La Dalia Negra

La Dalia Negra


IV. Elizabeth » Capítulo 34

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34

Pedí el resto de las bajas que me debían y pasé una semana matando el tiempo en El Nido. Leí y sintonicé las emisoras de jazz, intentando no pensar en mi futuro. Revisé el archivo una y otra vez, aunque sabía que el caso estaba cerrado. Versiones infantiles de Martha Sprague y Lee atormentaban mis sueños; de vez en cuando se les unía el payaso con la boca rajada de Jane Chambers, mofándose con saña, hablando por los agujeros abiertos en su rostro.

Todos los días compraba los cuatro periódicos de Los Ángeles y los leía de cabo a rabo. El revuelo causado por el letrero de Hollywood había pasado, no había mención alguna a Emmett Sprague, ni a investigaciones del gran jurado sobre edificios defectuosos, ni a la casa incendiada y el cadáver. Empecé a tener la sensación de que algo no iba bien.

Me llevó un tiempo, largas horas de contemplar las cuatro paredes de la habitación sin pensar en nada, hasta que al fin di con ello.

Era la tenue corazonada de que Emmett Sprague había tratado de que Lee o yo matáramos a Georgie Tilden. Conmigo había sido algo descarado: «¿Debo decirte dónde puedes encontrar a Georgie?». Sí, algo que encajaba a la perfección con el carácter de ese hombre; me habría hecho sospechar mucho más si hubiese intentado decírmelo con rodeos. Y después de que Lee le diera la paliza, lo envió en pos de Georgie. ¿Esperaba que la ira de Lee fuera incontrolable cuando viera al asesino de la Dalia? ¿Conocía las piezas que Georgie atesoraba como ladrón de tumbas, y confiaba con que eso nos haría estallar de furia? ¿Contaba con que Georgie iniciara la confrontación, un enfrentamiento que acabaría con su vida o con la de los polis fisgones/codiciosos que le causaban tales molestias? ¿Y por qué? ¿Por qué motivo? ¿Para protegerse?

La teoría presentaba un enorme agujero: a saber, la increíble y casi suicida audacia de Emmett, que no era de la clase de tipos que se suicidan.

Y con Georgie Tilden muerto —sin ningún lugar a dudas el asesino de la Dalia—, no había ninguna razón lógica para seguir adelante con el caso. Pero quedaba todavía un tenue cabo suelto que me impedía cerrarlo definitivamente:

Cuando me acosté por primera vez con Madeleine en el 47, ella me dijo que le había dejado notas a Betty Short en varios bares: «A tu doble le gustaría conocerte». Yo le respondí que eso podría volverse en su contra, y ella respondió: «Yo me ocuparé de eso».

El candidato más probable para «ocuparse de eso» era un policía… y yo me negué a ello. Y, cronológicamente, Madeleine pronunció esas palabras más o menos cuando Lee Blanchard les hizo su primer chantaje.

Era algo tenue, circunstancial y teórico, probablemente solo una mentira más, o una verdad a medias, o una brizna de información inútil. Un cabo suelto encontrado por un policía muerto de hambre cuya vida estaba edificada sobre un cimiento de mentiras. Y esa era la única buena razón que se me ocurría para querer perseguir una posibilidad tan remota. Sin el caso, no me quedaba nada.

Tomé prestado el coche sin distintivos de Harry Sears y estuve siguiendo a los Sprague durante tres días y tres noches. Martha iba a trabajar y volvía a casa; Ramona nunca salía; Emmett y Madeleine se dedicaban a hacer la compra y demás tareas cotidianas. Durante las dos primeras noches, los cuatro permanecieron en la mansión; la tercera noche, Madeleine salió vestida como la Dalia.

La seguí hasta los bares de la calle Ocho, hasta el Zimba Room, hasta la habitual cuadrilla de marineros y moscones y, por último, hasta el picadero de la Nueve e Irolo, acompañada por un alférez de marina. Esa vez no sentí celos, ningún impulso sexual hacia ella. Escuché desde fuera de la habitación número doce y oí la KMPC; las persianas estaban bajadas y no había forma de ver nada. Lo único que se apartó del anterior modus operandi de Madeleine era que dejó a su enamorado a las dos de la madrugada y volvió a casa… y, unos instantes después de que cruzara el umbral, la luz del dormitorio de Emmett se encendió.

Al cuarto día descansé, pero esa misma noche, poco después de anochecer, volví a mi puesto de vigilancia en Muirfield Road. Estaba saliendo del coche para dar un respiro a mis entumecidas piernas cuando oí:

—¿Bucky? ¿Eres tú?

