La Dalia Negra

La Dalia Negra


I. Fuego y Hielo » Capítulo 3

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La pelea se convirtió en la gran sensación del departamento y, luego, de Los Ángeles entero. Todo el aforo del gimnasio de la academia estaba vendido a las veinticuatro horas de que Braven Dyer anunciara el acontecimiento en la página deportiva del Times. El teniente de la calle Setenta y siete nombrado apostador oficial del departamento empezó dando como favorito a Blanchard por tres a uno, mientras que los apostadores auténticos se decantaban por el señor Fuego por KO (dos y medio a uno) y por decisión final de los jueces (cinco a tres). Las apuestas interdepartamentales estaban al rojo vivo, y en todas las comisarías montaron puestos especiales para recogerlas. Dyer y Morrie Ryskind, del Mirror, alimentaban la locura en sus columnas y un locutor de la KMPC compuso una cancioncilla llamada «Tango del Fuego y el Hielo». Respaldada por un grupo de jazz, una soprano de voz aguardentosa canturreaba: «Fuego y Hielo no son como el azúcar y la sal; ciento ochenta kilos a golpes de cuero no son cosa de broma. Pero el señor Fuego enciende mi llama y el señor Hielo enfría mi frente, ¡para mí es un servicio nocturno de primera clase!».

De nuevo me convertí en una celebridad local.

Cuando repartían los servicios vi cambiar de manos tarjetas de apuestas y me saludaron polis a quienes no conocía; el gordo Johnny Vogel me lanzaba una mirada asesina cada vez que pasaba por mi lado en los vestuarios. Sidwell, siempre traficando con rumores, dijo que dos tipos del turno de noche habían apostado sus coches y que el jefe de la comisaría, el capitán Harwell, era el encargado de guardar sus apuestas hasta después del combate. Los de la Brigada Antivicio habían suspendido sus redadas contra los apostadores clandestinos porque Mickey Cohen recibía diez de los grandes al día en tarjetas y le pasaba el cinco por ciento a la agencia de publicidad contratada por el Ayuntamiento en su esfuerzo por conseguir que se aprobara la propuesta para obtener fondos. Harry Cohn, el jefazo de Columbia Pictures, había apostado un buen fajo por mi triunfo por decisión final de los jueces, y si lo lograba pasaría un ardiente fin de semana con Rita Hayworth.

Aunque nada de todo eso tenía sentido, resultaba agradable, y para evitar volverme loco me entrené más duro de lo que jamás lo había hecho.

Cada día, al acabar mi turno, me iba directo al gimnasio y me empleaba a fondo. Sin hacer caso de Blanchard y de su séquito de lameculos, ni de los policías fuera de servicio que me rondaban igual que moscas, me dedicaba a golpear el saco, directo de izquierda, derecha cruzada, gancho de izquierda, cinco minutos en cada sesión, todo el tiempo sobre las puntas de los pies; me entrenaba con mi viejo compañero Pete Lukins como sparring, y golpeaba la pera hasta que el sudor me cegaba y sentía los brazos como goma. Saltaba a la cuerda y corría por las colinas del Elysian Park con pesas de un kilo atadas a los tobillos, lanzando puñetazos a las ramas de árboles y arbustos, y dejando atrás a los perros que merodeaban por allí alimentándose de lo que encontraban en los cubos de basura. Cuando llegaba a casa, me atiborraba de hígado, filetes enormes y espinacas, y me quedaba dormido antes de poder quitarme la ropa.

Entonces, cuando faltaban nueve días para la pelea, vi a mi viejo y decidí lanzarme a por el dinero.

Ocurrió durante mi visita mensual, cuando fui en coche a Lincoln Heights sintiéndome culpable por no haberme pasado por allí desde que me enteré de que volvía a hacer locuras. Le llevé regalos para calmar un poco mi culpabilidad: conservas que me había agenciado del mercado durante mi ronda y unas cuantas revistas de chicas confiscadas. Cuando frené delante de la casa, comprendí que eso no sería suficiente.

