La cárcel
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Acomodado en la parte trasera de uno de los coches de la productora, Antonio observó el rostro imperturbable de su acompañante mientras hablaba por teléfono, dando órdenes a sus interlocutores sin apenas esperar respuestas.
Consciente de los intereses que Vera contemplaba en cada una de sus acciones, prefirió esperar a encontrarse con Jesús Herrador para plantear opciones diferentes.
A su llegada a los estudios de la cadena, los pasillos ofrecían la imagen de un hormiguero descontrolado donde cada miembro de la comunidad parecía moverse sin orden. Los años de trabajo y observación concedían a Antonio, conocedor como pocos de la realidad en la trastienda de su trabajo, pistas inequívocas para actuar. Disfrutaba de su oficio, sabía qué decir y cuándo para que todo funcionase de forma encadenada. Manejaba los egos y las manías de cada gremio hasta el punto de lograr lo mejor para ellos. En ese ambiente se mostraba firme, pero en los despachos toda su energía y confianza se minaban. Carecía de la habilidad necesaria para competir en un mundo de dobles sentidos y relaciones sociales.
Le sucedía igual con su familia, no comprendía la necesidad de Amelia de empeñarse en ponerle a prueba de forma constante, con el resultado de fallos sistemáticos, que ella se encargaba de proclamar ante su hijo. Incapaz de imponerse, los años y recriminaciones constantes llegaron a convencerle de su falta de valía, generando en su interior una sensación de culpa al creer que por sus carencias no lograba situarse profesionalmente en el lugar que merecía; impidiendo así cumplir los sueños de quienes le rodeaban. Una culpabilidad inmerecida, al menos hasta hacía unos meses.
Sin molestarse en contestar a los saludos que recibía, Vera se dirigió al despacho de Jesús Herrador. A su lado, Antonio, avergonzado, trataba de paliar la falta de cortesía general atendiendo a los requerimientos de los compañeros.
La voz de Jesús resonó en el interior de la habitación nada más acercar los nudillos a la puerta.
—Buenos días —saludó Antonio.
—Sentaos, por favor. —Las manos de Jesús señalaban dos sillas situadas frente a la mesa.
—Bien, acaban de llamarme del hospital; tu amigo está haciendo muy bien su trabajo. —El gesto de asentimiento de Vera hizo que Jesús continuase hablando—. Disponemos de diez minutos para decidir qué vamos a hacer, es el tiempo que me ha concedido antes de iniciar el protocolo que marca el hospital. ¿Sugerencias…?
—Propongo no dar a conocer lo sucedido hasta la finalización del programa. —Aunque trataba de suavizar el tono de su voz, Vera no podía evitar que las palabras pareciesen órdenes—. No sabemos las causas de la muerte, quizás anoche bebió en exceso o quizá ya estaba enferma cuando entró en el concurso; de cualquier forma, sería una publicidad negativa que puede hundirnos. Aunque estamos arrasando en los índices de audiencia, no olvidemos que hay mucho moralista esperando la ocasión para lanzarse contra nosotros. Es importante no dar carnaza a esa gentuza, una campaña de desprestigio puede influir de forma negativa en los patrocinadores; nuestras mayores marcas son productos familiares, un escándalo así los llevaría a abandonarnos, porque nadie querrá verse implicado en la muerte de una muchacha.
—Pero ¿cómo vamos a ocultar algo así? —interrumpió Antonio.
—No hablo de ocultar, me refiero a retrasar la aparición de la noticia. Tan solo sería un mes y medio, tiempo suficiente para que el programa finalice —respondió Vera.
—¿Qué sabemos de la familia de la muchacha? —La pregunta de Jesús indicaba que valoraba como opción la propuesta de su subordinada.
