La flecha negra

La flecha negra


Libro cuarto. El disfraz. » 6. Otra vez Arblaster

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6. Otra vez Arblaster

CUANDO A Dick y a Lawless se les permitió escapar por una puerta trasera de la casa en la que lord Risingham tenía su guarnición, ya anochecía.

Hicieron alto un momento al abrigo de la tapia del jardín para ponerse de acuerdo acerca del mejor camino a seguir. El peligro era extremado. Si uno de los hombres de sir Daniel llegaba a verlos y daba la voz de alarma, pronto les darían caza y les acuchillarían al instante. Y no sólo era la ciudad de Shoreby una red de peligros para sus vidas, sino que salir a campo abierto era correr el riesgo de tropezar con las patrullas de vigilancia.

Poco después, al entrar en un terreno descubierto, divisaron un molino de viento y, junto a él, un espacioso granero con las puertas abiertas.

—¿Qué te parece si nos quedásemos ahí hasta que se hiciera de noche? —preguntó Dick.

No ocurriéndosele a Lawless mejor recurso, corrieron hacia el granero y se ocultaron detrás de la puerta, entre la paja.

La luz del día iba desapareciendo rápidamente y, al rato, plateaba ya la luna la helada nieve. Entonces o nunca era el momento de llegar a La Cabra y la Gaita sin ser vistos, y cambiar allí sus delatoras ropas. Aun así, lo más discreto era dar un rodeo por las afueras y no arriesgarse a ir por el mercado, donde, entre la aglomeración de gente, estaban en peligro más inminente de ser reconocidos y muertos.

Largo era el camino. Les llevó aquel rodeo no muy lejos de la casa junto a la playa, oscura y silenciosa entonces, dejándoles, al fin, al borde del puente. A la clara luz de la luna, pudieron ver que muchos barcos habían levado anclas y, aprovechando lo despejado del cielo, partieron con rumbo a tierras más lejanas; por esta causa, las míseras tabernas de la playa —aunque burlando la ley del toque de queda, tuviesen aún encendidos fuegos y velas— no estaban ya llenas de parroquianos ni resonaban en ellas los coros de canciones marineras.

Apresuradamente, casi corriendo, con sus hábitos monásticos recogidos hasta la rodilla, se hundían los fugitivos en la nieve, cruzando por entre el laberinto del maderamen marino, y ya llevaban recorrido más de la mitad del camino en torno del puerto cuando, al pasar frente a una taberna, se abrió de pronto la puerta y una ráfaga de luz cayó sobre sus fugitivas figuras.

Se detuvieron en el acto, con la intención de hacer creer que estaban entregados a una animada conversación.

Tres hombres, uno después de otro, salieron de la taberna, y el último cerró tras él la puerta. Iban los tres tambaleándose, como si hubieran pasado el día en continuas libaciones, y se quedaron indecisos a la luz de la luna, como quienes no saben qué hacer. El más alto de los tres hablaba en voz alta y lastimera.

—Siete barricas del mejor Gascuña que jamás sirviera tabernero alguno —decía—. El mejor barco que jamás zarpara del puerto de Dartmouth, una Virgen María medio dorada, trece libras en buena moneda de oro…

—Yo también he tenido grandes pérdidas —interrumpió uno de los otros—. También he perdido cosas de mi propiedad, compadre Arblaster. En la fiesta de san Martín me robaron cinco chelines y una bolsa de cuero que valía nueve peniques y cuarto.

Lo que oyó Dick le llegó al alma. Hasta ese momento quizá no había pensado ni un par de veces en el pobre patrón arruinado por la pérdida del Buena Esperanza; con tal indiferencia miraban en aquellos tiempos, los hombres que llevaban armas, los bienes e intereses de sus inferiores. Pero aquel repentino encuentro le recordó vivamente lo duro de su proceder y el triste fin de su empresa, y tanto él como Lawless volvieron del otro lado la cabeza para evitar ser reconocidos.

El perro del barco, sin embargo, había logrado escapar del naufragio y hallar el camino de regreso a Shoreby. Estaba ahora detrás de Arblaster, junto a sus talones, y de pronto, olfateando y enderezando las orejas, se lanzó hacia adelante y comenzó a ladrar furiosamente a los dos falsos frailes.

Tambaleándose le siguió su amo.