El viejo estaba sentado en el porche, dando tragos de un frasco de jarabe para la tos. En una mano sostenía su pistola de balines y disparaba con aire distraído contra una formación de aviones hechos con madera de balsa y alineados sobre el césped. Estacioné el coche y me dirigí hacia donde estaba. Tenía la ropa manchada de vómito y bajo ella asomaban los huesos, que sobresalían como si se los hubieran colocado en ángulos equivocados. El aliento le apestaba, tenía los ojos amarillentos y velados y la piel que podía ver por entre su apelmazada barba blanca estaba salpicada por venillas rotas. Me incliné para ayudarle a ponerse en pie y él me apartó las manos de un golpe, farfullando:

Scheisskopf! Kleine Scheisskopf!

Tiré de él hasta conseguir levantarle. La pistola de balines y el frasco de Expectolar cayeron al suelo.

Guten Tag, Dwight —murmuró, como si me hubiera visto el día anterior.

Me aparté las lágrimas de los ojos con la mano.

—Habla en inglés, papá.

El viejo se llevó la mano izquierda al hueco del codo derecho en un torpe corte de mangas y comenzó a agitar el puño ante mí.

Englisch Scheisser! —gritó—. Churchill Scheisser! Amerikanisch Juden Scheisser!

Lo dejé en el porche y fui a echar un vistazo a la casa. La sala se hallaba repleta de piezas para montar aviones y latas abiertas de judías con moscas zumbando a su alrededor; el dormitorio estaba empapelado con fotos de chicas, la mayoría cabeza abajo. El cuarto de baño apestaba a orines rancios y en la cocina había tres gatos que andaban husmeando latas de atún medio vacías. Cuando me acerqué a ellos, me bufaron; les tiré una silla y volví junto a mi padre.

Estaba apoyado en la barandilla del porche, mesándose la barba. Temeroso de que se cayera, lo agarré del brazo; temeroso de echarme a llorar, le dije:

—Di algo, papá. Haz que me enfade. Dime cómo has logrado dejar la casa tan jodida en tan solo un mes.

Mi padre intentó soltarse. Yo lo sujeté con más fuerza y luego aflojé mi presa, temiendo quebrarle los huesos como si fueran ramas secas.

Du, Dwight? Du? —murmuró.

Y supe que había sufrido otra embolia y que otra vez había perdido la memoria del inglés. Rebusqué en mi propia memoria en un intento de hallar frases en alemán y no encontré nada. De pequeño había odiado tanto a aquel hombre que me obligué a olvidar el idioma que me había enseñado.

Wo ist Greta? Wo, Mutti?

Lo rodeé con mis brazos.

—Mamá está muerta. Eras demasiado tacaño para comprarle licor de contrabando, así que se consiguió un poco de aguardiente de uvas de los negros de los Flats. Era alcohol de quemar, papá. Se quedó ciega. La metiste en el hospital y se tiró desde el tejado.

Greta!

Lo abracé con más fuerza.

—Chsss. Eso ocurrió hace catorce años, papá. Hace mucho tiempo.

Él intentó apartarme; yo le empujé hacia la puerta del porche y lo aprisioné contra ella. Sus labios se curvaron para lanzar una invectiva, pero entonces su rostro se vació de toda expresión y supe que no lograba encontrar las palabras. Cerré los ojos y las encontré yo por él:

—¿Sabes lo que me cuestas, so cabrón? Podría haber entrado en la policía con un historial limpio, pero descubrieron que mi padre era un jodido subversivo. Me hicieron delatar a Sammy y Ashidas, y Sammy murió en Manzanar. Sé que solo te uniste al Bund para hacer el imbécil y perseguir coños, pero tendrías que haberlo sabido, porque yo no tenía ni idea.

Abrí los ojos y descubrí que estaban secos; los de mi padre carecían de toda expresión. Le solté los hombros.

