La Dalia Negra

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IV. Elizabeth » Capítulo 33

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Russ Millard se encargó de proporcionar su epitafio al caso Short.

Hirviendo de adrenalina, salí de la casa de la muerte y fui directo al Ayuntamiento. El padre acababa de llegar de Tucson con su prisionero; cuando el tipo estuvo recluido en una celda, me llevé a Russ aparte y le conté toda la historia de mi relación con los Sprague: desde la pista de Marjorie Graham sobre las lesbianas hasta la muerte por disparo de Georgie Tilden. Russ se quedó atónito al principio, y luego me llevó al Central Receiving Hospital. El médico de urgencias me puso una inyección antitetánica y comentó:

—Dios, estos mordiscos casi parecen humanos.

Y procedió a suturarlos. Las heridas de escalpelo eran superficiales y solo requirieron limpieza y vendajes.

Una vez fuera, Russ dijo:

—El caso tiene que seguir abierto. Si le cuentas a alguien lo que ha ocurrido, te expulsarán del departamento. Ahora ocupémonos de Georgie.

Cuando llegamos a Silverlake eran las tres de la madrugada. El padre se quedó bastante impactado por lo que vio, pero mantuvo la compostura, tieso como un palo. Entonces, el mejor hombre que había conocido en la vida me dejó estupefacto.

—Ve y quédate junto al coche —dijo.

Después anduvo hurgando en unas cañerías que había en un lateral de la casa, se alejó unos veinte metros y vació su revólver reglamentario sobre ellas. El gas se inflamó y la casa estalló en llamas. Salimos a toda velocidad de allí con los faros apagados. Russ me soltó su epitafio:

—Esa obscenidad no merecía seguir en pie.

Entonces llegó un agotamiento increíble… y el sueño. Russ me dejó en El Nido. Me desplomé sobre la cama y dormí unas veinte horas seguidas, sumido en la más negra inconsciencia. Lo primero que vi al despertarme fueron los cuatro pasaportes de los Sprague sobre la cómoda, y lo primero que pensé fue: «Tienen que pagar».

Si acababan siendo acusados de violaciones al código de seguridad y salubridad, o de algo peor, yo quería tener a la familia dentro del país, donde sufrieran. Llamé a la oficina de pasaportes de Estados Unidos y, haciéndome pasar por capitán de detectives, suspendí toda posible renovación de pasaportes a la familia Sprague por razones policiales. Tuve la sensación de que era un gesto de impotencia… como un palmetazo en la mano. Después me afeité y me duché, teniendo mucho cuidado de no mojar los vendajes ni las suturas. Pensé en el final del caso para no tener que hacerlo en el desastre que había terminado siendo mi vida. Recordé que algo de lo dicho por Madeleine el otro día no estaba bien, no encajaba, era erróneo. Le di vueltas a la cuestión mientras me vestía; cuando salía de la habitación para ir a comer algo, caí en la cuenta de qué se trataba.

Madeleine dijo que Martha le había dado a la policía la pista del La Verne’s Hideaway. Pero yo conocía la documentación del caso Short mejor que cualquier policía vivo y sabía que no había ninguna anotación que se refiriese a aquel lugar. A la luz de eso, recordé otros dos incidentes: Lee recibiendo una llamada de larga distancia cuando estábamos a cargo del teléfono la mañana después de que yo conociera a Madeleine; y Lee yendo directamente al La Verne’s después de su estallido durante la proyección de la película pornográfica. Solo Martha «la genio» podía darme las respuestas. Fui a la calle de las agencias para hablar con ella.

Encontré a la hija auténtica de Emmett Sprague sola, mientras almorzaba en un banco a la sombra del edificio Young & Rubicam. Cuando me senté enfrente de ella, no alzó la vista. En ese momento recordé que el cuadernillo negro y las fotos de Betty Short fueron encontrados en un buzón a una manzana de distancia.

Estuve observando a la regordeta muchacha-mujer mientras picoteaba una ensalada y leía el periódico. En los dos años y medio transcurridos desde que la conocí, parecía haberse mantenido firme en su lucha contra la grasa y su pésimo cutis… pero seguía pareciendo una tosca versión femenina de Emmett.

Martha dejó el periódico y se fijó en mí. Yo esperaba que la rabia encendiera sus ojos, pero me sorprendió.

—Hola, señor Bleichert —dijo con una leve sonrisa.

Fui hacia ella y tomé asiento a su lado en el banco. El Times estaba doblado de tal forma que se veía un artículo de la sección de noticias locales: «Extraño incendio en las colinas de Silverlake – Encontrado un cadáver tan calcinado que hace imposible su identificación».

