La Dalia Negra

La Dalia Negra


I. Fuego y Hielo » Capítulo 5

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La División Central Criminal estaba en la sexta planta del Ayuntamiento, entre el Departamento de Homicidios de la Policía de Los Ángeles y la División Criminal de la oficina del fiscal del distrito: un espacio delimitado con paneles, con dos escritorios enfrentados, dos archivadores metálicos de los que se desbordaban los expedientes y un mapa del condado de Los Ángeles que tapaba la ventana. Había una puerta de cristal esmerilado con el rótulo AYUDANTE DEL FISCAL DEL DISTRITO ELLIS LOEW, que separaba nuestro cubículo del despacho del jefe de la Criminal y el fiscal del distrito, Buron Fitts —su jefe—, pero nada que lo separase de la sala de los tipos de Homicidios, una enorme habitación con hileras de mesas y paredes cubiertas con tableros de corcho de los que colgaban informes criminales, carteles de SE BUSCA y todo un revoltijo de papeles y demás. Sobre el más maltrecho de los dos escritorios de la Criminal había un rótulo que ponía SARGENTO L.C. BLANCHARD. El de enfrente tenía que ser el mío, y me dejé caer en la silla mientras me imaginaba AGENTE D.W. BLEICHERT grabado en madera junto al teléfono.

Estaba solo, era la única persona que había en la sexta planta. Acababan de dar las siete y había llegado temprano a mi primer día en el nuevo puesto para saborear mi debut con ropa de paisano. El capitán Harwell había llamado para decir que debía presentarme el lunes 17 de noviembre a las ocho de la mañana, y que ese día empezaría asistiendo a la lectura del informe de los delitos cometidos durante la semana anterior, algo que era obligatorio para todo el personal del Departamento de Policía de Los Ángeles y la División Criminal del fiscal del distrito. Después, Lee Blanchard y Ellis Loew se encargarían de informarme sobre el trabajo en sí, y luego ya vendría la persecución de criminales fugitivos.

La sexta planta albergaba las divisiones de élite del departamento: Homicidios, Antivicio, Robo y Fraude, junto con la Central Criminal y la Brigada Central de Detectives. Era el territorio de los polis especializados, gente con aspiraciones y poder político, y ahora era mi hogar. Llevaba mi mejor chaqueta de sport y unos pantalones a juego, con mi revólver reglamentario enfundado en una nueva pistolera de hombro. Todos los hombres del cuerpo estaban en deuda conmigo por el aumento del ocho por ciento de paga que acompañaba a la aprobación de la Propuesta 5. Mi carrera en el departamento estaba comenzando. Y me sentía dispuesto a cualquier cosa.

Excepto a volver a boxear. Hacia las ocho menos veinte el lugar empezó a llenarse de agentes que hablaban entre gruñidos de resacas, de las mañanas de los lunes en general y de Bucky Bleichert, el maestro de baile convertido en gran pegador, el chico nuevo del barrio. Permanecí oculto en mi cubículo hasta que les oí desfilar por el pasillo. Cuando el lugar se quedó en silencio, me dirigí hacia una puerta que ponía DETECTIVES-SALA DE REUNIONES. Al abrirla, recibí una gran ovación.

Era un aplauso estilo militar, unos cuarenta policías de paisano de pie junto a sus sillas, aplaudiendo al unísono. Al mirar hacia la parte delantera de la sala, vi una pizarra en la que habían escrito con tiza «¡¡¡8%!!!». Lee Blanchard estaba junto a ella, al lado de un hombre pálido y gordo con pinta de ser un jefazo. Miré al señor Fuego. Él sonrió, y el hombre gordo se dirigió hacia un atril y lo golpeó con los nudillos. Los aplausos se apagaron y los agentes tomaron asiento. Encontré una silla al fondo de la sala y me senté; el hombre gordo golpeó el atril por última vez.

—Agente Bleichert —dijo—, estos son los hombres de la Central Criminal, Homicidios, Antivicio, Fraude, etcétera. Ya conoce al sargento Blanchard y al señor Loew, y yo soy el capitán Jack Tierney. Usted y Lee son los hombres del momento, y espero que haya disfrutado de su ovación, ya que no volverá a oír otra hasta que se jubile.

Todos rieron. Tierney golpeó el atril y habló de nuevo a través del micrófono adosado.

—Basta de gilipolleces. Este es el informe de los delitos correspondientes a la semana que finalizó el 14 de noviembre de 1946. Presten atención, que viene bueno.

»En primer lugar, tres asaltos a licorerías, las noches del 10, 12 y 13, todos cometidos en un radio de diez manzanas en Jefferson, comisaría de University. Dos adolescentes caucásicos con escopetas recortadas y bastante nerviosos, obviamente drogados. La gente de University no tiene pistas y el jefe de la brigada quiere que un equipo de Robos se ocupe del asunto a jornada completa. Teniente Ruley, venga a verme a las nueve para hablar del tema, y todos vosotros poned al corriente a vuestros soplones: los atracadores drogados son un problema serio.

»Siguiendo hacia el este, tenemos a unas cuantas putas que trabajan por libre en los bares y restaurantes de Chinatown. Prestan sus servicios en los coches aparcados, bajando las tarifas y quitándoles el negocio a las chicas que Mickey Cohen controla allí. De momento la cosa no es grave, pero a Mickey C. no le gusta, y a los chinos tampoco, porque las chicas de Mickey utilizan los cuartos de los hoteluchos de Alameda, todos ellos propiedad de los amarillos. Más pronto o más tarde tendremos jaleo, así que quiero apaciguar a los dueños de los restaurantes y arrestos de cuarenta y ocho horas para cada puta de Chinatown que podamos pillar. El capitán Harwell mandará una docena de policías del turno nocturno para hacer una redada más adelante esta semana, y quiero que los de Antivicio repasen todos sus archivos de prostitución y que se repartan fotos e historiales de todas las independientes conocidas por trabajar en el centro. Quiero que dos hombres de la Central se ocupen de ello, con supervisión de Antivicio. Teniente Pringle, venga a verme a las nueve quince.