—No podías haber sabido lo que ocurriría —dije—, y lo de delatarles fue todo culpa mía. Pero siempre fuiste un maldito cerdo tacaño. Mataste a mamá, y eso sí es culpa tuya.

Y se me ocurrió una idea para poner fin a aquella maldita situación.

—Ahora debes descansar, papá. Yo cuidaré de ti.

Esa tarde me quedé a ver entrenar a Lee Blanchard. Su régimen de trabajo consistía en asaltos de cuatro minutos con pesos pesados bastante ligeros, tipos larguiruchos procedentes del gimnasio de la calle Main, y su estilo era el ataque total. Se encorvaba para avanzar, sin dejar de hacer fintas con el torso; su directo era sorprendentemente bueno. No era ni el cazador de cabezas ni la presa fácil que había esperado, y cuando le soltaba ganchos al saco podía oír los golpes a veinte metros de distancia. Con un tipo como aquel no había nada seguro, y ahora el combate era por dinero.

Así que el dinero me obligó a tomar medidas serias.

Volví a casa en coche y llamé al cartero jubilado que se ocupaba de echarle un vistazo a mi padre de vez en cuando. Le ofrecí un billete de cien para que limpiara la casa y se pegara a mi viejo como una lapa hasta después del combate, y aceptó. Entonces llamé a un antiguo compañero de la academia que trabajaba en la Antivicio de Hollywood y le pedí los nombres de algunos apostadores. Pensando que quería apostar por mi propia victoria, me dio los números de dos independientes, uno que trabajaba con Mickey Cohen y otro que estaba con la banda de Jack Dragna. En las apuestas de Cohen, Blanchard figuraba como favorito por dos a uno, pero en las de Dragna la cosa andaba igualada, Bleichert o Blanchard, ya que estaban llegando informes que decían que yo parecía ser fuerte y rápido. Podría doblar cada uno de los dólares que invirtiera.

Por la mañana llamé a la comisaría para decir que me encontraba enfermo, y el jefe de turno se lo tragó porque yo era una celebridad local y el capitán Harwell no quería que me tocara las narices. Una vez que me hube librado del trabajo, liquidé mi cuenta de ahorros, cobré mis bonos del Tesoro y pedí un préstamo bancario por dos de los grandes, usando mi Chevy casi nuevo del 46 como garantía. Desde el banco había un corto trayecto hasta Lincoln Heights, donde tuve una charla con Pete Lukins. Estuvo de acuerdo en hacer lo que yo quería, y dos horas después me llamó con los resultados.

El tipo de Dragna al que le había enviado aceptó su dinero por una victoria de Blanchard por KO en el último asalto, ofreciéndole una apuesta de dos a uno en contra. Si yo besaba la lona entre los asaltos ocho al diez ganaría 8.640 dólares… lo suficiente para mantener al viejo en un asilo de primera durante al menos dos o tres años. Había cambiado el puesto de la Criminal por una liquidación de las deudas del pasado, con la estipulación del último asalto como un riesgo apenas suficiente para no hacerme sentir demasiado cobarde. Era un trato que alguien me iba a ayudar a saldar, y ese alguien era Lee Blanchard.

Cuando solo faltaban siete días para la pelea, comí hasta ponerme en ochenta y siete kilos, aumenté la distancia recorrida en mis carreras e incrementé el tiempo de mis sesiones con el saco hasta los seis minutos. Duane Fisk, el agente asignado como entrenador y ayudante, me advirtió sobre los riesgos de pasarme con el entrenamiento, pero yo no le hice caso y continué igual hasta que faltaron cuarenta y ocho horas para el combate. Luego bajé el ritmo a unos suaves ejercicios gimnásticos y estudié a mi oponente.