—Siento haberle hecho aquel dibujo la noche en que vino a cenar —se excusó Martha.

Señalé el periódico.

—No parece sorprendida de verme.

—Pobre Georgie. No, no estoy sorprendida de verle. Mi padre me dijo que usted lo sabía. Me han subestimado toda mi vida, y siempre he tenido la sensación de que Maddy y mi padre le subestimaban a usted.

No hice caso del cumplido.

—¿Sabe lo que hizo el «pobre Georgie»?

—Sí. Desde el principio. Vi cómo Georgie y la Short salían de casa aquella noche en la camioneta de Georgie. Maddy y mi padre no estaban enterados de que yo lo sabía, pero así era. La única que nunca llegó a enterarse de nada fue mi madre. ¿Le mató?

No respondí.

—¿Va a hacerle daño a mi familia?

El orgullo que había en ese «mi» me hirió como un cuchillo.

—No sé lo que voy a hacer.

—No le culpo porque desee hacerlo. Mi padre y Maddy son dos personas horribles, y yo misma estuve a punto de hacerles daño.

—¿Cuando envió las cosas de Betty por correo?

Los ojos de Martha se encendieron por fin.

—Sí. Arranqué la página del cuadernillo que tenía nuestro número, pero pensé que los otros quizá podrían conducir a la policía hasta mi padre y Maddy. No tuve bastante coraje para enviarlo con nuestro número. Debí hacerlo. Yo…

Alcé una mano.

—¿Por qué, Martha? ¿Sabe lo que habría ocurrido si la policía se hubiera enterado de toda la historia de Georgie? Acusaciones de complicidad, juicio, cárcel…

—No me importaba. Maddy le tenía a usted y a mi padre; mi madre y yo no teníamos nada. Solo deseaba que todo el barco se hundiera. Ahora mi madre está enferma de lupus, no le quedan más que unos años de vida. Va a morir, y eso es tan injusto…

—Las fotos con las caras raspadas. ¿Qué pretendía decir con ellas?

Martha entrelazó los dedos y los retorció hasta que los nudillos se le quedaron blancos.

—Yo tenía diecinueve años y lo único que podía hacer era dibujar. Quería que Maddy se viera deshonrada por lesbiana, y la última foto era de mi padre en persona… con el rostro borrado. Pensé que quizá hubiera huellas dactilares de él en el dorso. Ansiaba desesperadamente hacerle daño.

—¿Porque te toca igual que a Madeleine?

—¡Porque no lo hace!

Me preparé para abordar la parte más escabrosa del asunto.

—Martha, ¿llamaste a la policía para darles la pista sobre el La Verne’s Hideaway?

Ella bajó la mirada.

—Sí.

—¿Hablaste con…?

—Le hablé a aquel hombre de mi hermana lesbiana, de que había conocido a un policía llamado Bucky Bleichert en el La Verne’s la noche anterior y tenía una cita con él esa misma noche. Maddy presumía todo el tiempo de ti ante la familia y yo estaba celosa. Pero yo solo quería hacerle daño a ella… no a ti.

Lee, recibiendo la llamada mientras yo estaba sentado delante de él, separados por un escritorio, en la sala común de University; Lee, yendo directamente al La Verne’s cuando Esclavas del infierno le hizo perder la cabeza.

—Cuéntame el resto.

Martha miró a su alrededor y se dispuso a ello: las piernas juntas, los brazos pegados a los costados, los puños bien apretados.

—Lee Blanchard vino a casa y le contó a mi padre que había hablado con algunas mujeres en el La Verne’s… lesbianas que podrían relacionar a Maddy con la Dalia Negra. Le dijo que necesitaba salir de la ciudad y que mantener en secreto la información sobre Maddy tenía un precio. Mi padre accedió y le dio todo el dinero que guardaba en la caja fuerte.

Lee, enloquecido por la Benzedrina, sin aparecer por el Ayuntamiento o por la comisaría de University; la inminente libertad condicional de Bobby De Witt, su razón para salir de la ciudad. El dinero de Emmett era el que había gastado a manos llenas en México. Mi voz sonó inexpresiva:

—¿Hay algo más?

El cuerpo de Martha estaba tan tenso como un resorte de acero.

—Blanchard volvió al día siguiente. Pidió más dinero. Mi padre se negó, y entonces él le dio una paliza y le hizo todas esas preguntas sobre Elizabeth Short. Maddy y yo lo oímos todo desde la habitación de al lado. Yo disfruté mucho, y Maddy estaba furiosa. Cuando no pudo soportar más el espectáculo de su querido papaíto arrastrándose por el suelo, se marchó, pero yo seguí escuchando. Mi padre tenía miedo de que Blanchard nos hiciera cargar con el asesinato, así que accedió a darle cien mil dólares y le contó lo que había ocurrido con Georgie y Elizabeth Short.

