La cárcel
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Cuando Jesús Herrador le pasó el guion del proyecto de telerrealidad que estaba preparando, Antonio pensó que se había vuelto loco. Construir una réplica de una cárcel y meter en ella a catorce desconocidos a los que someter a un régimen disciplinario estricto para observar y analizar sus reacciones solo podía ser fruto de una mente enferma. Pese a lo descabellado de la idea, la productora y la cadena apostaban por ella dispuestas a embarcarse en el programa con mayor presupuesto de su historia.
Antonio odiaba ese tipo de concursos, le parecían basura, una mera burla y manipulación de la audiencia. A sus cincuenta y siete años, consideraba que su prestigio y el tiempo dedicado a la profesión se merecían otros retos. Sin molestarse en dar demasiadas explicaciones, rechazó la propuesta.
Sin embargo, el destino le reservaba otros planes y pocas semanas más tarde se vio forzado a aceptar un trabajo que despreciaba.
Por suerte, la cadena decidió olvidar el desplante inicial y mantener las condiciones del contrato, tanto económicas como las que le permitían elegir su equipo de trabajo, al menos estaría rodeado de profesionales de confianza que le ayudarían a dar un poco de nivel al programa.
Durante el trayecto hasta la edificación en la que los concursantes permanecían recluidos y aislados del entorno, apenas se cruzó con un par de coches. Cada vez que se desplazaba hasta allí, un sentimiento de rabia le oprimía al contemplar cómo la dejadez de las autoridades locales había permitido que un proyecto urbanístico, envuelto en humo y demasiadas promesas incumplidas de empleo, transformase valles como aquel en vertederos ilegales.
Las extensiones que contemplaba con repugnancia, plagadas de los más variados desechos que logra producir una gran ciudad, eran años atrás indispensable materia prima para las explotaciones ganaderas de la zona. Ovejas, vacas y caballos recorrían los pastos disfrutando durante el día de un entorno privilegiado, marcando los tiempos de la comarca con sus necesidades vitales. Una forma de vida que se había mantenido durante años alejada y a salvo del ruido, el tráfico y la contaminación.
Por desgracia, una empresa con más contactos que conocimientos del negocio ideó construir una urbanización de lujo en los terrenos del valle, una ridícula y pretenciosa visión con la que hacer soñar a la clase media-alta de Madrid ante la posibilidad de poseer un refugio elitista y elegante a menos de una hora de coche, en el que poder desestresarse de la rutina de cada semana.
A pesar de la oposición de los vecinos, residentes en aquellos parajes durante generaciones, el proyecto inició su marcha. Una de las primeras medidas de la corporación municipal, a instancias de la constructora, fue sancionar a los dueños de las explotaciones ganaderas, que ocupaban la mayoría de las parcelas de la zona, por el perjuicio que el mal olor generado por el desarrollo de su actividad supondría para la venta de las viviendas que iban a edificar. ¿Quién querría comprar una hermosa casa, con piscina, jardín y acceso a un lujoso campo de golf, si el aire cercano estaba contaminado por el olor a excrementos de animal?
El nulo plan en las excavaciones, el desconocimiento del terreno y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria abocaron al fracaso a las idílicas maquetas con las que los dueños del proyecto embelesaron a los miembros del Ayuntamiento.
A la hora de exigir responsabilidades por los daños medioambientales, el entramado de empresas oculto tras unas siglas comerciales se esfumó con la disculpa de unos presuntos beneficios incumplidos. Y tras ellas dejaron un paisaje sin futuro, en el que los campos tardarían años en volver a acoger a una ganadería que en la mayoría de los casos había tenido que ser vendida para no tener que hacer frente a las multas del Ayuntamiento.
Las pocas viviendas ocupadas de la zona alojaban a ancianos que se negaban a abandonar sus orígenes y se aferraban a los recuerdos que protegían las paredes de sus casas. El mal de aquellos vecinos benefició a la productora de televisión para la que Antonio trabajaba, que por un precio ridículo se hizo con unas tierras cercanas a la ciudad en las que construir las instalaciones para el concurso.
Mientras se realizaban las obras de acondicionamiento de la edificación en la que encerrarían a los participantes, Antonio tuvo la oportunidad de conocer a Matías, el dueño de la casa más cercana a los terrenos adquiridos para el programa. En esa época la relación de Antonio con su esposa no pasaba por un buen momento. Amelia no entendía por qué había aceptado aquel proyecto; según ella, esas decisiones le convertirían en director de folletines. Incapaz de ser sincero, para retrasar el regreso a casa cada tarde y evitar una nueva discusión con su mujer, el hombre se refugiaba en la compañía de Matías, un octogenario de voz profunda y ronca, fruto de su adicción al tabaco de liar. Las arrugas que recorrían su rostro curtido por el sol se marcaban con tristeza al recordar cómo aquel paisaje que contemplaban sus ojos verdes estaba lleno en su juventud de arboledas y campos de pasto en los que cuidar los rebaños de ovejas y vacas de su familia. Resultaba difícil de creer, pero la lástima en la mirada de aquel hombre no dejaba lugar a dudas. Un desastre ecológico al que la dejadez y el descuido de los dueños y autoridades locales no sabían o no querían poner fin.