Desde el fondo del gimnasio, observé a Blanchard entrenarse en el ring central. Busqué defectos en su técnica de ataque y calibré sus reacciones cuando sus sparrings pasaban a la acción. Me di cuenta de que doblaba los codos para desviar los golpes dirigidos al cuerpo, lo cual le abría la guardia para recibir pequeños uppercuts que le harían alzarla todavía más y lo dejarían en posición de recibir unos buenos ganchos en las costillas. Observé que su mejor golpe, el cruzado de derecha, lo anunciaba siempre con dos medios pasos a la izquierda y una finta con la cabeza. Vi que contra las cuerdas era letal y que podía mantener a oponentes de menos peso clavados a ellas con empujones de los codos alternados con puñetazos cortos al cuerpo. Me acerqué algo más y pude ver tejido cicatrizal en su ceja, algo que debería evitar para impedir que el combate se parara por los cortes. Era un pequeño contratiempo, pero una larga cicatriz que bajaba por la parte izquierda de su caja torácica parecía un lugar muy suculento para machacarlo.

—Al menos tiene buen aspecto sin la camisa.

Me volví al oír esas palabras. Kay Lake me observaba fijamente; por el rabillo del ojo vi a Blanchard, descansando en su taburete y mirándonos.

—¿Dónde está tu cuaderno de dibujo? —pregunté.

Kay agitó la mano en dirección a Blanchard; él le lanzó un beso con los dos puños enguantados. Sonó la campana y él y su compañero de entrenamiento saltaron de nuevo al ring amagando golpes.

—Lo dejé —respondió Kay—. No era muy buena, así que cambié de especialidad.

—¿A cuál?

—Medicina, luego psicología, luego literatura inglesa, luego historia.

—Me gusta una mujer que sabe lo que quiere.

Kay sonrió.

—A mí también, pero no conozco a ninguna. ¿Qué es lo que quieres tú?

Mis ojos recorrieron el gimnasio. Treinta o cuarenta espectadores estaban sentados en sillas plegables alrededor del ring central, la mayoría policías fuera de servicio y periodistas, muchos de ellos fumando. Una bruma evanescente se cernía sobre el cuadrilátero y las luces del techo la hacían brillar con un resplandor sulfuroso. Todas las miradas estaban clavadas en Blanchard y su contrincante, y todos los gritos y bromas iban dirigidos a él… pero sin mí y sin mi voluntad de saldar viejos asuntos aquello no significaba nada.

—Formo parte de esto. Esto es lo que quiero.

Kay meneó la cabeza.

—Dejaste de boxear hace cinco años. Ya no forma parte de tu vida.

La agresividad de aquella mujer me estaba poniendo nervioso, y le espeté:

—Y tu novio nunca llegó a nada, como yo; y tú eras la chica de un gángster antes de que él te recogiera. Tú…

Kay Lake me interrumpió con una carcajada.

—¿Has estado leyendo mis recortes de prensa?

—No. ¿Has estado leyendo tú los míos?

—Sí.

Yo no tenía réplica para eso.

—¿Por qué dejó Lee de pelear? —pregunté—. ¿Por qué ingresó en el departamento?

—Atrapar criminales le hace sentir que todo está en su sitio. ¿Tienes novia?

—Me reservo para Rita Hayworth. ¿Coqueteas con muchos polis o soy un caso especial?

Varios gritos se alzaron entre el público. Miré hacia el ring y vi cómo el compañero de entrenamiento de Lee Blanchard caía sobre la lona. Johnny Vogel trepó al cuadrilátero y le quitó el protector de la boca; el tipo escupió un largo chorro de sangre. Cuando me volví hacia Kay, estaba pálida y se apretaba la chaqueta Ike alrededor del cuerpo.

—Mañana por la noche será peor —dije—. Deberías quedarte en casa.

Kay se estremeció.

—No. Es un gran momento para Lee.

—¿Te ha pedido que vengas?

—No. Él nunca haría algo así.

—Un tipo sensible, ¿eh?

