La Dalia Negra

La Dalia Negra


I. Fuego y Hielo » Capítulo 2

Página 6 de 50

2

Pasé una semana en el límite de los ochenta kilos, harto de entrenarme y soñando todas las noches con filetes, hamburguesas con chile y pasteles de coco con crema. Mis esperanzas de conseguir el puesto en la Criminal se habían reducido hasta el punto de que las habría tirado por la borda a cambio de unas costillas de cerdo en el Pacific Dinning Car, y el vecino que cuidaba del viejo por veinte pavos al mes me había llamado para decirme que había vuelto a las andadas, disparando a los perros del vecindario con su escopeta de balines y gastándose el cheque de la Seguridad Social en revistas de chicas ligeras de ropa y maquetas de aeroplanos. Había llegado un punto en el que tenía que tomar alguna decisión al respecto, y cada abuelo desdentado que me encontraba durante las rondas hería mi vista como una gargolesca versión del loco Dolph Bleichert. Estaba observando a uno de ellos cruzar con paso inseguro la Tercera con Hill cuando recibí la llamada de radio que cambió mi vida para siempre.

—11-A-23, llame a comisaría. Repito: 11-A-23, llame a comisaría.

Sidwell me dio un codazo.

—Tenemos una llamada, Bucky.

—Acusa recibo.

—El encargado ha dicho que llamemos a comisaría.

Giré a la izquierda, aparqué y señalé la caja metálica con el teléfono de la esquina.

—Usa la llave maestra. Esa que llevas colgada al lado de las esposas.

Sidwell obedeció, e instantes después volvió al trote al coche patrulla con expresión grave.

—Debes presentarte de inmediato al jefe de detectives —dijo.

Mi primer pensamiento fue para el viejo. Conduje a toda velocidad las seis manzanas hasta el Ayuntamiento y le dejé el coche patrulla a Sidwell. Luego, subí en el ascensor hasta las oficinas del jefe Thad Green en la cuarta planta. Una secretaria me dejó entrar en el santuario del jefe, donde, sentados en butacas de cuero, estaban Lee Blanchard, más peces gordos de los que nunca había visto reunidos en un solo sitio, y un tipo delgado como una araña que vestía un tres piezas de tweed.

—El agente Bleichert —anunció la secretaria, y me dejó plantado allí en medio, consciente de que el uniforme me colgaba del enflaquecido cuerpo como una tienda de campaña.

Entonces Blanchard, que llevaba pantalones de pana y cazadora granate, se levantó y ofició de maestro de ceremonias.

—Caballeros, este es Bucky Bleichert. Bucky, de izquierda a derecha y de uniforme, te presento al inspector Malloy, al inspector Stensland y al jefe Green. El caballero trajeado es Ellis Loew, ayudante del fiscal del distrito.

Asentí con la cabeza y Thad Green me señaló un asiento vacío encarado al grupo. Me senté y Stensland me entregó un fajo de papeles.

—Lea esto, agente. Es el editorial de Braven Dyer para el Times del próximo sábado.

La primera página tenía fecha del 14/10/46 y justo debajo un titular en letras mayúsculas: «Fuego y Hielo entre lo mejor de Los Ángeles». A continuación empezaba el texto escrito a máquina:

Antes de la guerra, la ciudad de Los Ángeles se vio agraciada con dos boxeadores locales, nacidos y criados a apenas ocho kilómetros de distancia, unos púgiles con estilos tan distintos como el fuego y el hielo. Lee Blanchard era un torbellino de piernas arqueadas cuyos golpes eran como latigazos de una honda y hacían que saltaran chispas sobre las primeras filas de asientos. Bucky Bleichert entraba en el cuadrilátero tan tranquilo e impasible que se diría que era inmune al sudor. Bailaba sobre la punta de sus pies mejor que Bojangles Robinson, y sus potentes directos aderezaban los rostros de sus oponentes hasta que parecían el steak tartare que sirven en el Mike Lyman’s Grill. Los dos hombres eran poetas: Blanchard el poeta de la fuerza bruta, Bleichert el poeta opuesto, el de la velocidad y la astucia. En conjunto ganaron 79 combates y perdieron solo cuatro. Tanto en el ring como en la tabla de los elementos, el fuego y el hielo resultan difíciles de vencer.