—He investigado el entorno de Valeria. La madre es una oportunista sin oficio que de joven intentó destacar en el mundo de la interpretación, con buen cuerpo, pero nada de talento. Desde que nació su hija se ha movido en ambientes de publicidad y casting infantiles, supongo que en un intento por vivir sus sueños a través de la niña. No dudo que las operaciones estéticas fuesen idea de la madre; el resultado ha sido espantoso, la pobre parecía una barbie de tienda de todo a cien. —Los ojos de Vera recorrían la documentación que sus ayudantes le habían enviado a la tableta.
—¿Y el padre? —interrogó Jesús.
—No creo ni que la madre sepa quién es —afirmó Vera.
—¿Crees que esa mujer colaborará? —Antonio pensaba en su hijo y le parecía imposible ocultar algo así.
—Tengo que comentar los detalles con la cadena, pero pienso que no pondrá reparo a lo que le voy a proponer. Si colabora, cuando acabe el programa tendrá entrevistas en máxima audiencia, cobertura del funeral, seguimiento de su dolor en los meses posteriores. Estoy segura de que la doliente madre aceptará encantada el papel protagonista.
—Veo que no tienes dudas de que venderá a su hija por unas horas de televisión. —El desprecio resultaba patente en cada palabra de Antonio.
—La niña ya está muerta, y todo el tiempo y el dinero que ha invertido en ella, tirado a la basura. Lo que yo le ofreceré es el momento de fama que lleva toda la vida esperando, ¿de verdad crees que se lo va a pensar? —La mujer elevó el tono, molesta, no estaba acostumbrada a que sus ideas fuesen cuestionadas.
—Creo que la opción que Vera plantea resultaría satisfactoria para todas las partes implicadas —sentenció Jesús.
—El tema de que sea una gran mentira no debe importarnos —cuestionó Antonio.
—No jodas con tus temas éticos y morales —bufó la mujer—. A los trabajadores que se irán a la calle si la productora quiebra no les importan en absoluto.
Conocedor del carácter de Vera, Jesús decidió finalizar una conversación que no conducía a nada.
—Antonio, regresa al plató de grabación y ocúpate de que el programa continúe con normalidad. La información para el equipo ha de ser clara: la concursante está enferma, ha sido trasladada al hospital y no sabemos nada más. La redactora que descubrió el cuerpo ¿es de confianza?
—Sí, Claudia es leal —afirmó Antonio.
—Por si acaso, recuérdale el contrato que firmó de confidencialidad —apuntó Vera.
—No creo que sea necesario, pero lo haré. —Molesto, Antonio se levantó de la silla, necesitaba abandonar aquella habitación antes de que la falta de ética de sus compañeros le desatase la lengua.
—¿Algo más? —preguntó una vez en pie.
—Por ahora no, en una hora nos reuniremos con los representantes de la cadena para concretar los detalles, te mantendremos informado —respondió—. Mientras tanto, Vera hablará con su contacto en el hospital para pedirle la máxima discreción.
Sin mirar a su compañera —no se creía capaz de soportar la visión de su sonrisa de triunfo—, Antonio se despidió con un simple gesto de cabeza.
Con paso rápido y la mirada baja —la sensación de llevar escrito en la frente la palabra mentiroso le impedía levantar la vista—, abandonó el edificio para refugiarse en el coche de producción que le conduciría de regreso a la cárcel.
Un gesto inconsciente empujó sus manos a inspeccionar los bolsillos de la cazadora en busca de un cigarrillo. Llevaba más de siete años sin fumar, sin incumplir la promesa hecha cuando tuvieron que ingresar a su hijo por una neumonía. Aún recordaba la angustia de aquella noche sentado al borde de la cama del hospital, agarrando su mano, incapaz de alejar la mirada del pecho del pequeño que subía y bajaba sin ritmo acompasado. En ese instante, agobiado por un sentimiento de culpa por llenar la atmósfera de la casa con el veneno de su vicio, juró no volver a probar un solo pitillo. Pero aquella mañana el cuerpo le pedía nicotina, necesitaba sentir cómo el aire enrarecido le atravesaba la garganta en un intento por aliviar la tensión y la mala conciencia. La búsqueda resultó inútil; por suerte apenas quedaban diez minutos para alcanzar su destino, allí no faltaría quien le proporcionase alivio a su ansiedad.
