La flecha negra

La flecha negra


Libro quinto. Crookback. » 1. La aguda trompeta

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1. La aguda trompeta

ALA mañana siguiente, temprano, antes de apuntar el día, se levantó Dick, se cambió de ropas, se armó de nuevo como un caballero y emprendió la marcha hacia la guarida de Lawless, en el bosque.

Como recordará el lector, allí había dejado los documentos de lord Foxham, y sólo podía recogerlos y estar de regreso para llegar a tiempo a la cita con el joven duque de Gloucester partiendo muy de mañana y apretando mucho el paso.

La helada era más fuerte que nunca; el aire, quieto y seco, cortaba el rostro. Había desaparecido la luna, pero brillaban aún numerosas estrellas, y el reflejo de la nieve era claro y vivo. Para caminar no era necesaria linterna alguna, y aquel aire tranquilo, pero diáfano, no infundía la menor tentación de detenerse.

Había cruzado Dick la mayor parte del terreno abierto entre Shoreby y el bosque, y se hallaba ya al pie de la colina, a unos cien metros de la Cruz de santa Brígida, cuando, en medio del silencio de aquella madrugada, sonó la estridente nota de un toque de clarín, tan agudo, tan claro y penetrante, que creyó no haber oído jamás otro igual. Sonó una vez, se repitió precipitadamente otra, y luego sucedió el ruido de chocar de aceros.

Aguzó el oído Shelton y, desenvainando la espada, corrió monte arriba.

Pronto divisó la cruz y pudo percatarse del feroz encuentro que se desarrollaba en el camino, frente a ella. Siete u ocho eran los que atacaban y sólo un hombre el que les hacía frente, pero tan rápido y diestro era éste, tan desesperadamente acometía y dispersaba a sus adversarios, tan gallardamente se aferraban sus pies sobre el hielo, que antes de que Dick pudiera intervenir ya había matado a uno, herido a otro y mantenido a raya a los demás.

Sin embargo, milagro parecía que de tal modo pudiera seguir defendiéndose, ya que, a cada instante, cualquier accidente, el menor resbalón sobre el helado suelo o un error de su mano, podía costarle la vida.

—¡No desmayéis, caballero! ¡Voy en vuestro auxilio! —gritó Richard, olvidando que estaba solo y que el grito era impropio—. ¡A la Flecha! ¡A la Flecha! —exclamó, cayendo sobre la retaguardia de los agresores.

Gente brava eran éstos también, pues ni una pulgada cedieron ante la sorpresa, sino que, haciendo frente, cerraron con asombrosa furia sobre Dick. Cuatro contra uno lucharon entonces, y, al resplandor de las estrellas, relampagueaban de continuo en torno suyo los aceros; las chispas saltaban con furia; uno de sus contrincantes cayó… en el fragor de la pelea, apenas supo por qué; luego sintió él mismo un golpe en la cabeza, y aunque el casquete de acero que llevaba bajo la capucha le protegió, la fuerza del porrazo le hizo caer sobre una rodilla y sentir que la cabeza le daba vueltas como si fuera el aspa de un molino.

Entretanto, el hombre en cuyo auxilio acudiera en vez de tomar parte entonces en la contienda, a la primera señal de intervención había saltado hacia atrás con más fuerza y precipitación aún, tocando de nuevo aquella misma trompeta de agudo sonido que había sido la voz de alarma. Un instante después cargaban sobre él sus enemigos, y una vez más acometía y esquivaba, saltaba, hería, caía de rodillas, usando indistintamente espada y daga, pies y manos, con el mismo indomable valor y febril energía y destreza.

Pero aquella penetrante llamada, al fin, había sido escuchada. Se oyó un rumor sordo en la nieve y en buena hora para Dick, que veía ya las puntas de las espadas relucir junto a su garganta, un desatado torrente de hombres de armas montados se lanzó desordenadamente desde el bosque por ambos lados, todos ellos cubiertos de hierro, baja la visera, lanza en ristre o en alto la desnuda espada, y llevando cada uno, por decirlo así, un pasajero, en forma de arquero o paje, que saltaron uno tras otro de los caballos y pronto doblaron el número de aquella tropa.

Viéndose cercados por fuerza tan superior, los primitivos asaltantes tiraron sus armas sin pronunciar palabra.

—¡Prendedme a esa gente! —gritó el héroe de la trompeta, y una vez cumplida su orden, se acercó a Dick y le miró a la cara.

Al devolverle Dick su escrutadora mirada, se quedó sorprendido de hallar, en quien había desplegado tal fuerza, destreza y energía, a un muchacho casi de su edad, ligeramente deformado, con un hombro más alto que el otro, y de pálido, atormentado y torcido semblante[5]. Sus ojos, sin embargo, eran límpidos, serenos y de audaz expresión.

—Caballero —dijo aquel muchacho—, en momento oportuno llegasteis para mí.