El señor Fuego y el señor Hielo jamás pelearon entre ellos. Los límites de sus categorías los mantuvieron apartados. Pero cierto sentido del deber hizo que se acercaran en espíritu, y los dos hombres ingresaron en el Departamento de Policía de Los Ángeles y siguieron peleando fuera del ring… esta vez en la guerra contra el crimen. Blanchard resolvió el misterioso robo al banco Boulevard-Citizens en 1939 y capturó al temible asesino Tomás Dos Santos. Bleichert sirvió de forma distinguida durante los disturbios de los pachucos del 43. Ahora ambos son agentes en la Central: el señor Fuego, 32 años, es sargento en la prestigiosa Brigada Criminal; el señor Hielo, 29 años, trabaja como policía cubriendo el peligroso territorio del centro de Los Ángeles. Recientemente les pregunté tanto a Fuego como a Hielo por qué habían renunciado a sus mejores años en el cuadrilátero para convertirse en policías. Sus respuestas son reveladoras del carácter de esos magníficos hombres:

Sargento Blanchard: «La carrera de un boxeador no dura para siempre, pero la satisfacción de servir a tu comunidad, sí».

Agente Bleichert: «Yo quería luchar contra oponentes más peligrosos, como criminales y comunistas».

Lee Blanchard y Bucky Bleichert han hecho grandes sacrificios para servir a su ciudad, y el día de las elecciones, el 5 de noviembre, se pedirá a los votantes de Los Ángeles que hagan lo mismo: votar una propuesta para conceder cinco millones de dólares al Departamento de Policía de Los Ángeles a fin de modernizar su equipamiento y proporcionar un aumento salarial del 8 por ciento a todo su personal. Tengan en mente los ejemplos del señor Fuego y el señor Hielo. Voten «Sí» a la Propuesta B el día de las elecciones.

Cuando hube terminado, le devolví las páginas al inspector Stensland. Empezó a decir algo, pero Thad Green le hizo callar poniendo una mano sobre su hombro.

—Díganos qué opina de esto, agente. Y sea sincero.

Tragué saliva para que la voz no me temblara.

—Es sutil.

Stensland se ruborizó, Green y Malloy sonrieron, y Blanchard lanzó una risotada sin contenerse.

—La Propuesta B va a ser derrotada —dijo Ellis Loew—, pero hay una posibilidad de someterla de nuevo a votación en las elecciones de la primavera próxima. Lo que teníamos en…

—Ellis, por favor —le cortó Green, y se volvió otra vez hacia mí—. Una de las razones por las que la propuesta no saldrá adelante es que la gente no está nada satisfecha con el servicio que se le ha dado hasta ahora. Nos faltaron efectivos durante la guerra y algunos de los hombres que contratamos para remediarlo resultaron ser manzanas podridas y nos dieron mala fama a todos. Además, desde que la guerra acabó el cuerpo se ha llenado de novatos y muchos de nuestros mejores hombres se han jubilado. Hay que reconstruir dos comisarías y necesitamos ofrecer unos salarios iniciales más altos para atraer a hombres buenos. Para todo eso hace falta dinero, y los votantes no van a dárnoslo en noviembre.

Empezaba a ver de qué iba todo aquello.

—Ha sido idea suya, ayudante —dijo Malloy—. Explíqueselo usted.

Loew tomó la palabra.

—Me apuesto lo que sea a que podremos hacer que aprueben la propuesta en la votación especial del 47. Pero para lograrlo necesitamos que haya más entusiasmo público hacia el departamento. Hemos de levantar la moral dentro del cuerpo e impresionar a los votantes con la calidad de nuestros hombres. Los buenos boxeadores de pura raza blanca resultan atractivos, Bleichert. Usted lo sabe.

Miré a Blanchard.

—Tú y yo, ¿eh?

Blanchard me guiñó el ojo.

—Fuego y Hielo. Cuéntele el resto, Ellis.