Se trataba de Jane Chambers, que estaba paseando a un spaniel blanco y marrón. Me sentí igual que un crío al que han pillado con la mano metida en el tarro de los dulces.

—Hola, Jane.

—Hola. ¿Qué haces por aquí? ¿Espiando? ¿O rondando a Madeleine?

Recordé nuestra conversación sobre los Sprague.

—Disfrutando del frescor de la noche. ¿Qué tal ha sonado eso?

—Como una mentira. ¿Qué te parecería disfrutar de una copa bien fría en mi casa?

Mis ojos se dirigieron hacia la fortaleza Tudor.

—Chico, desde luego esa familia te trae bien loco —dijo Jane.

Me reí, y sentí un leve dolor en las heridas de mis mordiscos.

—Vaya, me has calado bien. Vamos a por esa copa.

Giramos en la esquina hacia la calle June. Jane soltó al perro; el animal trotó delante de nosotros a lo largo de la acera y subió los escalones de entrada a la mansión estilo colonial de los Chambers. Al poco llegamos junto a él; Jane abrió la puerta. Y allí estaba mi compañero de pesadillas: el payaso con la boca como una cicatriz.

Me estremecí.

—Ese maldito cuadro…

Jane sonrió.

—¿Quieres que te lo envuelva?

—No, por favor.

—¿Sabes?, después de la primera vez que hablamos de él, me puse a investigar acerca de su historia. Me he estado deshaciendo de un montón de cosas de Eldridge y pensé en donarlo a una institución benéfica. Sin embargo, resulta que es demasiado valioso. Es un Frederick Yannantuono original y está inspirado en una novela clásica: El hombre que ríe, de Victor Hugo. El libro trata de…

En el cobertizo donde Betty Short fue asesinada había un ejemplar de El hombre que ríe. Mis oídos zumbaban con tal fuerza que apenas podía oír lo que Jane decía.

—… un grupo de españoles de los siglos quince y dieciséis. Los llamaban los Comprachicos; secuestraban y torturaban niños, los mutilaban y los vendían a la aristocracia para que los utilizaran como bufones de la corte. ¿No te parece repugnante? El payaso del cuadro es el personaje principal del libro, Gwynplain. Cuando era niño, le rajaron la boca de oreja a oreja. Bucky, ¿te encuentras mal?

LE RAJARON LA BOCA DE OREJA A OREJA.

Me estremecí y me obligué a sonreír.

—Estoy bien. Es solo que el libro me ha hecho recordar algo. Un viejo asunto, una mera coincidencia.

Jane me escrutó con la mirada.

—No tienes buen aspecto; además… ¿quieres escuchar otra coincidencia? Creía que Eldridge no se hablaba con ningún miembro de esa familia, pero encontré el recibo del cuadro. Y quien se lo vendió fue Ramona Sprague.

Durante una fracción de segundo pensé que Gwynplain me escupía sangre al rostro. Jane me cogió por los brazos.

—Bucky, ¿qué pasa?

Logré recobrar la voz.

—Me dijiste que tu esposo compró este cuadro para tu aniversario hace dos años, ¿verdad?

—Sí. ¿Qué…?

—¿En el 47?

—Sí. Buck…

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El 15 de enero.

—Déjame ver el recibo.

Jane, con ojos llenos de espanto, rebuscó entre los papeles que había sobre una mesita al otro lado del vestíbulo. Yo seguí con la mirada fija en Gwynplain, superponiendo sobre su rostro las fotos de la Treinta y nueve con Norton.

—Ten. Y ahora, ¿quieres contarme qué te ocurre?

Cogí el recibo. Estaba escrito en papel de carta morado, cubierto por una incongruente escritura masculina en letras de imprenta: «Recibí de Eldridge Chambers 3.500,00 dólares por la venta de la pintura El hombre que ríe, de Frederick Yannantuono. Este recibo demuestra que el señor Chambers es su propietario. Ramona Cathcart Sprague, 15 de enero de 1947».

La letra era idéntica a la del diario de torturas que había leído justo antes de matar a Georgie Tilden.

Ramona Sprague había asesinado a Elizabeth Short.