Tierney hizo una pausa y se estiró. Miré alrededor de la sala y vi que la mayoría de los hombres estaban tomando notas en cuadernos. Me estaba maldiciendo por no haber llevado uno cuando el capitán golpeó el atril con las palmas abiertas.

—Y aquí hay algo que le va a encantar al viejo capitán Jack. Hablo de los robos cometidos en las casas de Bunker Hill en los que han estado trabajando los sargentos Vogel y Koenig. Fritzie, Bill, ¿habéis leído el informe de la Científica sobre el asunto?

Dos hombres sentados uno al lado del otro unas filas por delante de mí respondieron «No, capitán» y «No, señor». Pude echarle un buen vistazo al perfil del mayor de los dos: era la viva imagen del gordo Johnny Vogel, solo que más gordo.

—Sugiero que lo lean de inmediato en cuanto acabe la reunión —prosiguió Tierney—. Para quienes no estén al tanto de la investigación: los chicos de la Científica encontraron unas cuantas huellas aprovechables en el último robo, justo al lado del armario de la plata. Pertenecían a un varón blanco llamado Coleman Walter Maynard, de treinta y un años y con dos acusaciones por sodomía. Un perfecto degenerado violador de criaturas.

»Los de libertad condicional del condado no saben nada. Vivía en una pensión entre la Catorce y Bonnie Brae, pero cuando empezaron los robos se largó a toda pastilla. Los de Highland Park tienen cuatro casos de sodomía por resolver, todos ellos de niños de unos ocho años. Quizá sea Maynard, quizá no, pero entre ellos y los de Robos podríamos regalarle un bonito billete solo de ida a San Quintín. Fritzie, Bill, ¿en qué más andáis trabajando?

Bill Koenig se encorvó sobre su cuaderno; Fritz Vogel se aclaró la garganta y respondió:

—Hemos estado trabajando en los hoteles del centro. Hemos pillado a un par de revientapuertas y también a varios carteristas.

Tierney golpeó el atril con un grueso nudillo.

—Fritzie, ¿eran Jerry Katzenbach y Mike Purdy los revientapuertas?

Vogel se removió en su asiento.

—Sí, señor.

—Fritzie, ¿se delataron el uno al otro?

—Eh… sí, señor.

Tierney puso los ojos en blanco y miró hacia el techo.

—Para los que no estéis familiarizados con Jerry y Mike, dejad que os ilustre. Son maricas y viven con la madre de Jerry en un acogedor nidito amoroso en Eagle Rock. Son amantes desde que Dios se chupaba el dedo, pero de vez en cuando se pelean y les entran ganas de cazar algunos polluelos enjaulados. Entonces uno delata al otro, y luego el otro le corresponde, y los dos se pasan una temporadita encerrados por cuenta del condado. Mientras están dentro, se mantienen alejados de las bandas, se benefician de unos cuantos chicos guapos y ven reducida su sentencia gracias a los chivatazos que dan. Es algo que lleva sucediendo desde que Mae West era virgen. Fritzie, ¿en qué más has estado trabajando?

Risas ahogadas resonaron por toda la sala. Bill Koenig empezó a levantarse, girando la cabeza a un lado y a otro para ver de dónde provenían las carcajadas. Fritz Vogel le hizo volver a sentarse tirándole de la manga.

—Señor —dijo—, también hemos estado trabajando para el señor Loew. Trayéndole testigos.

El pálido rostro de Tierney empezó a tornarse de un rojo intenso.

—Fritzie, el jefe de detectives de la Central soy yo, no el señor Loew. El sargento Blanchard y el agente Bleichert trabajan para el señor Loew, tú y el sargento Koenig, no. Así que dejad lo que estéis haciendo para el señor Loew, dejad en paz a los carteristas y haced el favor de coger a Coleman Walter Maynard antes de que viole a más niños, ¿de acuerdo? En el tablón de anuncios de la brigada hay un informe sobre sus relaciones conocidas y sugiero que todo el mundo se familiarice con él. Ahora Maynard es un fugitivo y puede que se esté escondiendo con alguno de sus conocidos.

Vi que Lee Blanchard abandonaba la sala por una puerta lateral. Tierney hojeó algunos papeles que tenía sobre el atril.

—Aquí hay algo que el jefe Green piensa que deberíais saber —continuó—. Durante las tres últimas semanas alguien ha estado arrojando gatos muertos descuartizados en los cementerios de Santa Mónica y Gower. La comisaría de Hollywood tiene media docena de informes sobre este asunto. Según el teniente Davis de la calle Setenta y siete, es la tarjeta de visita de una pandilla de jóvenes negros. La mayor parte de los gatos fueron dejados los martes por la noche, y la pista de patinaje de Hollywood está abierta los martes para los negros, así que puede que exista alguna relación. Preguntad por la zona, hablad con vuestros informadores y comunicad cuanto sea pertinente al sargento Hollander, en Hollywood. Ahora los homicidios. ¿Russ?

Un hombre alto de cabello gris vestido con un traje inmaculado de anchas solapas ocupó el atril; el capitán Jack se dejó caer en la silla vacía más cercana. El hombre se movía con un porte y una autoridad más propios de un juez o un prestigioso abogado que de un policía; me recordó al tieso y algo relamido predicador luterano que visitaba al viejo hasta que el Bund entró en la lista de organizaciones subversivas.

—El teniente Millard —murmuró el agente que estaba sentado junto a mí—. Es el número dos de Homicidios, pero en realidad es quien manda. Un tipo de lo más pulcro.