Milord —contestó Dick, con el vago presentimiento de que se hallaba en presencia de un alto personaje—, tan maravilloso espadachín sois que creo que les hubierais hecho morder el polvo vos solo. Sin embargo, lo que sin duda fue una suerte para mí es que vuestros hombres no se retrasaran ni un momento más.

—¿Cómo supisteis quién era yo? —preguntó el desconocido.

—Ni aun ahora mismo, señor, sé yo con quién estoy hablando.

—¿De veras? —preguntó el otro—. Y, a pesar de ello, os lanzasteis de cabeza a esta desigual batalla.

—No vi más que a un hombre que luchaba valerosamente contra muchos —repuso Dick—, y hubiera considerado una afrenta para mí no prestarle ayuda.

Singular e irónica sonrisa se dibujó en la boca del joven hidalgo al contestar:

—Bravas palabras son ésas. Pero… vamos a lo más esencial: ¿sois de Lancaster o de York?

Milord, no he de ocultarlo: soy francamente de los de York.

—¡Por la misa! —exclamó el otro—, suerte tenéis—. Se volvió hacia uno de los suyos—. A ver —continuó en el mismo tono cruel y burlón—, vamos a acabar con estos bravos caballeros. Ahorcadlos.

Sólo cinco eran los supervivientes del grupo de los agresores.

Les cogieron del brazo los arqueros, los empujaron hasta el borde del bosque y cada uno fue colocado bajo un árbol de apropiadas dimensiones; se ajustaron convenientemente las cuerdas; un arquero, llevando un cabo de las mismas, trepó a lo alto apresuradamente. Y antes de cinco minutos, sin que por ninguna de las partes se cambiara una sola palabra, los cinco hombres se balanceaban en el aire, colgados del cuello.

—Y ahora —gritó el deformado jefe— volved a vuestros puestos, y cuando vuelva a llamaros, no os hagáis esperar tanto rato.

Milord duque —dijo uno—, permitid que os suplique que no os quedéis aquí solo. Quedaos, al menos, con un puñado de lanceros a vuestro servicio.

—Muchacho —replicó el duque—, me he abstenido de reprenderos por vuestra tardanza. Por tanto, no me contradigas. Confío en mi mano y en mi brazo, por más jorobado que sea. Cuando sonó la trompeta, muy rezagado te quedaste y ahora muy vivo te muestras con tus consejos. Aunque siempre ocurre así: el último con la lanza y el primero con la lengua. Procura hacerlo al revés.

Y con un ademán noble, pero no por ello menos peligroso, despachó a todos sus hombres.

Los infantes montaron de nuevo a la grupa de los caballos de los hombres de armas, y la tropa entera partió lentamente, desapareciendo en veinte direcciones distintas, al abrigo del bosque.

Apuntaba el día y las estrellas se desvanecían. El primer resplandor del alba brilló sobre los rostros de los jóvenes, que de nuevo se hallaron frente a frente.

—Acabáis de ver mi venganza —dijo el duque—, que, como la hoja de mi espada, es dura y rápida. Pero, por toda la cristiandad, no quisiera que me creyerais desagradecido. Ya que vinisteis en mi auxilio con buena espada y mejor ánimo, si no retrocedéis ante mi deformidad, acercaos junto a mi corazón.

Y el joven jefe abrió los brazos para recibirle en ellos.

En el fondo de su corazón abrigaba Dick un gran terror y cierto odio hacia el hombre a quien acababa de prestar auxilio, pero con tales palabras fue hecha la invitación que no sólo hubiera sido descortés sino cruel rechazarle o vacilar, y por ello se apresuró a aceptarla.

—Y ahora, milord duque —dijo una vez recobrada su libertad—, ¿estoy en lo cierto al suponer que sois milord el duque de Gloucester?

—Richard de Gloucester soy —contestó el otro—. Y vos, ¿cómo os llamáis?

Dick le dijo su nombre y le presentó el sello de lord Foxham, que el duque reconoció inmediatamente.

—Demasiado pronto habéis llegado —dijo—; pero ¿cómo he de poder quejarme? Sois como yo, que dos horas antes de rayar el día ya estaba al acecho. Pero ésta es la primera salida de mis armas, y en esta aventura, master Shelton, va a sentarse o a quedar destruida mi fama. Allí están mis enemigos, mandados por dos viejos y expertos capitanes, Risingham y Brackley, en fuertes posiciones, según creo; pero sin retirada posible por dos lados: encerrados entre el mar, el puerto y el río. Me parece, Shelton, que hay aquí un gran golpe que asestar, y que nosotros podríamos darlo en silencio y repentinamente. ¿Tenéis las notas de lord Foxham? —preguntó el duque.

Habiéndole explicado Dick que no las llevaba encima, se atrevió a ofrecerle cuantos informes quisiera tan fidedignos como pudieran ser los otros.