Los nudillos magullados de Lee, su mentira: «En penitencia por lo de Junior Nash». Madeleine al teléfono ese día: «No vengas aquí. Papá tiene una cena de negocios». Nuestro sexo desesperado en el Red Arrow una hora más tarde. Lee, podrido de dinero en México. Lee, dejando que el hijo de puta de Georgie Tilden siguiera libre.

Martha se enjugó los ojos, vio que los tenía secos y puso una mano en mi brazo.

—Al día siguiente vino una mujer y recogió el dinero. Y eso fue todo.

Saqué la foto de Kay que llevaba en mi cartera y se la enseñé.

—Sí —dijo Martha—. Esa es la mujer.

Me puse en pie, por primera vez solo desde que se formó la tríada.

—No le hagas más daño a mi familia. Por favor —suplicó ella.

—Vete, Martha —repuse yo—. No dejes que te destruyan.

Conduje hasta la escuela de primaria Hollywood Oeste, me quedé sentado en el coche y no perdí de vista el Plymouth de Kay, que se encontraba en el aparcamiento del centro docente. El fantasma de Lee zumbaba en mi cerebro mientras esperaba… una pésima compañía durante casi dos horas. La campana de las tres sonó a la hora en punto; unos minutos después, Kay salió del edificio entre un enjambre de niños y profesores. Cuando estuvo sola junto a su coche, fui hacia ella.

Estaba metiendo un montón de libros y papeles en el maletero, y me daba la espalda.

—¿Qué parte de los cien mil te dejó quedarte Lee? —pregunté.

Se quedó paralizada, sus manos sobre un fajo de dibujos infantiles.

—¿Te habló de mí y de Madeleine Sprague? ¿Por eso has odiado a Betty Short durante todo este tiempo?

Kay pasó las yemas de sus dedos por las manualidades de los críos y luego se volvió para mirarme.

—Hay cosas en las que eres bueno, muy bueno.

Era otro cumplido que no deseaba oír.

—Responde a mis preguntas.

Cerró el maletero con un golpe seco, sin apartar sus ojos de los míos.

—No acepté ni un centavo de ese dinero, y no sabía nada sobre tú y Madeleine Sprague hasta que contraté a esos detectives y me dieron su nombre. Lee pensaba huir sin importarle nada más. Yo no sabía si volvería a verle alguna vez y quería que estuviera bien, si es que tal cosa era posible. Él no confiaba en ser capaz de tratar de nuevo con Emmett Sprague, así que fui a recoger el dinero. Dwight, él sabía que yo estaba enamorada de ti y quería que estuviéramos juntos. Esa fue una de las razones por las que se marchó.

Tuve la sensación de que me hundía en las arenas movedizas de todas nuestras viejas mentiras.

—No se marchó: huyó por lo del trabajo del Boulevard-Citizens, por lo que le había hecho a De Witt, por los problemas en que se había metido con el departa…

—¡Nos quería! ¡No le robes eso!

Mis ojos recorrieron el aparcamiento. Los profesores permanecían inmóviles junto a sus coches, observando la discusión entre marido y mujer. Se encontraban demasiado lejos para oír algo; les imaginé atribuyendo la discusión a los hijos, las hipotecas o alguna infidelidad.

—Kay, él sabía quién mató a Elizabeth Short —dije—. ¿Estabas enterada de eso?

Kay miró al suelo.

—Sí.

—Dejó escapar a su asesino.

—Las cosas se salieron de madre. Lee se marchó a México tras la pista de Bobby y dijo que cuando regresara iría a por el asesino. Pero no volvió, y yo tampoco quería que tú fueras allí.

Agarré a mi esposa por los hombros y se los apreté hasta que me miró.

—¿Y no pudiste habérmelo contado después? ¿No se lo contaste a nadie?

Kay volvió a bajar la cabeza; yo la obligué a levantarla con ambas manos.

—¿No se lo contaste a nadie?

Kay Lake Bleichert me respondió con su más tranquila voz de maestra:

—Estuve a punto de contártelo. Pero entonces empezaste a ir con putas otra vez, a guardar sus fotos. Lo único que quería era vengarme de la mujer que había destruido a los dos hombres que amaba.

Alcé la mano para golpearla… pero un fugaz destello de Georgie Tilden me detuvo.

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