Para alejar los pensamientos, al menos durante un leve espacio de tiempo, Antonio sacó el móvil y marcó el número de su ayudante. Sabía que el turno de Alina no comenzaba hasta después de comer. La noche anterior había trabajado hasta tarde, pero la necesitaba. La productora, en un deseo de limitar las posibilidades de una filtración a la prensa, no deseaba que nadie más del equipo estuviese al tanto de lo sucedido; pero Antonio sabía que, si pretendía que la mentira resultase creíble, necesitaba contar con su apoyo.
La mañana que Alina apareció en su despacho, tres meses antes del inicio de la grabación del concurso, Antonio acababa de escribir su renuncia. Prefería sincerarse con su familia, aunque ello supusiese perderlos, que enfrentarse a la dirección de un programa que le avergonzaba sin Armón Castro, su mano derecha en los últimos doce años. Había intentado que la productora retrasase unos meses el inicio de la grabación para dar tiempo a su compañero y amigo a recuperarse del accidente de coche que le tenía amarrado a una cama con la mayor parte del cuerpo escayolado. Aquello resultó imposible, la maquinaria de la publicidad ya estaba en marcha.
—Hola, me envía la cadena, soy Alina, la nueva ayudante —explicó la muchacha tras obtener permiso para entrar.
—Siéntate y disculpa un segundo —respondió Antonio por encima del sonido del teléfono.
Al otro lado de la línea, Araceli, una de las redactoras, solicitaba su opinión sobre la periodicidad con la que retuitear los porcentajes de las votaciones que cada aspirante recibía.
La productora, de acuerdo con la cadena, optó por un sistema nuevo a la hora de seleccionar a los concursantes que ingresarían en la cárcel. En un deseo por aparentar trasparencia e igualdad de oportunidades, diseñaron un portal en el que cualquiera podía colgar un vídeo donde expondría los motivos por los que la gente debería votar para su ingreso en la prisión. La cantidad de desesperados y desesperadas por cinco minutos de fama saturó la página en pocas horas. La productora había previsto esta avalancha de solicitudes y disponía de un equipo técnico preparado para filtrar la información. Siguiendo sus criterios, tan solo accedieron a la segunda ronda eliminatoria treinta personas, a las que el público votaría de forma directa. De entre ellos saldrían los catorce concursantes para ocupar sus celdas.
Incapaz de comprender la mitad de las palabras que Araceli enviaba por teléfono, Antonio separó el auricular de su rostro y respiró desesperado; ni comprendía ni quería comprender la dinámica que movía las redes sociales.
—¿Me permite? —preguntó Alina con la mano derecha extendida sobre la mesa. La musicalidad de sus palabras logró que Antonio se fijase por primera vez en los preciosos ojos color avellana enmarcados en un rostro de piel morena y tersa. Sin apenas maquillaje, la muchacha mostraba una naturalidad a la que Antonio no estaba acostumbrado. En aquel mundo, el aspecto físico se manipulaba con cirugía, con cremas o lo que fuese necesario, cualquier cosa servía para distorsionar la realidad. Agobiado, Antonio interrumpió la charla de Araceli.
—Te paso con mi ayudante —afirmó el hombre al tiempo que ofrecía el teléfono a la joven, cuyo cuerpo proporcionado y menudo se adelantó para aceptarlo mientras un mechón de pelo negro azulado era reconducido de nuevo tras la oreja con un movimiento femenino e inocente.
En menos de tres minutos, Alina estableció un plan de actuación en redes sociales con la redactora, que permitiría a la cadena aparentar una cierta neutralidad en cuanto a la promoción de candidatos. El número de tuits enviados para cada uno de ellos sería el mismo, aunque las franjas horarias de emisión se cuidaban para aquellos que interesaba pasasen a formar parte del concurso.