Abracé a Jane con fuerza y me marché, dejándola allí inmóvil y con expresión aturdida. Volví al coche, decidido a jugármelo todo a una sola carta, viendo cómo las luces se encendían y apagaban en la gran mansión y pasándome una larga y sudorosa noche reconstruyendo los hechos. Ramona y Georgie torturaban juntos, por separado, diseccionaban los cuerpos, se repartían los trozos, iban en una caravana de dos coches hasta Leimert Park. Probé todas las variantes imaginables, barajando todas las posibilidades para averiguar cómo había empezado todo. Pensé en todo salvo en lo que haría cuando me encontrara a solas con Ramona Sprague.

A las 8.19 Martha salió por la puerta principal con una carpeta de dibujo bajo el brazo, y se marchó en su Chrysler hacia el este.

A las 10.37, Madeleine, maleta en mano, se montó en su Packard y se dirigió hacia el norte por Muirfield. Emmett la despidió desde el umbral; decidí darle más o menos una hora para que él también se fuera… o me lo llevaría por delante junto con su mujer. Un poco después del mediodía, me facilitó las cosas y se fue, con una ópera ligera sonando en la radio de su coche.

Mi mes de jugar a las casitas con Madeleine me había enseñado la rutina del servicio: ese día, martes, la doncella y el jardinero libraban; la cocinera llegaría a las cuatro y media para preparar la cena. La maleta de Madeleine daba a entender que estaría algún tiempo fuera; Martha no volvería del trabajo hasta las seis. Emmett era el único cuyo regreso no podía prever.

Crucé la calle y examiné el lugar. La puerta principal estaba cerrada, las ventanas tenían el pestillo echado. O llamaba al timbre o forzaba la entrada.

Entonces oí unos golpecitos al otro lado de un cristal y vi una borrosa figura blanca que se movía en dirección a la sala. Unos segundos después, el ruido de la puerta principal al abrirse resonó por el camino de entrada. Me dirigí hacia allí para enfrentarme a la mujer.

Ramona estaba de pie en el umbral, espectral en una informe bata de seda. Tenía el cabello totalmente revuelto y el rostro rojo e hinchado, probablemente a causa de las lágrimas y el sueño. Sus ojos castaño oscuro, de un color idéntico a los míos, se mantenían aterrorizados y alerta. Sacó una pequeña automática de los pliegues de su bata y me apuntó con ella.

—Le dijiste a Martha que me abandonara.

Le quité la pistola de la mano con un golpe seco; el arma cayó sobre un felpudo en el que se leía LA FAMILIA SPRAGUE. Ramona se mordió los labios; sus ojos se desenfocaron.

—Martha se merece algo mejor que una asesina —dije.

Ramona se alisó la bata y se atusó un poco el cabello. Supuse que se trataba de la reacción propia de una drogadicta de clase alta. Su voz era puro hielo Sprague.

—No se lo has contado, ¿verdad?

Recogí la pistola y me la metí en el bolsillo. Luego miré a la mujer. Debía de llevar encima el residuo de veinte años de medicamentos, pero sus ojos eran tan oscuros que no logré distinguir sus pupilas.

—¿Me está diciendo que Martha no sabe lo que hizo?

Ramona se apartó y me hizo un gesto para que entrara.

—Emmett me aseguró que no habría más problemas, que te habías encargado de Georgie y que tenías demasiado que perder si volvías. Martha le dijo a Emmett que no nos harías daño, y él me dijo lo mismo. Le creí. Siempre es muy cuidadoso en cuestiones de negocios.

Entré en la casa. Salvo por las cajas del suelo, el salón tenía el mismo aspecto de siempre.

—¿Emmett me envió a por Georgie, y Martha no sabe que usted mató a Betty Short?

Ramona cerró la puerta.

—Así es. Emmett contaba con que tú te encargarías de Georgie. Confiaba en que él no me implicaría en el asunto: ese hombre estaba muy loco. ¿Sabes?, en cuestiones físicas Emmett es un cobarde. No tenía el coraje para hacerlo, así que mandó a un subordinado. Y, por Dios, ¿de verdad crees que dejaría que Martha se enterara de lo que soy capaz?

La asesina y torturadora se sintió genuinamente horrorizada al verse cuestionada como madre.

—Lo descubrirá tarde o temprano. Y sé que ella estaba aquí esa noche. Vio cómo Georgie y Betty se marchaban juntos.

—Martha se fue una hora después para visitar a alguien en Palm Springs. Y estuvo fuera toda la semana siguiente. Emmett y Maddy sí lo saben. Martha no. Y, por Dios santo, no debe enterarse.

—Señora Sprague, ¿sabe usted lo que ha…?

