La Dalia Negra

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I. Fuego y Hielo » Capítulo 4

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Cuando sonó el timbre de aviso, salimos de nuestros vestidores al mismo tiempo. Al empujar la puerta, yo era un puro nervio de adrenalina viva. Había masticado un gran filete dos horas antes, tragándome el jugo y escupiendo la carne, y podía oler la sangre animal en mi propio sudor. Bailando sobre la punta de mis pies, avancé hacia mi esquina a través de la más increíble multitud de asistentes a un combate que había visto en mi vida.

El gimnasio aparecía lleno hasta los topes y los espectadores se apiñaban en las gradas y en angostas sillas de madera. Todos los presentes parecían estar gritando y la gente sentada junto a los pasillos me tiraba del albornoz y me apremiaba a matar a mi contrincante. Habían quitado los rings laterales, y el central estaba bañado en un cuadrado perfecto de cálida luz amarillenta. Me agarré a la cuerda inferior y me subí al cuadrilátero.

El árbitro, un veterano del turno de noche de la Central, estaba hablando con Jimmy Lennon, quien se había tomado una noche de permiso de su trabajo habitual como presentador en el Olympic; en un lateral del ring vi a Stan Kenton, junto con Misty June Christy, Mickey Cohen, el alcalde Bowron, Ray Milland y un montón de jefazos del cuerpo vestidos de civil. Kenton agitó la mano en mi dirección y yo le grité: «¡Arte en el ritmo!». Se rio y yo le mostré mis dientes de caballo a la multitud, que rugió su aprobación. Los rugidos fueron in crescendo; me giré y vi que Blanchard había subido al cuadrilátero.

El señor Fuego me hizo una reverencia; se la devolví con toda una salva de golpes cortos al aire. Duane Fisk me llevó hasta mi taburete; me quité el albornoz y me senté de espaldas al poste con los brazos rodeando la cuerda superior. Blanchard adoptó una posición similar; nuestros ojos se encontraron. Jimmy Lennon le hizo una seña al árbitro para que se colocara en una esquina y el micrófono del ring bajó sujeto a un poste suspendido de las luces del techo. Lennon lo cogió y gritó por encima del rugido:

—¡Damas y caballeros, policías y partidarios del mejor boxeo de Los Ángeles, ha llegado el momento del tango del Fuego y el Hielo!

La multitud se volvió loca y comenzó a aullar y patear el suelo. Lennon esperó hasta que se hubieron calmado y el estruendo se convirtió en un zumbido. Luego, con voz más melosa, continuó:

—Esta noche tenemos un combate a diez asaltos en la categoría de los pesos pesados. En el rincón blanco, con calzón blanco, un policía de Los Ángeles con un historial profesional de cuarenta y tres victorias, cuatro derrotas y dos nulos. Con un peso de noventa y dos kilos y trescientos gramos, damas y caballeros… ¡el gran Lee Blanchard!

Blanchard se quitó el albornoz, se besó los guantes y saludó hacia los cuatro laterales. Lennon dejó que los espectadores se desmadraran durante unos segundos antes de volver a alzar su voz amplificada:

—Y en el rincón negro, con ochenta y seis kilos y medio de peso, un policía de Los Ángeles invicto en treinta y seis combates como profesional… ¡el escurridizo Bucky Bleichert!

Me empapé de hasta el último hurra que me dedicaron mientras memorizaba los rostros que se hallaban junto al cuadrilátero, fingiendo que no iba a dejarme caer. El ruido del gimnasio se fue apagando y me dirigí hacia el centro del ring. Blanchard también se acercó; el árbitro farfulló unas palabras que no oí; el señor Fuego y yo entrechocamos nuestros guantes. Sentí que me moría de miedo y retrocedí hasta mi rincón; Fisk me puso el protector en la boca. Entonces sonó la campana, y todo terminó y al mismo tiempo empezaba.