—Gracias por tu ayuda. —Mientras hablaba, Antonio movía los papeles que se acumulaban a su alrededor en busca del currículum de la muchacha, sabía que debía de estar por algún lado; aquella misma mañana lo había encontrado encima de su mesa, aunque debía confesar que ni siquiera se molestó en mirar la primera página.
—De nada —respondió ella.
Durante unos instantes, los ojos de Antonio pudieron contemplar la profundidad que envolvía la mirada de Alina, tan solo unos segundos antes de que la mujer bajase la vista y volviese a parecer invisible.
—El proyecto ya está en marcha —comenzó a decir Antonio, incapaz de encontrar el dichoso papel—, no hay tiempo para demasiadas explicaciones.
—Llevo tiempo trabajando para cadenas de televisión locales y he participado en varios programas de entrevistas en directo, como habrá leído en mi currículum. No tengo problemas para adaptarme a equipos grandes, soy buena recibiendo y dando órdenes.
Mientras escuchaba, Antonio tropezó con su carta de renuncia. Si dimitía, no solo se quedaría sin su familia, sino que tendría que hacer frente a una indemnización por incumplimiento de contrato. ¿En qué momento se le ocurrió una idea tan estúpida?
—Bienvenida al proyecto —dijo Antonio. Se levantó del sofá y extendió la mano derecha hacia su nueva ayudante de dirección. Sin dudar, Alina aceptó el saludo—. Te espero mañana a las seis aquí en mi despacho. Nos llevará un coche de producción hasta las instalaciones de la cárcel. Espero que te guste porque los próximos meses pasarás más tiempo allí que en tu casa. —Con una sonrisa contagiosa, la muchacha abandonó el despacho dejando impregnado en el ambiente un aroma dulce e intenso.
Apenas unos minutos después, Antonio descubrió la información que buscaba sobre ella mezclada con el presupuesto del mobiliario para las celdas.
«Alina Calvar, nacida en 1990…» Antes de que pudiese continuar con la lectura, una nueva llamada de teléfono retumbó en la habitación.
—Si para la cadena está bien, por mí perfecto —murmuró al tiempo que guardaba los tres folios en un cajón del escritorio.
En apenas una semana, la mujer logró obtener el respeto del equipo. Firme, pero educada en las peticiones, Alina mediaba en cada conflicto de última hora que surgía en el proyecto. Su actitud conciliadora y discreta, así como la capacidad de trabajo, la convirtieron en imprescindible. Antonio cada día daba gracias por tenerla cerca.
Y aquella mañana, más que nunca, necesitaba su consejo y su ayuda.
—Hola, jefe. —La voz pausada y melosa hizo que por primera vez Antonio sintiese que todo podría salir bien.
—Hola, Alina, ¿dónde estás?
—En casa.
—Lo siento, pero te necesito en la cárcel. Te mando ahora mismo un coche para que te recoja, en cuanto llegues sube a mi despacho, te espero allí.
—Vale, nos vemos.
Sin preguntas, Alina colgó el teléfono y se dirigió a la ducha en un intento de que la modorra, fruto de las pocas horas de sueño, desapareciese.
Una nueva llamada interrumpió el masaje del agua templada sobre la piel. Envuelta en la toalla, alargó la mano hacia el terminal. Confiada en oír la voz de su jefe, ni siquiera miró la pantalla.
—Todo un milagro, conseguir que cojas el teléfono a tu madre en el primer intento.
El gesto contrariado de Alina mostraba el poco interés por la voz femenina que le martilleaba la oreja derecha.
—¿Qué quieres?
—El mes que viene la empresa de tu padre organiza una cena para celebrar su jubilación. A él le gustaría que asistieses.
—Estoy trabajando, imposible. —El silencio se instaló entre las dos mujeres durante unos segundos.
—Es importante.
—Te repito que es imposible.
—No puedes sacrificar unas horas de tu vida para acudir a una cena, pero sí aceptar nuestro dinero —las palabras de la mujer arrastraban rencor—, quizá sea hora de anular tus tarjetas y los beneficios de tus acciones. Si ya trabajas, te puedes mantener sola. —De nuevo el silencio.
