La cárcel

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—David Salgado y su abogado acaban de llegar. —Las palabras del policía encargado de vigilar los accesos a la comisaría movilizaron a todo el equipo.

—Diles que me esperen ahí —ordenó Rodrigo.

—Bajo a por él, avisa al jefe —pidió Rodrigo a Vicenta—, me lo llevo a la sala 3.

Acompañado por un individuo cuyo estilismo reflejaba lo que una buena nómina puede obtener, David Salgado y su incontinencia verbal esperaban en la entrada.

—¿Empezamos? —gritó—. Tengo una cita en una hora y no pienso llegar tarde.

—Acompáñenme —ordenó Rodrigo sin responder.

Escoltado por David y su representante legal, el policía los guio hasta la planta baja por uno de los ascensores destinados al personal. Mejor alejar el rostro de aquel hombre de las miradas del público, la audiencia del concurso no dejaba de subir y no sería raro que le reconociesen. La foto de su presencia en las instalaciones policiales dispararía las suspicacias en los medios de comunicación.

—Por favor, tomen asiento —ofreció Rodrigo tras abrir la puerta que daba acceso a una sala de interrogatorios.

—Me tratan como a un delincuente de mierda —protestó David al traspasar el umbral.

Dispuesto a no entrar en el juego, el policía acercó una de las sillas y se situó frente a ellos. Dejó un hueco libre a su derecha para el inspector Martínez.

—Buenas tardes. —La llegada del inspector reanimó la verborrea de David.

—Llevamos un rato esperando; igual los funcionarios como ustedes no tienen nada que hacer y pueden perder el tiempo, pero yo no.

La mano del abogado sujetó con firmeza el brazo de su cliente para hacerle callar.

—Disculpen, estos días el señor Salgado está sometido a mucha presión. —Acostumbrado a negociar, el hombre trataba de aliviar la tensión de la sala, más que evidente.

Ignorando la actitud de ambos, Rodrigo desplegó la documentación sobre la mesa.

—Tenemos pruebas que confirman cómo usted y su socio Amado Fontal, a través de ANsocial, manipularon y compraron votos para facilitar la entrada de Mar Sáenz, Miguel Ortiz y Sandra Tovar en el concurso La cárcel.

—Ya le dije el otro día que yo no me ocupo de nada de eso —gritó David.

—Lo que mi cliente quiere decir —aclaró el abogado— es que el trabajo que él desarrolla para ANsocial es de socio capitalista y de imagen pública de la empresa.

—¿Insinúa entonces que el señor Fontal actúa y toma decisiones con los clientes a sus espaldas? —sugirió Rodrigo evitando dirigirse al representante legal de David.

—Ese imbécil qué decisiones va a tomar, para eso hay que tener algo de sangre en las venas.

—Por favor, David —interrumpió el hombre sentado a su lado.

—Quizá sea más inteligente de lo que usted se cree y trate con los clientes a sus espaldas. —El policía intentó presionar un poco más.

—Mi cliente desconoce las actividades fraudulentas que su socio o cualquier otro miembro de la empresa puedan haber realizado parapetados tras las siglas de ANsocial. —El abogado decidió evitar más salidas de tono.

—No sé nada —concluyó David con la cara enrojecida y los puños apretados—. Yo no debería estar aquí.

Rodrigo necesitaba que la rabia contenida explotase.

—Se equivoca, la empresa de la que es propietario ha cometido un delito. Cuando el juez dicte sentencia, su sitio será este lugar y otros mucho peores. —El policía sabía que era imposible condenar a nadie con las pruebas que tenían, y menos que por algo así llegase a ingresar en prisión, pero decidió lanzar un farol.

El rostro de David palideció al escucharle. Sin embargo, su abogado no se dejó impresionar.

—Usted sabe que no existen motivos suficientes para encausar a mi cliente —el ritmo pausado mostraba la total confianza en sus afirmaciones—. Él ha mostrado interés por colaborar con la policía acudiendo a esta reunión. No pueden pedirle que juegue a ser adivino y señale a alguno de sus empleados, porque desconoce quién, dentro de la empresa, manipuló esos datos.

—No creo que nadie tome decisiones de esa índole en ANsocial sin contar con su aprobación. —Aunque las palabras se dirigían a su acompañante, los ojos del policía se clavaban en David.

—Si no le quedan más preguntas, tenemos otra cita pendiente a la que no deseamos llegar tarde —dijo el abogado al tiempo que apartaba la silla y animaba a su cliente a que fuera tras él.

—Por favor, ¡siéntense! —ordenó el inspector Martínez, mero observador hasta ese momento. La sorpresa se convirtió en obediencia—. Como abogado suyo, confío que asesore bien al señor Salgado, porque si en el plazo de veinticuatro horas no recupera la memoria y nos dice quién le pidió que manipulase las votaciones, ordenaré a mi equipo que revise todas y cada una de sus transacciones económicas; cada factura, cada desgravación fiscal y, por supuesto, que coteje los datos obtenidos con el Ministerio de Hacienda. Quizá por ese lado el juez sí que encuentre motivos para iniciar una causa.

Con los ojos fijos en la documentación situada sobre la mesa, Rodrigo ocultó la sorpresa. Jamás había visto a su jefe amenazar a un sospechoso para obtener información.

—Lo que usted acaba de insinuar suena a…

Las palabras del abogado quedaron apagadas por el inspector.

—Veinticuatro horas —repitió, mientras abandonaba la sala.

La tensión en el cuerpo de David resultaba evidente. Sin dejar de mover las manos, sorprendido por la reacción del policía, el hombre miró a la derecha buscando el consejo de su abogado.

—¿Qué coño está pasando? —preguntó al fin.

—Aquí no, hablaremos fuera —propuso el asesor.

Las palabras del inspector tocaron la parte más sensible de aquel tipo: el bolsillo, y la única que parecía hacerle reaccionar.

En silencio, Rodrigo acompañó a los hombres de regreso hasta la entrada del edificio para verlos alejarse inmersos en una discusión en susurros.

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