Loew torció el gesto al oír que lo llamaba por su nombre de pila, y continuó:

—Un combate a diez asaltos dentro de tres semanas en el gimnasio de la academia. Braven Dyer es muy buen amigo mío y se encargará de ir creando expectación en su columna. Las entradas costarán dos dólares, y una mitad del aforo será para policías y sus familias, y la otra para civiles. Los ingresos irán al programa de beneficencia de la policía. A partir de ahí crearemos un equipo de boxeo interdepartamental, formado por buenos chicos blancos de pura raza. Los miembros del equipo tendrán un día libre a la semana para enseñar a los niños con menos recursos el arte de la autodefensa. Montones de publicidad, hasta que lleguen las elecciones especiales del 47.

Ahora todos los ojos se clavaron en mí. Contuve el aliento, esperando que me ofrecieran el puesto en la Criminal. Cuando vi que nadie decía nada, miré a Blanchard de soslayo. Su torso parecía brutalmente poderoso, pero su estómago se había ablandado y yo era más joven, más alto y probablemente mucho más rápido que él. Antes de encontrar alguna razón para echarme atrás, dije:

—Acepto.

Los jefazos saludaron mi decisión con aplausos; Ellis Loew sonrió, dejando al descubierto unos dientes que parecían pertenecer a una cría de tiburón.

—La fecha es el 29 de octubre, una semana antes de las elecciones —dijo—. Y ambos podrán usar sin limitaciones el gimnasio de la academia para entrenarse. Diez asaltos es pedirles mucho a dos hombres que han estado inactivos durante tanto tiempo como ustedes, pero cualquier otra cosa resultaría propia de nenazas. ¿No creen?

—O de comunistas —repuso Blanchard con un bufido.

Loew le dedicó una mueca toda dientes afilados.

—Sí, señor —dije.

El inspector Malloy alzó una cámara y gorjeó:

—Mire el pajarito, hijo.

Me puse en pie y sonreí sin separar los labios; el flash soltó un fogonazo. Vi estrellitas y recibí unas palmadas en la espalda, y cuando la camaradería acabó y se me despejó la visión, Ellis Loew estaba delante de mí.

—He apostado muy alto por usted —dijo—. Y si no pierdo mi apuesta, espero que pronto podamos ser colegas.

Pensé: «Eres un cabronazo muy sutil», pero contesté:

—Sí, señor.

Loew me dio un flácido apretón de manos y se fue. Me froté los ojos para librarme de la última estrellita que entorpecía mi visión y vi que la habitación estaba vacía.

Mientras bajaba en el ascensor, pensé en sabrosos modos de recuperar el peso que había perdido. Blanchard debía de pesar algo más de noventa kilos, y si me enfrentaba a él con mi viejo y cómodo peso me machacaría cada vez que lograra atravesar mi guardia. Intentaba decidirme entre el Pantry y Little Joe’s cuando llegué al aparcamiento y vi a mi adversario en carne y hueso, hablando con una mujer que lanzaba anillos de humo a un cielo que parecía de postal.

Me dirigí hacia ellos. Blanchard estaba apoyado en un coche policial sin distintivos y agitaba las manos ante la mujer, todavía concentrada en sus anillos de humo, que exhalaba en grupitos de tres o cuatro cada vez. Cuando me acerqué ella estaba de perfil, la cabeza inclinada hacia arriba, la espalda arqueada y una mano apoyada sobre la portezuela del vehículo. Una cabellera castaño rojiza cortada al estilo paje le rozaba los hombros y el largo y delgado cuello; la forma en que le quedaban la chaqueta Eisenhower y la falda de lanilla me indicó que todo su cuerpo era delgado.

Blanchard me vio y le dio un codazo. Ella soltó una gran bocanada de humo y se volvió hacia mí. De cerca, distinguí un rostro de facciones marcadas y hermosas que parecían no encajar entre sí: la frente alta y despejada que daba un aire incongruente a su peinado, la nariz torcida, unos labios generosos y unos grandes ojos de color castaño muy oscuro.

Blanchard hizo las presentaciones.

—Kay, este es Bucky Bleichert. Bucky, Kay Lake.

La mujer aplastó su cigarrillo con el pie. Yo dije «Hola», al tiempo que me preguntaba si sería la chica que Blanchard había conocido durante el juicio por el atraco al Boulevard-Citizens. No daba el perfil de muñeca de un atracador de bancos, incluso aunque hubiera estado años viviendo con un policía.