—¡Eh, compañeros! —gritó—. ¿Tenéis un penique para este pobre y viejo marino arruinado por los piratas? ¡Soy hombre que pudiera haber pagado por vosotros dos el jueves por la mañana, y heme aquí ahora, el sábado por la noche, mendigando para una jarra de cerveza! ¡Si no me creéis, preguntadle a mi marinero Tom! ¡Siete barricas de buen vino de Gascuña, un barco que era mío, y fue antes de mi padre, una bendita Virgen María de madera de plátano y medio dorada y trece libras en oro y plata! ¿Eh? ¿Qué os parece? Un hombre que ha luchado contra los franceses; porque yo me he batido contra ellos, y más cabezas he cortado en alta mar que hombre alguno de cuantos se hicieron a la vela en el puerto de Dartmouth. Vamos, dadme un penique.

Ni Dick ni Lawless se atrevieron a contestarle una sola palabra, por temor de que reconociera sus voces; y allí se quedaron tan inertes como barco en tierra, sin saber hacia dónde volverse ni qué esperar.

—¿Eres mudo, muchacho? —preguntó el patrón—. Compañeros —añadió, interrumpiéndole el hipo—, son mudos. No me hace gracia esa descortesía, pues aunque un hombre sea mudo, si es cortés, hablará, sin embargo, cuando se le habla, creo yo.

El marinero Tom, hombre extraordinariamente forzudo, pareció concebir ciertas sospechas acerca de estas dos mudas figuras, y, más sereno que su capitán, se plantó de pronto ante Lawless, le cogió bruscamente del hombro y le preguntó qué le pasaba que tan quieta tenía la lengua.

Lawless, creyendo que todo disimulo era ya inútil, le contestó con un puñetazo formidable que dejó tendido al marinero sobre la arena, y, gritando a Dick que le siguiera, echó a correr por entre el maderamen.

La escena se desarrolló en un segundo. Antes de que Dick pudiera correr poco ni mucho, Arblaster le tenía cogido entre sus brazos; Tom, arrastrándose, lo agarró por un pie, y el tercero de aquellos hombres desenvainó un machete y lo blandía sobre su cabeza.

No era el peligro en que se hallaba ni el enojo lo que abatía el ánimo del joven Shelton; era la profunda humillación que sentía de haber escapado de las garras de sir Daniel y de haber convencido a lord Risingham, para venir ahora a caer indefenso en manos de este viejo marinero borracho, y no sólo indefenso, sino, como su conciencia le decía a gritos cuando era ya demasiado tarde, realmente culpable… insolvente deudor del hombre cuyo barco había robado para perderlo después.

—Traédmelo hasta la taberna para que le vea la cara —gritó Arblaster.

—No, no —objetó Tom—. Vaciémosle antes la bolsa, no sea que vayan a reclamar su parte los demás compañeros.

Pero por más que lo registraran de pies a cabeza no le encontraron encima ni un solo penique; tan sólo el sello de lord Foxham, el anillo que le arrancaron brutalmente del dedo.

—Ponédmelo de cara a la luna —dijo el patrón, y cogiendo a Dick por la barbilla, le levantó bárbaramente la cabeza.

—¡Virgen bendita! —gritó—. ¡Es el pirata!

—¿Qué? —exclamó Tom.

—¡Por la Virgen de Burdeos! ¡Es el mismo! —repitió Arblaster—. ¡Ah, ladrón, al fin te he cogido! ¿Dónde está mi barco? ¿Dónde están mis siete barriles de Gascuña? ¿Eh? ¿Será verdad que te tengo en mis manos? Tom, dame un pedazo de cuerda; voy a atar de pies y manos a este ladrón, como pavo en el asador… ¡Por la Virgen, que así voy a atarlo! Y luego voy a tundirle a golpes.

Así, por el estilo, siguió hablando, mientras, con la destreza propia de los marinos, iba enrollando la cuerda alrededor de los miembros de Dick asegurando cada vuelta y cada cruce con nudos y afianzando su obra con salvaje tirón.

Cuando hubo terminado, el muchacho era un mero fardo entre sus manos: tan indefenso como un muerto. Lo empujó el patrón hasta donde el brazo le alcanzaba, y prorrumpió en una carcajada. Después le pegó un tremendo puñetazo en un oído, que lo dejó aturdido; y volviéndole a uno y otro lado le dio furiosos puntapiés.

La ira se alzó como una tempestad en el pecho de Dick, una cólera que le ahogaba, y creyó morir. Pero cuando el marinero, cansado ya del cruel juego, lo lanzó cuan largo era sobre la arena y se volvió para consultar con sus compañeros, instantáneamente recobró la serenidad. Era un momento de respiro: antes de que comenzaran de nuevo a torturarle, quizá pudiera hallar un medio de escapar a aquella degradante y fatal desventura.

