La cárcel

La cárcel


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Adormilado, Antonio palmeó la mesita de noche buscando el origen del infernal sonido que atronaba la habitación. Seis menos cuarto de la mañana.

Incorporado, atendió la llamada.

—¡¡Está muerta, está muerta!!

—¡¿Qué dices, Claudia?! —Con miedo de molestar a su mujer, Antonio se refugió en el cuarto de baño antes de continuar—. ¿Quién está muerta? —La luz artificial le obligaba a un parpadeo incesante para adaptar los ojos a la nueva claridad.

—Valeria, la chica de la celda siete, la rubia con silicona está muerta. —El temblor de la última palabra mostraba el miedo a pronunciarla.

—¿Muerta? ¿Estás segura?

—Joder, Antonio, pues claro que estoy segura —gritó la mujer—; la toqué, está fría, no respira.

—Tranquilízate, Claudia. —Tras unos segundos, Antonio preguntó—: ¿Qué pasó anoche?

—Nada fuera de lo previsto, todo salió como lo teníamos pensado. Bebieron, se relajaron, tontearon y la fiesta se alargó hasta pasadas las tres. Después cada uno se fue a su celda. Estaban muy borrachos, pero vivos cuando se acostaron. Y ahora ya no. Ella tiene los ojos abiertos, parece que mira, pero no puede porque… —Los sollozos impidieron a la mujer continuar con el relato.

—No llores, respira y relájate. —Poca información sacaría si no lograba centrar la conversación—. ¿Hay alguien más contigo?

—No —dijo Claudia tras una intensa inspiración—. El equipo trabajó hasta tarde, les dije que no volvieran antes de las siete, que yo me encargaría de la primera guardia, pensé que después de todo lo que habían bebido dormirían bien y que me arreglaría con las cámaras fijas de las celdas.

—Bien, mejor así, eso nos da algo de tiempo.

—¿Para qué? —preguntó Claudia—. ¿Qué debo hacer?

—Nada, en poco más de una hora estaré ahí. Antes de decidir, necesito que me cuentes todo lo que ha pasado.

—¿Y no debería avisar a la policía? —insinuó la mujer.

—Por ahora, no —ordenó Antonio.

—Pero…

—Claudia, escucha: si la muchacha está muerta, poco importa que esperemos un rato antes de notificar lo sucedido. —El tono de voz suave y condescendiente trataba de calmar la conciencia de la mujer—. Por favor, dame unos minutos para poder pensar.

—Está bien, esperaré a que llegues —concluyó Claudia antes de colgar el teléfono.

Con una mueca de alivio, Antonio dejó el terminal sobre el mármol gris del lavabo, antes de regresar al cuarto en busca de ropa.

Mientras recorría las baldosas del jardín, buscó en los recuerdos cercanos el rostro de Valeria. «Maldita sea, maldita sea», murmuró. La sorpresa inicial se había transformado en rabia en pocos segundos. Apenas faltaban unas pocas semanas; la pesadilla habría terminado y su mundo volvería a la normalidad, sin dramas, sin lágrimas.

Una punzada en la sien izquierda anunciaba la llegada de un fuerte dolor de cabeza. Sin pensar, Antonio abrió la guantera del auto y rebuscó entre los papeles hasta dar con sus medicinas. Desde la firma del contrato, las jaquecas no desaparecían del todo, solo se agazapaban, se adormecían dispuestas a atacar con rabia al menor descuido. Con la pastilla colocada bajo la lengua centró su atención en la carretera dejando que el fármaco actuase; aquella mañana necesitaba la mente despejada, las decisiones que tomase marcarían el futuro de demasiada gente.

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