Su voz tenía un ligero deje del Medio Oeste.

—Te vi boxear varias veces. Y las ganaste todas.

—Siempre gano. ¿Eres aficionada al boxeo?

Kay Lake negó con la cabeza.

—Lee solía llevarme a rastras a los combates. Antes de la guerra iba a clases de arte, así que me llevaba mi cuaderno y hacía dibujos de los boxeadores.

Blanchard le pasó un brazo alrededor de los hombros.

—Kay me obligó a dejar los combates a puerta cerrada. Dijo que no quería ver cómo acababa moviéndome como un vegetal.

Empezó a imitar a un boxeador medio sonado, y Kay Lake se apartó un poco de él con el gesto torcido. Blanchard la miró rápidamente y luego lanzó al aire unos cuantos directos de izquierda y unos cruzados de derecha. Los golpes se veían venir a kilómetros de distancia, y en mi mente contraataqué con un uno-dos a su mentón y su estómago.

—Intentaré no hacerte daño —dije.

Kay me fulminó con la mirada al oír mi comentario; Blanchard sonrió.

—Me ha llevado semanas convencerla de que me deje boxear. Le he prometido un coche nuevo si no pone demasiados morritos.

—No hagas ninguna apuesta que no seas capaz de cubrir.

Blanchard se rio, y luego se acercó a Kay y le pasó un brazo por los hombros.

—¿A quién se le ha ocurrido todo esto? —pregunté.

—A Ellis Loew. Consiguió que yo entrara en la Criminal; y cuando mi compañero presentó sus papeles de jubilación, empezó a pensar en ti para sustituirle. Hizo que Braven Dyer escribiera toda esa mierda del Fuego y el Hielo, y luego le llevó el pastelito a Horrall. Jamás se lo habría tragado, pero todas las encuestas decían que la propuesta se iba a pique, así que acabó dando luz verde.

—¿Ha apostado dinero por mí? ¿Conseguiré entrar en la Criminal si gano?

—Algo así. Al fiscal del distrito no le gusta mucho la idea, piensa que nosotros dos no funcionaremos como compañeros. Pero va a seguirles la corriente. Horrall y Thad Green lo convencieron. Personalmente, casi espero que ganes. Si pierdes, tendré que quedarme con Johnny Vogel. Está gordo, se tira pedos, le apesta el aliento y su padre es el capullo más grande de toda la Central, haciendo siempre recaditos para ese niñato judío. Además…

Le di unos suaves golpecitos con el índice en el pecho.

—¿Y qué sacas tú de todo esto?

—Las apuestas funcionan en los dos sentidos. A mi chica le gustan las cosas bonitas y no puedo permitirme decepcionarla. ¿Verdad que no, cariño?

—Sigue hablando de mí en tercera persona —dijo Kay—. Me encanta.

Blanchard alzó las manos en un gesto burlón de rendición; los oscuros ojos de Kay parecían arder. Sentí curiosidad por la mujer y pregunté:

—¿Qué piensa usted de todo este asunto, señorita Lake?

Ahora sus ojos parecieron bailar.

—Por razones estéticas, espero que los dos tengáis un buen aspecto con la camisa quitada. Por razones morales, espero que el Departamento de Policía de Los Ángeles quede en ridículo por perpetrar esta farsa. Por razones financieras, espero que Lee gane.

Blanchard se rio y dio una fuerte palmada en el capó del coche; yo olvidé mi vanidad y sonreí con la boca abierta. Kay Lake me miró a los ojos y, por primera vez —sí, era algo extraño, pero estaba seguro de ello—, tuve la sensación de que el señor Fuego y yo estábamos haciéndonos amigos. Tendí la mano y dije:

—Mucha suerte en la derrota.

Lee me la estrechó.

—Lo mismo digo —replicó él.

Kay nos abarcó a los dos con una mirada que indicaba que nos consideraba dos chiquillos estúpidos. Me llevé la mano al ala del sombrero, lo ladeé un poco en señal de despedida y comencé a alejarme.

—Dwight —llamó Kay, y me pregunté cómo sabía mi verdadero nombre. Cuando me di la vuelta, dijo—: Estarías muy guapo si te arreglaras los dientes.

Ir a la siguiente página

Report Page