Trascurridos unos cincuenta minutos desde la llamada de Claudia, Antonio detuvo el coche frente a la valla que delimitaba la entrada al complejo. El perímetro —no solo las instalaciones que albergaban a los concursantes, sino también a los miembros del equipo— estaba bordeado por una alambrada de algo más de dos metros de altura. En los vértices de la misma, cuatro torretas coronadas con unos capuchones en punta servían de refugio a los figurantes de escena, que transformados en guardias pretendían crear en el espectador una sensación de realidad que a los ojos de Antonio resultaba patética.
Faltaban pocos minutos para las siete y media de la mañana cuando se bajó del coche frente a la puerta de acceso al control de cámaras y a la cabina de realización. Una sensación de irrealidad se apoderó de su cuerpo cuando sujetó la manilla de la portezuela. Durante todo el viaje, su mente práctica había aislado el problema, nada podía hacer hasta llegar a la cárcel; ahora estaba allí y no tenía ni idea de cómo se iba a enfrentar al cuerpo sin vida de aquella chica. Por un instante la tentación de arrancar el motor y alejarse apareció como la opción más válida. No perdió tiempo en valorar esa alternativa, no había lugar en el mundo donde esconderse. Si no lo remediaba, en pocas horas la noticia se extendería y arrastraría consigo a todo el equipo.
Decidido a evitarlo, entró en el edificio en busca de Claudia. En el camino hacia el despacho de redacción, Antonio observó que los técnicos del turno de mañana comenzaban a llegar. Tanta gente perjudicaba sus planes. Debía actuar lo más rápido posible.
—Hola, Claudia —saludó el hombre mientras cerraba la puerta de la redacción tras de sí.
—Por fin estás aquí —suspiró la mujer—. ¿Sabes algo de Vera?
—Ya he hablado con ella, está de camino —aclaró el hombre—. He visto a los cámaras preparando los equipos.
—Sí, les he dicho que tenemos un problema con las tomas de corriente del pasillo y que mientras se arregla solo vamos a grabar con las cámaras fijas de las celdas. Les pedí que se dirigieran al pasillo oscuro de la zona masculina, que hasta nueva orden nadie debe pasar por la otra ala del edificio, así estarán lejos de las celdas de las chicas.
—Perfecto, eso nos da un tiempo. Ahora quiero que anules la cámara del pasillo de acceso al módulo de mujeres y la cámara de la celda 7, vamos a ver a la muchacha.
El rostro de la mujer mostraba el desagrado por tener que volver a ese lugar, pero el tono de su jefe no permitía réplica alguna. En un par de minutos cumplió su cometido y regresó con dos monos de color negro utilizados por los cámaras cuando tenían que realizar grabaciones manuales y no deseaban ser vistos por los concursantes.
En silencio recorrieron los caminos que bordeaban las habitaciones de las chicas. En cada una de ellas un cristal, a modo de espejo, tapado con una tela, permitía registrar sus movimientos sin que ellas fuesen conscientes. Varios metros de pasillo forrado de moqueta para amortiguar los pasos de los trabajadores los condujeron hasta la celda de Valeria.
La puerta de seguridad, camuflada a ojos de los habitantes de la cárcel, se encontraba muy cerca del lugar en el que esperaba el cuerpo de la joven. Con sigilo, para no despertar al resto de concursantes, accedieron al interior y llegaron al cuarto. Tapada con un camisón diminuto, que poco dejaba a la imaginación, la muchacha descansaba con el cuerpo girado de cara a la pared en posición fetal.
—Cuando anoche sonó el toque de queda estaba muy borracha —relató Claudia—. Llegó al cuarto dando tumbos, apenas podía quitarse la ropa y colocarse el camisón. Al momento de tirarse en la cama se quedó frita. Una hora después empezó a moverse mucho, se tocaba el estómago y no dejaba de quejarse. Araceli, que se había quedado conmigo en la redacción, estaba segura de que terminaría vomitando. Estuvo así un buen rato, hasta que pareció dormirse.
—¿Qué te hizo pensar que algo no iba bien? —preguntó Antonio sin apartar los ojos de Valeria. El cuerpo de aquella mujer, perfeccionado a base de silicona y operaciones, le producía un rechazo visceral, no podía entender la atracción que algunos hombres sienten por este tipo de muñecas de plástico.
