hombres armados que había en las puertas y los mensajeros a caballo que iban y venían sin cesar anunciaban la residencia temporal de un gran lord.

Así sucedió que, por falta de espacio, Dick y Lawless fueron encerrados en una misma habitación.

—Muy bien hablasteis, master Richard —dijo el forajido—. No podíais hacerlo mejor, y, por mi parte, os doy las gracias cordialmente. Hemos caído en buenas manos; nos juzgarán en justicia y a una hora u otra de esta noche nos colgarán decentemente de un mismo árbol.

—La verdad es, pobre amigo mío, que así lo creo —respondió Dick.

—Sin embargo, aún nos queda una cuerda en nuestro arco —replicó Lawless—. Ellis Duckworth es hombre como no se encontraría otro entre diez mil; os tiene metido en el corazón, tanto por vos mismo como por vuestro padre, y conociendo vuestra inocencia en este lance, removerá cielo y tierra para salvaros.

—Tal vez no —dijo Dick—. ¿Qué puede hacer él? No tiene más que un puñado de hombres. ¡Ay! Si fuese mañana… Si yo pudiera acudir a una cita que mañana tengo una hora antes del mediodía… Creo que las cosas cambiarían de aspecto… Pero ahora no hay remedio.

—Bien —dijo resumiendo Lawless—; si vos proclamáis mi inocencia, yo proclamaré la vuestra con toda energía. De nada nos servirá; pero si me han de ahorcar, no será por quedarme corto en jurar que somos inocentes.

Mientras Dick quedaba sumido en sus pensamientos, el viejo pícaro se acurrucó en un rincón, tiró de su capucha monástica hasta taparse la cara y se acomodó para dormir. Pronto sonaron sus fuertes ronquidos: hasta tal punto su larga vida de penalidades y aventuras le había embotado el sentido del miedo.

Largo rato hacía que pasara el mediodía, y el día comenzaba a declinar, cuando se abrió la puerta de la habitación y Dick fue conducido a la parte alta de la casa, donde en tibio aposento meditaba el conde de Risingham, sentado junto al fuego.

Al entrar su cautivo, alzó la vista.

—Caballero —le dijo—, conocí a vuestro padre, que era un hombre de honor, y esto me inclina a ser más indulgente; pero no he de ocultaros que pesan sobre vuestra conducta graves cargos. Andáis asociado con asesinos y ladrones; existen pruebas evidentes de que habéis atentado contra la paz del reino; se sospecha que os apoderasteis de un barco, como un pirata; fuisteis hallado, oculto y disfrazado, en casa de vuestro enemigo; fue asesinado un hombre aquella misma noche…

—Si me lo permitís, milord —interrumpió Dick—, os confesaré inmediatamente mi culpa, tal como es. Yo maté a Rutter, y como prueba de ello —añadió, buscando algo en su seno— aquí tenéis una carta que llevaba en su escarcela.

Tomó la carta lord Risingham, la abrió y la leyó dos veces.

—¿Habéis leído esto? —preguntó.

—Sí, lo he leído —contestó Dick.

—¿Sois del partido de York o del de Lancaster? —inquirió el conde.

Milord, no hace mucho que me hicieron la misma pregunta y no supe cómo contestarla —dijo Dick—; pero habiendo respondido a ella una vez, no he de variar ahora. Milord, soy del partido de York.

Inclinó la cabeza el conde en señal de aprobación.

—Honrada respuesta —dijo—. Pero entonces, ¿por qué me entregáis esta carta?

—Porque, contra los traidores, milord, ¿no están por igual dispuestos todos los partidos? —exclamó Dick.

—Bien quisiera yo que así lo estuvieran, caballero —repuso el conde—, y cuando menos apruebo vuestra frase. Observo que hay en vos más juveniles impulsos que culpa, y, de no ser sir Daniel hombre tan poderoso en nuestro partido, casi estaría tentado a defenderos en vuestra querella. Porque he indagado y, por lo que parece, habéis sido tratado muy duramente, y tenéis mucha excusa. Pero mirad, caballero, yo soy, antes que nada, un jefe que ha de defender los intereses de la reina y aunque, según creo, hombre justo por naturaleza, y hasta con exceso inclinado a la misericordia, estoy obligado a dirigir de tal suerte mis actos que resulten beneficiosos para los intereses de mi partido, y por conservar a sir Daniel sería capaz de ir muy lejos.

Milord —repuso Dick—, sin duda os parecerá osadía el que yo os aconseje; pero ¿contáis con la fidelidad de sir Daniel? Tenía yo entendido que con intolerable frecuencia pasaba de un partido a otro.

—¡Ah! Ésa es la costumbre en Inglaterra. ¿Qué le vamos a hacer? —replicó el conde—. Pero sois injusto con el caballero de Tunstall, y del modo que se entiende la fidelidad en esta desleal generación, últimamente se ha mostrado honradamente leal a nosotros, los de Lancaster. Hasta en nuestros últimos reveses siguió firme a nuestro lado.

—Entonces —contestó Dick— si os dignáis echar una ojeada a esta otra carta, podría ser que cambiarais la opinión en que le tenéis.

Y entregó al conde la misiva de sir Daniel a lord Wensleydale.

El efecto que ésta produjo en el semblante del conde fue instantáneo; se enfureció como un león y, con repentino impulso, llevó la crispada mano a su daga.

—¿También esto lo habéis leído? —preguntó.

—También esto —respondió Dick—. Vuestras posesiones es lo que ofrece a lord Wensleydale.

—Sí, mis posesiones, como decís —exclamó el conde—. Esta carta me convierte en vuestro servidor. Me ha mostrado la madriguera del zorro. Mandadme, master Shelton; no seré mezquino en mi gratitud; y para empezar, seáis de York o de Lancaster, hombre honrado o ladrón, desde este momento os concedo la libertad. ¡Marchaos, en nombre de la Virgen María! Pero considerad como un acto de justicia que retenga y ahorque a vuestro compañero Lawless. El crimen se ha cometido públicamente y es conveniente que a él siga un castigo público también.

Milord, la primera súplica que os hago es que también a él le perdonéis.

—Es un condenado pícaro, ladrón y vagabundo, master Shelton —dijo el conde—. Hace lo menos veinte años que se tiene bien ganada la horca. Y si, al fin, a ella ha de ir a parar, ¿qué más da mañana que pasado?

—Sin embargo, milord, por cariño a mí, vino él aquí —respondió Dick—, y muy ruin y desagradecido sería si lo abandonara.

Master Shelton, muy terco sois —repuso severamente el conde—. Mal camino es ése para prosperar en el mundo. A pesar de todo, y para librarme de vuestra importunidad, voy a complaceros una vez más. Marchaos, pues, juntos; pero cautelosamente y salid rápidamente de la ciudad de Shoreby. Porque ese sir Daniel, ¡a quien el cielo confunda!, tiene sed insaciable de vuestra sangre.

Milord, os expreso ahora con palabras mi gratitud, esperando poder pagaros dentro de breve plazo una parte de mi deuda —contestó Dick mientras salía de la habitación.

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