La Dalia Negra

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I. Fuego y Hielo » Capítulo 5

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Así que nos convertimos en un equipo de interrogadores «poli bueno-poli malo». El señor Fuego como el tipo duro, y el señor Hielo como el tipo blando. Nuestra fama de boxeadores nos proporcionaba un punto de respeto añadido en la calle, y cuando Lee apretaba las clavijas en busca de información y yo intercedía por el interrogado, conseguíamos lo que buscábamos.

El tándem no siempre era perfecto. Cuando hacíamos turnos de veinticuatro horas, Lee sacudía un poco a los drogadictos para conseguir tabletas de Benzedrina y se las tragaba a puñados a fin de mantenerse despierto; entonces, cada negro que veíamos se convertía en «Sambo», cada blanco en «un mierda» y cada mexicano en «Pancho». Toda su dureza emergía a la superficie y destruía su finura habitual, y en un par de ocasiones tuve que frenarle en serio para que no se dejara llevar por su papel de poli malo.

Pero era un precio pequeño a pagar por lo que estaba aprendiendo. Bajo la tutela de Lee no tardé en convertirme en un buen policía, y no era el único que lo sabía. A pesar de haber perdido medio de los grandes en el combate, Ellis Loew empezó a tratarme mejor cuando Lee y yo le llevamos a unos cuantos tipos que se moría por juzgar; y Fritz Vogel, que me odiaba por haberle quitado el puesto en la Criminal a su hijo, acabó por admitir a regañadientes ante Loew que era un policía de primera.

Y, sorprendentemente, mi celebridad local duró lo suficiente como para proporcionarme algún beneficio extra. Lee era uno de los recuperadores favoritos de H. J. Caruso, el vendedor de coches que hacía esos famosos anuncios por la radio, y cuando el trabajo escaseaba buscábamos coches pendientes de pago o embargo en las zonas de Watts y Compton. Cuando encontrábamos uno, Lee rompía la ventanilla del conductor de una patada y le hacía un puente mientras yo montaba guardia. Luego formábamos un convoy de dos coches hasta el aparcamiento de Caruso en Figueroa, y H.J. nos soltaba cuarenta pavos por pieza. Charlábamos con él de policías y ladrones y de cosas de boxeo. Después nos regalaba una botella de bourbon del bueno que Lee siempre le pasaba después a Harry Sears para mantenerle engrasado y que nos proporcionara buenas informaciones de Homicidios.

A veces íbamos con H.J. a las veladas de boxeo del miércoles en el Olympic. Tenía una especie de palco junto al ring construido especialmente para él, que nos protegía cuando los mexicanos del gallinero arrojaban monedas y vasos de cerveza llenos de orina al cuadrilátero, y Jimmy Lennon nos presentaba al público durante las ceremonias anteriores al combate. Benny Siegel se dejaba caer de vez en cuando por allí, y entonces él y Lee se iban para charlar. Lee siempre volvía con aspecto de estar algo asustado. El hombre al que desafió en el pasado era el gángster más poderoso de la Costa Oeste, y era conocido por ser vengativo y por tener un temperamento de gatillo fácil. Pero generalmente Lee conseguía buena información sobre las carreras, y los caballos que Siegel le soplaba solían ganar.

Así transcurrió el otoño. Mi viejo consiguió un pase para salir del asilo en Navidad y lo llevé a cenar a la casa de Lee y Kay. Se había recuperado bastante bien de la embolia, pero seguía sin recordar nada de inglés y solo divagaba en alemán. Kay le dio de comer pavo y ganso, y Lee escuchó sus monólogos kraut toda la noche, intercalando un «Vaya que sí, abuelo» y un «De locos, tío» cada vez que el viejo hacía una pausa para respirar. Cuando lo llevé de vuelta al asilo, me dedicó su corte de mangas y se las apañó para entrar en el centro por su propio pie.

La víspera de Año Nuevo fuimos en coche a Balboa Island para oír a la orquesta de Stan Kenton. Entramos bailando en 1947, ebrios de champán, y Kay lanzó monedas al aire para ver quién de los dos conseguía el último baile y quién el primer beso después de las campanadas. Lee ganó el baile y yo les contemplé girar por la pista al son de «Perfidia», sobrecogido por el modo en que ambos habían cambiado mi vida. Entonces llegó la medianoche, la orquesta enloqueció y yo no supe muy bien lo que debía hacer.

Kay me libró del problema, besándome en los labios con suavidad y susurrando:

—Te quiero, Dwight.

Una mujer gorda me agarró e hizo sonar un matasuegras en mi rostro antes de que pudiera devolverle a Kay las palabras.

Regresamos por la autopista de la costa del Pacífico, formando parte de una larga corriente de juerguistas que hacían sonar las bocinas. Al llegar a la casa de Lee y Kay, mi coche no quiso arrancar, así que me preparé la cama en el sofá y no tardé en quedarme dormido como un tronco por todo el alcohol que había bebido. Debía de estar amaneciendo cuando me desperté y oí unos sonidos extraños, medio ahogados por las paredes. Agucé el oído para identificarlos y distinguí unos sollozos seguidos por la voz de Kay, más dulce y suave de lo que jamás la había oído. Los sollozos se hicieron más fuertes, hasta convertirse en gemidos. Me puse la almohada sobre la cabeza y me obligué a volver a dormir.

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