Asentí con la cabeza y escuché hablar al teniente con una voz suave como el terciopelo:

—… y el forense ha dictaminado que el asunto Russo-Nickerson es un caso de asesinato-suicidio. La oficina se está encargando del atropello con fuga ocurrido entre Pico y Figueroa el día 10 y hemos localizado el vehículo, un sedán La Salle del 39, abandonado. Está registrado a nombre de un varón mexicano, Luis Cruz, cuarenta y dos años, con domicilio en el 1349 de Alta Loma Vista, en el sur de Pasadena. Cruz ha vestido dos veces el traje a rayas en Folsom, en ambas ocasiones por robo en primer grado. Hace tiempo que no se le ve y su mujer afirma que el La Salle le fue robado en septiembre. Dice que se lo llevó el primo de Cruz, Armando Villareal, de treinta y nueve años, que también ha desaparecido. Harry Sears y yo empezamos a investigarlo y los testigos oculares dijeron que dentro del coche viajaban dos varones mexicanos. ¿Tienes alguna otra cosa, Harry?

Un hombre rechoncho y algo desaliñado se puso en pie y se giró para encararse a la sala. Tragó saliva unas cuantas veces y luego empezó a tartamudear:

—La mujer de C-C-C-Cruz está jo-jo-jodiendo con el pri-primo. No denunció que el co-coche hubiera sido ro-ro-robado, y los vecinos di-dicen que ella busca que le retiren la libertad condicional al pri-primo para que C-C-Cruz no se entere de lo suyo.

Harry Sears volvió a sentarse bruscamente. Millard le sonrió y dijo:

—Gracias, compañero. Caballeros, Cruz y Villareal han violado la libertad condicional y ahora son fugitivos prioritarios. Se han emitido órdenes de busca y captura para ellos y para quienes los escondan. Y aquí viene la guinda: los dos tipos son unos borrachos que suman entre ambos cien denuncias por embriaguez. Los conductores borrachos que atropellan y se dan a la fuga son una condenada amenaza, así que a por ellos. ¿Capitán?

Tierney se puso en pie y gritó: «¡Pueden retirarse!». Un enjambre de policías me rodeó, dándome la mano, palmaditas en la espalda y suaves puñetazos en el mentón. Aguanté el chaparrón hasta que la sala se despejó y Ellis Loew se acercó a mí jugueteando con la llavecita insignia de los Phi Beta Kappa que colgaba de su chaleco.

—No tendría que haber aflojado con él —dijo, haciendo girar la llavecita entre sus dedos—. Iba por delante en las tres tarjetas de los jueces.

Sostuve la mirada del ayudante del fiscal.

—La Propuesta 5 fue aprobada, señor Loew.

—Sí, desde luego. Pero algunos de sus jefes perdieron dinero. Agente, intente ser un poco más hábil aquí. No deje perder esta oportunidad igual que hizo con el combate.

—¿Estás listo, besalonas?

La voz de Blanchard me salvó. Me fui con él antes de hacer algo que echara por tierra mi oportunidad en ese mismo instante.

Nos dirigimos hacia el sur en el coche sin distintivos de Blanchard, un cupé Ford del 40 con una radio de contrabando metida bajo el salpicadero. Lee hablaba y hablaba del trabajo mientras yo contemplaba el escenario callejero del centro de Los Ángeles.

—… básicamente perseguimos a los fugitivos prioritarios, pero algunas veces nos encargamos de cazar testigos materiales para Loew. Aunque no demasiado a menudo; suele utilizar a Fritzie Vogel para que le haga los recados, con Bill Koenig a su lado poniendo la fuerza bruta. Los dos son unos mierdas. De todas formas, a veces tenemos períodos relajados en los que debemos visitar las comisarías y echar un vistazo a sus asuntos prioritarios: las órdenes de búsqueda y captura emitidas por los tribunales de la región. Cada comisaría del Departamento de Policía de Los Ángeles destina a dos hombres para que trabajen en ello, pero se pasan la mayor parte del tiempo siguiendo chivatazos, así que debemos echarles una mano. Algunas veces, como hoy, oyes algo en el informe semanal o consigues encontrar algo interesante en el tablón. Cuando las cosas están realmente calmadas, puedes dedicarte a suministrar papeles a los abogados del Departamento 92. Tres pavos por una tanda de informes, siempre se saca algo de calderilla con eso. Pero el gran chollo está en hacer de recuperador. Tengo listas con delincuentes de H. J. Caruso Dodge y Yeakel Brothers Old, todos esos tipos duros negros a los que los agentes normales tienen miedo de molestar. ¿Alguna pregunta, socio?

Resistí el impulso de preguntar: «¿Por qué no estás tirándote a Kay Lake?», y «Ya que hablamos del tema, ¿cuál es su historia?».

—Sí. ¿Por qué dejaste de pelear e ingresaste en el cuerpo? Y no me digas que lo hiciste por la desaparición de tu hermana pequeña y porque atrapar criminales te hace sentir que todo está en su sitio. Ya he oído eso un par de veces y no me lo trago.

Lee mantenía los ojos clavados en el tráfico.

—¿Tienes hermanas? ¿Algún pariente pequeño que te importe de verdad?

Negué con la cabeza.

—Mi familia está muerta.

—Laurie también. Lo comprendí al fin cuando tenía quince años. Mis padres seguían gastando dinero en colgar carteles y en detectives, pero yo sabía que se la habían cargado. No paraba de imaginármela mientras crecía: la reina del baile de graduación, todo sobresalientes, formando su propia familia… Me dolía mucho, así que empecé a imaginar que crecía en el mal sentido. Ya sabes, como una golfa. La verdad es que me resultaba confortador, pero me daba la sensación de estar echándole mierda encima.

—Oye, lo siento —dije.

Lee me dio un suave codazo.