Blanchard cargó hacia mí. Le recibí en el centro del cuadrilátero y comencé a lanzar directos dobles mientras él se mantenía encorvado ante mí meneando la cabeza. Mis golpes fallaron y me moví hacia la izquierda, sin hacer ningún intento de contraatacar, esperando engañarle para poder atacar con mi derecha.

Su primer golpe fue un rápido gancho de izquierda al cuerpo. Lo vi venir y avancé para esquivarlo, mientras le lanzaba un corto de izquierda cruzado a la cabeza. El gancho de Blanchard me rozó la espalda; fue uno de los golpes fallidos más potentes que había recibido en toda mi vida. Tenía la derecha algo baja y logré meterle un buen uppercut. Impactó de lleno, y mientras Blanchard subía la guardia le largué un uno-dos en las costillas. Retrocedí con rapidez antes de que pudiera agarrarse a mí o buscarme el cuerpo, y recibí un izquierdazo en el cuello. Me dio una buena sacudida; entonces me puse de puntillas y comencé a bailar a su alrededor.

Blanchard intentaba cazarme. Yo me mantenía fuera de su alcance, lanzando directos cortos contra su oscilante cabeza, conectando más de la mitad de las veces y recordándome que debía golpear bajo para no abrirle sus maltrechas cejas. Blanchard se irguió un poco y empezó a soltarme ganchos al cuerpo; retrocedí y los frené con combinaciones de golpes a sus puños. Después de más o menos un minuto, logré sincronizar sus fintas y mis golpes, y cuando movió la cabeza de nuevo me lancé sobre él con ganchos cortos de derecha a las costillas.

Bailé, di vueltas y fui soltando ráfagas rápidas. Blanchard me buscaba, intentaba hallar un resquicio que le permitiera lanzar su gran golpe de derecha. El asalto se acababa y me di cuenta de que el resplandor de las luces del techo y el humo de la multitud habían distorsionado mi sentido de las distancias en el ring: no veía las cuerdas. Por puro reflejo, miré por encima de mi hombro. Y, al hacerlo, recibí el gran golpe en un lado de la cabeza.

Me tambaleé hacia el poste del rincón blanco; Blanchard se abalanzó sobre mí. La cabeza me latía con fuerza y los oídos me zumbaban como si unos cazas Zero japoneses bombardearan dentro de ellos. Levanté las manos para protegerme el rostro; Blanchard lanzó demoledores ganchos de izquierda y derecha sobre mis brazos para hacer que los bajara. Mi cabeza empezó a despejarse y de un salto me agarré al señor Fuego en un abrazo de oso que lo inmovilizó, mientras iba recuperando las fuerzas a cada segundo y lo empujaba tambaleándonos a través del ring. Entonces intervino el árbitro gritando: «¡Suéltense!». Yo seguí agarrado, y al final tuvo que separarnos.

Retrocedí de nuevo, ya sin el mareo ni el zumbido en las orejas. Blanchard vino hacia mí, plantó los pies en el suelo y dejó toda la guardia abierta. Hice una finta con la izquierda y el gran Lee se colocó justo delante de un derechazo alto perfecto. Cayó de culo sobre la lona.

No sé quién de los dos quedó más aturdido. Blanchard permanecía sentado con la mandíbula desencajada, escuchando contar al árbitro; yo me aparté a uno de los rincones neutrales. Al llegar a siete, Blanchard ya estaba de pie y esta vez fui yo quien cargó sobre él. El señor Fuego parecía clavado al suelo, con los pies bien separados, dispuesto a matar o morir. Estábamos ya casi a la distancia de golpeo cuando el árbitro se interpuso entre nosotros y gritó: «¡La campana! ¡La campana!».

Fui hacia mi rincón. Duane Fisk me quitó el protector y me limpió con una toalla mojada; miré hacia el público, puesto en pie y aplaudiendo. Cada uno de aquellos rostros me decía lo que ahora yo ya sabía: que podía darle una paliza a Blanchard, pura y simplemente. Y durante una fracción de segundo pensé que todas aquellas voces me gritaban que no me dejara vencer.

Fisk me giró la cara, me metió el protector en la boca y me siseó al oído:

—¡No te acerques a él! ¡Mantente fuera de su alcance! ¡Trabaja con el directo!