Muy pronto, en efecto, y mientras sus apresadores discutían lo que habrían de hacer con él, sacó fuerzas de flaqueza y con voz firme les habló así:

—¿Os habéis vuelto locos de remate? El cielo pone en vuestras manos la mejor ocasión para enriqueceros que jamás tuvo marinero alguno; una ocasión como no se os presentará otra en treinta aventuras que corráis en lejanos mares… y, ¡por la misa!, ¿qué se os ocurre? ¿Pegarme? ¡Vaya, no haría otra cosa un chiquillo rabioso! Pero vosotros, sesudos marineros que no teméis al agua ni al fuego, y que amáis el oro tanto como la carne de buey, me parece que no sois muy discretos.

—Sí —dijo Tom—; ahora que estás atado quisieras engañarnos.

—¡Engañaros! —repitió Dick—. Si fuerais tontos, sería fácil. Pero si sois astutos, como creo que lo sois, podéis ver claramente dónde está vuestro provecho. Cuando os quité el barco, nosotros éramos muchos, todos bien equipados y armados; pero ahora, pensad un poco, ¿quién reunió aquellas tropas? Alguien, sin duda, que tenía mucho oro. Y si éste, rico ya, continuaba aún yendo a caza de oro, desafiando las tempestades… Pensad una vez más… ¿No habrá un tesoro escondido en algún sitio?

—¿Qué querrá decir? —preguntó uno de los hombres.

—Pues que si habéis perdido un bote viejo y unas jarras de vino picado —continuó Dick— os olvidéis de ello como cosa que no vale la pena y os metáis más bien en una aventura, digna de ser así llamada, que en doce horas habrá de enriqueceros o arruinaros para siempre. Pero levantadme de aquí y vayamos a algún sitio cerca para hablar delante de una jarra de cerveza, porque tengo el cuerpo dolorido y helado, y casi metida la boca entre la nieve.

—Lo que busca es engañarnos —dijo Tom, despectivamente.

—¡Engañarnos! ¡Engañarnos! —exclamó el tercero del grupo—. ¡Me gustaría conocer al hombre capaz de engañarme! ¡Buen fullero habría de ser! No me he caído yo de ningún nido. Sé distinguir una iglesia cuando tiene campanario; y, lo que es yo, por mi parte, compadre Arblaster, creo que no está desprovisto de razón este joven. ¿Queréis que le escuchemos? Decid: ¿queréis que le escuchemos?

—Contento me vería ante un azumbre de cerveza fuerte, master Pirret —contestó Arblaster—. ¿Qué dices tú a eso, Tom? Pero la bolsa está vacía.

—Yo pago —dijo el otro—. Yo pago. Estoy deseando saber de qué se trata. Creo, en conciencia, que hay oro en el asunto.

—¡Si empezáis a beber otra vez, todo está perdido! —gritó Tom.

—Compadre Arblaster, a ese marinero vuestro le dejáis tomarse demasiadas libertades —replicó master Pirret—. ¿Vais a permitir que os mande un hombre asalariado? ¡Vaya, vaya!…

—¡Silencio, compañero! —dijo Arblaster, dirigiéndose a Tom—. ¿Vas a meter el remo, tú? ¡Bueno sería que la tripulación viniese a enmendarle la plana al patrón!

—Haced, pues, lo que queráis —repuso Tom—. Yo me lavo las manos.

—Levantadle, pues —dijo master Pirret—. Sé yo ahí un sitio reservado donde podremos beber y charlar.

—Si he de ir andando, amigos, tendréis que desatarme los pies —observó Dick, una vez que estuvo derecho como un poste.

—Es verdad —concedió, riendo, Pirret—. Hay que reconocer que no podría dar un paso tal como está. Dadle un corte a la cuerda… Sacad el cuchillo y cortadla un poco, compadre.

Hasta el mismo Arblaster se quedó algo suspenso ante esta proposición, pero como su compañero insistió y Dick tuviera el buen sentido de aparentar una expresión de indiferencia, encogiéndose de hombros ante tal retraso, el patrón cortó, al fin, las cuerdas que sujetaban al prisionero pies y piernas. Esto no sólo le permitió a Dick caminar, sino que, al aflojarse proporcionalmente toda la red de sus ataduras, observó que empezaba a mover con mayor libertad el brazo que tenía atado a la espalda y concibió la esperanza de que, a fuerza de tiempo y paciencia, podría llegar a dejarlo libre por completo. De ello podía dar gracias a la simpleza y codicia de master Pirret.