Kay se hurgó en los bolsillos en busca de cigarrillos y cerillas, y encendió uno.

—Sí. Como tú, pero sin estar amargado.

Me sentí enrojecer.

—¿Siempre estáis ahí cuando el otro os necesita? ¿A las duras y a las maduras y todo eso?

—Lo intentamos.

—Entonces ¿por qué no os habéis casado? Vivir con alguien sin estar casado va contra el reglamento, y si los jefazos decidieran ponerse bordes podrían crucificar a Lee por ello.

Kay lanzó unos cuantos anillos de humo hacia el suelo y luego alzó los ojos hacia mí.

—No podemos.

—¿Por qué no? Lleváis años juntos. Dejó de disputar combates a puerta cerrada por ti. Te deja que coquetees con otros hombres. A mí me parece un partido estupendo.

Se oyeron más gritos. Miré de soslayo y vi a Blanchard sacudiendo a un nuevo contrincante. Empecé a parar los golpes, removiendo el aire estancado del gimnasio. Al cabo de unos segundos me di cuenta de lo que estaba haciendo y me detuve. Kay lanzó su cigarrillo hacia el ring.

—Ahora tengo que irme —dijo—. Buena suerte, Dwight.

Solo mi viejo me llamaba así.

—No has respondido a mi pregunta.

—Lee y yo no nos acostamos juntos —repuso Kay, y se marchó antes de que pudiera hacer nada salvo ver cómo se alejaba.

Rondé por el gimnasio alrededor de una hora. Cuando ya oscurecía empezaron a llegar reporteros y fotógrafos y se dirigieron hacia el ring central, donde Blanchard proseguía con su aburrida serie de victorias por KO contra peleles con la mandíbula de cristal. La frase con que Kay Lake se había despedido aún resonaba en mi mente, junto con destellos de su risa y su sonrisa y de cómo se ponía triste en apenas un segundo. Al oír que un reportero gritaba «¡Eh! ¡Ahí está Bleichert!», salí del gimnasio y corrí hacia el aparcamiento y hacia mi Chevy, ahora hipotecado por partida doble. Cuando me marchaba, me di cuenta de que no tenía ningún sitio adonde ir y nada que deseara hacer salvo satisfacer mi curiosidad acerca de una mujer que había aparecido como un vendaval perturbador y que parecía llevar un gran dolor dentro.

Así que me dirigí al centro para leer sus recortes de prensa.

El empleado del archivo del Herald, impresionado por mi placa, me llevó hasta una mesa de lectura. Le dije que estaba interesado en el robo al banco Boulevard-Citizens y el juicio a los atracadores capturados, y que creía que la fecha del atraco había sido a principios del 39, y que el proceso judicial debió de celebrarse en otoño del mismo año. Me dejó allí sentado y regresó al cabo de unos diez minutos con dos grandes volúmenes de recortes encuadernados en cuero. Las páginas de periódico habían sido pegadas con cola a gruesas láminas de cartón negro, ordenadas cronológicamente. Fui pasando hojas desde el 1 al 12 de febrero hasta encontrar lo que buscaba.

El 11 de febrero de 1939 un grupo de cuatro hombres asaltó un coche blindado en una tranquila calle de Hollywood. Usaron una motocicleta caída en medio de la calzada para distraer su atención; cuando uno de los guardias bajó del vehículo para investigar el accidente, los ladrones lo redujeron. Le pusieron un cuchillo en la garganta y obligaron a los otros dos guardias que seguían dentro del coche a que les abrieran. Una vez dentro, los durmieron con cloroformo, los ataron y amordazaron, y reemplazaron las seis bolsas de dinero que llevaba el coche por otras seis con recortes de guías telefónicas y fichas.

