La Dalia Negra

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IV. Elizabeth » Capítulo 35

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Afrontamos la caída juntos.

Cuatro coches patrulla respondieron a mis disparos. Les expliqué a los agentes que pusieran las luces y la sirena para ir a la comisaría de Wilshire: iba a detener a esa mujer por homicidio en primer grado. Una vez en Wilshire, Madeleine confesó haber asesinado a Lee Blanchard y urdió una brillante fantasía, un triángulo amoroso formado por Lee/Madeleine/Bucky, contando que había mantenido una relación íntima con nosotros dos en el invierno de 1947. Asistí a su interrogatorio y Madeleine estuvo impecable. Los agentes más curtidos de Homicidios se tragaron su historia, con anzuelo y sedal incluidos: Lee y yo rivalizábamos por conseguir su mano, y Madeleine me había preferido a mí como su posible marido. Entonces Lee fue a ver a Emmett para exigirle que le «entregara» a su hija, y cuando él se negó le dio tal paliza que casi lo mata. Madeleine persiguió a Lee por todo México para vengarse y acabó con él a golpes de hacha en Ensenada. Ni la más mínima mención al asesinato de la Dalia Negra.

Yo corroboré la historia de Madeleine, afirmando que solo recientemente había descubierto por qué había sido asesinado Lee. Luego interrogué a Madeleine haciendo un repaso de las circunstancias del crimen y conseguí sacarle una confesión parcial. Fue trasladada a la cárcel de mujeres de Los Ángeles y yo volví a El Nido, preguntándome todavía qué hacer con Ramona.

Al día siguiente regresé al trabajo. Cuando acabé mi ronda, un equipo de tipos duros de la metropolitana me esperaba en los vestuarios de Newton. Me acribillaron a preguntas durante tres horas; yo seguí con el cuento de fantasía inventado por Madeleine. Que su historia fuera tan buena, y mi brutal reputación en el departamento, me ayudaron a superar el interrogatorio… y nadie mencionó a la Dalia.

A lo largo de la semana siguiente, la maquinaria legal se puso en marcha.

El gobierno mexicano se negó a procesar a Madeleine por el asesinato de Lee Blanchard: sin un cadáver y sin pruebas concluyentes era imposible proceder a la extradición. Se convocó un gran jurado para decidir su destino; Ellis Loew fue nombrado para presentar el caso en nombre de la ciudad de Los Ángeles. Le dije que solo pensaba testificar por escrito. Conociendo demasiado bien mi impredecible carácter, se mostró de acuerdo. Llené diez páginas con mentiras sobre el «triángulo amoroso», embelleciéndolo con fantasías dignas de los mejores momentos románticos de Betty Short. No paraba de preguntarme si ella habría apreciado la ironía.

Emmett Sprague fue acusado por otro gran jurado de violación de los códigos de seguridad y salubridad en calidad de propietario de edificaciones peligrosas a través de sociedades fantasma. Se le impusieron multas que superaban los cincuenta mil dólares, pero no se presentaron cargos criminales contra él. Contando los setenta y un mil dólares que Madeleine le robó a Lee, había salido ganando unos veinte mil con todo el asunto.

El triángulo amoroso saltó a los periódicos un día después de que el caso de Madeleine se presentara ante el gran jurado. La pelea Blanchard-Bleichert y el tiroteo del Southside cobraron de nuevo actualidad y volví a convertirme en una celebridad local durante una semana. Entonces recibí una llamada de Bevo Means, del Herald:

—Ten cuidado, Bucky. Emmett Sprague está a punto de devolver el golpe y la mierda va a salpicar hasta el techo. No puedo contarte más.

La revista Confidential se encargó de crucificarme.

El número del 12 de julio llevaba un artículo sobre el triángulo, con declaraciones de Madeleine filtradas a la publicación sensacionalista por Emmett. La chica arrogante aseguraba que yo me escapaba del trabajo para acostarme con ella en el motel Red Arrow; que robaba botellas de whisky de su padre para aguantar los turnos de noche; que le había dado información confidencial sobre el sistema de cuotas de multas de tráfico, y que alardeaba de «golpear a los negros». Había insinuaciones que apuntaban a cosas peores… pero todo lo que había dicho Madeleine era cierto.

Fui expulsado de la policía de Los Ángeles acusado de atentar contra la moral y por comportamiento indigno en un agente de policía. Fue decisión unánime de una junta especial formada por inspectores y jefes de departamento, y no protesté la sanción. Pensé en delatar a Ramona con la esperanza de dar un giro radical a mi situación, pero acabé desechando la idea. Russ Millard podría verse obligado a admitir lo que sabía y salir perjudicado por ello; el nombre de Lee quedaría aún más cubierto de fango; Martha lo sabría todo. Mi expulsión del cuerpo llegaba con dos años y medio de retraso; las revelaciones del Confidential eran el último bochorno que le hacía pasar al departamento. Nadie lo sabía mejor que yo.

Entregué mi arma reglamentaria, mi 45 clandestina y la placa 1611. Me mudé de nuevo a la casa comprada por Lee, le pedí prestados quinientos dólares al padre y esperé a que mi fama se extinguiese antes de ponerme a buscar trabajo. Betty Short y Kay seguían pesando en mi alma, y fui a la escuela de Kay a buscarla. El director, que me miró como a un bicho que acabase de salir arrastrándose de la madera, dijo que Kay había presentado su carta de dimisión un día después de que mi nombre apareciera en los periódicos. En su escrito decía que iba a hacer un largo viaje en automóvil a través del país y que no volvería a Los Ángeles.

El gran jurado acusó a Madeleine de homicidio en tercer grado: «homicidio premeditado bajo tensión psicológica y con circunstancias atenuantes». Su abogado, el gran Jerry Giesler, hizo que se declarara culpable y pidió clemencia a los jueces. Teniendo en consideración la recomendación de los psiquiatras que diagnosticaron a Madeleine «una severa esquizofrenia con delirios violentos que podía presentarse bajo muchas personalidades distintas», fue sentenciada a reclusión en el Hospital Estatal de Atascadero por un «período indeterminado de tratamiento que no podrá ser inferior al tiempo mínimo prescrito por el código penal del estado: diez años».

Así pues, la chica arrogante pagó los platos rotos por su familia y yo por mis propias culpas. Mi despedida de los Sprague fue una foto en la primera página del Daily News de Los Ángeles. Las gobernantas se llevaban a Madeleine de la sala del tribunal mientras Emmett lloraba en la mesa de la defensa y Ramona, con las mejillas hundidas por la enfermedad, era conducida del brazo por Martha, eficiente y respetable en un buen traje cortado a medida. La foto sellaba para siempre mi silencio.

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