La cárcel

La cárcel


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Vera Palacios odiaba el centro de Madrid y la forma convulsa en que la gente trataba de arañar segundos al reloj en sus carreras matutinas. El taxi que la llevaba hizo un cambio repentino de carril para aparcar. Abandonó el auto y huyó del bullicio de la calle resguardada por el paraguas que sostenía el portero del edificio.

Entró en el edificio en el que se ubicaba el despacho de Jesús Herrador, responsable de producción de contenidos de una de las cadenas de televisión más importantes del país y su jefe en el proyecto. El inicio de la jornada laboral de la mayoría de los empleados de las oficinas coincidía con la salida del personal de limpieza, que de forma discreta se escabullía por puertas secundarias.

Con un gesto de desprecio se metió en el ascensor. La mujer observó de reojo su reflejo en el espejo. Conocedora del valor de la imagen en aquel mundo en el que se movía, cuidaba la suya de forma obsesiva. El maquillaje, sutil pero efectivo; el color de su pelo, siempre perfecto, ocultando las ya incontables canas; la ropa de diseño, sin estridencias. Cada detalle de sus complementos se elegía con el fin de realzar una fría belleza y ocultar una edad inconfesable. Pasar de los cincuenta, o solo aparentarlo, solía conllevar una actitud reacia por parte de los directivos a la hora de asignar proyectos. Una absurda actitud que enfrentaba el hecho de sobrepasar un número concreto en el calendario con la capacidad para empatizar con franjas de mercado y comprender gustos y necesidades.

Un retoque de color en los labios le dio la seguridad que necesitaba para afrontar la reunión. Recorrió la planta de personal hasta el despacho de Jesús Herrador contestando con una inclinación de cabeza a los saludos que recibía a su paso. «No tiene solución», pensó mientras una mueca de rechazo marcaba su boca al ver secretarias más jóvenes y con ropas más ajustadas.

El espacio personal de su jefe se delimitaba por dos paredes de cristal. Según él, para controlar a sus empleados y estar al tanto de quién entraba y salía; según las malas lenguas, para poder recrearse con las vistas que él mismo seleccionaba. A través de ellas, Jesús se percató de la llegada de Vera. Finalizada la conversación telefónica que mantenía, le indicó con la mano que entrase.

—Buenos días. —La voz de Vera sonó cadenciosa y firme.

—Buenos días, puntual como siempre —alabó el hombre.

Sentada frente a él, no pudo evitar fijarse en las bolsas marcadas de sus ojos, que en algunas zonas pasaban del tono morado al amarillento, en consonancia con el resto de la piel. A sus cincuenta y cuatro años, la misma edad que ella, su 1,80 de altura comenzaba a redondearse por la zona central con una desagradable tripa, que ni los trajes caros ni las maneras de alta cuna podían enmascarar. Un cuerpo sometido a demasiados excesos y pocos cuidados.

—¿Tenemos ya los índices de audiencia? —preguntó Jesús al tiempo que rebuscaba en uno de los cajones.

—Sí, alcanzamos un 21 por ciento de share —apuntó Vera.

—No está nada mal —mientras hablaba, Jesús movió varias veces el cuello realizando pequeños círculos, claro síntoma de que sus cervicales necesitaban recolocarse.

Con disimulo, Vera miró hacia la puerta entreabierta del pequeño cuarto de baño del despacho, sobre el lavabo se amontonaban diversos útiles de aseo. Su jefe parecía no haber dormido en casa aquella noche. El sonido de unos nudillos golpeando anunció la llegada de la secretaria de Jesús. La muchacha, embutida en una falda tan corta que le impedía depositar las tazas de café sobre la mesa sin mostrar la ropa interior, no dejó de sonreír a su jefe en todo el proceso. Antes de que abandonase la habitación, una arruga marcó el entrecejo de Jesús. Vera se fijó en la pequeña gota marrón que destacaba en el puño de su camisa. La joven tenía un físico impresionante, pero no era hábil. Vera estaba segura de que no volvería a verla trabajando allí.

—Hemos mejorado dos puntos desde la última emisión, eso es buena señal; parece que los espectadores aceptan el formato y comienzan a fidelizar el seguimiento —la mujer se centró de nuevo en el motivo de la reunión.

—Me han dicho que uno de los concursantes, un tal Andrés, ha intentado establecer contacto con el exterior a través de los figurantes, parece que busca representante, ¿sabes algo? —preguntó Jesús.

—Sí, ese muchacho siempre ha dado problemas, será que los 180 000 euros del premio no lo motivan lo suficiente para soportar la disciplina del concurso. Me temo que lo que buscaba desde el principio era aguantar un par de semanas y luego hacer un paseíllo por distintos programas. Un modo de sacar más dinero con el mínimo esfuerzo.

—Supongo que tiene claras las condiciones del contrato que firmó, ¿no? —El tono serio de Jesús mostraba el rechazo que este tipo de personajes le despertaban.

—Se habló con él y se le dijeron las consecuencias que tendría incumplirlo. Es un voceras y un descerebrado, pero cuando sugerimos que si no cumplía desaparecería de los medios, recapacitó. Además, le animamos a que mejorase su imagen de cara a la audiencia.

—¿Cómo?

—Pues la verdad es que estamos algo escasos de romances, y ya sabes que no hay nada que conmueva tanto a la gente como una buena historia de amor. Le sugerimos que se centrase en Valeria o en Raquel, creo que cualquiera de las dos sería receptiva a sus atenciones y darían juego.