—¡No soy la señora Sprague, soy Ramona Upshaw Cathcart! ¡No puedes contarle a Martha lo que hice o me abandonará! ¡Dijo que quería tener su propio apartamento, y no me queda mucho tiempo!

Di la espalda al espectáculo y recorrí la sala, preguntándome qué debía hacer. Contemplé las fotos de las paredes: generaciones de Sprague con kilts y de Cathcart cortando cintas delante de naranjales y solares vacíos listos para construir en ellos. Allí estaba Ramona de pequeña, una niña gordita con un corsé que debía de cortarle la circulación. Emmett, con el rostro radiante, cogiendo de la mano a una niña de cabello oscuro. Ramona, con los ojos vidriosos, ayudando a Martha a sostener un pincel sobre un pequeño caballete. Mack Sennett y Emmett poniéndose los cuernos el uno al otro. Al fondo de una foto de grupo tomada en Edendale, me pareció distinguir a un joven Georgie Tilden… apuesto, sin cicatrices en la cara.

Sentí a Ramona detrás de mí, temblando.

—Cuéntemelo todo —le pedí—. Dígame por qué.

Ramona tomó asiento en un diván y habló durante tres horas, en un tono a veces enfadado, otras triste, otras brutalmente distanciado de lo que contaba. A su lado había una mesa llena de minúsculas figuritas de cerámica; sus manos jugueteaban con ellas constantemente. Yo recorría las paredes con la mirada, contemplando las fotos de familia y sintiendo cómo se mezclaban con su historia.

Conoció a Emmett y Georgie en 1921, cuando eran dos jóvenes inmigrantes escoceses que buscaban hacer fortuna en Hollywood. Odiaba a Emmett porque trataba a Georgie como un lacayo… y se odiaba a sí misma por no decírselo. Y no lo hacía porque Emmett quería casarse con ella —aunque sabía que era por el dinero de su padre—, y Ramona no era muy agraciada y tenía pocas perspectivas de encontrar marido.

Emmett le propuso matrimonio. Ella aceptó y empezó su vida marital con el joven e implacable constructor que prosperaría hasta convertirse en un magnate inmobiliario. A quien llegó a odiar de forma gradual. Y a quien combatió de forma pasiva reuniendo información contra él.

Durante los primeros años de su matrimonio, Georgie vivía en el apartamento situado encima del garaje. Ramona se enteró de su gusto por las cosas muertas y de que Emmett lo aborrecía por ello. Entonces ella empezó a envenenar a los gatos callejeros que entraban en el jardín y se los dejaba a Georgie en su puerta. Cuando Emmett desdeñó su deseo de tener una criatura, se acercó a Georgie y lo sedujo… exultante de tener el poder de excitarle con algo vivo, ese cuerpo gordo que Emmett despreciaba y que solo tomaba por la fuerza de vez en cuando.

Su aventura fue breve, pero dio como fruto una niña: Madeleine. Ramona vivía aterrada por que se acabara revelando el parecido con Georgie, y fue a un médico para que le recetara opiáceos. Dos años después nació Martha, la hija de Emmett. Ella sintió como si estuviera traicionando a Georgie, y volvió a envenenar animales y a dejar los cadáveres en su puerta. Un día Emmett la sorprendió haciéndolo y le dio una paliza por tomar parte en la «perversión de Georgie».

Cuando le habló a Georgie de la paliza, este le reveló que durante la guerra él le había salvado la vida al cobarde de Emmett, y que su versión —que él había salvado a Georgie— era falsa. Fue entonces cuando Ramona empezó a planear sus pequeñas representaciones, una manera simbólica de vengarse de Emmett de forma tan sutil que él nunca llegaría a enterarse del escarnio.

Madeleine estaba muy apegada a Emmett. Era la más bonita de las dos niñas y él la mimaba mucho. Martha se convirtió en la favorita de su madre, aunque fuera la viva imagen de Emmett. Este y Madeleine despreciaban a Martha por ser gordinflona y llorona; Ramona la protegía, la enseñó a dibujar y por las noches al acostarla le decía muy seria que no debía odiar a su hermana y su padre… aunque ella los odiara. Proteger a Martha e instruirla en el amor al arte acabó por convertirse en su razón de vivir, lo que le daba fuerza para soportar ese matrimonio insufrible.

Cuando Maddy tenía once años, Emmett se dio cuenta de su gran parecido con Georgie y destrozó el rostro del auténtico padre hasta dejarlo irreconocible. Entonces Ramona se enamoró de Georgie: su ruina física era aún mayor que la de ella, y tuvo la sensación de que los dos se encontraban en un mismo nivel, que eran iguales.