Uno de los ladrones condujo el vehículo blindado hasta el centro de Hollywood; los otros tres se pusieron uniformes idénticos a los que llevaban los guardias. Los tres tipos uniformados entraron por la puerta del Boulevard-Citizens Savings & Loan situado en Yucca con Ivar, cargados con los sacos llenos de papeles y fichas, y el gerente les abrió la cámara acorazada. Uno de los ladrones le atizó con una porra; los otros dos cogieron sacos con dinero auténtico y se encaminaron hacia la puerta. Para entonces, el conductor ya había entrado en el banco y se había encargado de reunir a los empleados. Los llevó hasta la cámara, donde les golpeó con la porra y cerró la puerta. Los cuatro ladrones se encontraban de nuevo en la calle cuando un coche patrulla de la zona de Hollywood, alertado por una alarma conectada con la comisaría, llegó al lugar. Los agentes dieron el alto a los atracadores; estos abrieron fuego y los policías respondieron a sus disparos. Dos ladrones murieron y otros dos escaparon, con cuatro bolsas llenas de billetes de cincuenta y cien dólares sin marcar.

Al no encontrar mención alguna a Blanchard o Kay Lake, hojeé las páginas uno y dos de la semana siguiente con los informes sobre las investigaciones del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Los atracadores muertos fueron identificados como Chick Geyer y Max Ottens, dos tipos duros de San Francisco a los cuales no se les conocían socios en Los Ángeles. Los testigos oculares del banco no pudieron identificar por las fotos policiales a los dos que habían escapado, ni tampoco proporcionar descripciones adecuadas: llevaban las gorras caladas hasta las cejas y ambos lucían gafas de sol oscuras. No hubo testigos en el lugar donde robaron el coche blindado y los guardias narcotizados habían caído inconscientes antes de poder echar un buen vistazo a sus atacantes.

El atraco pasó de la segunda y tercera páginas a las columnas de sucesos. Bevo Means siguió dando cobertura al caso durante los tres días siguientes, alimentando la teoría de que la banda de Bugsy Siegel estaba persiguiendo a los atracadores fugados porque una de las paradas hechas por el coche blindado fue en la tienda para caballeros del Gran Bug. Siegel había jurado encontrar a los dos tipos, aunque el dinero con el que se habían largado fuera del banco, no suyo.

Las informaciones en las columnas de sucesos se fueron espaciando cada vez más, y continué pasando páginas hasta toparme con el titular del 28 de febrero: «Soplo recibido por policía ex boxeador resuelve sangriento atraco a un banco».

El artículo estaba lleno de elogios hacia el señor Fuego, aunque resultaba bastante parco en hechos. El agente Leland C. Blanchard, de veinticinco años, policía perteneciente a la División Central de Los Ángeles y antigua «atracción habitual» del Hollywood Legion Stadium, interrogó a sus «conocidos del mundillo del boxeo» e «informadores» y recibió el soplo de que Robert «Bobby» De Witt era el cerebro del trabajito del Boulevard-Citizens. Blanchard le pasó la información a los detectives de Hollywood y estos hicieron una redada en la casa de De Witt en Venice Beach. Encontraron un gran alijo de marihuana, uniformes de guardias y bolsas de dinero del Boulevard-Citizens Savings & Loan. De Witt protestó alegando a gritos su inocencia y fue arrestado y acusado de dos cargos de atraco a mano armada en grado uno, cinco cargos de asalto con agravantes, un cargo de robo de vehículo con agravante y otro de posesión de drogas ilegales. Fue encarcelado sin fianza… y seguía sin haber mención alguna a Kay Lake.

Cansado de tanta historia de policías y ladrones, seguí pasando páginas. De Witt, nacido en San Berdoo y con tres condenas anteriores por proxenetismo, seguía alegando a gritos que la banda de Siegel o la policía le habían tendido una trampa: la banda, porque a veces había metido las narices en el territorio de Siegel; la policía, porque necesitaba urgentemente un pardillo al que cargar con el mochuelo del Boulevard-Citizens. No tenía ninguna coartada para el día del atraco y dijo que no conocía a Chick Geyer, Max Ottens ni al cuarto hombre, que todavía andaba suelto. Fue a juicio y el jurado no le creyó. Le declararon culpable de todos los cargos y acabó en San Quintín, condenado a una pena de entre diez años y cadena perpetua.