—Buena idea —dijo Jesús.

—Anoche se organizó una fiesta; llevan ya encerrados cinco semanas, con una disciplina muy severa, y les dimos un descanso. Ese ambiente seguro proporcionó algún acercamiento.

—Mantenme informado —respondió Jesús, mientras sacaba una pastilla de un cajón y la tragaba con el último sorbo del café. La actitud de su jefe indicaba que la reunión había terminado, pero Vera tenía otro asunto que comentar.

—Necesito que hablemos de David Salgado.

—¿Qué pasa con él? —Las cejas de Jesús se juntaron mostrando lo poco que le apetecía tocar ese tema.

—Hay que controlarlo o tendremos un grave problema. En la última gala fue muy evidente que conocía el nombre del expulsado, cuando se supone que el público decide y que los teléfonos se mantienen abiertos hasta el final.

—Su vehemencia a veces le lleva a equivocarse —Jesús lo justificaba.

—No, su falta de profesionalidad le lleva a saltarse los ensayos, a ignorar los guiones y a pasar de lo que el equipo le dice —añadió Vera.

—¿Qué sugieres? —El hombre estaba poco dispuesto aquella mañana a entrar en discusiones, y aún menos en una que sabía que perdería.

—Alguien debe hablar con él y recordarle sus deberes. Como creo que eso servirá de poco, se le debe restringir la información para impedir que nos deje en evidencia.

—Está bien, yo me encargo; no volverá a suceder.

—Perfecto —concluyó la mujer sin demasiada convicción mientras se ponía en pie. Al colocarse el bolso, hizo que cayera un pequeño portafotos de la mesa. Con una disculpa, Vera se agachó a recogerlo, fijando los ojos en la fotografía. En ella, una muchacha sonreía a la cámara con descaro. El maquillaje excesivo, la ropa insinuante y la sonrisa forzada mostraban una adolescente que jugaba a ser mayor.

—¿Es Jenny? ¡Qué cambiada está!, ya apenas la reconozco. ¿Cuántos años tiene? —dijo mientras colocaba el marco en su lugar.

—En unos meses cumple dieciséis. Crece demasiado deprisa. —La expresión en el rostro de Jesús mostraba algo más que tristeza al comprobar que su niña dejaba atrás la infancia, la persona a la que más quería, consentía y de la que presumía con todo aquel que quisiera escucharle.

La necesidad de mantener separada la vida profesional de la personal cerró los labios de Vera. Si sucedía algo entre Jesús y su hija no era asunto suyo.

Vera solicitó la ayuda del portero para pedir un taxi. Mientras esperaba, activó el sonido del móvil y comprobó la pantalla: una llamada del jefe de mantenimiento, dos de la redacción y varias de su secretaria. No le gustaba empezar el día con prisas, al menos esos primeros instantes de la jornada necesitaba que fuesen ordenados y tranquilos para organizar su mente.

El mensaje de cada amanecer, la señal de que lo más importante que poseía en la vida se encontraba bien y se acordaba de ella apareció por fin en el móvil aliviando, en parte, la tensión. Aquel breve «Buenos días» en la pantalla del teléfono indicaba que Julia comenzaba sus ejercicios. Lástima que esa mañana la compleja agenda de su jefe no hubiese permitido a Vera esperar para iniciar juntas el ritual. Cuando su hija cumplió ocho años, Vera entendió lo rápido que el paso del tiempo arrebataría a la niña de su lado y decidió aprovechar cada momento. Por eso, cada despertar, antes de marcharse, se colocaban en la alfombra de la sala y durante unos minutos practicaban yoga para prepararse ante la actividad diaria. Esos minutos, sin apenas mirarse, sin palabras, sin tocarse, se convirtieron en un nexo de unión que veintisiete años después aún mantenían.

La relación con el padre de Julia comenzó como una simple aventura, un divertimento. A pesar de su juventud, Vera era consciente del nulo futuro que podía esperar al lado de un hombre casado cuyas aspiraciones políticas pasaban por aparentar un estilo de vida impecable. Atraída por todo lo que él representaba: confabulaciones, maquinaciones, poder e intriga en los primeros años de una democracia recién estrenada de la que todos ambicionaban obtener algún beneficio, vivió cada instante sin mirar las consecuencias.

Aún recordaba su expresión de pavor la noche que le confesó que estaba embarazada. Vera sabía que en ese momento hubiese podido pedir cualquier cosa, que él la hubiera convertido en realidad. Pero fue prudente y prefirió esperar. Sabía que aquel hombre lograría el poder político que ansiaba, llevaba meses observando su forma de actuar y no dudaba de ello. La decisión de ser madre soltera con tan solo diecisiete años supuso una ruptura con la mayoría de su familia, más preocupada de los comentarios de los vecinos que del bienestar de los suyos; y también una hoja en blanco en la que poder escribir peticiones y deseos, siempre es bueno contar con alguien que puede allanar los obstáculos que la vida te va presentando.

La vibración del teléfono se mezcló con el golpeteo de la lluvia y los sonidos del tráfico vespertino.

—¿Sí? —respondió con desgana, demasiado temprano para escuchar las quejas de Antonio.

—Te necesito en la cárcel.

—¿Es urgente?

—Si quieres que el programa se siga emitiendo será mejor que te des prisa. —Sin más explicaciones, el hombre cortó la comunicación.

«El día comienza movido», pensó la mujer mientras se introducía en el taxi.

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