Georgie rechazaba sus insistentes insinuaciones. Fue entonces cuando Ramona descubrió El hombre que ríe, de Victor Hugo, y se sintió conmovida tanto por los Comprachicos como por sus víctimas desfiguradas. Compró el cuadro de Yannantuono y lo mantuvo oculto, contemplándolo y pensando en Georgie en sus momentos de soledad.

Cuando Maddy entró en la adolescencia se volvió muy promiscua y, acurrucada con Emmett en la cama, le contaba todos los detalles. Martha hacía dibujos obscenos de su odiada hermana; Ramona la obligaba a dibujar paisajes bucólicos para que su ira no se descontrolara. Con el propósito de vengarse de Emmett, Ramona empezó a representar sus obritas largo tiempo planeadas, en las que hablaba de forma indirecta sobre la codicia y la cobardía de su marido. Las casitas de juguete que se desplomaban representaban las chabolas construidas por Emmett que se derrumbaron en el terremoto del 33; las niñas que se escondían bajo maniquíes vestidos con falsos uniformes alemanes retrataban a Emmett el cobarde. Algunos padres encontraron inquietantes esas representaciones y les prohibieron a sus hijos que jugaran con las niñas Sprague. Más o menos por esa época, Georgie se alejó de sus vidas; empezó a recoger basura y a vigilar algunas propiedades, viviendo en las casas abandonadas de Emmett.

Pasó el tiempo. Ramona se concentró en cuidar de Martha y en apremiarla para que terminara sus estudios en la secundaria, y más tarde donó fondos al Otis Art Institute para que su hija recibiera un trato especial. Martha destacó enseguida en el Otis; Ramona pudo vivir gracias a los logros de Martha, tomando sedantes de forma intermitente y pensando a menudo en Georgie… echándolo de menos, deseándolo.

Entonces, en el otoño del 46, Georgie regresó. Ramona le oyó cuando le hacía su petición de chantaje a Emmett: tenía que «darle» a la chica de la película porno, o correr el riesgo de ver puesta al descubierto buena parte del sórdido pasado y presente de la familia.

Sintió unos celos y un odio terrible hacia «esa chica», y cuando Elizabeth Short se presentó en la mansión Sprague el 12 de enero de 1947, su rabia explotó. «Esa chica» se parecía tanto a Madeleine que tuvo la sensación de que se le estaba gastando la más cruel de las bromas. Cuando Elizabeth y Georgie se fueron en la camioneta de este, vio a Martha subiendo a su habitación para preparar el equipaje de su viaje a Palm Springs. La joven dejó una nota en su puerta despidiéndose y diciendo que ya se había acostado. Después, como de pasada, le preguntó a Emmett adónde habían ido Georgie y «esa chica».

Emmett le dijo que Georgie había mencionado uno de sus edificios abandonados, en North Beachwood. Ramona salió por la puerta trasera, cogió su Packard, se dirigió a toda velocidad a Hollywoodland y esperó. Unos minutos después, Georgie y la chica llegaron a la base del parque del monte Lee. Les siguió a pie hasta la choza del bosque. Entraron en ella y Ramona vio encenderse una luz, que proyectó sombras sobre un reluciente objeto de madera apoyado en el tronco de un árbol: un bate de béisbol. Cuando oyó que la chica se reía y decía «¿Te hicieron todas esas cicatrices en la guerra?», cruzó el umbral con el bate en la mano.

Elizabeth Short intentó huir. Ramona la golpeó hasta dejarla inconsciente e hizo que Georgie la desnudara, la amordazara y la atara al colchón. Le prometió algunas partes de la chica que podría quedarse para siempre. Sacó un ejemplar de El hombre que ríe de su bolso y empezó a leerlo en voz alta, mirando de vez en cuando a la chica que yacía con los miembros extendidos en forma de X. Después la torturó, la quemó y la golpeó con el bate, y mientras la chica estaba inconsciente a causa del dolor lo anotó todo en el cuaderno que siempre llevaba encima. Georgie lo vio todo, y juntos entonaron a gritos los cánticos de los Comprachicos. Después de dos días de torturas, Ramona rajó a Elizabeth Short de oreja a oreja, como Gwynplain, para que no la odiara después de muerta. Georgie cortó el cuerpo en dos mitades, las lavó en el arroyo que había junto a la choza y las cargó en el coche de Ramona. Más tarde, bien entrada la noche, fueron hasta la Treinta y nueve con Norton, a un solar que Georgie solía limpiar como basurero municipal. Allí dejaron a Elizabeth Short para que se convirtiera en la Dalia Negra. Luego Ramona llevó a Georgie a donde estaba su camioneta y regresó junto a Emmett y Madeleine. Les dijo que muy pronto descubrirían dónde había estado y que por fin respetarían su voluntad. Como acto de penitencia y liberación, le vendió su cuadro de Gwynplain a Eldridge Chambers, amante del arte y de las gangas, con lo que además consiguió un buen beneficio. Después transcurrieron días y semanas con el horror de que Martha lo descubriera todo y la odiara… y con cada vez más láudano y codeína y narcóticos para hacer que todo se esfumara.