—No lo sientas, porque tienes razón. Dejé el boxeo y me uní a la poli porque Benny Siegel empezaba a meterme mucha presión. Compró mi contrato, asustó a mi mánager para que se largara, y me prometió un combate contra Joe Louis si hacía dos tongos para él. Le contesté que no e ingresé en el cuerpo porque los chicos del sindicato judío tienen una regla que prohíbe matar polis. Estaba cagado de miedo, temía que me matara de todas formas, así que cuando oí que los atracadores del Boulevard-Citizens se habían llevado un poco de dinero de Benny junto con el del banco, sacudí todos los troncos cercanos hasta conseguir la cabeza de Bobby De Witt en bandeja. Y se lo ofrecí a Benny para que hiciera con él lo que quisiera. Su segundo de a bordo le convenció para que no se lo cargara, así que entregué al tipo a la policía de Hollywood. Y ahora Benny es mi colega. Siempre me pasa algún soplo sobre a qué caballos apostar. ¿Siguiente pregunta?

Decidí no pedirle información sobre Kay. Al mirar hacia la calle, vi que el centro urbano había dado paso a manzanas de casitas descuidadas. La historia sobre Bugsy Siegel seguía rondando por mi cabeza cuando Lee redujo la velocidad y paró junto a la acera.

—Qué diablos… —farfullé.

—Esto es para mi satisfacción personal —dijo Lee—. ¿Recuerdas al violador de niños del informe?

—Claro.

—Tierney dijo que hay cuatro casos de sodomía sin resolver en Highland Park, ¿correcto?

—Correcto.

—Y mencionó que había un informe sobre sus relaciones conocidas, ¿no?

—Sí. ¿Qué…?

—Bucky, leí ese informe y reconocí el nombre de un traficante de objetos robados: Bruno Albanese. Tiene su base en un restaurante mexicano de Highland Park. Llamé a los polis de la zona, conseguí las direcciones de donde se habían producido las agresiones y me enteré de que dos de ellas sucedieron a menos de un kilómetro del tugurio por donde ronda ese tipo. Esta es su casa, y según los archivos tiene un montón de multas de tráfico por pagar y se han emitido citaciones. ¿Quieres que te haga un esquema del resto?

Salí del coche y crucé un patio delantero cubierto de hierbajos y cagadas de perro. Lee me alcanzó cuando ya estaba en el porche y llamó al timbre; del interior de la casa brotaron furiosos ladridos.

La puerta se abrió con una cadena de seguridad sujeta al marco. Los ladridos crecieron en intensidad; a través de la abertura distinguí a una mujer muy desaliñada. «¡Agentes de policía!», grité. Lee metió un pie en el espacio que había entre el marco y la puerta; yo introduje la mano y arranqué la cadena de un tirón. Lee abrió de un empujón y la mujer salió corriendo hacia el porche. Entré en la casa preguntándome dónde estaría el perro. Estaba echando un vistazo a la sórdida sala cuando un gran mastín de color marrón se abalanzó sobre mí con las fauces abiertas. Busqué a tientas mi pistola… y la bestia empezó a lamerme la cara.

Nos quedamos allí plantados, las patas delanteras del perro sobre mis hombros como si fuéramos a bailar el Lindy Hop. Una lengua enorme me lamía sin parar y la mujer gritó:

—¡Hacksaw, sé bueno! ¡Sé bueno!

Agarré las patas del perro y se las bajé hasta el suelo, y al momento concentró su atención en mi ingle. Lee hablaba con la mujer, mostrándole una tira de fotos policiales. Ella no paraba de negar con la cabeza, las manos en las caderas, el vivo retrato de una ciudadana airada. Con Hacksaw pisándome los talones, me reuní con ellos.

—Señora Albanese —dijo Lee—, este es el oficial al cargo. ¿Quiere explicarle lo que acaba de contarme?

La mujer agitó los puños; Hacksaw empezó a explorar la entrepierna de Lee.

—¿Dónde está su marido, señora? —pregunté—. No tenemos todo el día.

—¡Se lo he dicho a él y se lo repito a usted! ¡Bruno ha pagado su deuda con la sociedad! ¡No se mezcla con criminales y no conozco a ningún Coleman o como se llame! ¡Es un hombre de negocios! Su agente de la condicional le obligó a dejar de ir a ese sitio mexicano hace dos semanas, ¡y no sé dónde está! ¡Hacksaw, pórtate bien!

Miré al auténtico oficial al cargo, que bailoteaba torpemente con un perro de noventa kilos.

—Señora, su esposo es un conocido traficante de objetos robados con un montón de infracciones de tráfico. En el coche tengo una lista de mercancía caliente, y si no me dice dónde está pondré patas arriba su casa hasta encontrar algo sucio. Y entonces la arrestaré a usted por posesión de mercancías robadas. ¿Cuál de las dos cosas prefiere?

La mujer se golpeó las piernas con los puños; Lee forcejeó con Hacksaw hasta conseguir que se pusiera a cuatro patas y dijo:

—Hay gente que no responde a la buena educación. Señora Albanese, ¿sabe usted qué es la ruleta rusa?

La mujer hizo un mohín.

—¡No soy tonta, y Bruno ha pagado su deuda con la sociedad!

Lee se sacó una 38 de cañón corto de la parte de atrás de su cinturón, comprobó el cilindro y lo cerró de un golpe seco.

—En esta arma hay una bala. ¿Crees que hoy es tu día de suerte, Hacksaw?

Hacksaw soltó un ladrido y la mujer exclamó: «¡No se atreverá!». Lee apoyó la 38 en la sien del perro y apretó el gatillo. El percutor hizo clic en una cámara vacía; la mujer ahogó un jadeo y empezó a ponerse pálida.

—Faltan cinco —dijo Lee—. Vete preparando para el cielo de los perros, Hacksaw.

Lee apretó el gatillo por segunda vez. Cuando el percutor hizo clic de nuevo y Hacksaw, aburrido de aquel juego, le lamió las pelotas, tuve que contener la risa que me brotaba en el estómago. La señora Albanese rezaba fervorosamente con los ojos cerrados.

—Hora de conocer a tu creador, perrito —dijo Lee.

—¡No, no, no, no, no! —balbuceó la mujer—. ¡Bruno está en un bar de Silverlake! ¡El Buena Vista, en Vendome! ¡Por favor, deje a mi pequeño en paz!