—¿No dices nada?
«Que eres una hija de puta —pensó Alina—, ahora más que nunca necesito ese dinero.»
—Mándame día y hora —fue su respuesta—, intentaré ir, aunque no prometo nada.
—No olvides llevar un regalo para tu padre —ordenó la mujer con una risa irónica—, y sería bueno que te esforzases un poco, ya que lo paga él.
El sonido del teléfono al chocar contra el borde del sofá finalizó la conversación.
El padre de Alina se jubilaba después de treinta y cinco años trabajando para la misma multinacional y necesitaba una foto de familia con la que mantener una mentira que ahogaba a la muchacha.
Acostumbrada a luchar contra los recuerdos que se amontonaban en su memoria, Alina apretaba con fuerza los ojos para alejar las imágenes de su pasado.
Esfuerzos inútiles ante las sensaciones que plagaban de pesadillas sus noches. Aún podía sentir el vaho que se formaba en la ventanilla del coche cuando descubrió la soledad que acompañaría su vida mientras se separaba de sus padres.
La vivienda familiar se situaba en una urbanización a las afueras de Madrid. Una ubicación que imponía a su padre la necesidad de emplear más de una hora en coche, cada mañana, para desplazarse a las oficinas de la empresa para la que trabajaba. Un mal menor en comparación con la intimidad que la parcela protegida con seguridad privada les proporcionaba.
Aeryn, la madre de Alina, había nacido en Londres, aunque su familia procedía en su mayoría de Escocia. La blancura de su piel en contraste con el azul intenso de la mirada provocaba que los rostros se girasen hacia ella y se rindiesen ante su presencia. La perfección en sus movimientos, acompasados y rítmicos como si una música interior guiase cada uno de sus pasos, subyugaba a quienes la conocían.
Durante unas vacaciones en Marbella, cuando tenía diecinueve años, Aeryn fue presentada a quien quince días después se convertiría en su marido.
Treinta y dos años más tarde seguían juntos.
A pesar de llevar viviendo muchos más años en España de los que había pasado en Londres, Aeryn mantenía las tradiciones de su infancia. Sobre todo las que se referían a los horarios de comidas y a disciplina.
Su marido se plegaba a sus deseos, su hija no.
La propiedad de los padres de Alina era una de las más grandes del complejo. Una casa de tres pisos rodeada de muros y vegetación que la aislaba de miradas indiscretas y de vecinos chismosos.
Como la mayoría de las viviendas de la zona disponía de dos entradas. Una permitía el acceso a la parte principal del edificio, espacio por el que entraban los invitados y la familia, la otra era la utilizada por el servicio y por Alina.
Una tarde de principios de verano en la que el cielo azul de Madrid se iluminaba con la calidez del sol, Alina decidió jugar con el agua de una de las mangueras de riego. La pequeña acababa de regresar del internado en el que estudiaba y no soportaba permanecer encerrada en su habitación.
Los gritos y las risas al sentir la refrescante humedad sobre la piel atrajeron la presencia de Aeryn, que descansaba en una sombra al borde de la piscina. Furiosa con la pequeña, la mujer le impidió el acceso a la casa por la puerta principal alegando que su ropa estaba mojada y sus zapatos llenos de barro.
Sin apartar la mirada de los ojos de Aeryn, Alina se desnudó en silencio y con una sonrisa de triunfo se dirigió a la puerta utilizada por el personal de servicio.
Dos días más tarde, la pequeña emprendía viaje con destino a un campamento de verano a la espera de su regreso al internado. Nunca volvería a pasar la noche en aquella casa.
Tenía nueve años.
«Me gustaría ver tu cara dentro de unas semanas, maldita zorra, estoy segura de que ya no te reirás tanto», murmuró Alina mientras cerraba la pantalla del ordenador con las últimas noticias sobre cotizaciones en bolsa.