Estaba contemplando una hilera de anuncios enmarcados, los trabajos por los que Martha había ganado sus premios, cuando Ramona dejó de hablar. Aquel silencio repentino me sobresaltó; su historia daba tumbos por mi cabeza, en una secuencia que se repetía hacia atrás y hacia delante. En la habitación hacía frío, pero yo estaba empapado en sudor.

El primer premio de Martha, otorgado en 1948 por la Asociación Publicitaria, mostraba un tipo muy apuesto que llevaba un traje de sirsaca y caminaba por la playa con los ojos clavados en una rubia estupenda que tomaba el sol. Se hallaba tan absorto y ajeno a cuanto lo rodeaba que estaba a punto de ser alcanzado por una gran ola. El texto que aparecía en lo alto de la página decía: «¡No hay de qué preocuparse! Con su Hart, Shaffner & Marx Featherweight pronto estará otra vez seco y sin una arruga… ¡y preparado para cortejarla esta noche en el club!». La rubia era esbelta y tenía los rasgos de Martha… en una versión más suavizada y hermosa. La mansión de los Sprague se veía al fondo, rodeada de palmeras.

Ramona rompió el silencio.

—¿Qué vas a hacer?

Me sentí incapaz de mirarla.

—No lo sé.

—Martha no debe enterarse.

—Eso ya me lo ha dicho.

El tipo del anuncio empezaba a parecerme un Emmett idealizado: el chico guapo escocés al estilo Hollywood. Le solté la pregunta de policía que me había suscitado el relato de Ramona.

—En el otoño de 1946 alguien estuvo tirando gatos muertos por los cementerios de Hollywood. ¿Era usted?

—Sí. Por aquel entonces estaba tan celosa de ella que solo quería hacerle saber a Georgie que todavía me importaba. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Vaya al piso de arriba, Ramona. Déjeme solo.

Oí unos pasos suaves que salían de la habitación, luego sollozos, luego nada. Pensé en el frente unido presentado por la familia para salvar a Ramona, y en que arrestarla haría saltar por los aires toda mi carrera policial: acusaciones de ocultación de pruebas, obstrucción a la justicia. El dinero de los Sprague la mantendría lejos de la cámara de gas, y se la comerían viva en Atascadero o en una prisión para mujeres hasta que el lupus acabara con ella, Martha quedaría destrozada, Emmett y Madeleine aún se tendrían el uno al otro… Acusarles de eliminar pruebas o de obstruir la acción de la justicia no serviría de nada, no se les podría condenar por eso. Si detenía a Ramona, estaría acabado como policía; si la dejaba libre, estaría acabado como hombre; y en ambos casos Emmett y Madeleine sobrevivirían… juntos.

Y así fue como el ataque patentado marca Bucky Bleichert, neutralizado y terminado en tablas, se quedó estancado en una enorme y lujosa habitación llena de iconos ancestrales. Estuve revisando las cajas que había en el suelo —las pertenencias que los Sprague se llevarían en su huida si el consejo municipal les incordiaba demasiado— y vi los vestidos de noche baratos y el cuaderno de dibujo lleno de rostros de mujer, obra sin duda de Martha, que esbozaba sus alter egos para adornar anuncios que pregonaban las virtudes de dentífricos, cosméticos y copos de avena. Quizá podría diseñar una campaña publicitaria para que Ramona no acabara en Tehachapi. Quizá sin su mamaíta la torturadora no tendría el valor suficiente para seguir dibujando.