Sonó la campana. Fisk bajó del ring; Blanchard vino directo hacia mí. Ahora se mantenía erguido, y me lanzó una serie de golpes que se quedaron cortos por milímetros, avanzando un solo paso cada vez, midiéndome para soltar un gran cruzado de derecha. Yo seguí moviéndome sobre la punta de los pies mientras lanzaba dobles directos desde demasiado lejos como para hacerle daño, intentando establecer un ritmo de pegada monótono que le hiciera confiarse y descuidar la guardia.

La mayor parte de mis golpes dieron en el blanco; Blanchard seguía con su acoso, intentando acercarse. Le solté un derechazo a las costillas; él se movió con rapidez y lanzó su derecha contra las mías. Muy pegados uno al otro, nos dedicamos a lanzar golpes al cuerpo con los dos puños; no había espacio para coger impulso, así que los golpes eran solo movimientos de brazos, y Blanchard mantenía el mentón pegado al pecho, obviamente protegiéndose de mis uppercuts.

Seguíamos estando muy pegados, lanzando golpes a los brazos y los hombros. Durante todo ese intercambio sentí la fuerza superior de Blanchard, pero no intenté zafarme de él; quería hacerle algo de daño antes de empezar otra vez a bailar alrededor de él. Me preparaba para una seria guerra de trincheras cuando el señor Fuego se mostró tan frío y astuto como el señor Hielo en sus mejores momentos.

En mitad de un intercambio de golpes al cuerpo, Blanchard dio un paso hacia atrás y me soltó un fuerte izquierdazo en la parte baja del vientre. El golpe me dolió y retrocedí, preparándome para seguir con mi baile. Sentí las cuerdas a mi espalda y subí la guardia, pero antes de que pudiera moverme hacia un lado para apartarme de él, una izquierda y una derecha me dieron en los riñones. Bajé la guardia y un gancho de izquierda de Blanchard impactó en mi mentón.

Reboté contra las cuerdas y caí de rodillas sobre la lona. Oleadas de conmoción se desplazaban dolorosamente desde mi mandíbula a mi cerebro; distinguí una imagen borrosa del árbitro conteniendo a Blanchard y señalándole uno de los rincones neutrales. Me apoyé sobre una rodilla y me agarré a la cuerda inferior, pero entonces perdí el equilibrio y caí sobre el estómago. Blanchard había llegado al poste del rincón neutral, y al estar tumbado conseguí que mi vista se estabilizara. Hice varias inspiraciones profundas; el nuevo aliento hizo que se aliviara el efecto de que me habían abierto el cráneo. El árbitro se acercó a mí y empezó a contar; cuando iba por el seis, probé qué tal estaban mis piernas. Las rodillas se me doblaban un poco, pero era capaz de mantenerme en pie. Blanchard lanzaba besos con los guantes a sus partidarios, y yo empecé a hiperventilar con tal fuerza que casi me sale disparado el protector bucal. Al llegar a ocho, el árbitro frotó mis guantes contra su camisa y le dio a Blanchard la señal de continuar la pelea.

La ira me hacía sentirme fuera de control, igual que un niño humillado. Blanchard vino hacia mí agitando sus miembros, con los guantes abiertos, como si yo no mereciera siquiera que cerrara los puños. Lo recibí de frente, lanzando un golpe que fingí vacilante cuando entró en mi radio de acción. Blanchard esquivó el puñetazo con facilidad… tal y como se suponía que debía hacer. Se preparó para asestarme un tremendo cruzado de derecha que acabara conmigo y, en el momento en que se echaba hacia atrás, le lancé un derechazo en la nariz con todas mis fuerzas. Su cabeza salió despedida hacia un lado; seguí con un gancho de izquierda al cuerpo. La guardia del señor Fuego cayó bruscamente; me lancé sobre él con un uppercut corto. La campana sonó justo cuando se tambaleaba contra las cuerdas.