Lee me mostró el cilindro vacío de su 38 y volvimos al coche con los felices ladridos de Hacksaw resonando a nuestra espalda. Me estuve riendo durante todo el camino hasta Silverlake.

El Buena Vista era un restaurante asador construido a modo de rancho español: paredes de adobe encalado y torretas festoneadas con luces navideñas seis semanas antes de la festividad. El interior era fresco, todo en madera oscura. Había una larga barra de roble justo al lado de la entrada, con un hombre detrás limpiando vasos. Lee le mostró su placa durante una fracción de segundo.

—¿Bruno Albanese?

El hombre señaló hacia el fondo del restaurante, con los ojos bajos.

La parte trasera del salón era estrecha, con luces tenues y reservados tapizados en cuero sintético. Del último, el único ocupado, llegaban los ruidos producidos por alguien que comía con voracidad. Un hombre delgado y de tez morena estaba encorvado sobre un plato lleno de judías, chiles y huevos rancheros, engullendo como si se tratara de su última comida en esta vida.

Lee golpeó la mesa con los nudillos.

—Agentes de policía. ¿Es usted Bruno Albanese?

El hombre alzó la vista y preguntó:

—¿Quién, yo?

Lee se deslizó en el reservado y señaló el tapiz religioso colgado en la pared.

—No, el niño en el pesebre. Hagamos esto rápido, para que no tenga que verte comer. Tienes una orden de busca por infracciones de tráfico, pero a mi compañero y a mí nos gusta tu perro, así que no vamos a detenerte. ¿A que es todo un detalle por nuestra parte?

Bruno Albanese eructó.

—Eso es que queréis pillar a alguien, ¿no?

—Chico listo —dijo Lee. Puso sobre la mesa la foto de Maynard y la alisó con la mano—. Le gusta metérsela a los niños pequeños. Sabemos que te vende cosas, pero no nos importa. ¿Dónde está?

Albanese miró la foto y soltó un hipido.

—Nunca he visto a este tipo antes. Alguien les ha conducido en mala dirección.

Lee me miró y suspiró.

—Hay gente que no responde a la buena educación —comentó.

Entonces agarró a Bruno Albanese por la nuca y le hundió con fuerza el rostro en el plato, haciendo que le entrara grasa por la boca, la nariz y los ojos mientras agitaba los brazos frenéticamente y golpeaba con las piernas por debajo de la mesa. Lee lo mantuvo en esa posición al tiempo que entonaba:

—Bruno Albanese era un buen hombre, un buen esposo y un buen padre para su hijo Hacksaw. No cooperaba mucho con la policía, pero ¿quién espera hallar la perfección? Socio, ¿puedes darme una sola razón para que le perdone la vida a este mierda?

Albanese emitía fuertes gorgoteos; la sangre empezó a manchar sus huevos rancheros.

—Ten compasión —le dije—. Incluso un vulgar traficante merece una última cena mejor que esta.

—Muy bien dicho —replicó Lee, y soltó la cabeza de Albanese.

Este se levantó, lleno de sangre y jadeando en busca de aire, limpiándose todo un recetario de comida mexicana de la cara. Cuando recuperó algo de aliento logró graznar:

—¡Apartamentos Versalles, entre la Sexta y Saint Andrews, habitación 803! ¡Y, por favor, no le digáis que os he dado el soplo!

—Buen provecho, Bruno —dijo Lee.

—Eres un buen chico —añadí.

Salimos a la carrera del restaurante y nos dirigimos a toda velocidad hacia la Sexta con Saint Andrews.

En los buzones del vestíbulo del Versalles figuraba un Maynard Coleman en el apartamento 803. Subimos en el ascensor hasta la octava planta y llamamos al timbre; pegué la oreja a la puerta y no oí nada. Lee sacó una anilla llena de ganzúas y empezó a trajinar con la cerradura hasta que una de ellas encajó y el mecanismo cedió con un seco chasquido.

Entramos en una habitación pequeña, caldeada y oscura. Lee encendió la luz del techo, que iluminó una cama plegable de pared cubierta de animales de peluche: ositos, pandas y tigres. El lecho apestaba a sudor y a un olor medicinal que no logré identificar. Arrugué la nariz y Lee se encargó de identificarlo por mí.

—Vaselina mezclada con cortisona. Los homosexuales lo utilizan para lubricarse el culo. Pensaba entregar a Maynard personalmente al capitán Jack, pero ahora dejaré que Vogel y Koenig le den un repaso antes.

Me acerqué a la cama y examiné los muñecos; todos tenían suaves mechones de cabello infantil pegados entre las patas con cinta adhesiva. Me estremecí y miré a Lee. Estaba pálido, sus rasgos contraídos por varios tics faciales. Nuestros ojos se encontraron y salimos en silencio de la habitación. Bajamos en el ascensor, y una vez en la acera pregunté:

—¿Y ahora qué?

A Lee le temblaba un poco la voz.

—Busca una cabina y llama a los de tráfico. Dales el alias de Maynard y esta dirección y pregúntales si tienen procesada alguna papeleta rosa de infracción del último mes más o menos. Si la tienen, consigue una descripción del vehículo y el número de la matrícula. Me reuniré contigo en el coche.

Corrí hacia la esquina, encontré un teléfono público y marqué el número de la línea de información policial de tráfico. Me respondió uno de los empleados:

—¿Quién pide la información?

—Agente Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles, placa 1611. Información sobre la compra de un coche, Maynard Coleman o Coleman Maynard, South Saint Andrews, 643. Los Ángeles. Es probable que sea reciente.

—Entendido… un minuto.

Esperé, cuaderno y bolígrafo en mano, mientras pensaba en los animales de peluche. Unos buenos cinco minutos después, me sobresaltó un «Agente, lo tengo».

—Dispare.