Salí de la mansión y maté el tiempo haciendo una ronda por los viejos lugares. Visité el asilo: mi padre no me reconoció, pero parecía animado por una maliciosa energía. Lincoln Heights estaba lleno de casas nuevas, edificios prefabricados que aguardaban a sus futuros inquilinos, con un cartel de NO SE REQUIERE ENTRADA para los soldados. En el Eagle Rock Legion Hall seguía el letrero que anunciaba la velada de boxeo del viernes noche, y mi zona de patrulla de la Central continuaba llena de borrachos, indigentes hurgando en la basura y tipos vociferando el advenimiento de Jesús. Al anochecer me di por vencido: haría un último intento con la chica arrogante antes de arrestar a su madre, una última oportunidad de preguntarle por qué seguía haciendo de Dalia cuando sabía que yo nunca volvería a tocarla.

Conduje hasta los bares de la calle Ocho, estacioné en la esquina de Irolo y esperé sin quitar ojo de la entrada del Zimba Room. Confiaba que la maleta que le había visto llevarse a Madeleine por la mañana no significara que se marchaba de viaje; confiaba en que su paseo como la Dalia de hacía dos noches no fuera algo aislado.

Me quedé sentado en el coche contemplando a los transeúntes: tipos de uniforme, civiles en busca de una copa, gente del vecindario que entraba y salía del restaurante de al lado del Zimba. Pensé en dejarlo correr, pero entonces me asusté ante el paso siguiente —Ramona— y permanecí allí. Cuando era algo más de medianoche, apareció el Packard de Madeleine. Salió del coche con su maleta en la mano y pareciendo ella misma, no Elizabeth Short.

Sorprendido, la vi entrar en el restaurante. Quince minutos transcurrieron con lentitud. Después salió del local convertida en la Dalia Negra. Arrojó su maleta en el asiento trasero del Packard y entró en el Zimba Room.

Le di un minuto, luego me acerqué y me asomé desde la puerta. En el bar había unos cuantos tipos uniformados, no muchos; los reservados tapizados en piel de cebra se hallaban vacíos. Madeleine estaba bebiendo, sola. Dos soldados sentados en taburetes cerca de ella se preparaban para emprender la gran ofensiva. Se lanzaron con medio segundo de diferencia. El lugar estaba demasiado vacío para poder vigilarla sin ser advertido; me batí en retirada hacia el coche.

Madeleine y un teniente primero con uniforme de verano salieron del local una hora después. Siguiendo su viejo modus operandi, montaron en el Packard y giraron en la esquina para dirigirse al estacionamiento de la Nueve con Irolo. Yo iba justo detrás de ellos.

Madeleine aparcó y se dirigió a la garita del encargado para buscar la llave; el soldado esperó ante la puerta del número doce. Yo pensé con frustración: la KMPC a todo volumen y las persianas bajadas. En ese momento, Madeleine salió de la garita, llamó al teniente y señaló hacia el otro lado del motel, a otro grupo de habitaciones. Él se encogió de hombros y se encaminó hacia allí; Madeleine abrió la puerta. La luz del interior se encendió y se apagó.

Les concedí unos diez minutos y me encaminé hacia el bungalow, resignado a la oscuridad y a los clásicos de big band. Del interior llegaron gemidos, sin acompañamiento musical. Me fijé en que la única ventana del cuarto se hallaba abierta como medio metro, ya que un poco de pintura seca en la jamba impedía que se cerrara. Busqué refugio detrás de un emparrado, me agaché y escuché.

Gemidos más fuertes, crujidos de muelles del colchón, gruñidos masculinos. Los ruidos de Madeleine subieron de tono: más teatrales, más de soprano que cuando estaba conmigo. El soldado lanzó un último y fuerte gemido. Luego todos los ruidos cesaron, y Madeleine habló con un falso acento:

—Ojalá hubiera una radio. Allá en mi tierra todos los moteles tenían. Estaban atornilladas a la pared y tenías que echarles monedas, pero al menos había música.

El soldado intentaba recuperar el aliento.

—He oído decir que Boston es muy bonito.

Entonces conseguí identificar el falso acento de Madeleine: clase obrera de Nueva Inglaterra, tal y como se suponía que habría hablado Betty Short.

—Medford no tiene nada de bonito, nada de nada. Tuve un trabajo asqueroso después de otro: camarera, chica de las golosinas en un cine, oficinista en una fábrica… Por eso me vine a California en busca de fortuna. Porque Medford era espantoso.

Las aes de Madeleine se iban arrastrando cada vez más; parecía una auténtica fulana de Boston.

—¿Viniste aquí durante la guerra? —preguntó él.