—Hacia las cuatro y media terminamos de preparar el programa sobre la fiesta que se emitirá esta noche. El resto de los técnicos se fueron a descansar un rato, a mí me tocaba guardia. Como siempre, hice un barrido de imágenes por las celdas para comprobar que todo estuviese bien. Cuando llegué a la de Valeria me extrañó mucho que no roncase, ni te imaginas el ruido que esta muchacha hace —la mujer reflexionó unos segundos antes de seguir—. Perdón, emitía por esa nariz, supongo que en la operación de cirugía plástica cometieron algún error y le quedó así. Estaba tan cansada que lo ignoré y me fui a tomar un café. Cuando regresé, pinché de nuevo la cámara fija de Valeria y estuve observando un rato su pecho, no se movía. Dudé pensando qué hacer, temí que fuesen imaginaciones mías. Intenté despertarla y fue imposible. Entonces te llamé.
Finalizado el relato de Claudia, Antonio se acercó al camastro y con cuidado apoyó los dedos índice y corazón en el cuello de la muchacha. La frialdad de la piel confirmaba lo que ya sabía; sin embargo, durante unos segundos palpó, sin éxito, la zona en busca de un leve latido.
—Salgamos de aquí —ordenó Antonio mientras con un gesto instintivo se limpiaba la mano con la que había tocado a Valeria.
El silencio que envolvía la cabina de redacción recibió con sobresalto la entrada de Vera.
Antonio pidió a Claudia que pinchase la cámara de la celda en la que se encontraba el cuerpo de Valeria, mientras explicaba a la mujer lo sucedido.
—¿Quién más sabe esto? —preguntó Vera. Ni un mínimo gesto indicaba sentimiento alguno hacia la fallecida.
—Solo los que estamos en esta sala —dijo Antonio.
—Bien, lo primero es sacarla de aquí —afirmó la mujer.
—Pero no podemos mover un cadáver, hay que avisar antes a la policía —protestó Claudia.
Una mirada de desprecio precedió a las palabras de Vera:
—¿Y tú desde cuándo eres médico?, ¿por qué sabes que está muerta? —sin esperar respuesta, continuó—. La muchacha está enferma, y el programa tiene un equipo médico y una ambulancia contratados para este tipo de situaciones. Yo misma me encargaré de avisar para que el personal sanitario venga a recogerla y la lleve a un hospital.
—¿Qué pasará cuando la ingresen? —preguntó Antonio.
—No te preocupes, déjame los detalles a mí —respondió con una sonrisa de seguridad en el rostro.
En el cuarto, Antonio se movía en círculos incapaz de controlar los nervios de las piernas, mientras las mujeres hablaban. Este no era el primer trabajo que compartía con Vera; años atrás coincidieron en una serie de programas de investigación que obtuvieron gran éxito de crítica, lástima que los gustos de la audiencia obligasen a las cadenas a abandonar ese formato de televisión. Antonio envidiaba la capacidad de la mujer para controlar cualquier tipo de escenario. Cuando ella aparecía en una sala, no sabría explicar por qué, tal vez algo en su forma de moverse, de hablar, hacía que no pudieses dejar de contemplarla; quizá la seguridad que emanaba de sus gestos, o la fuerza de su mirada, quién sabe; pero era seguro que su presencia llenaba un cuarto. En ocasiones, hasta el punto de asfixiar al resto de sus ocupantes.
Nadie conocía con exactitud el alcance de los contactos que manejaba, pero lo cierto es que conseguía lo que para otros resultaba impensable. Sin la eficacia de Vera, y sus influencias en el Ayuntamiento a la hora de acelerar licencias y permisos, el programa no se hubiese podido comenzar en los plazos fijados con los anunciantes.
—La productora y la cadena tienen que estar al tanto de esto —afirmó Antonio—, no podemos actuar a sus espaldas en algo así.
—Ahora vuelvo —respondió Vera al tiempo que buscaba un número en la agenda del teléfono.
La idea de su compañera le parecía descabellada, pero Antonio sabía que recibiría el respaldo de los directivos de la cadena. Jesús Herrador jamás dudaría de las sugerencias de Vera. La inversión realizada en el programa podría peligrar si una investigación policial obligaba a detener la grabación; cualquier opción propuesta, aunque patease la legalidad, sería aceptada.
—Ya está —afirmó la mujer de regreso al cuarto—, la ambulancia sacará a la chica de aquí en unos minutos.
—Valeria, se llama Valeria. —La voz de Claudia mostraba la lástima que sentía por la muerte de la muchacha después de semanas observando su vida.
Sin prestar atención a la velada crítica, Vera continuó:
—En una hora, Jesús nos quiere en su despacho.
Antonio estaba seguro de que aquel día sería de los que lucharía por borrar de la memoria.