—Sedán De Soto, 1938, verde oscuro, matrícula B de Boston, V de Victor, 1-4-3-2. Repito, B de Boston…

Lo anoté todo, colgué y regresé corriendo al coche. Lee examinaba un callejero de Los Ángeles y tomaba notas.

—Lo tenemos —dije.

Lee cerró la guía.

—Es muy probable que merodee por las escuelas. Sabemos que había escuelas de primaria cerca de los sitios donde ocurrieron las agresiones de Highland Park, y por aquí hay media docena de ellas. He hablado por radio con las centrales de Hollywood y Wilshire y les he dicho lo que tenemos. Los coches patrulla se apostarán cerca de las escuelas para intentar atrapar a Maynard. ¿Qué tienen los de tráfico?

Señalé mi cuaderno de notas; Lee cogió el micrófono de la radio y conectó el interruptor de emisión. Hubo un estallido de estática y luego el aparato se quedó muerto.

—¡Mierda, pongámonos en marcha! —exclamó.

Recorrimos las escuelas de primaria de Hollywood y el distrito de Wilshire. Lee conducía y yo escrutaba las aceras y los patios de las escuelas buscando De Sotos verdes y tipos que merodearan por allí. Nos detuvimos en un teléfono de la policía y Lee llamó a Wilshire y a Hollywood para darles los datos obtenidos de tráfico, urgiéndoles a transmitirlos a todos los coches patrulla y a todos los agentes de servicio.

Durante esas horas apenas pronunciamos palabra. Lee agarraba el volante con los nudillos blancos, conduciendo lo más despacio que podía junto a las aceras. La única vez que su expresión cambió fue cuando paramos para echar un vistazo a unos chavales que estaban jugando. Entonces sus ojos se nublaron y sus manos temblaron, y pensé que o se echaba a llorar o estallaba.

Pero lo único que hizo fue quedarse mirándolos, y el simple acto de volver a meternos en el tráfico pareció calmarle. Era como si supiera exactamente hasta dónde podía dar rienda suelta al hombre antes de recuperar el estricto control del deber policial.

Poco después de las tres nos dirigimos hacia el sur por Van Ness, hacia la escuela de primaria Van Ness. Nos encontrábamos a una manzana de distancia, junto al Polar Palace, cuando un De Soto verde matrícula BV 1432 se cruzó con nosotros y entró en el aparcamiento que había delante del local.

—Le tenemos —dije—. El Polar Palace.

Lee dio media vuelta y detuvo el coche en la acera de enfrente, justo delante del aparcamiento. Maynard estaba cerrando el De Soto, mirando a un grupo de niños que se dirigían hacia la entrada con sus patines colgados del hombro.

—Vamos —dije.

—Cógelo tú —me pidió Lee—. Yo podría perder los nervios. Asegúrate de que los chavales están lejos, y si intenta hacer cualquier tontería, mátalo.

Actuar solo yendo de paisano iba en contra de todas las reglas.

—Estás loco. Esto es un…

Lee me empujó para que saliera del coche.

—¡Ve a por él, maldita sea! ¡Esto es la Criminal, no una jodida clase! ¡Ve a cogerle!

Crucé entre el tráfico de la Van Ness hasta llegar al aparcamiento, y vislumbré a Maynard entrando en el Polar Palace en medio de una multitud de niños. Corrí hacia la puerta principal y la abrí, recordándome que debía actuar despacio y con calma.

El aire frío me aturdió; la dura luz que reflejaba la pista de hielo me hizo daño en los ojos. Me los protegí con la mano y miré a mi alrededor: vi fiordos de papel maché y un puesto de bocadillos y refrescos en forma de iglú. Había unos cuantos chicos haciendo piruetas sobre el hielo, y un grupo de chavales contemplando entre exclamaciones de asombro un gigantesco oso polar disecado, erguido sobre sus patas traseras junto a una salida lateral. No se veía ni un solo adulto en todo el lugar. Entonces tuve la idea: mirar en los servicios de caballeros.

Un cartel me indicó que me dirigiera al sótano. Me encontraba a mitad de la escalera cuando Maynard empezó a subir con un pequeño conejo de peluche en la mano. El olor pestilente de la habitación 803 volvió a impactarme; cuando estaba a punto de pasar junto a mí dije:

—Agente de policía. Queda arrestado.

Y saqué mi 38.

El violador alzó las manos y el conejo salió volando por los aires. Lo empujé contra la pared, lo cacheé rápidamente y le esposé las manos a la espalda. Mientras le obligaba a subir a empujones la escalera, la sangre me retumbaba en la cabeza. De repente sentí que algo me golpeaba las piernas.

—¡Deja en paz a mi papá! ¡Deja en paz a mi papá!

Mi atacante era un crío con pantalones cortos y jersey de marinero. No me llevó ni medio segundo identificarlo como el hijo del violador: el parecido era asombroso. El niño se cogió a mi cinturón y siguió chillando:

—¡Deja en paz a mi papá!

El padre empezó a gritar que le diera tiempo para despedirse del crío y encontrar a alguien que lo cuidara. Le obligué a subir la escalera y a cruzar el Polar Palace, con mi pistola apoyada en su cabeza y empujándolo con la otra mano para que continuase caminando, mientras el niño seguía aullando detrás de mí y dándome puñetazos con todas sus fuerzas. Se formó una pequeña multitud a nuestro alrededor. Grité: «¡Agente de policía!», y conseguí que se apartaran hasta poder llegar a la salida. Un viejo carcamal me abrió la puerta, farfullando:

—¡Eh! ¿No es usted Bucky Bleichert?

—Encárguese del chico y busque a alguien que lo cuide —logré jadear, y sentí cómo se llevaban al pequeño tornado de mi espalda.

Vi el Ford de Lee en el aparcamiento, y empujé a Maynard hasta llegar a él y meterlo de un último empujón en el asiento trasero. Lee puso la sirena en marcha y arrancó a toda velocidad. El violador murmuraba algo de Jesús y otras palabras ininteligibles. Yo no cesaba de preguntarme por qué el estruendo de la sirena no lograba acallar los chillidos del niño pidiendo que volviera su papá.