—Ajá. Conseguí un trabajo en la cantina de Camp Cooke. Un soldado me dio una paliza, y un tipo muy rico, un constructor con premios y todo, me salvó. Ahora es mi padre adoptivo. Me deja ir con quien quiera, siempre y cuando vuelva a casa con él. Me compró mi bonito coche blanco y todos mis preciosos trajes negros, y me da masajes en la espalda porque no es mi papá de verdad.

—Ese es el tipo de padre que hay que tener. Mi padre me compró una vez una bicicleta y me dio un par de pavos para construir un modelo para una carrera de coches locos. Pero nunca me compró ningún Packard, de eso puedes estar condenadamente segura. Betty, el tuyo sí que es un papaíto estupendo.

Me agaché un poco más y miré por el hueco de la ventana; todo lo que podía ver eran formas oscuras en una cama situada en el centro de la habitación.

—A veces, a mi padre adoptivo no le gustan mis novios —dijo Madeleine/Betty—. Nunca me monta ningún jaleo por eso, porque no es mi papá de verdad y yo le dejo que me dé masajes en la espalda. Había un chico, un policía… Mi papaíto me dijo que era un mal tipo, que tenía la maldad dentro. Yo no lo creí porque era un chico alto y fuerte, y tenía una boca dentuda muy graciosa. Intentó hacerme daño, pero papaíto le ajustó las cuentas. Papaíto sabe cómo tratar a los hombres débiles que solo buscan dinero y quieren hacerles daño a las niñas buenas. Fue un gran héroe en la Primera Guerra Mundial, y ese policía era un cobarde que se escaqueó del reclutamiento.

Madeleine estaba perdiendo el acento, su voz se iba haciendo más grave y gutural. Me preparé para recibir más azotes verbales.

—A esos tipos habría que deportarles a Rusia o fusilarles —dijo el soldado—. No, fusilarles sería demasiado compasivo. Colgarles por donde tú ya sabes, eso estaría mejor.

Madeleine, en un áspero tono vibrato, un perfecto acento mexicano:

—Mejor un hacha, ¿no? El policía tiene un compañero. Este se encarga de atar algunos cabos sueltos para mí, algunas notas que no tendría que haber dejado para una chica que no era tan buena como parecía. El compañero le da una paliza a mi papaíto y sale huyendo a México. Yo me pinto una cara nueva y compro vestidos baratos. Contrato a un detective para encontrarle y represento una mascarada. Voy a Ensenada con un disfraz, me pongo vestidos baratos, finjo que soy una mendiga y llamo a su puerta. «Gringo, gringo, necesito dinero». Me da la espalda, cojo el hacha y le hago pedacitos. Me llevo el dinero que le robó a papaíto. Setenta y un mil dólares que me traigo de vuelta a casa.

—Oye, ¿esto es alguna broma o qué? —farfulló el soldado.

Saqué mi 38 y amartillé el percutor. Madeleine, en el papel de «mexicana rica» que había hecho para Milt Dolphine, cambió al español y soltó un agrio torrente de obscenidades. Metí el cañón del arma por la rendija de la ventana; dentro del cuarto se encendió la luz; el amante de Madeleine se estaba poniendo a toda prisa el uniforme, impidiéndome apuntar bien a la asesina. Vi a Lee en un arenal, los gusanos arrastrándose por las cuencas de sus ojos.

El soldado salió disparado por la puerta a medio vestir. Madeleine, enfundándose en su ceñido vestido negro, era un blanco fácil. La apunté con el arma; un último destello de su desnudez me hizo vaciar el arma en el aire. Abrí la ventana de una patada.

Madeleine me vio trepar por el alféizar. Sin inmutarse por los tiros ni por los fragmentos de cristal que volaron por el cuarto, me habló con un dulce savoir faire:

—Ella era para mí lo único real, y necesitaba hablarle a la gente de ella. Cuando estaba a su lado me sentía falsa y artificial. Ella era tan natural, y yo no era más que una impostora. Y era nuestra, cariño. Tú me la devolviste. Ella hizo que lo nuestro fuera tan bueno. Ella era nuestra.

Le revolví el peinado de la Dalia para que pareciera solo otra zorra más vestida de negro; le esposé las muñecas a la espalda y me vi a mí mismo en el arenal, carnaza para gusanos junto con mi compañero. Las sirenas se acercaban desde todas direcciones; las luces de las linternas resplandecieron en la ventana rota. Y en medio de la Gran Nada, Lee Blanchard pronunció la misma frase que dijo durante los disturbios de los zoot suit:

«Cherchez la femme, Bucky. Acuérdate de eso».

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