La cárcel

La cárcel


21

Página 25 de 40

21

La pantalla de su teléfono marcaba las ocho menos veinte de la mañana cuando Rodrigo traspasó el umbral de la comisaría. Con una reconfortante taza de café cargado, se sentó tras su mesa dispuesto a comenzar la jornada.

—Muy buenos días —saludó Vicenta—. ¿Sabes algo de nuestro presentador favorito?, ¿se dignará hoy a pasar por aquí?

El día se presentaba incierto. Los abogados de David Salgado, parapetados en formalismos legales, se negaban a que su cliente fuese interrogado. Los requerimientos para presentarse en comisaría habían sido incumplidos.

—Está citado a las diez —respondió Rodrigo al tiempo que apoyaba la espalda contra la silla—. Es lo único que sé.

—¿Ha llegado algún fax? —las palabras de Vicenta se dirigían al subinspector Fernández, que absorto en unos documentos se alejaba de la fotocopiadora.

—Manuel —gritó la mujer. El reclamo de atención surtió efecto.

—Perdona, no te he oído —respondió el hombre mientras depositaba la documentación encima de la mesa.

—Preguntaba si ha llegado alguna comunicación de los abogados de David Salgado.

—Por ahora, no, todo esto —las palabras acompañaron el movimiento de las manos sobre un montón de hojas— son datos personales de concursantes de ese maldito programa. Es imposible contrastar tanta información en unas semanas.

—¿No sería mejor que el jefe pidiese refuerzos? Más ojos y más oídos nos vendrían bien —sugirió Vicenta.

—Lo siento —la voz del inspector Martínez avanzó por la sala junto a sus pasos—. Soy consciente del esfuerzo que todos ustedes realizan, pero ya conocen la situación de confidencialidad que marca la investigación; incluir nuevos elementos supondría añadir opciones a una posible fuga de información, y no es algo que nos podamos permitir… Acabo de recibir un burofax —continuó— del bufete que representa a David Salgado, comunicando su presencia en la comisaría para esta tarde a las cuatro y media.

—Por fin han cedido —celebró Vicenta.

—¿El cambio de hora es para quedarse con parte de razón? —apuntó Rodrigo.

—Una manera de reafirmar su autoridad —confirmó el inspector—. En el interrogatorio estaremos Arrieta y yo. Preparen todo lo que tenemos sobre el fraude cometido por la empresa propiedad del señor Salgado. No quiero imprecisiones, sus abogados vienen dispuestos a mirar con lupa cada detalle.

—Yo me encargo, si le parece bien, jefe —propuso Alejandro.

—Sí, hágalo usted, es el que mejor conoce los detalles. Del Río y Fernández, sigan investigando a los concursantes que fueron beneficiados por ANsocial, intenten encontrar alguna relación entre ellos y la víctima.

—¿Quiere que les eche una mano? —preguntó Arrieta.

—Usted céntrese en la señora de la limpieza, acaban de llegar los movimientos de sus cuentas bancarias —respondió el inspector al tiempo que le entregaba una carpeta.

Absortos cada uno en su trabajo, solo el sonido de las teclas de los ordenadores y el pitido de la impresora rompía el silencio de la sala.

Los años previos a la muerte de su marido, los movimientos de las cuentas de Aurita Jiménez mostraban un nivel de vida bueno, incluso se apreciaban ciertos caprichos en viajes. Fallecido este, la pensión de viudedad condenó a la mujer a una vida de subsistencia en la que se apreciaba cómo sus ahorros comenzaron a desaparecer. Una suerte, pensó Rodrigo, que figurase como propietaria del piso en el que vivía; eso al menos le garantizaba un lugar en el que refugiarse, aunque algunos meses tuviese que posponer el pago de unos recibos para atender otros.

En los últimos meses, el único ingreso periódico consistía en su nómina como limpiadora, poco más de trescientos cincuenta euros, con los que hacer frente a su manutención.

—¿Algo sobre la limpiadora? —interrogó Manuel.

—Nada, si participó en la muerte de Valeria, el dinero no fue la motivación para ello.

—No estés tan seguro —respondió su compañero. Se acercó con dos folios en la mano.

—¿Qué tienes?

—Nos acaba de llegar la información que Vicenta había solicitado a la Seguridad Social y a Hacienda sobre los trabajadores que forman parte de la plantilla del concurso. Repasando los datos de la señora Aurita Jiménez, resulta que su marido tenía una deuda con la Hacienda Pública que no solventó antes de morir. Motivo por el cual la parte que le correspondía de la vivienda, que tenían en régimen de gananciales, estaba embargada y a punto de ser ejecutada, hasta que hace cuatro meses alguien saldó ese impago.