Este personaje asumió la dirección de todo, y los condujo a la mismísima mísera taberna a la cual Lawless había llevado a Arblaster el día del temporal. Casi desierta se hallaba ahora; el fuego era un montón de rojas ascuas que irradiaban vivísimo calor, y cuando todos hubieron tomado asiento y el amo puso ante ellos una medida de cerveza tibia y especiada, tanto Pirret como Arblaster estiraron las piernas y apoyaron los codos sobre la mesa como hombres dispuestos a pasar un rato agradable.

Consistía la mesa a la que se sentaron, como todas las demás de la taberna, en una pesada tabla cuadrada puesta sobre un par de barriles, y cada uno de los cuatro compinches, de tan extraña y diversa catadura, había tomado sitio en uno de los lados del cuadrado: Pirret frente a Arblaster y Dick en el lado opuesto al marinero Tom.

—Ahora, joven —dijo Pirret—, al asunto. Verdaderamente parece que os habéis portado bastante mal con nuestro compañero Arblaster; pero eso ¿qué importa? Dadle una compensación… mostradle esa oportunidad de hacerse rico… y yo os respondo de que os perdonará.

Hasta este momento había hablado Dick bastante a la ligera; pero ya era necesario, bajo la vigilancia de seis ojos, inventar y relatar alguna historia maravillosa y a ser posible recuperar aquel importantísimo anillo-sello de lord Foxham. Lo primero que hacía falta era dejar correr el tiempo. Cuanto más los entretuviera, más beberían sus apresadores y con mayor seguridad podría intentar la huida.

Ahora bien: no tenía Dick grandes dotes para inventar historias, y lo que contó se parecía mucho al cuento de Alí-Babá, sustituyendo el oriente por Shoreby y el bosque de Tunstall y exagerando, más bien que disminuyendo, los tesoros de la cueva. Como sabe el lector, ésta es una excelente historia, que tan sólo un defecto tiene: el de no ser verdad. Así pues, como era la primera vez que la oían aquellos sencillos marineros, los ojos se les salían de las órbitas y se quedaban boquiabiertos como el bacalao en la pescadería.

Pronto pidieron una segunda medida de aquella cerveza tibia mientras Dick desarrollaba aún, con toda habilidad, los incidentes de su historia; una tercera jarra siguió a la segunda.

He aquí la situación de los contertulios cuando la historia tocaba a su fin:

Arblaster, borracho y muerto de sueño, colgaba inerte sobre el banco. El mismo Tom había escuchado encantado el cuento y su vigilancia había disminuido en proporción. Entretanto, Dick había ido zafándose de sus ligaduras y se hallaba ya dispuesto a jugarse el todo por el todo.

—¿De modo —preguntó Pirret— que vos sois uno de ésos?

—Contra mi voluntad me hicieron serlo —respondió Dick—. Pero si yo pudiera lograr, por la parte que me tocara, uno o dos sacos de monedas de oro, bien tonto sería si quisiera seguir viviendo en una asquerosa cueva, exponiéndome a recibir tiros y bofetadas como un soldado. ¡Cuatro somos aquí! Pues bien: vayamos mañana al bosque antes de que salga el sol. Si pudiéramos procurarnos honradamente algún borrico, sería mucho mejor; pero si no podemos, cuatro robustas espaldas tenemos, y yo os respondo de que volveremos tan cargados que nos doblaremos al peso.

Pirret se relamió de gusto.

—Y esta palabra mágica… ese santo y seña con que se abre la cueva… ¿cuál es, amigo? —pregunto.

—¡Ah! Esa palabra no la saben más que los tres jefes —respondió Dick—. Pero ahora veréis la suerte que habéis tenido: que esta misma noche traiga yo conmigo un amuleto para abrirla. Es una cosa que en todo el año no se separa de la bolsa del capitán.

—¿Un amuleto? —pregunto Arblaster medio despierto y guiñando un ojo a Dick—. ¡Vade retro! No me vengáis a mí con amuletos. Soy un buen cristiano; preguntádselo si no a Tom el marinero.

—Pero si esto no es más que magia blanca —repuso Dick—. Nada tiene que ver con el diablo; no se trata más que del poder oculto de los números, de las hierbas y de los planetas.

—Sí, sí —asintió Pirret—; no es más que magia blanca, compadre. No hay en ello pecado, os lo aseguro. Pero continuad, joven. Este amuleto… ¿en qué consiste?