Dejamos a Maynard en las celdas del Palacio de Justicia y Lee telefoneó a Fritz Vogel a la Central para comunicarle que el violador estaba detenido y listo para ser interrogado sobre los robos de Bunker Hill. Después volvimos al Ayuntamiento, donde hice una llamada a la comisaría de Highland Park para notificarles el arresto de Maynard, y otra llamada al Centro de Detención Juvenil de Hollywood a fin de calmar mi conciencia sobre el crío. La cuidadora con la que hablé me dijo que Billy Maynard se encontraba allí esperando a que llegara su madre, la ex mujer de Coleman Maynard, una tipa que ejercía en los coches y había sido acusada seis veces de prostitución. El niño continuaba aullando que volviese su papá, y colgué deseando no haber llamado.

Siguieron tres horas de redactar informes. Escribí a mano el del agente que había practicado el arresto y Lee lo pasó a máquina, omitiendo cualquier mención a nuestra entrada ilegal en el apartamento de Coleman Maynard. Ellis Loew rondaba por nuestro cubículo mientras trabajábamos, murmurando «Una gran captura» y «Los machacaré en el tribunal con lo del crío».

Terminamos con el papeleo a las siete. Lee trazó una señal de visto en el aire y dijo:

—Otro tanto en la cuenta de Laurie Blanchard. ¿Tienes hambre, compañero?

Me puse en pie y me desperecé. La comida me pareció de pronto una gran idea. Entonces vi a Fritz Vogel y Bill Koenig que se acercaban al cubículo.

—Pórtate bien —me susurró Lee—. Tienen buena relación con Loew.

Vistos de cerca, los dos parecían viejos jugadores de la línea media de Los Ángeles Rams que hubieran descuidado sus condiciones físicas. Vogel era alto y gordo, con una cabezota cuadrada que surgía directamente del cuello de su camisa y los ojos azules más claros que había visto nunca; Koenig era sencillamente inmenso y le sacaba unos cinco centímetros a mi metro noventa, con un corpachón de jugador de línea defensiva que empieza a ablandarse. Tenía la nariz grande y achatada, las orejas como abanicos, la mandíbula torcida y unos dientes diminutos y cascados. Tenía pinta de estúpido, Vogel de astuto, y ambos de malos bichos.

Koenig soltó una risita.

—Ha confesado. Tanto las porquerías que les hizo a los críos como los robos en las casas. Fritzie dice que todos recibiremos felicitaciones por esto. —Me tendió la mano—. Hiciste un buen combate, rubito.

Estreché su enorme puño y observé que había manchas de sangre fresca en la manga derecha de su camisa.

—Gracias, sargento —dije.

Entonces alargué mi mano hacia Fritz Vogel, quien la aceptó durante una fracción de segundo, clavando en mí sus ojos con furiosa frialdad y soltándola como si fuera una boñiga caliente.

Lee me dio una palmada en la espalda.

—Los ases de Bucky. Sesos y cojones. ¿Has hablado con Ellis de la confesión?

—Es Ellis solo para los tenientes y los de arriba —advirtió Vogel.

Lee se rio.

—Soy un tipo privilegiado. Además, tú le llamas kike y chico judío a sus espaldas, así que ¿qué más te da?

Vogel se ruborizó; Koenig miró a su alrededor con la boca abierta. Cuando se volvió de nuevo hacia nosotros, vi manchas de sangre en la pechera de su camisa.

—Vamos, Billy —dijo Vogel.

Koenig le siguió obedientemente de regreso a la sala común.

—Bonita pareja, ¿eh?

Lee se encogió de hombros.

—Unos mierdas. Si no fueran policías, estarían encerrados en Atascadero. Haz lo que te digo y no actúes como yo, socio. A mí me tienen miedo, pero tú no eres más que un novato.

Me devané los sesos en busca de una réplica cortante. Entonces Harry Sears, que parecía el doble de desgalichado que por la mañana, asomó la cabeza por la puerta.

—Lee, he oído algo que creo que deberías saber.

Pronunció las palabras sin el menor rastro de tartamudeo; pude oler licor en su aliento.

—Dispara —dijo Lee.

—Estaba en la sección de la condicional, y el supervisor me contó que Bobby De Witt acaba de obtener un informe favorable. Andará suelto por Los Ángeles en libertad condicional a mediados de enero. Pensé que te interesaría saberlo, nada más.

Sears me hizo un gesto con la cabeza y se marchó. Miré a Lee, cuyo rostro se retorcía igual que había hecho en la habitación 803 del Versalles.

—Socio… —dije.

Lee logró sonreír.

—Vamos a comer algo. Kay iba a hacer estofado y me dijo que debía llevarte a casa.

Fui allí pensando en la mujer y me quedé estupefacto cuando vi dónde vivían: una casa art déco de contornos aerodinámicos y tonos beige, a medio kilómetro al norte de Sunset Strip. Cuando llegamos a la entrada, Lee me dijo:

—No menciones a De Witt. Kay se preocuparía.

Asentí y entré en un salón que parecía sacado de un plató de cine.

Las paredes estaban cubiertas con paneles de caoba pulida y los muebles eran de estilo danés moderno, de madera clara y reluciente en media docena de tonalidades distintas. De las paredes colgaban reproducciones de obras de los más destacados artistas del siglo XX, y en el suelo había alfombras con dibujos modernistas, rascacielos emergiendo entre la niebla, altos árboles en un bosque, o las torres de alguna fábrica expresionista alemana. Junto al salón había una zona de comedor, y sobre la mesa flores frescas y fuentes tapadas de las que brotaba un aroma a buena comida.

—No está mal para la paga de un poli —dije—. ¿Estás recibiendo sobornos, socio?

Lee se rio.

—Todo gracias al boxeo. Eh, nena, ¿dónde andas?