—¿Cuánto debía?

—Casi quince mil euros.

—Una pasta.

—Yo hay días que no lo gano —dijo Manuel con sorna.

—¿Se sabe quién facilitó el dinero? En la cuenta de Aurita no figura ningún ingreso de ese importe, ni nada parecido.

—El pago se hizo a través de una transferencia, acabo de solicitar que nos manden los datos del ordenante.

—No perder tu casa… ¿puede ser un motivo para asesinar a alguien? —reflexionó Rodrigo

—Hemos visto hacerlo por mucho menos —replicó su compañero.

—No me extraña que la productora y la cadena protejan el concurso, está arrasando en audiencia —la voz de Vicenta interrumpió la conversación—. La gala de ayer registró un 29 por ciento de share.

—¿Eso es mucho? —preguntó Rodrigo, consciente de su ignorancia en estos temas.

—Sí, la verdad, incluso para una final sería un porcentaje muy alto —respondió su compañera.

—No hay nada como sacar a un musculitos luciendo palmito —apuntó Alejandro—, seguro que ese fue el minuto más visto.

—La recaudación en publicidad tiene que estar subiendo —reflexionó Rodrigo.

El sonido del móvil interrumpió la conversación.

—Hola, Rodrigo, soy Alina.

—Hola. —Sorprendido por la llamada, el policía no reaccionó.

—¿Te pillo en un mal momento? —preguntó la mujer ante su silencio.

—No, no, para nada. Enhorabuena por los resultados del programa de ayer, al final tu idea funcionó. —Rodrigo aprovechó la información aportada por Vicenta para iniciar la conversación.

—Gracias, el equipo trabajó muy bien y el resultado gustó a la audiencia.

Rodrigo sonrió al escucharla; como siempre, alejaba el mérito y lo repartía entre sus compañeros.

—Antonio me comentó lo sucedido ayer con Aurita —continuó.

—¿La conoces? —El policía se sintió un poco decepcionado, Alina llamaba para interesarse por la trabajadora. Por un instante había fantaseado con otros motivos más personales.

—Sí, solemos llegar a la misma hora y siempre pasa a saludarme antes de cambiarse.

—¿Qué opinas de ella?

—Es una pobre mujer que intenta sobrevivir en un mundo hostil.

—Esa es también mi opinión. —Rodrigo se sorprendió al escuchar sus propias palabras, él jamás comentaba la investigación de un caso con nadie ajeno.

—¿Estás muy ocupado esta mañana?

—Como siempre. —La pregunta le sorprendió y prefirió usar una respuesta ambigua.

—He de acercarme a la oficina de la productora y me preguntaba si te apetecería que te invitase a comer. —Ante su silencio, la mujer bromeó—. Para compensar el menú de colegio de ayer.

—Me encantaría. Si te parece bien, podemos quedar sobre las dos. —Rodrigo intentaba controlar su entusiasmo—. Tengo un compromiso por la tarde.

—Por mí, perfecto.

Elegido el restaurante, la comunicación cesó.

—¿Tienes una cita? —Los ojos de Vicenta interrogaban más que sus palabras.

—Sí… Bueno, no, no es una cita. —Rodrigo vacilaba en su respuesta—. He quedado con Alina, la ayudante de dirección para hablar de Aurita, la limpiadora. Ella la conoce y puede aportar datos.

La justificación parecía creíble, lástima que el tono de voz delatase su nerviosismo.

—Bien, tú sabrás —sentenció Vicenta de regreso a la pantalla del ordenador. Como un niño pequeño pillado en una falta, quiso protestar, pero comprendió que por mucho que lo intentase sus argumentos no sonarían sinceros.

Veinte minutos antes de la hora acordada, Rodrigo traspasó la puerta del restaurante. Un vistazo general lo llevó a la barra dispuesto a esperar. Apenas la consumición alcanzó su mano, un aroma inconfundible le obligó a girar el rostro.

—Hola —saludó Alina sin despegar el móvil de la oreja—. Un segundo…

Mientras se acercaban juntos a una mesa vacía, Rodrigo comprobó una vez más la templanza de la mujer para lidiar con las exigencias de cada minuto.

—Perdona —se disculpó al colgar—, uno de los cámaras ha sido padre y necesitaba localizar a alguien para cubrir…

Antes de finalizar la frase, una nueva llamada resonó en el local. Con desgana, la mujer contestó. En esta ocasión el tono de su voz se mostró más serio y distante.

—Te dije que iré; no prometo nada, tengo mucho trabajo —con esta frase, la conversación de apenas unos segundos cesó.

—¿Todo bien? —preguntó Rodrigo. El breve intercambio de palabras no parecía tener nada que ver con el trabajo.