Kay apareció por fin en un artículo de interés humano del 21 de junio titulado: «Chica de gángster se enamora… ¡de un policía! ¿Seguirá el camino recto? ¿Acabará en el altar?». Acompañando al texto, había fotos de ella y de Lee Blanchard, así como una foto policial de Bobby De Witt, un tipo con facciones muy marcadas y con un tupé engominado. El artículo empezaba con un relato del atraco al Boulevard-Citizens y el papel desempeñado por Blanchard en su resolución, para caer seguidamente en lo almibarado:

… y en la época en que se produjo el atraco, De Witt estaba ofreciendo cobijo en su casa a una impresionable joven. Katherine Lake, de diecinueve años y procedente del oeste, de Sioux Falls, Dakota del Sur, había llegado a Hollywood en 1936 no en busca del estrellato, sino de una educación universitaria. Y lo que consiguió fue graduarse en la universidad de los más duros criminales.

«Acabé con Bobby porque no tenía ningún otro sitio adonde ir —le contó “Kay” Lake a Aggie Underwood, reportero del Herald Express—. La Depresión no había terminado y apenas había trabajo. Solía salir a pasear por los alrededores de la horrible pensión en la que tenía un catre, y así fue como conocí a Bobby. Me proporcionó una habitación para mí sola en su casa y me dijo que me conseguiría un trabajo en el Valley J.C. si mantenía la casa limpia. No lo hizo, pero aun así tenía mucho más de lo que había esperado».

Kay pensó que Bobby De Witt era músico, pero en realidad era un traficante de drogas y un proxeneta. «Al principio se portó muy bien conmigo —dijo Kay—. Luego me hizo beber láudano y quedarme en casa todo el día para contestar al teléfono. Después de aquello, la cosa fue a peor».

Kay Lake se negó a explicar cómo fue la cosa «a peor», y no se sorprendió cuando la policía arrestó a De Witt por su implicación en el terrible atraco del 11 de febrero. Encontró alojamiento en un pensionado femenino de Culver City, y cuando la fiscalía la llamó para testificar en el juicio contra De Witt lo hizo, a pesar de que sentía pánico hacia su antiguo «benefactor».

«Era mi deber —dijo—. Y, claro, en el juicio conocí a Lee».

Lee Blanchard y Kay Lake se enamoraron. «Tan pronto como la vi supe que era la chica ideal para mí —explicó el agente Blanchard al reportero de sucesos Bevo Means—. Tiene ese tipo de belleza delicada e infantil que me vuelve loco. Ha llevado una vida muy dura, pero yo me encargaré de enderezar su rumbo».

Para Lee Blanchard, la tragedia no es algo desconocido. Cuando tenía catorce años, su hermana de nueve años desapareció y nunca se la ha vuelto a encontrar. «Creo que por eso dejé el boxeo y me convertí en policía —dijo—. Atrapar criminales hace que sienta que las cosas están donde deben estar».

Y así, de la tragedia, ha surgido una historia de amor. Pero ¿cómo terminará? Según Kay Lake: «Ahora lo importante es mi educación y Lee. Los días felices han vuelto».

Y con el gran Lee Blanchard ocupándose de Kay, da la impresión de que esos días felices van a durar.

Cerré el álbum de recortes. Nada de todo aquello me sorprendía en exceso, salvo lo de la hermana pequeña. Pero todo el asunto me hacía pensar en que las cosas habían ido muy mal: Blanchard, desaprovechando la oportunidad que le brindaba su caso más glorioso al renunciar a seguir celebrando combates a puerta cerrada; una niña a la que estaba claro que habían asesinado y tirado en cualquier parte como una bolsa de basura; Kay Lake, conviviendo a ambos lados de la ley. Volví a abrir el volumen y contemplé fijamente a la Kay de siete años antes. Incluso a los diecinueve, parecía demasiado avispada para pronunciar las palabras que Bevo Means había puesto en sus labios. El hecho de que fuera presentada como una chica ingenua me irritó.