Kay Lake salió de la cocina. Llevaba un vestido floreado a juego con los tulipanes de encima de la mesa. Me tendió la mano.

—Hola, Dwight.

Me sentí igual que un chico pobre entrando en el baile de graduación del instituto.

—Hola, Kay.

Con un leve apretón dejó caer mi mano, poniendo fin al apretón de manos más largo de la historia.

—Tú y Leland, compañeros… Te dan ganas de creer en cuentos de hadas, ¿verdad?

Miré a mi alrededor buscando a Lee y vi que había desaparecido.

—No. Soy un tipo realista.

—Yo no.

—Ya lo veo.

—Ya he tenido suficiente realidad como para toda una vida.

—Lo sé.

—¿Quién te lo ha contado?

—El Herald Express de Los Ángeles.

Kay se echó a reír.

—De modo que sí has leído mis recortes de prensa. ¿Alguna conclusión al respecto?

—Sí. Los cuentos de hadas no funcionan.

Kay me guiñó el ojo como Lee; tuve la sensación de que ella era quien le había enseñado.

—Es por eso por lo que debes hacerlos realidad. ¡Leland! ¡Hora de cenar!

Lee reapareció y nos sentamos a comer; Kay descorchó una botella de champán y llenó nuestras copas. Cuando hubo terminado, brindó:

—Por los cuentos de hadas.

Bebimos, Kay volvió a llenar las copas y Lee dijo:

—Por la Propuesta B.

La segunda dosis de burbujas me cosquilleó en la nariz y me hizo reír. Propuse:

—Por la revancha del Bleichert-Blanchard en el Polo Grounds, mejor aún que la de Louis-Schmeling.

—Por la segunda victoria de Blanchard —dijo Lee.

—Por que acabe en combate nulo y no haya sangre —añadió Kay.

Bebimos, terminamos la botella y Kay trajo otra de la cocina. Al abrirla, el corcho salió disparado y le dio a Lee en el pecho. Cuando tuvimos llenas las copas, sentí la fuerza de la bebida por primera vez.

—Por nosotros —farfullé.

Lee y Kay me miraron como si se movieran a cámara lenta y me di cuenta de que nuestras manos libres reposaban sobre la mesa separadas por apenas unos centímetros. Kay observó que yo reparaba en ello y me guiñó el ojo.

—Así es como aprendí a hacerlo —dijo Lee.

Nuestras manos se movieron hasta unirse en una especie de tríada.

—Por nosotros —brindamos al unísono.

Contrincantes, luego compañeros, después amigos. Y con la amistad llegó Kay, que jamás se interpuso entre nosotros, y que siempre llenó nuestras vidas fuera del trabajo con su gracia y estilo.

Ese otoño del 46 fuimos juntos a todas partes. Cuando íbamos al cine, Kay se sentaba en medio y agarraba las manos de los dos en las escenas de miedo; durante las veladas de los viernes oyendo a las orquestas en el Malibú Rendezvous, alternaba los bailes con ambos y siempre lanzaba una moneda al aire para ver con quién bailaba la última pieza lenta. Lee nunca manifestó ni una pizca de celos, y la atracción que Kate ejercía sobre mí se fue calmando hasta hervir a fuego lento. Estaba latente cada vez que nuestros hombros se rozaban, cada vez que reaccionábamos igual ante una canción de la radio, un cartel gracioso o una palabra de Lee, y nuestros ojos se encontraban al instante. Cuanto más sosegada era la atracción, más sabía que podría tener a Kay… y más la deseaba. Pero dejaba que las cosas siguieran su curso, no porque eso fuera a destruir mi relación con Lee, sino porque hubiera trastornado la perfecta relación entre los tres.

Después del servicio, Lee y yo íbamos a su casa y encontrábamos a Kay leyendo, subrayando pasajes de los libros con un lápiz amarillo. Preparaba la cena para los tres, y a veces Lee se iba a dar una vuelta por Mulholland en su motocicleta. Entonces, ella y yo hablábamos.

Nuestra conversación siempre eludía a Lee, como si hablar del núcleo central de nuestra relación a tres sin que él estuviera presente fuese un engaño. Kay hablaba de sus seis años de universidad y de las dos licenciaturas que Lee había financiado con el dinero de sus combates, y de que su trabajo como profesora suplente era perfecto para la «diletante demasiado preparada» en que se había convertido. Yo hablaba de cómo crecí siendo un kraut en Lincoln Heights. Nunca comentamos nada de mis chivatazos al Departamento de Extranjería ni de su vida con Bobby De Witt. Ambos teníamos una idea general de la historia del otro, pero ninguno de los dos quería detalles. Ahí yo jugaba con ventaja: los hermanos Ashida y Sam Murakami llevaban mucho tiempo fuera de circulación, pero a Bobby De Witt le faltaba solo un mes para conseguir la condicional… y yo podía ver que Kay temía su regreso.

Si Lee estaba asustado, nunca lo demostró aparte del momento en que Harry Sears le dio la noticia, y jamás pareció inquietarle durante nuestros mejores ratos juntos, los que pasábamos trabajando para la Criminal. Ese otoño aprendí lo que era realmente el trabajo policial, y Lee fue mi maestro.

Desde mediados de noviembre hasta Año Nuevo capturamos un total de once delincuentes, dieciocho tipos con órdenes de búsqueda por infracciones de tráfico y tres fugitivos que habían violado la libertad condicional. Nuestras batidas contra merodeadores sospechosos nos proporcionaron media docena de arrestos más, todos ellos relacionados con asuntos de narcóticos. Trabajábamos bajo las órdenes directas de Ellis Loew, y también a partir de los informes delictivos de la sala común y de los rumores que nos llegaban, todo ello filtrado por el instinto de Lee. Sus técnicas eran a veces cautelosas y astutas; otras, brutales; pero siempre se mostraba amable con los niños. Y cuando se ponía duro para obtener alguna información, lo hacía porque era el único medio de conseguir algo.

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