—Sí —mintió ella.

De nuevo la música infernal atronó el aire atrayendo la mirada de reproche de otros comensales. Comprobado el número, Alina rechazó la llamada y accionó el modo silencio en el aparato.

—Creo que el mundo no se va a detener si desaparezco un rato —afirmó con gesto cansado.

—¿Cómo lo soportas? —preguntó Rodrigo. El silencio de la mujer le animó a continuar—. Me refiero al grado de dependencia de toda esa gente, al barullo, a las exigencias.

—Eres hijo único —afirmó Alina.

—Sí —dijo el policía, sorprendido—. ¿Cómo lo sabes?

—Cuando te pasas la infancia rodeada de gente, te acostumbras a pensar con ruido —bromeó ella.

—Así que eres el resultado de una familia numerosa.

—Pues no, soy hija única como tú. —Una sonrisa acompañó la sorpresa de Rodrigo.

—Mis padres tenían mucho trabajo —explicó Alina—, y poco tiempo para mí. Con nueve años decidieron que lo mejor para mi educación sería estudiar interna. Así que me pasé la infancia compartiendo cuarto, mesa y ocio, sin un espacio propio. Las monjas no lo consideraban importante.

—Los fines de semana supongo que irías a casa.

—En los diez años que estuve en ese centro, recuerdo que salí en dos ocasiones. Dos actos públicos de mis padres, en los que quedaba bien mi presencia. —Mientras hablaba, la mirada de Alina se alejó recordando el pasado.

—¿Al terminar tus estudios regresaste a casa?

—No. Al acabar el instituto no sabía qué hacer con mi vida y pasé un año viajando.

—Me encanta viajar. Si algún día amaneciese podrido de dinero, me pasaría los meses de un lugar a otro.

—Mis padres financiaron mi aventura.

—Qué generosos.

—Supongo que preferían eso a tropezarse con una desconocida cada mañana al salir del baño, ¿te imaginas el susto? —afirmó al tiempo que acariciaba el teléfono. A pesar del intento, la ironía no logró ocultar su tristeza.

La llegada de la camarera con los menús silenció la conversación.

—¿Cómo llegaste a la locura de la televisión? —Rodrigo decidió reconducir la charla en un intento por borrar la sombra de amargura del rostro de la mujer.

—En Francia conocí a un chico que trabajaba como redactor independiente para una televisión local. Él me descubrió este mundo. Al regresar a España me matriculé en un curso de realización y al poco de terminar empecé a trabajar en diferentes proyectos.

—¿Y todos son tan locos como este? —El móvil de Alina no dejaba de parpadear en silencio con cada nueva llamada.

—Tanto no. —El brillo regresaba a sus ojos—. La verdad es que jamás trabajé en un programa con este presupuesto, ni con este nivel de exigencia. El directo da vida a cada secuencia y te obliga a mantenerte alerta para detectar fallos y corregirlos antes de que lleguen al público.

—Menos mal que son tan solo unas semanas.

—Sí —sonrió la mujer—. De lo contrario me volvería loca.

—Cuando estoy en esa cárcel y te veo responder tres peticiones a la vez, me pregunto cómo lo haces. —Las palabras de Rodrigo mostraban una admiración verdadera.

—Respiro hondo y trato de hablar con rapidez antes de que me pidan más cosas —bromeó la mujer.

Las anécdotas del trabajo de Alina centraron el resto de la comida. Por suerte, los miedos de Rodrigo se evaporaron, ni un solo comentario sobre la investigación, ni una referencia que pusiese en entredicho la norma establecida sobre la confidencialidad del caso. Las insinuaciones de Vicenta dejaron de resonar en su cabeza.

Con rapidez, con demasiada rapidez, transcurrió el tiempo del que Rodrigo disponía para el encuentro. Con desgana se despidió de Alina.

—No sé si desearte que tengas una buena jornada o no, porque parece que cuando se tuercen los planes es cuando más audiencia tenéis —afirmó el policía en referencia a lo sucedido con Andrés.

—Cada día, cada hora, una nueva aventura. Es un mundo peculiar, pero divertido —contestó ella con una sonrisa al tiempo que activaba el volumen del teléfono.

El sonido del móvil irrumpió de nuevo entre ellos. Con el aparato pegado a la oreja, al igual que la vio al entrar, Alina se alejó elevando la mano izquierda en señal de despedida. Incapaz de controlar la sensación de vacío que le producía separarse de ella, Rodrigo comprobó que su reloj marcaba ya las tres y veinte. Debía darse prisa si no quería llegar tarde al interrogatorio.

Ir a la siguiente página

Report Page