—Y por mi parte, milord duque —añadió—, si contáis con suficientes hombres, yo caería sobre ellos ahora mismo. Porque, mirad: al apuntar el día, las guardias de noche han terminado; pero de día no tienen guardia alguna, sólo algunos hombres que a caballo recorren los alrededores de la ciudad. Pues bien: ahora que la guardia de noche ha dejado ya las armas y el resto está desayunando…, ahora es el momento para acabar con ellos.

—¿Cuántos creéis que son? —preguntó Gloucester.

—No llegan a dos mil —contestó Dick.

—Yo tengo setecientos en los bosques, detrás de nosotros —dijo el duque—; otros setecientos vienen desde Kettley y estarán aquí muy pronto; a mayor distancia quedan cuatrocientos más y lord Foxham tiene quinientos a cosa de medio día de aquí, en Holywood. ¿Esperamos que vengan o caeremos sobre el enemigo?

Milord —contestó Dick—, cuando ahorcasteis a esos cinco infelices, decidisteis ya esta cuestión. Por muy ruines que fueran, en estos tiempos revueltos, los echarán de menos, saldrán a buscarlos y darán la voz de alarma. Por lo tanto, milord, si queréis contar con la ventaja que el cogerlos por sorpresa pueda daros, no os queda, en mi humilde opinión, ni una hora que perder.

—Es verdad, lo mismo creo yo —dijo Crookback—. Pues bien: antes de una hora os hallaréis en plena batalla, ejecutando algunas hazañas que os den fama y renombre, ganándoos la dignidad de caballero. Mandaré a toda prisa a un hombre que vaya a Holywood llevando el sello de lord Foxham; otro irá por la carretera para avivar a mis perezosos. Shelton, ¡por la cruz que la cosa va a ser un hecho!

Volvió a llevarse a los labios la trompeta y sonó un segundo toque.

No tuvo que esperar mucho. En un momento, todo el espacio que quedaba libre cerca del sitio donde se erguía la cruz quedó lleno de hombres a caballo y a pie.

Richard de Gloucester se colocó sobre los escalones y comenzó a mandar a todas partes mensajero tras mensajero, para que activaran la concentración de los setecientos hombres que estaban escondidos en las inmediaciones, entre los bosques; y antes de un cuarto de hora, tomadas ya todas las precauciones, se puso él mismo al frente y empezó a descender por la colina en dirección a Shoreby.

Su plan era sencillo. Consistía en apoderarse de uno de los barrios de la ciudad de Shoreby, situado a la derecha del camino real, y hacerse fuerte allí, en las estrechas callejuelas, hasta que llegaran refuerzos.

Si lord Risingham optaba por batirse en retirada, Richard le seguiría para cogerlo entre dos fuegos; o bien, si prefería quedarse en la ciudad, quedaría cogido en la trampa y poco a poco sería vencido por la superioridad numérica.

Sólo un peligro había, pero grave e inminente: los setecientos hombres de Gloucester podían ser arrollados y deshechos en el primer encuentro; para evitar esto, era necesario que la sorpresa de su llegada fuera lo más completa posible.

Por tanto los infantes subieron de nuevo a la grupa tras los jinetes, y le cupo a Dick el señalado honor de montar detrás del mismo Gloucester.

Avanzaron lentamente las tropas mientras pudieron ir a cubierto, y cuando llegaron donde terminaban los árboles que bordeaban el camino real, se detuvieron para tomar un respiro y reconocer el terreno.

El sol se hallaba ya algo alto, brillando con pálido resplandor entre un halo amarillento, y enfrente mismo de aquella luminaria Shoreby, campo sembrado de nevados techos y de rojizos remates, elevaba al cielo sus columnas de humo matinal.

Se volvió Gloucester hacia Dick.

—En este pobre lugar —le dijo—, donde la gente cocina ahora sus desayunos, o habéis de ganaros vos la dignidad de caballero y comenzar yo una vida de grandes honores y de gloria ante los ojos del mundo, o me parece que hemos de morir juntos y sin renombre alguno. Dos Richard somos. ¡Pues bien, Richard Shelton, de los dos han de hablar! Y nuestras espadas no han de sonar más fuertes sobre los yelmos enemigos que nuestros nombres en los oídos de la gente.

Dick quedó asombrado ante una sed de gloria como aquélla, expresada con tanta vehemencia en la voz y en el lenguaje, y contestó muy cuerda y sosegadamente que él, por su Darte, prometía cumplir con su deber, y que no dudaba de la victoria si todos hacían lo mismo.

Descansados ya los caballos, levantando en alto la espada el jefe y dando rienda suelta, toda la caballería partió al galope, atronando los aires y con su doble carga de combatientes, descendiendo el resto de la colina y cruzando la nevada llanura que todavía les separaba de Shoreby.

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