—Voy a mostrároslo inmediatamente —respondió Dick—. ¿Tenéis ahí el anillo que me quitasteis del dedo? ¡Bien! Cogedlo ahora con las puntas de los dedos y sostenedlo así con el brazo extendido, contra el brillo de esos rescoldos. Así, exactamente. Pues bien: ése es el amuleto.

De una rápida ojeada Dick se aseguro de que tenía libre el paso entre él y la puerta. Se encomendó a Dios con el pensamiento y, tendiendo el brazo, arrebató de un tirón el anillo; en el mismo instante levantó la mesa y la arrojó de pronto sobre el marinero Tom. Este pobre infeliz cayó debajo, gritando bajo la madera, y antes de que Arblaster comprendiera lo que ocurría o de que Pirret pudiera fijar su inseguro pensamiento, Dick había corrido ya hacia la puerta y conseguido escapar a la clara luz de la luna.

Ésta, que andaba ya por la mitad del cielo, y la extremada blancura de la nieve, hacían que el despejado terreno que rodeaba al puerto apareciese alumbrado como por la claridad del día, con lo que Shelton, saltando entre el maderamen, con el hábito recogido, era una figura visible desde lejos.

Tom y Pirret le siguieron dando voces; salieron de todas las tabernas gentes que, atraídas por los gritos, se les unieron; al poco rato, toda una turba de marineros corría en su persecución. Pero el marinero en tierra resulta mal corredor, y tal era en el siglo XV, y Dick además les llevaba buena delantera, que aumentó rápidamente, tanto que al llegar cerca de una angosta callejuela se atrevió hasta a pararse y miró hacia atrás, riéndose.

Sobre la blanca alfombra de nieve corrían cuantos marineros había en Shoreby, apiñados todos, formando una mancha borrosa, con algunas colas de rezagados que les seguían en grupos aislados. Todos vociferaban y gesticulaban agitando los brazos en el aire; algunos tropezaban, y para completar el cuadro, al caerse uno, una docena más iban a caer también sobre él.

El confuso ruido del vocerío, que talmente parecía elevarse hasta la luna, resultaba cómico y terrorífico para el fugitivo, a quien intentaban dar caza. Mas en sí era ineficaz, porque bien seguro estaba de que ningún marinero podría darle alcance. Pero solamente la magnitud del alboroto, que habría de despertar a cuantos dormían en Shoreby y atraer a las calles a los centinelas ocultos, sería amenaza de peligros que le esperaban y podían cerrarle el paso. Así pues, atisbando en una esquina el oscuro portal de una casa, se metió rápidamente en él, y dejó pasar el salvaje acoso de todos aquellos bárbaros perseguidores, que siguieron gritando y gesticulando, rojas las caras con la excitación y la carrera, blancos sus cuerpos por las caídas en la nieve.

Pasó largo rato antes de que terminara aquella invasión de la ciudad por los del puerto, y mucho tardó en restablecerse el silencio. Durante no poco rato se oyó aún a algunos marineros desperdigados gritando por las calles en todas direcciones y en todos los barrios de la ciudad. Trajo esto no pocas riñas, unas veces entre ellos mismos, otras con las patrullas que encontraban; salieron a relucir cuchillos; se repartieron no pocos golpes, por una y otra parte, y más de un cadáver quedó tendido sobre la nieve.

Una hora después, cuando el último marinero regresaba, refunfuñando, hacia el puerto y se metía en su taberna favorita, si alguien le hubiera preguntado qué clase de hombre perseguía, habría tenido que contestar que, si lo supo, lo había olvidado.

A la mañana siguiente, muchas eran las extrañas historias que corrían de boca en boca, y, poco después, la leyenda de que el diablo había hecho una visita nocturna a Shoreby pasaba como artículo de fe entre los muchachos de Shoreby.

Pero el regreso al puerto del último marinero no bastó para que pudiera librarse Shelton de su fría prisión del portal.

Reinó aún, durante algún tiempo, gran actividad entre las patrullas, y salieron partidas especiales a hacer la ronda del lugar y llevar noticias de lo ocurrido a algunos de los grandes lores, cuyo sueño había sido interrumpido de manera tan insólita.

Muy avanzada andaba ya la noche cuando Dick se aventuró a salir de su escondite y llegó sano y salvo, pero dolorido el cuerpo por el frío y los golpes recibidos, a la puerta de La Cabra y la Gaita.

Conforme mandaba la ley, no había ya en la casa ni fuego ni luz, pero a tientas llegó hasta un rincón del helado cuarto que servía de posada; halló allí una manta que se echó en los hombros y, arrastrándose hasta ponerse al lado del más próximo durmiente, pronto le venció el sueño.

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