La multitud coreaba «¡Buck-kee! ¡Buck-kee! ¡Buck-kee!» cuando me dirigí hacia mi rincón con paso algo inseguro. Escupí mi protector y jadeé en busca de aire; miré hacia el público y supe que ya no importaban las apuestas: machacaría a Blanchard hasta convertirle en comida para perros y luego exprimiría a la Criminal en busca de cada chanchullo y dólar fácil que pudiera sacar; con ese dinero pondría a mi viejo en un asilo y conseguiría todo el lote.

—¡Hazle boxear! ¡Hazle boxear! —gritaba Duane Fisk.

Los jefazos que hacían de jueces junto al ring me sonrieron; yo les devolví el saludo de Bucky Bleichert mostrando todos mis dientes de caballo. Fisk me metió una botella de agua en la boca, tragué y escupí en el cubo. Me puso una ampollita de amoníaco bajo la nariz, volvió a colocarme el protector… y entonces sonó la campana.

Ahora se trataba de actuar con mucha cautela: mi especialidad.

Durante los cuatro asaltos siguientes bailé, hice fintas y solté directos desde una media distancia segura, usando la ventaja que mis largos brazos me daban y sin permitir que Blanchard me inmovilizara o me pusiera contra las cuerdas. Me concentré en un blanco, sus maltrechas cejas, y lancé una y otra vez mi puño izquierdo hacia ellas. Si el golpe impactaba con nitidez y Blanchard alzaba los brazos por reflejo, yo avanzaba y le soltaba un gancho de derecha justo al centro del estómago. La mitad de las veces, Blanchard podía responder golpeándome el cuerpo, y cada puñetazo que me asestaba restaba flexibilidad a mis piernas y me hacía soltar un ligero «umf». Hacia el final del sexto asalto, las cejas de Blanchard eran un surco abierto y ensangrentado y los costados me dolían desde la cinturilla del calzón hasta la zona de las costillas. Los dos nos estábamos quedando sin resuello.

El séptimo asalto fue un combate de trincheras librado por dos guerreros exhaustos. Intenté quedarme a media distancia y trabajar los directos largos; Blanchard mantenía los guantes altos para limpiarse la sangre de los ojos y protegerse las heridas a fin de impedir que se abrieran todavía más. Cada vez que yo me adelantaba para lanzar un uno-dos hacia sus guantes y su estómago, él me clavaba un buen puñetazo en el plexo solar.

La pelea se había convertido en una guerra librada segundo a segundo. Mientras esperaba el octavo asalto, me di cuenta de que tenía el calzón salpicado de pequeñas gotas de sangre; los gritos de «¡Buck-kee! ¡Buck-kee!» me hacían daño en los oídos. Al otro lado del cuadrilátero, el entrenador de Blanchard le estaba frotando las cejas con un lápiz cauterizador y aplicaba minúsculas tiritas a los pedazos de piel que colgaban de las heridas. Derrumbado en mi taburete, dejé que Duane Fisk me diera agua y me masajeara los hombros, mientras yo mantenía los ojos clavados en el señor Fuego durante los sesenta segundos que duraba el descanso, intentando hacer que me recordara a mi viejo para que el odio me diera la fuerza necesaria para aguantar los nueve minutos siguientes.

La campana sonó. Avancé hacia el centro del ring con piernas temblorosas. Blanchard, de nuevo encorvando el cuerpo, vino hacia mí. También le temblaban las piernas, y pude ver que sus heridas estaban cerradas.

Le lancé un débil directo. Blanchard lo encajó sin detenerse y prosiguió su avance hacia mí, apartando mi guante de su camino mientras mis débiles piernas se negaban a desplazarse hacia atrás. Sentí cómo los cordones del guante le abrían de nuevo las cejas y noté que el estómago se me hundía al tiempo que veía el rostro de Blanchard cubierto de sangre. Se me doblaron las rodillas, escupí el protector y me tambaleé hacia atrás hasta chocar contra las cuerdas. Vi una bomba con forma de mano derecha trazando un arco en mi dirección. Daba la impresión de que había sido lanzada desde kilómetros de distancia, y supe que tendría tiempo suficiente para responder. Puse todo mi odio en mi propia derecha y la lancé directa hacia el blanco ensangrentado que tenía delante. Sentí el inconfundible crujir del cartílago de la nariz y luego todo se volvió negro y de un ardiente amarillo. Alcé los ojos hacia la luz cegadora y noté que me levantaban; Duane Fisk y Jimmy Lennon se materializaron junto a mí, sosteniéndome por los brazos. Escupí sangre y las palabras «He ganado».