Devolví los álbumes de recortes al empleado y salí del edificio Hearst preguntándome qué había ido a buscar allí, consciente de que era algo más que una simple prueba de que el cambio de Kay había sido auténtico y legal. Mientras conducía sin rumbo para matar el tiempo, a fin de agotarme y ser capaz de dormir hasta la tarde, de repente lo comprendí todo: con alguien que cuidara de mi viejo y sin ninguna perspectiva de acceder a la Criminal, Kay Lake y Lee Blanchard eran lo único que había de interesante en mi futuro, y necesitaba llegar a conocerles más allá de las frases ingeniosas de doble sentido, las insinuaciones y el combate.

Me detuve en una brasería en Los Feliz y me zampé un enorme filete con espinacas y judías; después me dirigí hacia Hollywood Boulevard y el Strip. Ninguna de las películas anunciadas en las marquesinas me resultaba atrayente y los clubes del Sunset parecían demasiado lujosos para una celebridad de tan poca monta como yo. En Doheny terminaba la larga hilera de neones y proseguí hacia las colinas. Mulholland estaba llena de motoristas apostados en controles de velocidad, y tuve que resistir el impulso de pisar el acelerador para llegar hasta la playa.

Al final me cansé de conducir como un buen ciudadano respetuoso con la ley y me dirigí hacia el muelle. Los reflectores de Westwood Village surcaban el cielo justo por encima de mi cabeza; los observé girar e iluminar las formaciones de nubes bajas. Seguir las luces resultaba hipnótico y dejé que obnubilaran mi mente. Los coches que pasaban a toda velocidad por Mulholland apenas perturbaban mi sopor, y cuando por fin las luces se apagaron miré mi reloj y vi que era algo más de medianoche.

Me desperecé mientras contemplaba las escasas luces que aún seguían encendidas en las casas, y pensé en Kay Lake. Leyendo entre líneas el artículo del periódico, la veía sirviendo a Bobby De Witt y a sus amigos, quizá prostituyéndose para él, el ama de casa de un gángster enganchada al láudano. Todo eso me resultaba verosímil aunque desagradable, como si estuviera traicionando las chispas de pasión que saltaban entre nosotros. La frase de despedida de Kay también empezaba a resultarme verosímil, y me pregunté cómo podía Blanchard vivir con ella sin llegar a poseerla por completo.

Las luces de las casas se fueron apagando una a una, y me quedé solo. Un viento frío soplaba desde las colinas; me estremecí, y en ese momento supe la respuesta.

Sales de una pelea que acabas de ganar. Empapado en sudor, con el sabor de la sangre en la boca, excitado a más no poder, deseando todavía atacar. Los apostadores que han hecho dinero gracias a ti te traen a una chica. Una profesional, una semiprofesional, una aficionada que está probando el sabor de su propia sangre. Lo hacéis en el vestidor, o en el asiento trasero de un coche demasiado pequeño para tus piernas, y a veces rompes la ventanilla de una patada. Después de hacerlo, sales caminando y la gente se agolpa a tu alrededor para tocarte y vuelves a sentir toda la excitación. Se convierte en otra parte del juego, el undécimo asalto de un combate a diez. Y cuando vuelves a la vida corriente, es como si te debilitaras, una sensación de pérdida. Mientras Blanchard había estado apartado de aquel juego, y debía ser consciente de ello, había querido mantener su amor por Kay alejado de todo aquello.

Subí al coche y me dirigí hacia casa, preguntándome si alguna vez le contaría a Kay que no había ninguna mujer en mi vida porque para mí el sexo sabía a sangre, resina y linimento para suturas.

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