—Esta noche no, chico —dijo Lennon—. Has perdido: KO en el octavo asalto.

Cuando comprendí lo que me había dicho, me eché a reír y me solté los brazos de un tirón. Lo último que pensé antes de perder el conocimiento fue que me había librado por fin de mi viejo… y de una forma limpia.

Estuve diez días fuera de servicio, debido a la insistencia del doctor que me examinó después del combate. Tenía las costillas magulladas, mi mandíbula se había hinchado hasta el doble de su tamaño normal y el derechazo causante de tal hinchazón me había aflojado seis dientes. El matasanos me contó más tarde que Blanchard tenía la nariz rota y que sus cortes habían requerido veintiséis puntos de sutura. Teniendo en cuenta el daño que nos habíamos infligido, el combate había sido nulo.

Pete Lukins recogió mis ganancias y juntos nos dedicamos a recorrer asilos hasta encontrar uno que parecía apto para que en él vivieran seres humanos: el King David Villa, a una manzana de Miracle Mile. Por dos de los grandes al año y cincuenta al mes deducidos de su cheque de la Seguridad Social, el viejo tendría su propia habitación, tres áreas comunes y un montón de «actividades en grupo». La mayoría de los viejos del asilo eran judíos y me gustó la idea de que ese loco kraut fuera a pasar el resto de su vida en un campamento enemigo. Pete y yo le instalamos allí, y cuando nos marchábamos ya estaba incordiando a la jefa de enfermeras y comiéndose con los ojos a una chica de color que hacía las camas.

Después de aquello, no me moví de mi apartamento; me dediqué a leer y a escuchar jazz en la radio, atiborrándome de sopa y helado, lo único que podía comer. Me sentía contento porque sabía que había hecho todo cuanto pude… y que con eso había conseguido llevarme la mitad del pastel.

El teléfono sonaba constantemente; sabía que serían reporteros o policías que querían darme sus condolencias, así que nunca contestaba. No escuché los noticiarios deportivos y no leí los periódicos. Quería cortar de raíz lo de ser una celebridad local, y encerrarme en mi agujero era el único modo de conseguirlo.

Mis heridas curaban bien, y al cabo de una semana ya estaba impaciente por volver al trabajo. Me pasaba las tardes en los escalones de la parte trasera de la casa, mirando cómo el gato de mi casera acechaba a los pájaros. Chico clavaba sus ojos en un arrendajo posado en una rama cuando oí una voz algo aflautada:

—¿Aún no te has aburrido?

Miré hacia abajo. Lee Blanchard se encontraba al pie de la escalera. Tenía las cejas cubiertas de puntos y la nariz aplastada y amoratada. Me eché a reír y dije:

—Empiezo a estarlo.

Blanchard se metió los pulgares dentro del cinturón.

—¿Quieres trabajar en la Criminal conmigo?

—¿Cómo?

—Ya me has oído. El capitán Harwell te ha llamado para decírtelo, pero, joder, estabas hibernando.

Sentí un cosquilleo por todo el cuerpo.

—Pero perdí el combate. Ellis Loew dijo…

—A la mierda lo que dijo Ellis Loew. ¿No lees los periódicos? Ayer se aprobó la propuesta, probablemente por haberles dado a los votantes tan buen espectáculo. Horrall le dijo a Loew que Johnny Vogel quedaba descartado, que tú eras su hombre. ¿Quieres el trabajo?

Bajé los peldaños y le tendí la mano. Blanchard la estrechó y me guiñó el ojo.

Así nos convertimos en compañeros.

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